Al salir del campamento, Hazel lo invitó a un café exprés y una magdalena de fresa en el establecimiento de Bombilo, el cafetero bicéfalo.
Percy olió la magdalena. El café estaba delicioso. Si pudiera ducharse, cambiarse de ropa y dormir un poco, pensó Percy, se sentiría como nuevo.
Observó que un puñado de chicos con bañadores y toallas entraban en un edificio del que salía vapor por una hilera de chimeneas. Risas y sonidos acuáticos resonaban en el interior, como si se tratara de una piscina cubierta: el tipo de sitio que a Percy le gustaba.
—Los baños —anunció Hazel—. Con suerte, los visitarás antes de cenar. El que no se ha dado un baño romano no sabe lo que es vivir.
Percy suspiró de impaciencia.
A medida que se acercaban a la puerta principal, los barracones se volvían más grandes y más bonitos. Hasta los fantasmas tenían mejor aspecto: llevaban armaduras más elegantes y lucían auras más brillantes. Percy trató de descifrar los estandartes y los símbolos que colgaban delante de los edificios.
—¿Estáis repartidos en distintas cabañas? —preguntó.
—Más o menos —Hazel se agachó cuando un chico montado en una gigantesca águila se lanzó en picado—. Tenemos cinco cohortes de aproximadamente cuarenta chicos cada una. Cada cohorte está dividida en barracones de diez, como compañeros de habitación.
A Percy nunca se le habían dado bien las matemáticas, pero trató de multiplicar las cifras.
—¿Me estás diciendo que hay doscientos chicos en el campamento?
—Aproximadamente.
—¿Y todos son hijos de dioses? Pues sí que han estado ocupados.
Hazel se rió.
—No todos son hijos de los dioses principales. Hay cientos de dioses romanos menores. Además, muchos campistas son legados: miembros de la segunda o la tercera generación. Tal vez sus padres fueran semidioses. O sus abuelos.
Percy parpadeó.
—¿Hijos de semidioses?
—¿Qué pasa? ¿Te sorprende?
Percy no estaba seguro. Durante las últimas semanas lo único que le había preocupado había sido sobrevivir de un día para otro. La idea de vivir lo suficiente para convertirse en adulto y tener hijos le parecía un sueño imposible.
—Esos legos…
—Legados —le corrigió Hazel.
—¿Tienen poderes como los semidioses?
—A veces sí y a veces no. Pero se les puede adiestrar. Los mejores generales y emperadores romanos aseguraban ser descendientes de dioses. La mayoría de las veces decían la verdad. El augur que vamos a visitar, Octavio, es un legado, un descendiente de Apolo. Supuestamente, tiene el don de la profecía.
—¿Supuestamente?
Hazel adoptó una expresión avinagrada.
—Ya lo verás.
Eso no hizo sentirse mejor a Percy, si el tal Octavio tenía el destino de él en sus manos.
—Entonces las divisiones, las cohortes, lo que sea… ¿Estáis repartidos según vuestro padre divino?
Hazel se lo quedó mirando.
—¡Qué idea más horrible! No, los oficiales deciden adónde destinar a los reclutas. Si nos repartieran según los dioses, todas las cohortes serían desiguales. Yo estaría sola.
Percy sintió una aguda tristeza, como si él también se hubiera visto en esa situación.
—¿Por qué? ¿Cuál es tu ascendencia?
Antes de que ella pudiera contestar, alguien gritó detrás de ellos:
—¡Esperad!
Un fantasma corría hacia ellos: un anciano con una barriga como un balón de gimnasia y una toga tan larga que no paraba de tropezar con ella. Cuando los alcanzó, le faltaba el aliento, y su aura morada parpadeaba en torno a él.
—¿Es él? —preguntó el fantasma con voz entrecortada—. ¿Un nuevo recluta para la Quinta, quizá?
—Vitelio —dijo Hazel—, tenemos bastante prisa.
El fantasma miró a Percy frunciendo el entrecejo y lo rodeó, inspeccionándolo como si fuera un coche de segunda mano.
—No sé —se quejó—. Necesitamos lo mejor para la cohorte. ¿Tiene todos los dientes? ¿Sabe luchar? ¿Limpia cuadras?
—Sí, sí y no —contestó Percy—. ¿Quién es usted?
—Percy, este es Vitelio —la expresión de Hazel decía: «Síguele la corriente»—. Es uno de nuestros lares; le interesan los nuevos reclutas.
En un porche cercano, otros fantasmas se reían disimuladamente mientras Vitelio se paseaba de un lado al otro, tropezando con su toga y subiéndose el cinturón de la espada.
—Sí —dijo Vitelio—, en la época de César (Julio César, claro está), la Quinta Cohorte era extraordinaria. ¡La Duodécima Legión Fulminata, el orgullo de Roma! Pero es una vergüenza a lo que hemos llegado en la actualidad. Fíjate en Hazel, usando una spatha. Un arma ridícula para una legionaria romana. ¡Es para la caballería! Y tú, muchacho… hueles a cloaca. ¿No te has bañado?
—He estado algo ocupado luchando contra unas gorgonas —respondió Percy.
—Vitelio —lo interrumpió Hazel—, tenemos que escuchar el augurio de Percy antes de que pueda unirse a nosotros. ¿Por qué no vas a ver a Frank? Está en el arsenal haciendo el inventario. Ya sabes lo mucho que aprecia tu ayuda.
Las cejas peludas y moradas del fantasma se arquearon.
—¡Marte todopoderoso! ¿Dejan que el probatio revise el armamento? ¡Estamos perdidos!
Se marchó calle abajo dando traspiés, deteniéndose cada pocos metros para recoger su espada o volver a colocarse la toga.
—¡Buenooo! —dijo Percy.
—Lo siento —dijo Hazel—. Es un poco excéntrico, pero es uno de los lares más viejos. Ha estado con nosotros desde que la legión se fundó.
—Ha llamado a la legión… ¿Fulminata? —preguntó Percy.
—Armada con el rayo —tradujo Hazel—. Es nuestro emblema. La Duodécima Legión estuvo presente durante todo el Imperio romano. Cuando Roma cayó, muchas legiones desaparecieron. Nosotros nos escondimos, obedeciendo órdenes secretas del mismísimo Júpiter: seguir con vida, reclutar a semidioses y a sus hijos, mantener Roma activa. Hemos estado haciéndolo desde entonces, cambiando de sitio según donde la influencia romana era mayor. Durante los últimos siglos hemos estado en Estados Unidos.
Por extraño que aquello pudiera parecer, a Percy no le costó creerlo. De hecho, le resultaba familiar, como si siempre lo hubiera sabido.
—Y tú estás en la Quinta Cohorte —aventuró—, que puede que no sea la más popular.
Hazel frunció la frente.
—Sí. Me alisté en septiembre del año pasado.
—Eso fue… pocas semanas antes de que ese tal Jason desapareciera.
Percy sabía que había tocado un tema delicado. Hazel bajó la vista. Permaneció callada suficiente tiempo para contar todos los adoquines.
—Vamos —dijo por fin—. Te enseñaré mi vista favorita.
Se detuvieron delante de las puertas principales. La fortaleza estaba situada en el punto más elevado del valle, de forma que podían verlo prácticamente todo.
El camino bajaba al río y se bifurcaba. Un sendero avanzaba hacia el sur, cruzaba un puente y subía hasta la colina con todos los templos. El otro camino llevaba hacia el norte, a la ciudad, una versión en miniatura de la antigua Roma. A diferencia del campamento militar, la ciudad tenía un aspecto caótico y lleno de colorido, con edificios apretujados desordenadamente. Incluso desde tan lejos, Percy podía ver a la gente reunida en la plaza, los compradores apiñados en un mercado al aire libre, los padres jugando con sus hijos en los parques.
—¿Tenéis familias aquí? —preguntó.
—¿En la ciudad? Desde luego —dijo Hazel—. Cuando te aceptan en la legión, cumples diez años de servicio. Después puedes darte de baja cuando te dé la gana. La mayoría de los semidioses pasan al mundo de los mortales. Pero para algunos… es bastante peligroso. Este valle es un santuario. En la ciudad puedes ir a la universidad, casarte, tener hijos y jubilarte cuando te haces viejo. Es el único lugar seguro de la tierra para la gente como nosotros. De modo que muchos veteranos se construyen sus casas aquí, bajo la protección de la legión.
Semidioses adultos. Semidioses que podían vivir sin temor, casarse, formar una familia. A Percy le costaba creerlo. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
—¿Y si atacan el valle?
Hazel frunció los labios.
—Tenemos defensas. Las fronteras son mágicas, pero nuestra fuerza ya no es lo que era. Últimamente los ataques de los monstruos han aumentado. ¿Te acuerdas de lo que dijiste sobre lo que te había costado matar a las gorgonas? Nosotros también lo hemos notado con otros monstruos.
—¿Sabéis cuál es la causa?
Hazel apartó la vista. Percy advirtió que estaba ocultándole algo: algo que se suponía que no debía decir.
—Es… es complicado —dijo ella—. Mi hermano dice que la Muerte no es…
Un elefante la interrumpió.
Alguien gritó detrás de ellos:
—¡Abrid paso!
Hazel apartó a Percy del camino, y un semidiós montado en un paquidermo adulto cubierto con una armadura de Kevlar negra pasó a su lado. La palabra ELEFANTE estaba impresa en el lateral de la armadura, un detalle que a Percy le pareció algo evidente.
El elefante avanzó por el camino con gran estruendo y giró hacia el norte, en dirección al gran campo abierto donde había unas fortificaciones en construcción.
Percy escupió el polvo que le había entrado en la boca.
—Pero ¿qué…?
—Un elefante —explicó Hazel.
—Sí, he leído el letrero. ¿Por qué le ponéis un chaleco antibalas a un elefante?
—Esta noche hay juegos de guerra —contestó Hazel—. Ese es Aníbal. Si no contáramos con él, se llevaría un disgusto.
—Eso es algo que no podemos permitir.
Hazel se rió. Costaba creer que apenas un momento antes hubiera estado tan malhumorada. Percy se preguntó qué sería lo que había estado a punto de decir. Ella tenía un hermano. Sin embargo, había dicho que se quedaría sola si en el campamento la clasificaran por su padre divino.
Percy no la entendía. Ella parecía simpática y de trato fácil, madura para alguien que no debía de pasar de los trece años. Pero también parecía ocultar una profunda tristeza, como si se sintiera culpable por algo.
Hazel señaló con el dedo hacia el sur, al otro lado del río. Unos nubarrones se estaban acumulando sobre la colina de los Templos. Relámpagos rojos bañaban los monumentos de una luz color sangre.
—Octavio está ocupado —dijo Hazel—. Más vale que vayamos.
Por el camino se cruzaron con unos chicos con patas de cabra que descansaban en el borde del sendero.
—¡Hazel! —gritó uno de ellos.
Se acercó trotando con una sonrisa de oreja a oreja. Lucía una camisa hawaiana descolorida y no llevaba nada de cintura para abajo salvo su tupido pelaje de cabra marrón. Su enorme peinado afro se meneaba cuando se movía. Tenía los ojos ocultos detrás de unas pequeñas gafas redondas con cristales tornasolados. Sujetaba un letrero de cartón que rezaba: trabajo canto hablo me largo a cambio de denarios.
—Hola, Don —dijo Hazel—. Lo siento, no tenemos tiempo…
—¡Tranqui! ¡Tranqui! —Don avanzó trotando al lado de ellos—. ¡Eh, este tío es nuevo! —Sonrió a Percy—. ¿Tienes tres denarios para el autobús? Me he dejado la cartera en casa y tengo que ir a trabajar, y además…
—Don —lo reprendió Hazel—. Los faunos no tienen carteras. Ni trabajos. Ni casas. Y no tenemos autobuses.
—Vale —dijo él alegremente—, pero ¿tienes denarios?
—¿Te llamas Don el fauno? —preguntó Percy.
—Sí. ¿Y qué?
—Nada —Percy trató de mantener la cara seria—. ¿Por qué no tienen trabajo los faunos? ¿No deberían trabajar en el campamento?
Don baló.
—¡Los faunos! ¡Trabajar en el campamento! ¡Me parto de risa!
—Los faunos son… hum… espíritus libres —explicó Hazel—. Holgazanean aquí porque es un sitio donde holgazanear y mendigar sin peligro. Los aguantamos, pero…
—Hazel es alucinante —dijo Don—. ¡Es majísima! Los otros campistas se ponen en plan: «Lárgate, Don». Pero ella siempre dice: «Por favor, lárgate, Don». ¡La adoro!
El fauno parecía inofensivo, pero a Percy le resultaba inquietante de todas formas. Tenía la sensación de que los faunos debían de ser algo más que simples criaturas sin hogar que mendigaban denarios.
Don miró al suelo delante de ellos y dejó escapar un grito ahogado de sorpresa.
—¡Premio!
Alargó la mano para coger algo, pero Hazel gritó:
—¡No, Don!
Lo apartó de un empujón y cogió un pequeño objeto. Percy lo vislumbró antes de que Hazel se lo metiera en el bolsillo. Habría jurado que era un diamante.
—Venga ya, Hazel —se quejó Don—. ¡Podría haberme comprado dónuts durante un año con eso!
—Por favor, Don —dijo Hazel—. Lárgate.
Parecía afectada, como si acabara de salvar a Don del ataque de un elefante con chaleco antibalas.
El fauno suspiró.
—Bah, no puedo enfadarme contigo. Pero te juro que es como si me trajeras suerte. Cada vez que apareces…
—Adiós, Don —dijo Hazel rápidamente—. Vamos, Percy.
La chica empezó a trotar. Percy tuvo que correr para alcanzarla.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Percy—. El diamante del camino…
—Por favor —dijo ella—. No preguntes.
Anduvieron en un silencio incómodo el resto del trayecto hasta la colina de los Templos. Un sinuoso sendero de piedra pasaba por delante de una extravagante mezcla de diminutos altares y enormes panteones abovedados. Las estatuas de dioses parecían seguir a Percy con los ojos.
Hazel señaló el templo de Belona.
—La diosa de la guerra —dijo—. Es la madre de Reyna.
A continuación, pasaron por delante de una enorme cripta roja decorada con cráneos humanos y pinchos de hierro.
—Por favor, dime que no vamos ahí dentro —dijo Percy.
Hazel negó con la cabeza.
—Ese es el templo de Marte Ultor.
—Marte… ¿Ares, el dios de la guerra?
—Ese es su nombre griego —dijo Hazel—. Pero sí, es el mismo dios. Ultor significa «el Vengador». Es el segundo dios más importante de Roma.
A Percy no le hizo mucha ilusión oír eso. Por algún motivo, le bastaba con mirar el feo edificio rojo para ponerse furioso.
Señaló la cima. Las nubes se arremolinaban sobre el templo más grande, un pabellón redondo con un círculo de columnas blancas que soportaban un tejado abovedado.
—Supongo que ese es el templo de Zeus…, quiero decir, de Júpiter. ¿Es allí adonde vamos?
—Sí —Hazel parecía nerviosa—. Octavio lee los augurios allí: en el templo de Júpiter Óptimo Máximo.
Percy tuvo que pararse a pensar, pero las palabras en latín se tradujeron automáticamente a su idioma.
—Júpiter… ¿el mejor y el más grande?
—Exacto.
—¿Cuál es el título de Neptuno? —preguntó Percy—. ¿El más molón y el más alucinante?
—Esto, no exactamente.
Hazel señaló un pequeño edificio azul del tamaño de un cobertizo para herramientas. Encima de la puerta había clavado un tridente cubierto de telarañas.
Percy echó un vistazo al interior. Sobre un pequeño altar había un cuenco con tres manzanas secas y mohosas.
Se le cayó el alma a los pies.
—Un sitio muy frecuentado.
—Lo siento mucho, Percy —dijo Hazel—. Es solo que… los romanos siempre tuvieron miedo del mar. Solo usaban los barcos cuando no les quedaba más remedio. Incluso en épocas modernas, tener un hijo de Neptuno cerca siempre ha sido un mal presagio. La última vez que uno se alistó en la legión fue… en 1906, cuando el Campamento Júpiter estaba al otro lado de la bahía de San Francisco. Hubo un gran terremoto…
—¿Me estás diciendo que lo provocó un hijo de Neptuno?
—Eso dicen —Hazel adoptó un tono de disculpa—. De todas formas, los romanos temen a Neptuno, pero no lo quieren mucho.
Percy se quedó mirando las telarañas que cubrían el tridente.
«Estupendo», pensó. Aunque ingresara en el campamento, nunca lo querrían. A lo máximo a lo que podía aspirar era a dar miedo a sus compañeros de campamento. Tal vez, si lo hacía especialmente bien, le dieran unas manzanas mohosas.
Aun así… situado ante el altar de Neptuno, sintió que algo se removía dentro de él, como si unas olas corrieran por sus venas.
Metió la mano en la mochila y sacó el último alimento que le quedaba de los víveres del viaje: un bollo rancio. No era gran cosa, pero lo dejó sobre el altar.
—Hola… papá —se sentía muy ridículo hablando con un frutero—. Si puedes oírme, échame una mano, ¿vale? Devuélveme la memoria. Dime… dime lo que tengo que hacer.
Se le quebró la voz. No pretendía ponerse sentimental, pero estaba agotado, tenía miedo y había estado perdido tanto tiempo que habría dado cualquier cosa por un consejo. Quería saber algo seguro sobre su vida, sin tener que intentar recobrar recuerdos perdidos.
Hazel le posó la mano en el hombro.
—Todo irá bien. Ahora estás aquí. Eres uno de los nuestros.
Percy se sentía incómodo buscando consuelo en una chica de octavo curso a la que apenas conocía, pero se alegraba de que ella estuviera allí.
Encima de ellos, un trueno retumbó. Un relámpago rojo iluminó la colina.
—Octavio ya casi ha terminado —dijo Hazel—. Vamos.
Comparado con el cobertizo para herramientas de Neptuno, el templo de Júpiter era sin duda óptimo y máximo.
El suelo de mármol tenía bonitos mosaicos grabados e inscripciones en latín. Casi veinte metros por encima, el techo abovedado emitía destellos dorados. Todo el templo estaba abierto al viento.
En el centro había un altar de mármol, donde un chico con toga estaba haciendo una especie de ritual delante de la enorme estatua dorada del pez gordo al que estaba dedicado el enorme templo: Júpiter, el dios del cielo, vestido con una toga morada de seda de talla XXXL y con un rayo en la mano.
—No lo parece —murmuró Percy.
—¿Qué? —preguntó Hazel.
—El rayo maestro —contestó Percy.
—¿Qué dices?
—Yo… —Percy frunció el entrecejo. Por un segundo, le pareció recordar algo. Acto seguido, el recuerdo desapareció—. Nada, supongo.
El chico del altar levantó las manos. Más rayos rojos relampaguearon en el cielo y sacudieron el templo. A continuación bajó las manos, y el estruendo cesó. Las nubes pasaron del gris al blanco y se despejaron.
Un truco impresionante, considerando que el chico parecía un tirillas. Era alto y flaco, con el pelo de color pajizo, unos tejanos que le venían muy grandes, una camiseta holgada y una toga caída. Parecía un espantapájaros vestido con una sábana.
—¿Qué está haciendo? —murmuró Percy.
El chico de la toga se volvió. Tenía una sonrisa torcida y una mirada ligeramente desquiciada, como si acabara de jugar a un intenso videojuego. En una mano sostenía un cuchillo. En la otra había algo parecido a un animal muerto. Ninguna de las dos cosas le hacían parecer menos desquiciado.
—Percy —dijo Hazel—, este es Octavio.
—¡El graecus! —anunció Octavio—. Qué interesante.
—Hola —dijo Percy—. ¿Estás matando animalitos?
Octavio miró el objeto velloso de su mano y se echó a reír.
—No, no. Hubo un tiempo en que sí se mataban. Antes solíamos interpretar la voluntad de los dioses examinando entrañas de animales: pollos, cabras, esa clase de bichos. Ahora usamos esto.
Lanzó el objeto velloso a Percy. Era un oso de peluche destripado. Entonces Percy se fijó en que había un montón de animales de peluche mutilados al pie de la estatua de Júpiter.
—¿De verdad? —preguntó Percy.
Octavio bajó del estrado. Debía de tener unos dieciocho años, pero era tan flaco y tan pálido que podría haber pasado por más joven. Al principio parecía inofensivo, pero cuando se acercó, Percy dudó. Los ojos de Octavio brillaban con una intensa curiosidad, como si pudiera destripar a Percy con la misma facilidad que a un oso de peluche si creía que podía aprender algo de ello.
Octavio entornó los ojos.
—Pareces nervioso.
—Me recuerdas a alguien —dijo Percy—. No recuerdo a quién.
—Posiblemente a mi tocayo, Octavio César Augusto. Todo el mundo dice que tengo un extraordinario parecido.
Percy no creía que ese fuera el motivo, pero era incapaz de recordarlo.
—¿Por qué me has llamado «el griego»?
—Lo he visto en los augurios —Octavio señaló con el cuchillo el montón de relleno que había sobre el altar—. El mensaje decía: «El griego ha llegado». O puede que «El ganso ha gritado». Creo que la primera interpretación es la correcta. ¿Quieres alistarte en la legión?
Hazel habló por él. Le contó a Octavio todo lo que había ocurrido desde que habían coincidido en el túnel: las gorgonas, la lucha en el río, la aparición de Juno y su conversación con Reyna.
Cuando mencionó a Juno, Octavio se quedó sorprendido.
—Juno —meditó—. La llamamos Juno Moneta. Juno la Avisadora. Aparece en épocas de crisis para aconsejar a Roma sobre graves amenazas.
Lanzó una mirada a Percy, como diciendo: «Como un griego misterioso, por ejemplo».
—He oído que la fiesta de Fortuna es esta semana —dijo Percy—. Las gorgonas han avisado de que ese día se producirá una invasión. ¿Lo ves en tu relleno?
—Lamentablemente, no —contestó Octavio suspirando—. La voluntad de los dioses es difícil de discernir. Y últimamente lo veo todo aún más oscuro.
—¿No tenéis…? No sé —dijo Percy—, ¿un oráculo o algo por el estilo?
—¡Un oráculo! —exclamó Octavio sonriendo—. Qué idea más bonita. No, me temo que nos hemos quedado sin oráculos. Claro que si hubiéramos ido a buscar los libros sibilinos, como yo recomendé…
—¿Los libros sibi qué? —preguntó Percy.
—Unos libros proféticos con los que está obsesionado Octavio —respondió Hazel—. Los romanos solían consultarlos cuando se producían desastres. La mayoría de la gente cree que se quemaron con la caída de Roma.
—Alguna gente cree eso —la corrigió Octavio—. Por desgracia, nuestra actual dirección se niega a autorizar una misión en su búsqueda…
—Porque Reyna no es tonta —terció Hazel.
—… así que solo tenemos unos cuantos fragmentos de los libros —continuó Octavio—. Unas cuantas predicciones misteriosas, como esas.
Señaló con la cabeza las inscripciones del suelo de mármol. Percy se quedó mirando las líneas de palabras, sin la esperanza de entenderlas. De repente, estuvo a punto de atragantarse.
—Esa —señaló con el dedo, traduciendo al tiempo que leía en voz alta—. «Siete mestizos responderán a la llamada. Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer…»
—Sí, sí —Octavio la terminó sin mirar—: «Un juramento que mantener con un último aliento. Y los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte».
—Yo… yo la conozco —a Percy le dio la impresión de que los truenos estaban sacudiendo otra vez el templo. Y entonces se dio cuenta de que su cuerpo entero estaba temblando—. Es importante.
Octavio arqueó una ceja.
—Pues claro que es importante. La llamamos la Profecía de los Siete, pero tiene varios miles de años de antigüedad. No sabemos lo que significa. Cada vez que alguien trata de interpretarla… Bueno, Hazel te lo puede contar. Pasan cosas malas.
Hazel le lanzó una mirada asesina.
—Limítate a interpretar el augurio de Percy. ¿Puede alistarse en la legión o no?
Percy casi podía ver el cerebro de Octavio en funcionamiento, conjeturando si Percy sería de utilidad o no. Alargó la mano para coger la mochila de Percy.
—Es un precioso especimen. ¿Puedo?
Percy no entendía a qué se refería, pero Octavio le arrebató la almohada con forma de oso panda que sobresalía de la parte superior de la bolsa. No era más que un ridículo muñeco de peluche, pero Percy lo había llevado consigo un largo trecho. Le había tomado cariño. Octavio se volvió hacia el altar y levantó su cuchillo.
—¡Eh! —protestó Percy.
Octavio rajó la barriga del oso panda y echó su relleno sobre el altar. Lanzó el cuerpo a un lado, murmuró unas palabras sobre la pelusa y se volvió con una sonrisa de oreja a oreja dibujándole la cara.
—¡Buenas noticias! —anunció—. Percy puede alistarse en la legión. Le asignaremos una cohorte en la revista de la noche. Dile a Reyna que he dado mi aprobación.
Hazel relajó los hombros.
—Hummm… genial. Vamos, Percy.
—Ah, Hazel —dijo Octavio—. Me alegro de dar la bienvenida a Percy a la legión. Pero cuando se plantee la elección para pretor, espero que te acuerdes…
—Jason no está muerto —le espetó Hazel—. Tú eres el augur. ¡Se supone que debes buscarlo!
—¡Y lo estoy haciendo! —Octavio señaló el montón de animales de peluche destripados—. ¡Consulto a los dioses todos los días! Desafortunadamente, después de ocho meses, no he encontrado nada. Por supuesto, sigo buscando. Pero si Jason no vuelve para la fiesta de Fortuna, debemos actuar. No podemos mantener más tiempo un vacío de poder. Espero que me apoyes como pretor. Significaría mucho para mí.
Hazel apretó los puños.
—¿Yo? ¿Apoyarte? ¿A ti?
Octavio se quitó la toga y la dejó, junto con el cuchillo, sobre el altar. Percy se fijó en las siete rayas del brazo de Octavio: siete años en el campamento, supuso Percy. La marca de Octavio era un arpa, el símbolo de Apolo.
—Después de todo —dijo Octavio a Hazel—, podría ayudarte. Sería una lástima que todos esos horribles rumores sobre ti siguieran circulando… o que, los dioses no lo quieran, se hicieran realidad.
Percy se metió la mano en el bolsillo y sacó el bolígrafo. Aquel chico estaba chantajeando a Hazel. Saltaba a la vista. A la menor señal de Hazel, Percy estaba dispuesto a sacar a Contracorriente y comprobar qué tal le sentaba a Octavio estar al otro lado de una hoja afilada.
Hazel respiró hondo. Tenía los nudillos blancos.
—Lo pensaré.
—Excelente —dijo Octavio—. Por cierto, tu hermano está aquí.
Hazel se puso tensa.
—¿Mi hermano? ¿Por qué?
Octavio se encogió de hombros.
—Yo qué sé. Te espera en el templo de tu padre. Pero… no lo invites a quedarse demasiado. Tiene un efecto perturbador en los otros. Y ahora, si me disculpáis, tengo que seguir buscando a nuestro pobre amigo perdido, Jason. Encantado de conocerte, Percy.
Hazel salió del pabellón como un huracán, y Percy la siguió. En su vida había estado tan contento de salir de un templo.
Hazel iba soltando juramentos en latín mientras marchaba colina abajo. Percy no captaba todo lo que decía, pero sí que entendió «hijo de gorgona», «serpiente sedienta de poder» y unas cuantas propuestas sobre dónde podía meterse Octavio el cuchillo.
—Odio a ese tío —murmuró—. Si por mí fuera…
—No saldría elegido pretor, ¿verdad? —dijo Percy.
—Ojalá pudiera estar segura. Octavio tiene muchos amigos, la mayoría comprados. El resto de los campistas le tienen miedo.
—¿Miedo de ese flacucho?
—No lo subestimes. Reyna no es tan mala sola, pero si Octavio comparte su poder… —Hazel se estremeció—. Vamos a ver a mi hermano. Querrá conocerte.
Percy no le discutió. Él también quería conocer al misterioso hermano y tal vez descubrir algo sobre el pasado de Hazel: quién era su padre o qué secreto ocultaba. A Percy le costaba creer que aquella chica hubiera hecho algo por lo que tuviera que sentirse culpable. Parecía demasiado amable. Pero Octavio se había comportado como si estuviera en posesión de unos trapos sucios de primera sobre ella.
Hazel llevó a Percy a una cripta negra construida en la ladera de la colina. Allí esperaba un adolescente vestido con tejanos negros y cazadora de aviador.
—¡Hola! —gritó Hazel—. Traigo a un amigo.
El chico se volvió. Percy experimentó otro de aquellos curiosos destellos, como si el extraño fuera alguien a quien debía conocer. El chico era casi tan pálido como Octavio, pero tenía los ojos oscuros y el cabello moreno, despeinado. No se parecía en nada a Hazel. Llevaba un anillo con una calavera de plata, una cadena a modo de cinturón y una camiseta de manga corta negra con dibujos de calaveras estampados. En su costado colgaba una espada de color negro puro.
Por un microsegundo, el chico pareció estupefacto al ver a Percy; aterrado incluso, como si un foco lo hubiera sorprendido.
—Este es Percy Jackson —dijo Hazel—. Es un buen tío. Percy, te presento a mi hermano, el hijo de Plutón.
El chico recobró la compostura y alargó la mano.
—Encantado de conocerte —dijo—. Soy Nico di Angelo.