A Percy no le daban miedo los fantasmas, lo cual era una suerte. En el campamento, la mitad de la gente estaba muerta.
Relucientes guerreros morados permanecían fuera del arsenal, puliendo espadas eternas. Otros pasaban el rato delante de los barracones. Un chico espectral perseguía a un perro espectral por la calle. Y en los establos, un chico rojo corpulento y brillante con cabeza de lobo vigilaba a una manada de… ¿Eran unicornios?
Ninguno de los campistas prestaba demasiada atención a los fantasmas, pero cuando pasaba el séquito de Percy, encabezado por Reyna y flanqueado por Frank y Hazel, todos los espíritus dejaban lo que estaban haciendo y se quedaban mirando a Percy. Unos cuantos parecían furiosos. El niño fantasma chilló algo parecido a «¡Greggus!» y se volvió invisible.
Percy deseó poder volverse invisible también. Después de pasar semanas solo, toda aquella atención le hacía sentirse incómodo. Permaneció entre Hazel y Frank y trató de no llamar la atención.
—¿Estoy teniendo visiones? —preguntó—. ¿O esos de ahí son…?
—¿Fantasmas? —Hazel se volvió. Tenía unos ojos llamativos, como el oro de catorce quilates—. Son lares. Dioses domésticos.
—Dioses domésticos —repitió Percy—. ¿Son… más pequeños que los dioses auténticos?
—Son espíritus ancestrales —explicó Frank.
Se había quitado el yelmo y había dejado al descubierto una cara infantil que no concordaba con su corte de pelo militar ni su cuerpo grande y corpulento. Parecía un niño que había tomado esteroides y se había alistado en los marines.
—Los lares son una especie de mascotas —continuó—. En general son inofensivos, pero nunca los había visto tan agitados.
—Me están mirando fijamente —dijo Percy—. Ese niño fantasma me ha llamado Greggus. No me llamo Greg.
—Graecus —le corrigió Hazel—. Cuando lleves un tiempo aquí, empezarás a entender el latín. Los semidioses lo entienden de forma natural. Graecus significa «griego».
—¿Es eso malo? —preguntó Percy.
Frank carraspeó.
—Puede que no. Tienes el tipo de tez griega, el pelo moreno y todo lo demás. A lo mejor piensan que realmente eres griego. ¿Es de allí tu familia?
—No lo sé. Como he dicho, he perdido la memoria.
—O a lo mejor…
Frank titubeó.
—¿Qué? —preguntó Percy.
—Probablemente nada —contestó Frank—. Los romanos y los griegos son antiguos rivales. A veces los romanos usan la palabra graecus como insulto para referirse a alguien que es un forastero: un enemigo. Yo no me preocuparía.
Parecía muy preocupado.
Se detuvieron en el centro del campamento, donde se unían dos anchos caminos empedrados formando una T.
Un letrero denominaba el camino VIA PRAETORIA. El otro camino, que atajaba por el centro del campamento, se denominaba VIA PRINCIPALIS. Debajo de los indicadores había letreros pintados a mano, como BERKELEY 8 KILÓMETROS; NUEVA ROMA 1,5 KILÓMETROS; VIEJA ROMA 11.700 KILÓMETROS; HADES 3.700 KILÓMETROS (señalando hacia abajo); RENO 334 KILÓMETROS, y MUERTE SEGURA: ¡ESTÁS AQUÍ!
Para tratarse de una muerte segura, el lugar parecía muy limpio y ordenado. Los edificios estaban recién encalados, dispuestos en pulcras cuadrículas, como si el campamento hubiera sido diseñado por un quisquilloso profesor de matemáticas. Los barracones tenían porches sombreados, donde los campistas holgazaneaban en hamacas, jugaban a las cartas o bebían refrescos. Cada dormitorio tenía delante una colección de banderas distinta que exhibían números romanos y animales diversos: águila, oso, lobo, caballo y algo parecido a un hámster.
A lo largo de la Via Praetoria, hileras de tiendas anunciaban comida, armaduras, armas, café, equipamiento para gladiadores y togas de alquiler. Un concesionario de carros tenía un gran anuncio delante: CAESAR XLS CON FRENOS ANTIBLOQUEO. ¡NO SE EXIGE DEPÓSITO EN DENARIOS!
En una esquina del cruce de caminos se encontraba el edificio más imponente: una construcción de mármol blanco con dos pisos y un pórtico con columnas que parecía un banco anticuado. Unos centinelas romanos se hallaban apostados delante. Sobre la puerta colgaba una gran bandera morada con las letras doradas SPQR bordadas dentro de una corona de laurel.
—¿Vuestro cuartel general? —preguntó Percy.
Reyna se situó de cara a él, sin abandonar su mirada fría y hostil.
—Se llama el principia.
Escudriñó a la multitud de campistas curiosos que los habían seguido desde el río.
—Volved todos a vuestros quehaceres. Os pondré al día cuando pase revista por la noche. Recordad que después de cenar tenemos juegos de guerra.
Al pensar en la cena, a Percy le rugieron las tripas. Y al oler el aroma a barbacoa que llegaba del comedor, se le hizo la boca agua. La panadería situada al final de la calle también olía de maravilla, pero dudaba que Reyna le diera permiso para acercarse.
La multitud se dispersó a regañadientes. Algunos murmuraban comentarios sobre las posibilidades de Percy.
—Está muerto —dijo uno.
—Deberían estarlo los dos que lo encontraron —dijo otro.
—Sí —murmuró otro más—. Que se una a la Quinta Cohorte. Griegos y frikis.
Varios chicos se rieron al oír el comentario, pero Reyna los miró frunciendo el entrecejo, y se largaron.
—Hazel —dijo Reyna—. Ven con nosotros. Quiero tu versión de lo que ha pasado en la puerta.
—¿Yo también? —dijo Frank—. Percy me ha salvado la vida. Tenemos que dejarlo…
Reyna lanzó a Frank una mirada tan severa que el muchacho se echó atrás.
—Te recuerdo, Frank Zhang, que estás en período de probatio —dijo—. Ya has causado suficientes problemas esta semana.
A Frank se le pusieron las orejas coloradas. Empezó a juguetear con una pequeña chapa que llevaba sujeta al cuello con un cordón. Percy no le había prestado mucha atención, pero parecía una placa de identificación hecha de plomo.
—Ve al arsenal —le dijo Reyna—. Revisa el inventario. Te llamaré si te necesito.
—Pero… —Frank se contuvo—. Sí, Reyna.
Se marchó a toda prisa.
Reyna señaló el cuartel general a Hazel y Percy.
—Bueno, Percy Jackson, vamos a ver si podemos refrescarte la memoria.
El principia era todavía más imponente por dentro.
En el techo relucía un mosaico de Rómulo y Remo bajo la loba que les hizo de madre adoptiva (Lupa le había contado la historia a Percy un millón de veces). El suelo era de mármol pulido. Las paredes estaban revestidas de terciopelo, de tal forma que Percy tenía la sensación de estar dentro de la tienda de campaña más cara del mundo. En la pared del fondo había expuestos estandartes y postes de madera llenos de medallas de bronce: símbolos militares, supuso Percy. En el centro había un expositor vacío, como si el estandarte principal hubiera sido retirado para ser limpiado o algo parecido.
En el rincón del fondo había una escalera que bajaba. El acceso estaba cortado por una hilera de barrotes como la puerta de una celda. Percy se preguntó qué habría allí abajo: ¿monstruos? ¿Un tesoro? ¿Semidioses amnésicos que no eran santo de la devoción de Reyna?
En el centro de la estancia, una larga mesa de madera se hallaba repleta de pergaminos, libretas, tabletas de datos, dagas y un gran cuenco lleno de gominolas que parecía bastante fuera de lugar. Dos estatuas de galgos de tamaño natural —una de plata y la otra de oro— flanqueaban la mesa.
Reyna se situó detrás de la mesa y se sentó en una de las sillas de respaldo alto. Percy estaba deseando sentarse en la otra, pero Hazel permaneció de pie. A Percy le dio la impresión de que debía hacer otro tanto.
—Bueno… —dijo.
Las estatuas de perro enseñaron los dientes y gruñeron.
Percy se quedó paralizado. En general le gustaban los perros, pero aquellos lo miraban furiosamente con unos ojos de rubíes. Sus colmillos parecían afilados como navajas.
—Tranquilos, chicos —dijo Reyna a los galgos.
Los animales dejaron de gruñir, pero siguieron mirando a Percy como si se lo estuvieran imaginando de comida.
—No te atacarán a menos que intentes robar algo —explicó Reyna—, o a menos que yo se lo diga. Son Argentum y Aurum.
—Plata y Oro —dijo Percy.
El significado de las palabras latinas le vino a la cabeza tal como Hazel le había dicho. Estuvo a punto de preguntar a qué perro correspondía cada nombre, pero se dio cuenta de que era una pregunta estúpida.
Reyna dejó la daga en la mesa. Percy tenía la vaga sensación de que la había visto antes. Su cabello era negro y brillante como una roca volcánica, y lo llevaba recogido en una trenza que le caía por la espalda. Tenía el porte de una espadachina: relajado pero alerta, como si estuviera lista para entrar en acción en cualquier momento. Las arrugas de sus ojos le hacían parecer más mayor de lo que probablemente era.
—Tú y yo hemos coincidido antes —se aventuró—. Pero no recuerdo cuándo. Por favor, si puedes decirme algo…
—Lo primero es lo primero —dijo Reyna—. Quiero oír tu historia. ¿Qué recuerdas? ¿Cómo has llegado aquí? Y no mientas. A mis perros no les gustan los mentirosos.
Argentum y Aurum gruñeron para recalcar ese detalle.
Percy explicó que se había despertado en una mansión en ruinas en el bosque de Sonoma. Describió el tiempo que había pasado con Lupa y su manada, estudiando su lenguaje de gestos y expresiones, aprendiendo a sobrevivir y a luchar.
Lupa le había hablado de semidioses, monstruos y dioses. Le había explicado que ella era uno de los espíritus guardianes de la Antigua Roma. Los semidioses como Percy eran los responsables de continuar las tradiciones romanas en épocas modernas: luchando contra monstruos, sirviendo a los dioses, protegiendo a los mortales y manteniendo el recuerdo del imperio. La loba había pasado semanas adiestrándolo hasta hacerlo fuerte, duro y fiero como un lobo. Cuando estuvo satisfecha con sus dotes, lo envió al sur diciéndole que si sobrevivía al viaje, podría hallar un nuevo hogar y recuperar la memoria.
Nada de eso pareció sorprender a Reyna. De hecho, pareció encontrarlo bastante vulgar… salvo una cosa.
—¿No recuerdas nada en absoluto? —preguntó—. ¿Sigues sin acordarte de nada?
—Fragmentos borrosos.
Percy echó un vistazo rápido a los galgos. No quería mencionar a Annabeth. Le parecía demasiado íntimo, y todavía estaba confundido con respecto al lugar donde encontrarla. Estaba seguro de que se habían conocido en un campamento… pero ese no le parecía el lugar adecuado.
Además, se negaba a compartir su único recuerdo claro. El rostro de Annabeth, su cabello rubio y sus ojos grises, su forma de reírse, de abrazarlo y de darle un beso cada vez que él hacía algo ridículo.
«Debe de haberme besado mucho», pensó Percy.
Temía que si revelaba ese recuerdo a alguien, se esfumara como un sueño. No podía arriesgarse a que eso pasara.
Reyna hizo girar la daga.
—Casi todo lo que estás describiendo es normal para los semidioses. A una determinada edad, de una forma u otra, nos las arreglamos para llegar a la Casa del Lobo. Nos han puesto a prueba y nos han adiestrado. Si Lupa considera que somos dignos, nos envía al sur para que nos unamos a la legión. Pero en mi vida he oído que alguien haya perdido la memoria. ¿Cómo has encontrado el Campamento Júpiter?
Percy le relató sus tres últimos días: las gorgonas que no se dejaban matar, la vieja que resultó ser una diosa y, finalmente, el encuentro con Hazel y Frank en el túnel de la colina.
Hazel retomó la historia a partir de ese punto. Describió a Percy como valiente y heroico, cosa que le hizo sentirse incómodo. Lo único que él había hecho había sido cargar con una vieja hippy.
Reyna lo escrutó.
—Eres mayor para ser un recluta. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis, quizá?
—Creo que sí —contestó Percy.
—Si hubieras pasado tantos años solo, sin adiestramiento ni ayuda, deberías estar muerto. ¿Un hijo de Neptuno? Tendrías un aura muy intensa que atraería a toda clase de monstruos.
—Sí —dijo Percy—. Me han dicho que huelo.
Reyna sonrió, lo que hizo albergar esperanzas a Percy. Tal vez en el fondo fuera humana.
—Debiste de estar en alguna parte antes de llegar a la Casa del Lobo —dijo.
Percy se encogió de hombros. Juno había dicho algo sobre dormir, y realmente tenía la vaga sensación de haber estado dormido…, puede que mucho tiempo. Pero no tenía sentido.
Reyna suspiró.
—Bueno, los perros no te han comido, así que supongo que dices la verdad.
—Genial —dijo Percy—. La próxima vez ¿puedes hacerme la prueba del polígrafo?
Reyna se levantó. Se paseó por delante de los estandartes. Sus perros metálicos observaban su ir y venir.
—Aunque aceptara que no eres un enemigo —dijo—, no eres un recluta típico. La reina del Olimpo no aparece en el campamento anunciando la llegada de un nuevo semidiós. La última vez que un dios importante nos visitó en persona de esa forma… —Sacudió la cabeza—. Solo he oído leyendas sobre ese tipo de cosas. Y un hijo de Neptuno… no es un buen augurio. Y menos ahora.
—¿Qué pasa con Neptuno? —preguntó Percy—. ¿Y qué quieres decir con «y menos ahora»?
Hazel le lanzó una mirada de advertencia.
Reyna siguió paseándose.
—Has luchado contra las hermanas de Medusa, que no se habían dejado ver desde hacía miles de años. Has agitado a nuestros lares, que te llaman graecus. Y llevas unos extraños símbolos: esa camiseta, las cuentas de tu collar… ¿Qué significan?
Percy miró su raída camiseta de manga corta naranja. Es posible que en otra época hubiera tenido unas letras estampadas, pero estaban demasiado desteñidas para ser legibles. Debería haber tirado la camiseta hacía semanas. Estaba hecha jirones, pero no soportaba la idea de deshacerse de ella. No paraba de lavarla lo mejor que podía en arroyos y fuentes, y se la volvía a poner.
En cuanto al collar, cada una de las cuatro cuentas de barro estaba decorada con un símbolo distinto. En una aparecía un tridente. Otra exhibía un vellocino de oro en miniatura. En la tercera había grabado un dibujo de un laberinto, y la última tenía una imagen de un edificio —¿tal vez el Empire State Building?— con unos nombres grabados alrededor que Percy no reconocía. Las cuentas parecían importantes, como fotografías de un álbum familiar, pero no recordaba su significado.
—No lo sé —dijo.
—¿Y tu espada? —preguntó Reyna.
Percy miró en su bolsillo. El bolígrafo había vuelto a aparecer, como siempre. Lo sacó, pero mientras lo hacía cayó en la cuenta de que en ningún momento le había enseñado a Reyna la espada. Hazel y Frank tampoco la habían visto. ¿Cómo había sabido Reyna de su existencia?
Demasiado tarde para fingir que no existía… Percy quitó el capuchón del bolígrafo. Contracorriente cobró forma al instante. Hazel se quedó boquiabierta. Los galgos se pusieron a ladrar con aprensión.
—¿Qué es eso? —preguntó Hazel—. En mi vida he visto una espada como esa.
—Yo sí —dijo Reyna de forma enigmática—. Es muy antigua… un diseño griego. En el arsenal teníamos unas cuantas… —Se detuvo—. El metal se llama bronce celestial. Es mortal para los monstruos, como el oro imperial, pero todavía más raro.
—¿Oro imperial? —preguntó Percy.
Reyna desenvainó su daga. Efectivamente, la hoja era de oro.
—En la Antigüedad, el metal se consagraba en el Panteón de Roma. Su existencia era un secreto muy bien guardado por los emperadores: una forma de que sus defensores mataran a los monstruos que amenazaban el Imperio. Antes solíamos tener armas así, pero ahora… bueno, nos las arreglamos como podemos. Yo uso esta daga. Hazel tiene una spatha, una espada de la caballería. Pero esa arma tuya no es romana en absoluto. Es otra señal de que no eres un semidiós al uso. Y tu brazo…
—¿Qué le pasa? —preguntó Percy.
Reyna levantó su antebrazo. Percy no se había fijado antes, pero tenía un tatuaje en la cara interior: las letras SPQR, una espada y una antorcha cruzadas, y debajo, cuatro líneas paralelas como rayas de tanteo.
Percy lanzó una mirada a Hazel.
—Todos las tenemos —confirmó ella, levantando el brazo—. Todos los miembros de pleno derecho de la legión las tenemos.
El tatuaje de Hazel también tenía las letras SPQR, pero ella solo tenía una raya de tanteo, y su emblema era distinto: un glifo negro con una cruz con los brazos curvados y una cabeza:
Percy se miró los brazos. Unos cuantos arañazos, barro y una mancha de salchicha con queso, pero ningún tatuaje.
—Así que nunca has sido miembro de la legión —dijo Reyna—. Estas marcas no se pueden quitar. He pensado que a lo mejor…
Negó con la cabeza, como si estuviera descartando una idea.
Hazel se inclinó hacia delante.
—Si ha sobrevivido solo todo este tiempo, tal vez haya visto a Jason —se volvió hacia Percy—. ¿Has conocido a algún semidiós como nosotros antes? Un chico con una camiseta morada, con marcas en el brazo…
—Hazel —la voz de Reyna se volvió tensa—. Percy ya tiene suficientes preocupaciones.
Percy tocó la punta de su espada, y Contracorriente se convirtió otra vez en bolígrafo.
—No he visto a nadie como vosotros. ¿Quién es Jason?
Reyna lanzó una mirada de irritación a Hazel.
—Es… era mi colega —señaló con la mano la segunda silla vacía—. La legión normalmente tiene dos pretores electos. Jason Grace, hijo de Júpiter, fue nuestro pretor hasta que desapareció el pasado mes de octubre.
Percy trató de hacer cálculos. No había prestado mucha atención al calendario mientras estuvo en el monte, pero Juno había dicho que estaban en junio.
—¿Quieres decir que lleva ocho meses desaparecido y no lo habéis sustituido?
—Puede que no esté muerto —dijo Hazel—. No nos hemos dado por vencidos.
Reyna hizo una mueca. A Percy le dio la impresión de que el tal Jason podía haber sido más que un simple colega para ella.
—Solo se celebran elecciones de dos formas —explicó Reyna—. O la legión levanta a alguien sobre un escudo después de un triunfo importante en el campo de batalla (y no hemos tenido ninguna batalla importante) o hacemos una votación la noche del veinticuatro de junio, en la fiesta de Fortuna. Es decir, dentro de cinco días.
Percy arrugó la frente.
—¿Celebráis una fiesta de la tuna?
—Fortuna —le corrigió Hazel—. Es la diosa de la suerte. Lo que ocurre el día de su festividad puede afectar al resto del año. Ella puede conceder buena suerte al campamento… o muy mala suerte.
Reyna y Hazel miraron el expositor vacío, como si estuvieran pensando en lo que faltaba.
Un escalofrío recorrió la espalda de Percy.
—La fiesta de Fortuna… Las gorgonas hablaron de ella. Y también Juno. Dijeron que el campamento iba a ser atacado ese día, y algo sobre una gran diosa mala llamada Gaia, un ejército y la Muerte liberada. ¿Me estás diciendo que ese día es esta misma semana?
Los dedos de Reyna apretaron la empuñadura de su daga.
—No dirás una palabra sobre ese tema fuera de esta habitación —ordenó—. No pienso permitir que siembres más pánico en el campamento.
—Entonces es verdad —dijo Percy—. ¿Sabes lo que va a pasar? ¿Podemos impedirlo?
Percy acababa de conocer a aquella gente. Ni siquiera estaba seguro de que le cayera bien Reyna. Pero quería ayudar. Eran semidioses, como él. Tenían los mismos enemigos. Además, Percy recordó lo que le había dicho Juno: no solo corría peligro ese campamento. Su antigua vida, los dioses y todo el mundo podrían acabar destruidos. Fuera lo que fuese lo que se avecinaba, era muy grave.
—Ya hemos hablado bastante por el momento —dijo Reyna—. Hazel, llévalo a la colina de los Templos. Busca a Octavio. Por el camino podrás responder a las preguntas de Percy. Háblale de la legión.
—Sí, Reyna.
A Percy todavía le quedaban tantas preguntas por hacer que parecía que el cerebro se le fuera a derretir. Pero Reyna dejó claro que la audiencia había terminado. Envainó su daga. Los perros metálicos se pusieron derechos y gruñeron, dirigiéndose muy lentamente hacia Percy.
—Buena suerte con el auguio, Percy Jackson —dijo—. Si Octavio te deja vivir, tal vez podamos intercambiar impresiones… sobre tu pasado.