Lo malo de bajar en picado cuesta abajo a ochenta kilómetros por hora es que si te das cuenta de que es mala idea a mitad de camino, ya es demasiado tarde.
Percy estuvo a punto de estrellarse contra un árbol, rebotó en un canto rodado y dio una vuelta de trescientos sesenta grados al salir disparado hacia la autopista. La ridícula bandeja de aperitivos no tenía dirección asistida.
Oyó que las hermanas gorgonas gritaban y vislumbró el cabello de serpientes de coral de Euríale en la cima de la colina, pero no tenía tiempo para preocuparse por eso. El tejado del edificio de apartamentos surgió debajo de él como la proa de un acorazado. Se avecinaba un choque frontal en diez, nueve, ocho…
Consiguió girar a un lado para evitar partirse las piernas con el impacto. La bandeja de aperitivos saltó por encima del tejado y surcó el aire. La bandeja voló por un lado. Percy por el otro.
Mientras caía hacia la autopista, una terrible imagen cruzó por su mente: su cuerpo estrellándose contra el parabrisas de un todoterreno, y un conductor molesto tratando de apartarlo con los limpiaparabrisas. «¡Estúpido crío! ¡Mira que caer ahora del cielo! ¡Llego tarde!»
Milagrosamente, una ráfaga de viento lo empujó hacia un lado, lo justo para no caer en la mismísima autopista, y fue a parar sobre un grupo de arbustos. No fue un aterrizaje suave, pero era mejor que el asfalto.
Percy gimió. Quería quedarse allí tumbado y desmayarse, pero tenía que seguir adelante.
Se levantó con dificultad. Tenía las manos llenas de arañazos, pero ningún hueso parecía roto. Todavía llevaba la mochila. En algún momento del trayecto en trineo, había perdido la espada, pero sabía que acabaría apareciendo otra vez en su bolsillo en forma de bolígrafo. Era parte de su poder mágico.
Miró cuesta arriba. Las gorgonas eran fáciles de localizar, con su cabello de serpientes tan colorido y sus chalecos de vivo tono verde. Bajaban con cuidado por la pendiente, avanzando más despacio que Percy pero de forma mucho más controlada. Las patas de pollo debían de ir bien para trepar. Percy calculó que tenía unos cinco minutos antes de que lo alcanzaran.
A su lado, una alta valla de tela metálica separaba la autopista de un barrio de calles sinuosas, casas acogedoras y eucaliptos muy altos. Probablemente la finalidad de la valla era evitar que la gente saliera a la vía y cometiera estupideces —como lanzarse en trineo por el carril rápido en bandejas de aperitivos—, pero la malla metálica estaba llena de grandes agujeros. Percy podía colarse fácilmente en el vecindario. Tal vez pudiera encontrar un coche e ir hacia el oeste, al mar. No le gustaba robar coches, pero durante las últimas semanas, en situaciones de vida o muerte, había «tomado prestados» varios, incluido un coche de policía. Tenía intención de devolverlos, pero nunca le duraban mucho.
Echó un vistazo hacia el este. Como suponía, unos cien metros cuesta arriba, la autopista atravesaba la base del precipicio. Dos bocas de túnel, una para cada dirección del tráfico, lo contemplaban como las cuencas oculares de un gigantesco cráneo. En medio, donde habría estado la nariz, un muro de cemento sobresalía de la ladera, con una puerta metálica como la entrada de un búnker.
Podría haber sido un túnel de mantenimiento. Probablemente eso pensaban los mortales, si es que alguna vez se fijaban en la puerta. Pero ellos no podían ver a través de la Niebla. Percy sabía que la puerta era más que eso.
Dos chicos con armadura flanqueaban la entrada. Iban vestidos con una extraña mezcla de yelmos romanos con penachos, petos, vainas, tejanos, camisetas de manga corta moradas y zapatillas deportivas blancas. El centinela de la derecha parecía una chica, pero era difícil saberlo con seguridad con toda la armadura. El de la izquierda era un chico robusto con un arco y un carcaj a la espalda. Los dos sostenían largas varas de madera con puntas de lanza de hierro, como arpones anticuados.
El radar interno de Percy emitía señales como loco. Después de tantos días terribles, por fin había alcanzado su objetivo. Su instinto le decía que si podía cruzar esa puerta, estaría a salvo por primera vez desde que los lobos lo habían mandado hacia el sur.
Entonces ¿por qué sentía tanto miedo?
Más arriba, las gorgonas avanzaban con dificultad sobre el tejado del complejo de apartamentos. Le quedaban tres minutos, tal vez menos.
Una parte de él deseaba correr hacia la puerta de la colina. Tendría que cruzar a la mediana de la autopista, pero una vez allí solo una breve carrera lo separaría de la puerta. Podría llegar antes de que las gorgonas lo alcanzaran.
Otra parte de él deseaba dirigirse hacia el oeste, al mar. Allí estaría más seguro. Allí su poder sería mayor. Los centinelas romanos de la puerta le hacían sentirse incómodo. Algo dentro de él le decía: «Este no es mi territorio. Es peligroso».
—Tienes razón —le dijo una voz a su lado.
Percy se sobresaltó. Al principio pensó que Beano había conseguido acercarse otra vez a él sin hacer ruido, pero la anciana sentada en los arbustos era todavía más repulsiva que una gorgona. Parecía una hippy a la que hubieran echado a la cuneta de una patada hacía cuarenta años, y desde entonces hubiera estado recogiendo basura y harapos. Llevaba un vestido hecho con una mezcla de tela desteñida, edredones raídos y bolsas de plástico. Su pelambrera ensortijada era gris parduzco, como la espuma de la cerveza de raíz, y la llevaba recogida con una cinta con el símbolo de la paz. Tenía la cara llena de verrugas y lunares. Cuando sonreía, enseñaba exactamente tres dientes.
—No es un túnel de mantenimiento —confesó—. Es la entrada al campamento.
Una sacudida recorrió la columna de Percy. «Campamento.» Sí, de allí era de donde él venía. Un campamento. Tal vez era su hogar. Tal vez Annabeth estaba cerca.
Pero algo no encajaba.
Las gorgonas todavía estaban en el tejado del edificio de apartamentos. Entonces Esteno chilló de regocijo y señaló en dirección a Percy.
La vieja hippy arqueó las cejas.
—No tienes mucho tiempo, niño. Tienes que tomar una decisión.
—¿Quién es usted? —preguntó Percy, aunque no estaba seguro de por qué quería saberlo.
Lo que menos necesitaba era otra mortal indefensa que resultara ser un monstruo.
—Puedes llamarme Junio —los ojos de la anciana brillaron como si hubiera contado un chiste buenísimo—. Estamos en junio, ¿no? Le pusieron mi nombre al mes.
—Vale… Oiga, debo irme. Se acercan dos gorgonas. No quiero que le hagan daño.
Junio juntó las manos sobre su corazón.
—¡Qué detalle! Pero eso depende de tu decisión.
—Mi decisión…
Percy miró nerviosamente hacia la colina. Las gorgonas se habían quitado los chalecos verdes. Unas alas les brotaron de la espalda: pequeñas alas de murciélago que relucían como el latón.
¿Desde cuándo tenían alas? Tal vez eran de adorno. Tal vez eran demasiado pequeñas para permitir volar a una gorgona. Entonces las dos hermanas saltaron del edificio de apartamentos y surcaron el cielo hacia él.
«Genial. Estupendo.»
—Sí, una decisión —dijo Junio, como si no tuviera ninguna prisa—. Puedes dejarme aquí a merced de las gorgonas e ir al mar. Llegarías sin ningún percance, te lo garantizo. A las gorgonas no les importará atacarme y dejarte marchar. En el mar, ningún monstruo te molestaría. Podrías empezar una nueva vida, llegar a muy viejo y evitar todo el dolor y sufrimiento que te aguarda en el futuro.
Percy estaba seguro de que no le iba a gustar la segunda opción.
—¿O…?
—O puedes hacer una buena acción por una anciana —dijo—. Llevarme al campamento contigo.
—¿Llevarla?
Percy esperaba que estuviera bromeando. Entonces Junio se levantó la falda y le enseñó sus pies hinchados de color morado.
—Yo no puedo llegar por mis propios medios —dijo—. Llévame al campamento: atraviesa la autopista, recorre el túnel y cruza el río.
Percy no sabía a qué río se refería, pero no parecía tarea fácil. Junio parecía muy pesada.
Las gorgonas estaban ya a solo cincuenta metros de distancia, deslizándose con calma hacia él, como si supieran que la caza casi había terminado.
Percy miró a la anciana.
—¿Y por qué quiere que la lleve a ese campamento?
—¡Porque es un favor! —dijo—. Y si no lo haces, los dioses morirán, el mundo que conocemos correrá peligro, y todas las personas de tu antigua vida perecerán. Claro que tú tampoco te acordarías de ellas, así que supongo que no importa. Estarías a salvo en el fondo del mar…
Percy tragó saliva. Las gorgonas chillaban de risa mientras surcaban el aire preparadas para matar.
—Si voy al campamento —dijo—, ¿recuperaré la memoria?
—Con el tiempo —contestó Junio—. Pero, quedas avisado, ¡sacrificarás mucho! Perderás la marca de Aquiles. Sentirás más dolor, tristeza y pérdida de los que hayas experimentado jamás. Pero podrías tener una oportunidad de salvar a tus viejos amigos y a tu familia, y de recuperar tu antigua vida.
Las gorgonas estaban dando vueltas en lo alto. Probablemente estaban observando a la anciana, tratando de averiguar quién era la nueva jugadora antes de atacar.
—¿Y los centinelas de la puerta? —preguntó Percy.
Junio sonrió.
—Oh, te dejarán pasar, querido. Puedes fiarte de esos dos. Bueno, ¿qué dices? ¿Vas a ayudar a una vieja indefensa?
Percy dudaba que Junio estuviera indefensa. En el peor de los casos, se trataba de una trampa. En el mejor, se trataba de una especie de prueba.
Percy odiaba las pruebas. Desde que había perdido la memoria, su vida entera era un gran examen en el que había que rellenar los espacios en blanco. Él era ____________, de ____________, y si los monstruos lo atrapaban, acabaría ____________.
Entonces pensó en Annabeth, la única parte de su antigua vida de la que estaba seguro. Tenía que encontrarla.
—La llevaré.
Recogió a la anciana.
Era más ligera de lo que esperaba. Percy trató de obviar su mal aliento y las manos callosas con las que le aferraba el cuello. Llegó al primer carril de tráfico. Un conductor tocó el claxon. Otro gritó algo que se perdió en el viento. La mayoría simplemente viraban y se mostraban irritados, como si en Berkeley tuvieran que lidiar con un montón de adolescentes andrajosos que ayudaban a cruzar la autopista a viejas hippies.
Una sombra se posó sobre él. Esteno gritó alegremente:
—¡Chico listo! Has encontrado a una diosa con la que cargar, ¿verdad?
¿Una diosa?
Junio cacareó de regocijo y murmuró «¡Uy!» cuando un coche estuvo a punto de matarlos.
En algún lugar a su izquierda, Euríale gritó:
—¡A por ellos! ¡Dos presas son mejores que una!
Percy cruzó a toda velocidad los carriles que faltaban. Sin saber ni cómo, llegó a la mediana vivo. Vio que las gorgonas se lanzaban en picado y que los coches viraban mientras los monstruos pasaban por encima. Se preguntó qué verían los mortales a través de la Niebla: ¿pelícanos gigantescos? ¿Alas delta desviadas de su rumbo? La loba Lupa le había dicho que las mentes de los mortales podían creer prácticamente cualquier cosa, salvo la verdad.
Percy corrió hacia la puerta de la ladera. Junio se volvía más pesada a cada paso que daba. El corazón de Percy latía con fuerza. Le dolían las costillas.
Uno de los centinelas chilló. El chico del arco colocó una flecha en la cuerda.
—¡Espera! —gritó Percy.
Pero el chico no le apuntaba a él. La flecha pasó volando por encima de la cabeza de Percy. Una gorgona aulló de dolor. El segundo centinela preparó su lanza, gesticulando frenéticamente a Percy para que se diera prisa.
Quince metros para llegar a la puerta. Diez.
—¡Ya te tengo! —gritó Euríale.
Percy se volvió en el mismo instante en el que una flecha se clavaba en la frente de la criatura. Euríale cayó al carril rápido. Un camión se estrelló contra ella y la arrastró hacia atrás unos cien metros, pero la gorgona trepó a la cabina, se quitó la flecha de la cabeza y se lanzó de nuevo al aire.
Percy llegó a la puerta.
—Gracias —les dijo a los centinelas—. Buen disparo.
—¡Debería haberse muerto! —protestó el arquero.
—Bienvenido a mi mundo —masculló Percy.
—Frank —dijo la chica—. ¡Llévalo dentro, rápido! Son gorgonas.
—¿Gorgonas?
La voz del arquero sonó de forma estridente. Era difícil saber el aspecto que tenía debajo del yelmo, pero parecía robusto como un luchador y aparentaba unos catorce o quince años.
—¿Las retendrá la puerta?
Junio cacareó en los brazos de Percy.
—No, no las retendrá. ¡Adelante, Percy Jackson! ¡Recorre el túnel y cruza el río!
—¿Percy Jackson?
La centinela tenía la piel oscura, y de los lados del yelmo le sobresalía el cabello rizado. Parecía más pequeña que Frank, de unos trece años. La vaina de la espada le llegaba casi hasta el tobillo. Aun así, parecía estar al mando.
—Vale, es evidente que eres un semidiós. Pero ¿quién es la…? —Miró a Junio—. Da igual. Entrad. Yo me ocuparé de ellas.
—Hazel —dijo el chico—. No hagas locuras.
—¡Marchaos! —ordenó ella.
Frank soltó un juramento en otra lengua —¿latín?— y abrió la puerta.
—¡Vamos!
Percy lo siguió tambaleándose bajo el peso de la anciana, que decididamente se estaba volviendo cada vez más pesada. No sabía cómo la chica rechazaría a las gorgonas sola, pero estaba demasiado cansado para discutir.
El túnel atravesaba la roca sólida y tenía aproximadamente la anchura y la altura del pasillo de una escuela. Al principio parecía un típico túnel de mantenimiento, con cables eléctricos, letreros de advertencia y cajas de fusibles en las paredes, y con bombillas protegidas con alambre a lo largo del techo. A medida que se adentraban en la ladera, el suelo de cemento dio paso a un mosaico de baldosas. Las luces dieron paso a antorchas de juncos, que ardían pero no echaban humo. Unos cien metros más adelante, Percy vio un cuadrado de luz del día.
La anciana pesaba ya como un montón de sacos de arena. A Percy le temblaban los brazos del esfuerzo. Junio farfullaba una canción en latín, como una nana, lo que no ayudaba a Percy a concentrarse.
Detrás de ellos, las voces de las gorgonas resonaban en el túnel. Hazel gritó. Percy estuvo tentado de tirar a Junio y volver corriendo a ayudarla, pero entonces todo el túnel se sacudió con un estruendo de piedras. Sonó un graznido, como el que habían emitido las gorgonas cuando Percy les había echado encima la caja con bolas para jugar a los bolos en Napa. Miró atrás. El extremo oeste del túnel estaba lleno de polvo.
—¿No deberíamos ir a ver cómo está Hazel? —preguntó.
—No le pasará nada… espero —dijo Frank—. Sabe moverse bajo tierra. ¡No te pares! Ya casi hemos llegado.
—¿Adónde?
Junio se rió entre dientes.
—Todos los caminos llevan allí, niño. Deberías saberlo.
—¿Al aula de castigo? —preguntó Percy.
—A Roma, niño —dijo la anciana—. A Roma.
Percy no estaba seguro de haber oído bien. Cierto, había perdido la memoria. Su cerebro no había sido el mismo desde que se había despertado en la Casa del Lobo. Pero estaba convencido de que Roma no estaba en California.
Siguieron corriendo. El resplandor que se veía al final del túnel aumentó de intensidad y, por fin, llegaron a la luz del sol.
Percy se quedó paralizado. A sus pies se extendía un valle con forma de cuenca de varios kilómetros de ancho. El suelo estaba surcado de colinas más pequeñas, llanuras doradas y bosques. Un pequeño río transparente seguía un curso serpenteante desde un lago situado en el centro y rodeaba el perímetro, como una G mayúscula.
La geografía del lugar podría haber sido la de cualquier región del norte de California: robles de Virginia y eucaliptos, colinas doradas y cielos azules. La gran montaña del interior —¿cómo se llamaba, Monte del Diablo?— se elevaba a lo lejos, exactamente donde debía estar.
Sin embargo, Percy tenía la sensación de haber entrado en un mundo secreto. En el centro del valle, abrigada junto al lago, había una pequeña ciudad de edificios de mármol blancos con tejados de teja roja. Algunos tenían bóvedas y pórticos con columnas, como si fueran monumentos nacionales. Otros parecían palacios, con puertas doradas y grandes jardines. Vio una plaza abierta con columnas, fuentes y estatuas independientes. Un coliseo romano con cinco pisos relucía al sol, al lado de un largo estadio ovalado como una pista de carreras.
Al otro lado del lago, hacia el sur, había otra colina salpicada de edificios todavía más imponentes: templos, supuso Percy. Varios puentes de piedra cruzaban el río y serpeteaban a través del valle, y en el norte, una larga hilera de arcos de ladrillo se extendía desde las colinas hasta la ciudad. A Percy le recordó la vía de un ferrocarril elevado. Entonces cayó en la cuenta de que debía de ser un acueducto.
La parte más rara del valle estaba justo debajo de él. A unos doscientos metros de distancia, justo al otro lado del río, había una especie de campamento militar. Medía aproximadamente medio kilómetro cuadrado, con murallas de tierra rematadas con afilados pinchos en los cuatro lados. Unas atalayas de madera se alzaban en cada esquina, guarnecidas por centinelas armados con descomunales ballestas montadas. De las torres colgaban banderas moradas. Una ancha puerta daba al lado opuesto del campamento, en dirección a la ciudad. Una puerta más estrecha permanecía cerrada en el lado de la orilla del río. En el interior, la fortaleza bullía de actividad: docenas de chicos iban y venían de barracones, portando armas y puliendo armaduras. Percy oyó ruido de martillos en la fragua y percibió un olor a carne cocinada al fuego.
Había algo en aquel lugar que le resultaba muy familiar, pero al mismo tiempo no del todo normal.
—El Campamento Júpiter —anunció Frank—. Estaremos a salvo en cuanto…
Unas pisadas resonaron en el túnel detrás de ellos. Hazel salió súbitamente a la luz. Estaba cubierta del polvo de la demolición y respiraba con dificultad. Había perdido el yelmo, de modo que su cabello castaño rizado le caía sobre los hombros. Su armadura tenía unos largos tajos de garras de gorgona en la parte delantera. Uno de los monstruos la había etiquetado con una pegatina de 50 % DE DESCUENTO.
—Las he retrasado —dijo—. Pero llegarán en cualquier momento.
Frank soltó un juramento.
—Tenemos que llegar al otro lado del río.
Junio apretó más fuerte el cuello de Percy.
—Sí, por favor. No puedo mojarme el vestido.
Percy se mordió la lengua. Si aquella señora era una diosa, debía de ser la diosa de los hippies apestosos, gordos e inútiles. Pero había llegado hasta allí. Más valía que siguiera cargando con ella.
«Es un favor —había dicho—. Y si no lo haces, los dioses morirán, el mundo que conocemos correrá peligro, y todas las personas de tu antigua vida perecerán.»
Si aquello era una prueba, no podía permitirse no superarla.
Tropezó varias veces mientras corrían hacia el río. Frank y Hazel lo levantaban continuamente.
Llegaron a la orilla, y Percy se detuvo a recobrar el aliento. La corriente era rápida, pero el río no parecía hondo. Las puertas de la fortaleza estaban a un tiro de piedra.
—Vamos, Hazel —Frank colocó dos flechas en el arco al mismo tiempo—. Acompaña a Percy para que los centinelas no le disparen. Ahora me toca a mí ocuparme de las malas.
Hazel asintió con la cabeza y se metió andando en el riachuelo.
Percy empezó a seguirla, pero algo le hizo vacilar. Normalmente le encantaba el agua, pero aquel río parecía… poderoso, y no necesariamente cordial.
—El Pequeño Tíber —dijo Junio comprensivamente—. Corre con la fuerza del Tíber original, el río del Imperio. Es tu última oportunidad de echarte atrás, niño. La marca de Aquiles es una bendición griega. No puedes conservarla si pasas a territorio romano. El Tíber se la llevará.
Percy estaba demasiado agotado para entender todo aquello, pero captó lo esencial.
—Si cruzo, ¿dejaré de tener la piel de acero?
Junio sonrió.
—¿Qué decides? ¿La seguridad o un futuro de dolor e incertidumbre?
Detrás de él, las gorgonas chillaron al salir volando del túnel. Frank lanzó las flechas por el aire.
—¡Vamos, Percy! —gritó Hazel desde el medio del río.
En lo alto de las atalayas sonaron unos cuernos. Los centinelas gritaron y giraron las ballestas hacia las gorgonas.
Annabeth, pensó Percy. Se metió en el río dando grandes pasos. Estaba helado y era mucho más rápido de lo que había imaginado, pero no le importaba. Un nuevo vigor recorría sus extremidades. Sus sentidos estaban alerta como si se hubiera inyectado cafeína. Llegó a la otra orilla y dejó a la mujer al tiempo que se abrían las puertas del campamento. Docenas de chicos con armadura salieron en tropel.
Hazel se volvió con una sonrisa de alivio. A continuación miró por encima del hombro de Percy, y su expresión se tiñó de horror.
—¡Frank!
Frank estaba a mitad del río cuando las gorgonas lo atraparon. Se lanzaron en picado desde el cielo y lo agarraron por cada brazo. El chico gritó de dolor cuando sus garras se clavaron en su piel.
Los centinelas chillaron, pero Percy sabía que no tenían a los monstruos a tiro. Acabarían matando a Frank. Los otros chicos desenvainaron sus espadas y se prepararon para meterse en el río, pero llegarían demasiado tarde.
Solo había una forma de evitarlo.
Percy extendió las manos. Una intensa sensación de arrastre le invadió, y el Tíber obedeció su voluntad. El río se agitó. A cada lado de Frank se formó un remolino. Unas gigantescas manos de agua brotaron de la corriente, imitando los movimientos de Percy. Las manos agarraron a las gorgonas, quienes soltaron a Frank, sorprendidas. A continuación, las manos levantaron a los estridentes monstruos ejerciendo una presión férrea y líquida.
Percy oyó que los otros chicos chillaban y retrocedían, pero siguió concentrado en su tarea. Hizo un gesto de aplastamiento, y las gigantescas manos hundieron a las gorgonas en el Tíber. Los monstruos llegaron al fondo y se convirtieron en polvo. Unas nubes relucientes de esencia de gorgona lucharon por volver a formarse, pero el río las dispersó como una licuadora. Al poco rato, todo rastro de las gorgonas fue arrastrado río abajo. Los remolinos desaparecieron, y la corriente volvió a su estado normal.
Percy se quedó en la orilla del río. Su ropa y su piel desprendían vapor, como si las aguas del Tíber lo hubieran bañado en ácido. Se sentía expuesto, desprotegido… vulnerable.
En medio del Tíber, Frank se movía dando traspiés, con cara de perplejidad pero sano y salvo. Hazel se acercó y le ayudó a llegar a la orilla. Fue entonces cuando Percy se dio cuenta de lo callados que se habían quedado los otros chicos.
Todo el mundo lo miraba fijamente. Solo Junio, la anciana, parecía impertérrita.
—Vaya, ha sido un viaje estupendo —dijo—. Gracias por traerme al Campamento Júpiter, Percy Jackson.
Una de las chicas emitió un sonido ahogado.
—¿Percy… Jackson?
Parecía que reconociera el nombre. Percy se centró en ella, con la esperanza de ver una cara conocida.
Saltaba a la vista que era una líder. Llevaba una regia capa morada sobre la armadura y su pecho estaba decorado con medallas. Debía de ser de la edad de Percy, y tenía unos ojos oscuros y penetrantes, y largo cabello moreno. Percy no la reconoció, pero la chica se lo quedó mirando como si lo hubiera visto en sus pesadillas.
Junio se rió de gozo.
—Oh, sí. ¡Os vais a divertir mucho juntos!
Entonces, por si el día no había sido ya lo bastante raro, la anciana empezó a brillar y cambió de forma. Creció hasta convertirse en una diosa reluciente de dos metros de estatura ataviada con un vestido azul y una capa, que parecía la piel de una cabra, sobre los hombros. Tenía un rostro severo y majestuoso. En su mano había un bastón rematado con una flor de loto.
Los campistas se quedaron todavía más asombrados, si era posible. La chica de la capa morada se arrodilló. Los demás siguieron su ejemplo. Un chico se postró con tanta prisa que estuvo a punto de empalarse con su espada.
Hazel fue la primera en hablar.
—Juno.
Ella y Frank también se arrodillaron, dejando únicamente a Percy de pie. Él sabía que debía arrodillarse también, pero después de haber cargado con la anciana, no le apetecía nada mostrarle tanto respeto.
La diosa sonrió.
—Conque Juno, ¿eh? —dijo Percy—. Si he pasado la prueba, ¿podéis devolverme ya mi memoria y mi vida?
La diosa sonrió.
—Con el tiempo, Percy Jackson, si tienes éxito en el campamento. Hoy te has portado bien, lo cual es un buen principio. Tal vez aún no esté todo perdido.
Se volvió hacia los otros chicos.
—Romanos, os presento al hijo de Neptuno. Durante meses ha estado durmiendo, pero ya está despierto. Su destino está en vuestras manos. La fiesta de Fortuna se avecina, y habrá que liberar a la muerte si queréis tener esperanzas en la batalla. ¡No me falléis!
Juno relució y desapareció. Percy miró a Hazel y a Frank esperando alguna explicación, pero parecían tan confundidos como él. Frank tenía en las manos algo en lo que Percy no había reparado antes: dos pequeños frascos de barro con tapones de corcho, como pociones. Percy no tenía ni idea de dónde habían salido, pero vio que Frank se los metía en los bolsillos. Frank le lanzó una mirada como diciendo: «Ya hablaremos más tarde del asunto».
La chica de la capa morada dio un paso adelante. Escrutó a Percy con recelo, y Percy no pudo quitarse de encima la sensación de que quería atravesarlo con su daga.
—Así que eres un hijo de Neptuno que acude a nosotros con la bendición de Juno —dijo fríamente.
—Mira, tengo la memoria un poco borrosa —contestó él—. De hecho, la he perdido del todo. ¿Te conozco?
La chica vaciló.
—Soy Reyna, pretora de la Duodécima Legión. Y… no, no te conozco.
La última parte era mentira. Percy lo notó en sus ojos. Pero también comprendió que si le discutía aquel punto allí, delante de sus soldados, a ella no le haría gracia.
—Hazel —dijo Reyna—, llévalo dentro. Quiero interrogarlo en el principia. Luego se lo mandaremos a Octavio. Debemos consultar los augurios antes de decidir qué hacemos con él.
—¿A qué te refieres con «decidir qué hacemos con él»? —preguntó Percy.
La mano de Reyna apretó su daga. Era evidente que no estaba acostumbrada a que cuestionaran sus órdenes.
—Antes de aceptar a alguien en el campamento, debemos interrogarlo e interpretar los augurios. Juno ha dicho que tu destino está en nuestras manos. Tenemos que saber si la diosa nos ha traído a un nuevo recluta…
Reyna observó a Percy como si considerara esa posibilidad dudosa.
—O —dijo más esperanzada— si nos ha traído a un enemigo al que matar.