XVII

El cautiverio de los más de sesenta reclusos de la cárcel secreta de Pedro Barrueco, acusados de pertenecer al foco luterano de Valladolid, concluyó definitivamente en la madrugada del 21 de mayo de 1559, más o menos un año después de haber comenzado. Una mínima parte de los reos sería puesta en libertad tras el auto de fe, en tanto otros muchos pagarían con la muerte en garrote o en la hoguera su desviación religiosa o su pertinacia. Y como suele ocurrir en estas agrupaciones circunstanciales, sometidas a rígidas normas, el primer síntoma de que el final se acercaba fue la quiebra de la disciplina. Familiares de la Inquisición charlaban en pequeños grupos en el patio de la cárcel, cubiertos con capas y bombines de copa alta, en espera de los penitentes, en tanto los carceleros, los ayudantes de carcelero y el propio alcaide, iban y venían, prestaban a aquéllos las últimas atenciones y les daban instrucciones para el buen orden de la procesión que partiría de la cárcel una hora antes del alba. Pero, fuera de los indultados, que sacaban fuerzas de flaqueza y confraternizaban festivamente con sus carceleros, el resto de los reos, aplastados por el rigor de la sentencia, tras larga y severa cautividad, se encontraban tan decaídos y exánimes que aguardaban la orden de partida derrumbados en sus camastros, rezando o meditando.

Dato, el tontiloco ayudante de carcelero, se contaba entre los vallisoletanos incapaces de reprimir su júbilo ante el gran festejo que se avecinaba. Reconocido a la generosidad de Cipriano, sentado a los pies de su catre, pasaba con él los últimos minutos de su estancia en prisión, le hablaba de los preliminares del auto con tal entusiasmo como si Salcedo, en lugar de una de las víctimas, fuese un forastero más de visita en la villa. Tanto Dato, como el resto de los carceleros, se había puesto ropa nueva y había sustituido los sucios calzones de paño por unos vistosos zaragüelles.

Para el ayudante de carcelero todo eran novedades dignas de ser conocidas, desde los pregoneros a caballo, apostados en las esquinas, anunciando el auto y encareciendo la asistencia de los mayores de catorce años con la promesa de cuarenta días de indulgencia, hasta la prohibición de andar a caballo y portar armas, blancas o de fuego, durante el tiempo que durase la ceremonia.

Los azules ojos desvaídos de Dato rutilaban y sus lacias guedejas albinas se estremecían bajo el gorro rojo de lana, al dar cuenta de la enorme afluencia de forasteros llegados a la ciudad. Toda Castilla se ha volcado en Valladolid, decía, aunque había también representantes de otras comarcas y nutridos grupos de extranjeros que hablaban lenguas extrañas. Más de doscientas mil almas, se lo juro a vuesa merced, por la bendita memoria de mi madre, decía santiguándose. Tantos eran que ni en pensiones, ventas, posadas y mesones habían encontrado alojamiento, y millares de forasteros habían tenido que pernoctar en aldeas y granjas próximas o, aprovechando la benignidad del clima, al sereno, en las huertas y viñas de los alrededores o en las calles menos concurridas y apartadas de la villa. El Rey nuestro señor se había personado, acompañado de los Príncipes y la Corte, para presidir el acto.

Dato se hacía lenguas sobre la transformación de la Plaza Mayor en un enorme circo de madera, con más de dos mil asientos en las gradas, cuyos precios oscilaban entre diez y veinte reales, y, en torno al cual, se había montado una guardia de alabarderos, reforzada en las horas nocturnas, después de dos intentos de prenderle fuego por parte de elementos subversivos.

Cipriano, con los ojos cerrados, un intenso latido en el párpado superior, encomendaba su alma y pedía luz a Nuestro Señor para distinguir el error de la verdad, mientras escuchaba distraído de labios de Dato las últimas nuevas: se anunciaba un día sofocante, más propio de agosto que de mayo, y muchos vecinos, que no habían encontrado localidad en las gradas, preparaban su emplazamiento en los tejados bajo toldos de anjeo, preservados por barandillas de madera. En espera de la llegada del Rey nuestro señor y de los Príncipes, más de dos mil personas velaban en la plaza al resplandor de hachones y luminarias. «No vea vuesa merced, parece el juicio final», sentenció Dato en el colmo de la admiración.

En pleno monólogo del carcelero, empezaron a oírse carreras por los corredores, golpes apremiantes en las puertas de las celdas y voces habituadas al mando, gritando: ¡a formar!, ¡a formar! Fray Domingo, serio y circunspecto, con el nuevo sayo, se puso en pie por sí mismo; Cipriano, auxiliado por Dato. Le habían liberado de los grilletes y notaba sueltas las piernas pero no las fuerzas precisas para sostenerse en pie. En el zaguán Dato le encomendó a dos familiares de la Inquisición que vestían sayo de paño bajo la capa, pese al día caluroso que se avecinaba. Allí se concentraban los condenados varones que eran ayudados a vestirse y calzarse por los propios acompañantes. Aquella reunión ocasional era como el envés de los conventículos, los mismos hombres, pero sin el sentimiento de fraternidad que antaño los unía, más bien dominados por el recelo y la desconfianza, cuando no por la hostilidad o el odio. Cipriano levantaba la cabeza, tratando de encontrar el eje de visión. A su derecha, fruncido, transparente, huidizo, encogido sobre sí mismo, descubrió al Doctor y, tras él, a don Carlos de Seso, a quien los malos tratos y un año de prisión habían convertido en un viejo mendigo claudicante. La cabeza indócil, escurrido de carnes, vencido de hombros, se asía al brazo de un familiar como un náufrago a una tabla. Las piernas no soportaban su peso y la antigua gallardía, su aticismo y nobleza se habían venido abajo. Del otro lado, dos familiares embutían al bachiller Herrezuelo en el nuevo sayo y le protegían los pies hinchados con calzado de cuerda. Se hallaba amordazado y maniatado y sus ojos grises, bajo las espesas cejas, miraban enloquecidos a todas partes sin detenerse en ninguna. Cipriano se acercó a Juan García, el joyero, y le preguntó por la razón de la mordaza del bachiller y aquél, que en la penumbra del zaguán apenas advertía quien le hablaba, respondió que se había vuelto loco, que desde que salió de la celda no había hecho otra cosa que blasfemar contra Dios. Las conversaciones se mantenían a medio tono de forma que en el zaguán reinaba un murmullo uniforme, un ronroneo monótono, sin altibajos. Juan Sánchez, desde un rincón, miraba a Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, tanteando desorientado, como un invidente. Se acercó a él solícito y le dijo si la oscuridad de la celda le había cegado. Cipriano restó importancia a su mal, eran los párpados —dijo—, se habían inflamado y tenía que mirar a través de un resquicio, en línea recta, ya que sólo veía en esa dirección. Se sonreían mutuamente y Cipriano advertía que el criado no había cambiado en el último año: su cabeza grande, su tez de papel viejo, amarilla, arrugada, seguía siendo la misma. Juan Sánchez entró en prisión con cien años y salía con un siglo. Era la ventaja de los hombres magros, momificados, sin belleza.

Apenas tenían de qué hablar, ninguno de los dos deseaba envenenar el ambiente ni sembrar la discordia. Entonces Juan Sánchez, en una de sus salidas intempestivas, señaló el sambenito de Cipriano con un dedo, luego el suyo, y subrayó irónicamente que habían sido facturados al mismo infierno. Su risa, reprimida e inoportuna, aumentó la tensión. Buena parte de los allí reunidos se habían delatado entre sí, habían perjurado, habían procurado salvarse a costa del prójimo, y rehuían el contacto, las miradas, las explicaciones. Pedro Cazalla también le esquivó. Al ver a Cipriano buscó una zona oscura del zaguán donde poder pasar inadvertido. La declaración de Pedro, como la de su hermana Beatriz, había sido despiadada. Una decena de reos habían sido denunciados por ellos. No obstante, Pedro Cazalla vestía también el sambenito de llamas y diablos, distintivo de los condenados a muerte. En el oscuro rincón, flanqueado por sus guardadores, estaba solo, cabizbajo, incómodo. Seguramente él y su hermano Agustín, cabezas de la secta, eran, en aquel infierno de prevenciones y sospechas, los más aborrecidos. Los ojos desorbitados del bachiller Herrezuelo saltaban de uno a otro con infinito desprecio. No podía escupirles ni abofetearles pero su mirada enloquecida lo decía todo. Llevaba las manos atadas a la espalda para evitar que se arrancara la mordaza pero, cada vez que los familiares le colocaban la coroza en la cabeza, él movía ésta violentamente de un lado a otro hasta hacerla caer. Uno de los familiares, más paciente e ingenioso, optó por improvisar un barbuquejo con una cinta para sujetarla bajo la barbilla, pero el bachiller se encolerizó, la emprendió a cabezazos contra el inventor hasta que la coroza se desprendió hecha un gurruño y cayó al suelo. En el forcejeo se soltó también la mordaza y Herrezuelo empezó a insultar a Cazalla y a jurar como un poseído contra Dios y la Virgen hasta que los familiares lograron acallarle echándosele encima.

Las cosas aparentaron serenarse una vez en la calle, cuando los reos, en filas de a dos, acompañados por familiares de la Inquisición, empezaron a formar la comitiva. Delante de Cipriano caminaba don Carlos, esforzándose por avanzar erguido, por no perder la dignidad. Precediéndole, menudo y cargado de espaldas, como si llevara una cruz a cuestas, avanzaba el Doctor y, abriendo marcha, fray Domingo de Rojas, con la misma imperturbable indiferencia con que había vivido el año de prisión.

Eran apenas las cinco de la mañana pero un incierto resplandor lechoso anunciaba el día por encima de los tejados. A la cabeza de la procesión, a caballo, portado por el fiscal del reino, flameaba el estandarte de la Inquisición, con el blasón de Santo Domingo bordado, seguido por los reos reconciliados, con cirios en las manos y sambenitos con el aspa de San Andrés. Y, tras ellos, dos dominicos portando la enseña carmesí del Pontificado y la cruz enlutada de la iglesia del Salvador, precedían a los reos relajados, destinados a la hoguera, con sambenitos de demonios y llamas y corozas decoradas con los mismos motivos. Mezclados con ellos, con atuendos semejantes, atados a altas pértigas, desfilaban los muñecos de los condenados en efigie, burlescas reproducciones de sus modelos, uno de ellos representando a doña Leonor de Vivero, cuyo ataúd, con el cuerpo desenterrado y llevado a hombros en la procesión por cuatro familiares, sería también arrojado al fuego.

El resto de la comitiva, esto es, los condenados a penas menores, iban detrás, encabezados por cuatro lanceros a caballo, anunciando a las comunidades religiosas de la villa y al grupo de cantores, que avanzaba calle arriba entonando a media voz el himno Vexilla regis, propio de las solemnidades de Semana Santa.

Aferrado a los brazos de sus acompañantes, Cipriano Salcedo se movía casi a ciegas y, aunque paulatinamente iba insinuándose el día, únicamente veía cuando alzaba la cabeza y sus pupilas enfocaban el objetivo en línea recta. De esta guisa divisó las dos densas murallas humanas que les abrían calle, de ordinario afligidas y silenciosas, aunque nunca faltaba la voz desgarrada de algún mozalbete, que aprovechaba la impunidad de la masa para insultarlos.

Al abandonar la calle Orates, la procesión de los reos hubo de detenerse para ceder el paso al séquito real que subía por la Corredera. La guardia a caballo, con pífanos y tambores, abría marcha y tras ella el Consejo de Castilla y los altos dignatarios de la Corte con las damas ricamente ataviadas pero de riguroso luto, escoltados por dos docenas de maceros y cuatro reyes de armas con dalmáticas de terciopelo. Acto seguido, precediendo al Rey —grave, con capa y botonadura de diamantes— y a los Príncipes, acogidos con aplausos por la multitud, apareció el conde de Oropesa a caballo, con la espada desnuda en la mano. Cerraban el desfile, encabezados por el marqués de Astorga, un nutrido grupo de nobles, los arzobispos de Sevilla y Santiago y el obispo de Ciudad Rodrigo, domeñador de los conquistadores del Perú.

Cipriano, en primera fila, veía desfilar tanta grandeza buscando el ángulo de visión más apropiado, la boca sonriente, sin rencor, como un niño ante una parada militar. Al cabo, la procesión de penitentes reanudó la marcha y entró en la plaza entre dos vallas de altos maderos. La multitud impaciente, que se apretujaba en ella, prorrumpió en voces y gritos destemplados. Los reos, caminando cansinamente, agobiados, arrastrando los pies, componían una comitiva lastimosa y estrafalaria, los sambenitos torcidos, las corozas ladeadas, siempre a punto de caer. Cipriano tendió la mirada sobre la plaza moviendo también la cabeza para no perder el eje de visión y comprobó que los informes de Dato se habían quedado cortos. La mitad de la plaza se había convertido en un enorme tablado, con graderíos y palcos, recostado en el convento de San Francisco y dando cara al Consistorio adornado con enseñas, doseles y brocados de oro y plata. La otra mitad y las bocacalles adyacentes se veían abarrotadas por un público soliviantado y chillón que coreó con silbidos el desfile de los reos ante el Rey. Frente a los palcos, en la parte baja de los graderíos, se levantaban tres púlpitos, uno para los relatores que leerían las sentencias, el segundo para los penitentes destinatarios, y un tercero para el obispo Melchor Cano que pronunciaría el sermón y cerraría el auto. En un tabladillo, a nivel algo inferior al de los púlpitos, con cuatro bancas en grada, fueron aposentándose los reos en el mismo orden que traían en la procesión, de forma que don Carlos de Seso quedó a la derecha de Cipriano, y Juan García, el joyero, a su izquierda. Transido, angustiado, tenso, Cipriano Salcedo esperaba la llegada de los reos absueltos, miraba obsesivamente las escaleras de acceso al entablado, hasta que vio aparecer a doña Ana Enríquez de la mano del duque de Gandía. Envuelta en parda saya, se movía con la misma gracia natural que en los jardines de La Confluencia. La cárcel no parecía haberla marcado, tal vez había ahilado un poco su figura, subrayado su esbeltez, pero sin mancillar la frescura y esplendor de su rostro. Subía los peldaños con arrogancia y, al desfilar ante la primera banca de los reos, los miró uno a uno con ansiedad y sus ojos se detuvieron un momento, incrédulos, en los de Cipriano. Pareció dudar, miró al resto de los ocupantes del banco y volvió a él, inmóvil, la pequeña cabeza levantada, los ojos entrecerrados, medio ciegos. Luego siguió adelante y subió hasta la cuarta grada de la tribuna, dejando a Cipriano en la duda de si habría sido reconocido.

La luz cegadora, brutal, que se iba adueñando de la plaza, lastimaba aún más sus ojos. Tras la contemplación de Ana Enríquez, los cerró largo rato para protegerlos. Un apagado rumor de conversaciones llegaba a sus oídos mientras el obispo de Palencia, Melchor Cano, desgranaba el sermón sobre los falsos profetas y la unidad de la Iglesia. Y, cuando Cipriano volvió a abrirlos, le sobrecogió de nuevo la gran masa que tenía ante sí, una inmensa muchedumbre, tan prieta y enardecida, que había inmovilizado contra las talanqueras dos lujosos coches ocupados por gente de alcurnia.

Durante el sermón el público había guardado silencio aunque la voz un poco rota y fatigada del orador no pareciera llegar hasta ellos, pero, poco después, cuando uno de los relatores tomó juramento al Rey, a los nobles y al pueblo y todos ellos prometieron defender al Santo Oficio y a sus representantes, aun a costa de la vida, un estruendoso vocerío coreó el amén final. Luego, retornó el silencio, una vez que el relator hizo comparecer al primer condenado, el doctor Cazalla, que, ayudado de cerca por los auxiliares, a duras penas pudo alcanzar el pulpitillo. Su postración, la palidez de su rostro, las mejillas sumidas, la extrema delgadez de su figura, parecieron predisponer al público en su favor. Cipriano le miraba como a un ser ajeno, desconocido, y, cuando el relator enumeró sus cargos y anunció con voz estentórea la sentencia de muerte en garrote antes de ser arrojado a las llamas, el Doctor rompió a llorar, miró hacia el palco del Rey pretendiendo hablar, pero, inmediatamente, fue rodeado de guardas y alguaciles que se lo impidieron. Ortega y Vergara, los dos relatores, empezaron entonces a leer, alternativamente, las sentencias, en tanto los condenados, por su propio pie o ayudados por los familiares, se relevaban desordenadamente en el púlpito para escucharlas. Era una ceremonia que, aunque escalofriante y atroz, iba degenerando en una tediosa rutina, apenas quebrada por los abucheos o aplausos con que el pueblo despedía a los reos condenados a muerte al reintegrarse al tabladillo:

Beatriz Cazalla: confiscación de bienes, muerte en garrote y dada a la hoguera.

Juan Cazalla: confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos, con obligación de comulgar las tres Pascuas del año.

Constanza Cazalla: confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos.

Alonso Pérez: degradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.

Francisco Cazalla: degradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.

Juan Sánchez: muerte en la hoguera.

Cristóbal de Padilla: confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.

Isabel de Castilla: sambenito y cárcel perpetuos y confiscación de bienes.

Pedro Cazalla: degradación, confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.

Ana Enríquez:

Antes de que la muchacha subiera al púlpito se produjo una vacilación en el relator y un silencio expectante en la muchedumbre. Temiendo un almadiamiento, o simplemente buscando un apoyo a su soledad, había subido la escalera de la mano del duque de Gandía, pero, en contra de lo esperado, una vez arriba se encaró al relator con resolución y mirada retadora. Impávida oyó a Juan Ortega repetir su nombre y la pena simbólica a que era condenada:

Ana Enríquez: saldrá al cadalso con sambenito y vela, ayunará tres días con tres noches, regresará con hábito a la cárcel y, una vez allí, quedará libre.

Una rechifla general subió de la plaza, bajó de los tejados y balcones, se alzó de los graderíos. El pueblo no podía perdonar la insignificancia de la pena, los aires de superioridad de la penitente, su rango, belleza y suficiencia. Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, los ojos encarnizados, la miraba tembloroso. Le irritaba la reacción de la masa pero no menos la solicitud del duque de Gandía, su aire protector, su proximidad. La vio descender del púlpito con fingida altivez, su mano derecha en la izquierda del de Denia, recogiéndose el halda, aparentemente ajena al abucheo del pueblo. El relator Vergara se apresuró a convocar a un nuevo condenado intentando acallar las protestas de la multitud, que, al observar ahora la mordaza de Herrezuelo, sus manos atadas a la espalda, su indefensión, tornó a un silencio expectante:

Antonio Herrezuelo —voceó el relator—: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

Juan García: confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.

Francisca de Zúñiga: sambenito y cárcel perpetuos.

Cipriano Salcedo:

La rápida sucesión de condenados en el pulpitillo se interrumpió de pronto. Cipriano, la cabeza erguida, el latido en el párpado, fue ayudado a incorporarse por un familiar de la Inquisición. A pesar de que éste le ofrecía su brazo, no acertaba a echar el paso. Las piernas entumecidas no le pesaban pero tampoco le obedecían. Una pausa tensa se abrió en la plaza. Ante el agarrotamiento del reo, el familiar miró al alguacil y un segundo familiar se adelantó hasta ellos. Pasivo, ligero de peso, Cipriano Salcedo se dejó alzar del suelo y, en volandas, fue trasladado al púlpito y allí quedó, con la coroza torcida, grotesco e inane, entre los dos familiares tocados con sus bombines de alta copa. Un sol despiadado hería los ojos del penitente que los cerró, apretando visiblemente los párpados. Se bamboleaba, era un hombre destruido y el rumor compasivo de la multitud iba en aumento. El relator encampanó la voz para repetir su nombre:

Cipriano Salcedo —dijo—: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

El rumor de la muchedumbre era ahora creciente y racheado como el bramido del mar. El condenado no parecía afectado por la sentencia. Daba la impresión de que, aun indultado, ya no sería capaz de volver a la vida. Permaneció inmóvil, los párpados cerrados, apoyado en el brazo de un familiar, desdibujado y nimio. De nuevo se incorporó el segundo familiar y, entre ambos, le izaron sobre la barandilla de la escalera y le transportaron en un vuelo a su lugar en el tablado. Sus párpados seguían cerrados pero sus ojos cobardes estaban llenos de lágrimas. Se sentía confundido, degradado. Dame ya la muerte, Señor, suplicó. Pero su humillación activó la curiosidad morbosa del pueblo. Eran estos incidentes los que animaban la fiesta y, en realidad, no habían hecho más que empezar. Cipriano oyó llamar a fray Domingo de Rojas y envidió su fuerza, su entereza física. Dijo el relator:

Fray Domingo de Rojas: degradación y muerte en la hoguera.

El público rebullía inquieto y expectante. Paso a paso el auto había entrado en la fase dramática que esperaba. Todavía llamaron los relatores a Eufrosina Ríos, condenada a muerte en garrote y a Catalina de Castilla, a sambenito y cárcel perpetuos, antes de que le llegara el turno a don Carlos de Seso. El corregidor de Toro, con su voluntad indomable, subió las escaleras del púlpito por sí mismo, laboriosamente a causa de la flaqueza de sus piernas, pero erguido y noble:

Carlos de Seso —dijo el relator Vergara—: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

Don Carlos hizo un ademán de aceptación con una reverencia deferente y simuló retirarse en compañía del familiar, pero, una vez a la altura del palco real, se detuvo, se encaró con el Rey, hizo otra pequeña venia y dijo con una punta de ironía:

—¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida de vuestro súbdito?

A lo que Su Majestad replicó pronto frunciendo el ceño:

—Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para quemarlo.

Más por sus modales que por sus palabras, que no alcanzaron los oídos de la mayoría, el pueblo, que despreciaba la dignidad, abucheó al preso, le afrentó, en tanto los inquisidores, poco amigos de apostillas y comentarios, le retiraban y reforzaban la guardia de alabarderos ante el palco real para impedir otros excesos. Los relatores continuaban desgranando nombres y penas, pero el pueblo, que ya había cogido gusto a los números fuera de programa, dejó de prestar atención, aplanado por el tedio y la ardentía.

Seguidamente, con un sol cada vez más vivo desplomándose sobre la plaza, el obispo de Palencia procedió a degradar a los clérigos condenados, lo que de nuevo despertó expectación en la masa. Ante el palco de Su Majestad, el obispo, revestido de sobrepelliz, estola y capa pluvial, y tocado de mitra blanca, se aproximó a los cinco reos arrodillados, cubiertos de casullas de terciopelo negro, con cálices y patenas en las manos como si fueran a decir misa, y, uno a uno, los fue despojando de ellos, sustituyendo sus ornamentos por sambenitos de llamas y diablos, mientras decía:

—Por la potestad que me da la Santa Iglesia, borro los signos de tu condición sacerdotal que has deshonrado con el delito de herejía.

Luego procedió a raerles la boca, los dedos y las palmas de las manos con un paño húmedo y ordenó al barbero que les afeitara la cabeza para colocar sobre ellas las corozas. De rodillas como estaba, pálido, flaco y desaseado, con el capirote por sombrero, el doctor Cazalla, sacando fuerzas de flaqueza, gritó de pronto por tres veces:

—¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, bendito sea Dios! —Y como un alguacil se le acercara y le empujara hacia el tabladillo, el Doctor, llorando y moqueando, continuó gritando:

—¡Óiganme los cielos y los hombres, alégrese Nuestro Señor y todos sean testigos de que yo, pecador arrepentido, vuelvo a Dios y prometo morir en su fe, ya que me ha hecho la merced de mostrarme el camino verdadero!

Las palabras y lágrimas del Doctor produjeron en el auditorio dos reacciones distintas: los más sensibles sollozaban con él, mientras que los más duros, de pie en las gradas, encolerizados, le insultaban llamándole leproso, y alumbrado. Cuando la reacción amainó, el obispo de Palencia se encaramó de nuevo en el púlpito desde donde había predicado y dijo que, leídas las ejecutorias, degradados los curas sectarios, daba el auto por concluido, siendo las cuatro de la tarde del día 21 de mayo de 1559. Los reos sentenciados a prisión —añadió— serán conducidos en procesión a las cárceles Real y del Santo Oficio para cumplir sus condenas, en tanto los restantes se desplazarán en borriquillos al quemadero, erigido tras la Puerta del Campo, para ser ejecutados.

El pueblo fue abandonando las gradas alborotadamente, los rostros congestionados y sudorosos, comentando a gritos las incidencias del auto, cabizbajas las mujeres, los ojos enrojecidos, los hombres, con pañuelo al cuello, la bota en alto, bebiendo según el rito de las eras. En el momento de mayor confusión se produjo un altercado en la tribuna de reos, que congregó en torno a numerosos espectadores. El bachiller Herrezuelo, liberado ya de su mordaza, se volvió hacia las gradas superiores, donde se hallaba su esposa, Leonor de Cisneros, con el sambenito de reconciliada, y la increpó con palabras gruesas, llamándola felona, puta e hija de puta, y como nadie reaccionara, subió de tres trancos las gradas que les separaban y la abofeteó por dos veces. Guardas, familiares y alguaciles se interpusieron, al fin, le redujeron, le echaron otra vez la mordaza, en tanto el Doctor Cazalla, ganado de nuevo por la fiebre oratoria, le llamaba a la razón, que reflexionase y le escuchara «pues más letras que vos he estudiado —le dijo— y engañado estuve en el mismo error». En estos términos prosiguió aleccionando al irritado bachiller, con voz henchida, que imposible parecía que saliera con tanta fuerza de un cuerpo tan lábil, hasta que Herrezuelo, que aún no había sido maniatado, se arrancó nuevamente la mordaza y le replicó con acento de burla entre el entusiasmo del auditorio:

—Doctor, Doctor, para ahora quisiera yo el ánimo que mostrasteis en otras ocasiones.

Amordazado y esposado el bachiller, los penitentes, divididos en dos grupos, se separaron al pie del tablado, los indultados, formados y flanqueados por familiares de la Inquisición, iniciaron el camino de regreso a la cárcel, entre las vallas, con sambenitos aspados y velas verdes encendidas, mientras los condenados a muerte, con cordeles infamantes al cuello, en señal de menosprecio, iban encaramándose, uno a uno, en borricos preparados al efecto, desde el último descansillo de la escalera para dirigirse al cadalso, por el angosto camino que abrían los soldados entre la multitud, colocando horizontalmente sus alabardas. El primero en subir al asno fue el Doctor, detrás fray Domingo de Rojas y cuando Cipriano Salcedo se disponía a hacerlo divisó a su tío Ignacio enlutado, nervioso, departiendo con familiares y alguaciles al pie de la escalera. Cipriano vaciló al verle tan próximo. Con la cabeza alta, sonriente, quiso darle la paz pero su tío se dirigió al familiar que conducía la borriquilla sin reparar en él, le apartó de la procesión y colocó en su lugar a una mujer de cierta edad, con gracioso tocadillo alemán en la cabeza, sencilla y fina de cuerpo, de agraciado rostro. La mujer se aproximó a Salcedo con los ojos llenos de lágrimas y le acarició la barbada mejilla con ternura:

—Niño mío —dijo—. ¿Qué han hecho contigo?

Cipriano alzó la cabeza, buscó el eje visual y, a pesar del tiempo transcurrido, la reconoció enseguida. No pudo hablar pero trató de cogerle una mano, de mostrarle de alguna manera su cariño, pero una oleada de la multitud los separó. Dos forzudos auxiliares le subieron a lomos de un borriquillo roano mientras el Doctor y fray Domingo iniciaban la marcha por el angosto pasillo entre los soldados. Un guardia palmeó la grupa del borrico que conducía a Cipriano y éste apretó las rodillas contra su montura, vacilante, y desde su posición preeminente miró con ternura a la dulce figura que le precedía. Dócilmente, Minervina tiraba del ronzal y lloraba en silencio, tratando de alcanzar a los asnos de fray Domingo y el Doctor. La plaza hervía, era un mar descontrolado. A ambos lados de Cipriano se extendía la multitud, fluctuante e indecisa, hombres acalorados discutiendo con otros que les obstaculizaban el paso, mujeres compasivas y llorosas, niños traveseando entre los puestos de golosinas que se alzaban aquí y allá. El bochorno era tan húmedo, tan agobiante el vaho que despedía la plaza, que hombres y mujeres acalorados, con las axilas húmedas, se despojaban de sus ropas de fiesta, se quedaban en jubón o en camisa incapaces de soportar el sol de la tarde.

Cipriano, mecido por el vaivén del borrico, no sentía el calor. Viendo a Minervina tirando del ronzal se sentía inusitadamente tranquilo, protegido, como cuando niño. Avanzaba tan gentil y confiada que nadie pensaría que le llevaba al encuentro con la muerte. Entre los conductores era la única mujer y, a pesar de su edad, era tal la gracia de su figura que rústicos medio bebidos, llegados a la villa para la fiesta, la requebraban, la acosaban con frases soeces. Pero la procesión de las borriquillas, aunque lentamente, discurría sin pausa entre la muchedumbre. Veintiocho asnillos en fila, montados por otros tantos seres estrambóticos, con sambenitos de diablos al pecho y corozas en la cabeza, componían una comitiva grotesca que desfilaba por el estrecho pasillo que abrían los alabarderos. Pero una vez que Cipriano alcanzó a fray Domingo, entró en la onda de las prédicas del Doctor, que iba delante, de sus voces de arrepentimiento, de sus apelaciones a la compasión. Cipriano miraba su figura vencida y cargada de espaldas, la coroza ladeada, balanceándose en lo alto del pollino y se preguntaba qué tenía en común aquel hombre con aquel otro que pocos meses antes le instruía enfervorizado con motivo de su viaje a Alemania. Oía sus exhortos y súplicas con desconfianza, seco, sin emoción:

—Entended y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible sino visible —decía—. Y ésta es la Iglesia Católica, Romana y Universal. Cristo la fundó con su sangre y pasión y su vicario no es otro que el Sumo Pontífice. Y tened por seguro que aunque en aquella Roma se registraron todos los pecados y abominaciones del mundo, residiendo en ella el Vicario de Cristo, allí estaba el Espíritu Santo.

Le llamaban hereje, pelele, viejo loco, mas él lloraba y, en ocasiones, sonreía al referirse a su destino como a una liberación. Las mujeres se santiguaban e hipaban y sollozaban con él, pero algunos hombres le escupían y comentaban: ahora tiene miedo, se ha ensuciado los calzones el muy cabrón. Unos pasos más atrás, Cipriano iba recogiendo los insultos e improperios que las palabras del Doctor despertaban en el pueblo. De esta manera entraron en la calle de Santiago, donde la masa de gente era más densa aún, casi impenetrable, y los borricos avanzaban al paso, entre los alabarderos. Grupos de mujeres endomingadas, con vistosos atavíos, se asomaban a las ventanas y balcones para ver pasar la procesión y comentaban los incidentes a voz en grito, de lado a lado de la calle. Los chiquillos lo invadían todo, retozaban, dificultaban la ya difícil circulación, aturdían soplando sus silbatos o los pitos huecos de los albaricoques. Y, en medio de aquella barahúnda, todavía llegaban a oídos de Cipriano frases truncadas del Doctor, palabras sueltas de su interminable soliloquio. Pero su atención, sin apenas advertirlo, iba en otra dirección, su débil cerebro se desplazaba hacia Minervina, hacia su airosa figura, decidida, la soga del ronzal en su mano derecha, abriéndose paso entre la multitud. Se recreaba en su gentileza y, al contemplarla, sus ojos cegatosos se llenaban de agua. Sin duda era Minervina la única persona que le quiso en vida, la única que él había querido, cumpliendo el mandato divino de amaos los unos a los otros. Cerró los ojos acunado por el bamboleo del borrico y evocó los momentos cruciales de su convivencia con ella: su calor ante la helada mirada del padre, sus paseos por el Espolón, la galera de Santovenia, la ternura con que velaba sus sueños, su espontánea entrega a su regreso, en la casa de sus tíos. Al ser despedida, Mina desapareció de su vida, se esfumó. De nada valieron sus pesquisas para encontrarla. Y ahora, veinte años después, ella reaparecía misteriosamente para acompañarle en los últimos instantes como un ángel tutelar. ¿Sería Mina, en realidad, la única persona que había amado? Pensó en Ana Enríquez, un proyecto apenas esbozado; su tío Ignacio, esclavo de las convenciones; su gran fracaso con Teo, el ejército de sombras que había cruzado por su vida y que fue desvaneciéndose conforme él creyó haber encontrado la fraternidad de la secta. Pero ¿qué había quedado de aquella soñada hermandad? ¿Existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo? ¿Quién de entre tantos había seguido siendo su hermano en el momento de la tribulación? No, desde luego, el Doctor, ni Pedro Cazalla, ni Beatriz. ¿Quién? ¿Acaso don Carlos de Seso pese a sus contradicciones? ¿Por qué no Juan Sánchez, el más oscuro, humilde y deteriorado de los hermanos? La idea del perjurio y la fácil delación continuaba atormentándole. Una vida sin calor la mía, se dijo. Por sorprendente que pudiera parecer, la mortecina actividad de su cerebro evitaba la idea de la muerte para detenerse a reflexionar en el tremendo misterio de la limitación humana. Al aceptar el beneficio de Cristo no fue vanidoso ni soberbio, pero tampoco quería serlo a la hora de perseverar. Debería perseverar o volver a la fe de sus mayores, una de dos, pero, en cualquier caso, en la certidumbre de hallarse en la verdad. Mas ¿dónde encontrar esa certidumbre? Mentalmente pedía a Nuestro Señor una pequeña ayuda: una palabra, un gesto, un ademán. Pero Nuestro Señor permanecía en silencio y, al mostrarse mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia del hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? Él sintió el soplo divino leyendo El beneficio de Cristo pero, con el tiempo, todo, empezando por las palabras de los Cazalla, se había venido abajo. Entonces ¿no valía nada de lo andado? Oh, Señor —se dijo acongojado—, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio de Dios, la taxativa limitación de su cerebro, la terrible necesidad de tener que decidir por sí mismo, solo, la vital cuestión.

Los tumbos del asnillo en aquel mar ondulante le adormecían. Cuando abrió los ojos observó que docenas de sotanas revoloteaban como moscas alrededor de fray Domingo de Rojas, emparejaban su paso al de la borriquilla, se dirigían a él a voces, sorteando las picas de los alabarderos. También ellos trataban de arrancarle una palabra, tal vez sólo un gesto, le acosaban. Pero ¿qué les movía en realidad? ¿La salvación de su alma o el prestigio de la orden dominicana? ¿Por qué esta alborotada compañía en contraste con la desolación del resto de los condenados? El dominico se mostraba íntegro, no, no, reiteraba la negativa y sus acompañantes, mezclados con los espectadores, se comunicaban la mala nueva: ha dicho que no, sigue pertinaz, pero hay que salvarlo. Y reanudaban sus acechanzas y uno se arrimó hasta tocarle y le instó a morir en la misma fe que nuestro glorioso Santo Tomás, pero fray Domingo mostraba una formidable entereza, no, no, repetía, hasta que fray Antonio de Carreras, que había pasado la noche a su lado, le había confesado y le había aupado para montar en el jumento, ahuyentó los moscones, se colocó a su lado y fue protegiéndole, conversando con él hasta el quemadero.

Fuera ya de la Puerta del Campo, la concurrencia era aún mayor pero la extensión del campo abierto permitía una circulación más fluida. Entremezclados con el pueblo se veían carruajes lujosos, mulas enjaezadas portando matrimonios artesanos y hasta una dama oronda, con sombrero de plumas y rebocinos de oro, que arreaba a su borrico para mantenerse a la altura de los reos y poder insultarlos. Mas a medida que éstos iban llegando al Campo crecían la expectación y el alboroto. El gran broche final de la fiesta se aproximaba. Damas y mujeres del pueblo, hombres con niños de pocos años al hombro, cabalgaduras y hasta carruajes tomaban posiciones, se desplazaban de palo a palo, preguntando quién era su titular, entretenían los minutos de espera en las casetas de baratijas, el tiro al pimpampum o la pesca del barbo. Otros se habían estacionado hacía rato ante los postes y defendían sus puestos con uñas y dientes. En cualquier caso el humo de freír churros y buñuelos se difundía por el quemadero mientras los asnos iban llegando. El último número estaba a punto de comenzar: la quema de los herejes, sus contorsiones y visajes entre las llamas, sus alaridos al sentir el fuego sobre la piel, las patéticas expresiones de sus rostros en los que ya se entreveía el rastro del infierno.

Desde lo alto del borrico, Cipriano divisó las hileras de palos, las cargas de leña, a la vera, las escalerillas, las argollas para amarrar a los reos, las nerviosas idas y venidas de guardas y verdugos al pie. La multitud apiñada prorrumpió en gran vocerío al ver llegar los primeros borriquillos. Y al oír sus gritos, los que entretenían la espera a alguna distancia echaron a correr desalados hacia los postes más próximos. Uno a uno, los asnillos con los reos se iban dispersando, buscando su sitio. Cipriano divisó inopinadamente a su lado el de Pedro Cazalla, que cabalgaba amordazado, descompuesto por unas bascas tan aparatosas que los alguaciles se apresuraron a bajarle del pollino para darle agua de un botijo. Había que recuperarlo. Por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto. Luego, alzó la cabeza y volvió la vista enloquecida hacia el quemadero. Los palos se levantaban cada veinte varas, los más próximos al barrio de Curtidores para los reconciliados, y, los del otro extremo, para ellos, para los quemados vivos, por un orden previamente establecido: Carlos de Seso, Juan Sánchez, Cipriano Salcedo, fray Domingo de Rojas y Antonio Herrezuelo. El de don Carlos era contiguo al del Doctor, que sería agarrotado previamente, y, antes de que el verdugo lo ejecutara, intentó hablar de nuevo al pueblo, pero el gentío, que adivinó su intención, prorrumpió en gritos y silbidos. Les enojaban los arrepentimientos tardíos, que dilataban o escamoteaban lo más atractivo del espectáculo. En tanto al Doctor le ajustaban al cuello el tornillo del garrote, dos guardas desmontaron del borrico a Cipriano Salcedo y, una vez en el suelo, le sostuvieron por los brazos para evitar que cayera. No podía tenerse en pie, pero vio a Minervina tan próxima que le dijo en un susurro: «¿Dónde te metiste, Mina, que no pude encontrarte?». Mas ya le habían cogido a peso dos guardas y le llevaban en volandas hasta el palo, donde le ataron. A su lado, en el de fray Domingo, proseguía el revuelo de sotanas, curas que subían y bajaban la escala, que se hablaban entre sí o corrían buscando clérigos más representativos para auxiliarle. Entonces volvió a comparecer el padre Tablares, jesuita, que subió atropelladamente la escalera y tuvo un largo rato de plática con el penitente. El ajetreo de la muchedumbre no permitía oír sus voces, pero algo importante debió de decirle porque fray Domingo se ablandó, y el padre Tablares, desde lo alto de la escalerilla, encareció a voces a los curas que se encontraban al pie que buscaran sin demora al escribano, quien, al cabo de unos minutos, se presentó montado en una mula negra. Era hombre de media edad y barba corta, que familiarizado con su oficio, extrajo un papel blanco de la escribanía, mientras un fraile muy joven le sostenía el tintero. Fray Domingo miraba a un lado y otro como desorientado, ausente, pero cuando el padre Tablares le habló de nuevo al oído, él asintió y proclamó, con voz llena y bien timbrada, que creía en Cristo y la Iglesia y detestaba públicamente todos sus errores pasados. Los curas y frailecillos acogieron su declaración con gritos y muestras de entusiasmo y se decían unos a otros: ya no es pertinaz, se ha salvado, en tanto el escribano, firme al pie del palo, levantaba acta de todo ello y la multitud enfurecida protestaba de la intervención de aquéllos.

Cipriano, atado a la argolla del palo, los ojos cobardes posados en Minervina, sentía el empuje de la muchedumbre, la actividad de verdugos y alguaciles, sus evoluciones, sus voces. ¿Dónde estaba el suyo, su verdugo? ¿Por qué no comparecía? Le sobrecogió el alarido de la multitud, el golpe sordo del cuerpo agarrotado de fray Domingo al caer sin vida a su lado, la rápida acción del gigantesco verdugo empujándole a las llamas, el chisporroteo inicial. El gentío, defraudado al ver quemar un cuerpo sin vida, trataba ahora de desplazarse a la izquierda, frente a los cuatro reos que esperaban aún la ejecución, pero los ya instalados, al darse cuenta de sus pretensiones, forcejeaban con ellos y armaban pequeñas algaradas. El verdugo, ajeno a sus problemas, acababa de prender la hoguera de Juan Sánchez que ardía furiosamente y desprendía un acre hedor a carne quemada. Mas las llamas consumieron antes sus ligaduras que su cuerpo y Juan Sánchez, al sentirse libre, se agarró al palo y trepó por él, con agilidad de mono, gritando a voz en cuello y pidiendo misericordia. La muchedumbre aplaudía y reía ante su actitud simiesca. Juan Sánchez tenía achicharrado el costado izquierdo, la piel arrugada y gris, y, agarrado al extremo del palo, escuchaba las exhortaciones de un dominico, que por un momento le hicieron vacilar, mas, al volver la cabeza y reparar en la gallardía con que don Carlos de Seso aceptaba el suplicio, se dejaba quemar sin un gesto de protesta, dio un gran salto y se arrojó de nuevo a las llamas donde murió, dando brincos hasta que perdió el conocimiento.

La multitud apostada ante los palos rugía de entusiasmo. Los niños y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el alcohol, reían de las batudas y torsiones de Juan Sánchez, le llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores sus gestos y piruetas. Asimismo despertaron la hilaridad y las lágrimas de los presentes los contoneos y muecas del bachiller Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna, estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó de su garganta una vez que el fuego devoró su mordaza y liberó su boca. Muchas mujeres cerraban los ojos horrorizadas, otras rezaban, las manos juntas, la mirada recogida, pero algunos hombres seguían voceando e insultándole. Cipriano apenas tenía una vaga idea de que había visto morir a Seso, a Juan Sánchez y al bachiller a su lado. Las llamas habían dado rápida cuenta de sus vidas y el pesado hedor de carne quemada se asentaba sobre el campo. Divisó al verdugo encaminándose al palo, la tea humeante en su mano derecha, y, entonces, volvió a cerrar sus ojos encarnizados y a encarecer de Nuestro Señor una señal. Un cura corría ahora hacia el verdugo, la sotana arremangada, suplicándole con violentos ademanes que demorara la ejecución. Era el padre Tablares. Llegó a la escala jadeando, se llevó una mano al pecho y se detuvo en el primer peldaño. Al cabo, subió de un tirón y juntó su rostro compasivo al del falleciente Salcedo. Jadeaba. Todavía aguardó unos minutos para hablar:

—Hermano Cipriano, aún es tiempo —dijo al fin—. Reducíos y afirmad vuestra fe en la Iglesia.

Los hombres silbaban. Cipriano entreabrió sus párpados hinchados y esbozó una tímida sonrisa. Tenía la boca seca y la mente borrosa. Levantó la cabeza y miró a lo alto:

—C… creo —dijo— en la Santa Iglesia de Cristo y de los Apóstoles.

El padre Tablares aproximó los labios a su mejilla y le dio la paz en el rostro:

—Hermano —suplicó—, decid Romana, solamente eso, os lo pido por la bendita Pasión de Nuestro Señor.

La gente se impacientaba. Sonaban silbidos e imprecaciones. Cipriano, con la nuca apoyada en el palo, miraba reconocido al padre Tablares. Por nada del mundo quería pecar de engreimiento. El verdugo les miraba impaciente, la tea en la mano derecha, mientras el escribano, pluma en ristre, esperaba al pie del palo la confesión del reo. Cipriano volvió a cerrar los ojos, a pedir una seña a Nuestro Señor. Sintió el latido doloroso en el párpado y murmuró humildemente, como excusándose por su obstinación:

—Si la Romana es la Apostólica, creo en ella con toda mi alma, padre —musitó.

La cólera del pueblo exigiendo la hoguera, la buena disposición del verdugo para complacerle, apremiaban al padre Tablares que, en un impulso paternal, levantó la mano derecha y acarició la mejilla del reo:

—Hijo, hijo, ¿por qué has de poner condiciones en esta hora? —dijo.

La angustia crecía en el pecho de Cipriano. Buscó una nueva fórmula que no le traicionara, que expresara sus sentimientos y, al propio tiempo, diera satisfacción al jesuita; unas tiernas palabras ambiguas:

—Creo en Nuestro Señor Jesucristo y en la Iglesia que lo representa —dijo con un hilo de voz.

El padre Tablares bajó la cabeza desalentado. No había más tiempo. Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban, alzaban los brazos. Los silbatos de los niños aturdían. El humo hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos tranquilamente junto a Minervina. El padre Tablares, consciente de su fracaso, descendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente. Entonces hizo la seña, un leve ademán con la mano derecha señalando la carga de leña, sobre el burrajo. El verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció de pronto como una amapola, despabiló, humeó, rodeó a Cipriano rugiendo, lo desbordó. La multitud prorrumpió en gritos de júbilo cuando se produjo la deflagración y enormes llamas envolvieron al reo. «Señor, acógeme», murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le arrancaran la piel a tiras, en las caras internas de los muslos, en todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas de los dedos. Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo, resignadamente. El pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el fondo decepcionado, había enmudecido. Entonces rompió el silencio el desgarrado sollozo de Minervina. La cabeza de Cipriano había caído de lado y las puntas de las llamas se cebaban en sus ojos enfermos.