XV

A instancias de Cipriano, el Doctor se avino a que Beatriz Cazalla sustituyera a su hermana Constanza en las lecturas de los conventículos. Hacía siete meses que Salcedo había regresado de Alemania y esta noche, apenas iniciado el mes de mayo, Beatriz había leído unas páginas de La libertad del cristiano, con la misma sonrisa dentona, la misma entonación y el discreto ceceo que acompañaban a las comunicaciones de doña Leonor. Había sido como resucitar a ésta. En las pausas, Cipriano admiraba el hermoso perfil de Ana Enríquez, tan luminoso y atractivo bajo el rojo turbante que achicaba su cabeza, sus manos largas y enjoyadas sobre el larguero del banco. Acto seguido el Doctor glosó las páginas leídas por su hermana Beatriz, con fervor, con la misma convicción que cuando su madre le acompañaba. Desde el regreso de Cipriano, con libros, informes y buenas noticias, don Agustín Cazalla parecía otro. Su posición religiosa se había afirmado y había recuperado su entusiasmo proselitista. Pero, apenas acababa de abrir el coloquio final, cuando en la calle se oyeron los zapatazos de un caballo en plena carrera, los cascos percutiendo en el empedrado, cada vez más próximos. Era tal el silencio de la sala que, cuando el caballo se detuvo, se oyó al jinete apearse y dar tres pasos hacia la puerta de la casa. Sonaron dos secos aldabonazos y, cuando Juan Sánchez se apresuró hacia las escaleras, el silencio del cenáculo se había hecho de hielo. Unos segundos después, don Carlos de Seso, con improvisado atuendo de caballista, desmelenado, la gorra en la mano, penetró presuroso en el oratorio, se encaramó de un salto en la tarima del Doctor, cuchicheó nerviosamente con éste y, una vez obtenida su anuencia, se dirigió hacia el auditorio con un deje de alarma:

—Cristóbal de Padilla —dijo— ha sido detenido anteayer en Zamora. Pedro Sotelo y su esposa Antonia de Melo lo han denunciado al Santo Oficio con motivo del edicto anual. Está preso en la cárcel secreta de la Inquisición y no es fácil que se produzcan otras detenciones en tanto Padilla no sea interrogado. No obstante, me considero en la obligación de comunicarlo a vuesas mercedes para que tomen las medidas oportunas, se deshagan de documentos comprometedores y huyan si consideran su vida en peligro. Nuestro Señor nos acompañe.

Se produjo la estampida. Todos querían ser los primeros en abandonar la casa del Doctor y Juan Sánchez encontraba serias dificultades para que los asistentes se avinieran a hacerlo ordenadamente, de dos en dos, con breves pausas de un minuto, como venían haciéndolo. Se oían los pasos apresurados de los que marchaban sin las precauciones habituales. Daba la impresión de que el hecho de alejarse de la casa madre les alejaba asimismo de los riesgos de su detención. Cipriano vio salir a Ana Enríquez y se dirigió al Doctor y a don Carlos quienes, desde el estrado, se consideraban en el deber de organizar la evacuación. Don Agustín había empalidecido y con sus manos blancas y finas tamborileaba mecánicamente sobre el tablero de la mesa. Había perdido el dominio de sí mismo. Estos cambios de ánimo súbitos, justificados o no, eran habituales en el Doctor. Intentó hablar con Cipriano Salcedo pero las palabras se le amontonaban en los labios y no acertaba a ordenarlas. Fue don Carlos de Seso quien le dio las oportunas instrucciones:

—Vuesa merced debe huir inmediatamente —le dijo—. El Emperador, desde Yuste, ha instado al inquisidor Valdés para un pronto y terrible escarmiento. Huya. Vuesa merced ha sido un miembro destacado en la secta desde su ingreso y su reciente viaje a Alemania y su entrevista con Melanchton le hacen especialmente vulnerable en esta hora. Ponga tierra por medio. El camino de Pamplona ya lo conoce. También conoce Cilveti y la casa de Pablo Echarren. Póngase en sus manos y en unos días estará fuera de España.

Las lágrimas asomaron a los ojos del Doctor cuando estrechó su mano. Cipriano, en cambio, se sentía resuelto y decidido, capaz de todo. No notaba cansancio y, al llegar a su casa, se encerró en el despacho y abrió la gran librería. Parecía imposible que en apenas tres años hubiera podido almacenar aquella cantidad de papeles: fichas, avisos, resúmenes, consejos, pequeñas esquelas, anuncios de conventículos, correspondencia variada con el Doctor, Pedro Cazalla, Carlos de Seso, Domingo de Rojas, Beatriz Cazalla y Ana Enríquez. Carpetas llenas de proyectos. Fascículos y opúsculos de su paso por Francia y Alemania. Mapas e itinerarios. Direcciones de personas y centros en el extranjero y libros, muchos libros, entre ellos los diecisiete ejemplares de El beneficio de Cristo, restos de la edición de Agustín Becerril que aún conservaba. Amontonó leña en la chimenea y le prendió fuego. Primero se deshizo de los papeles que se consumían rápidamente, después de caracolear unos segundos entre las llamas; luego de los opúsculos, de los papeles de mayor entidad y, finalmente, de las carpetas y de los libros, uno a uno, pacientemente, sin prisas. Algunos tenían encuadernaciones duras, de piel o de tela, con cantoneras para darles firmeza, y los restos tardaban en arder. A medida que iban desapareciendo las pilas de papeles y las hileras de libros de los estantes, Cipriano se sentía liberado de un peso como después de una confesión. A las cuatro de la madrugada, se acostó. No sólo había quemado todo lo que pudiera comprometerle a él y al grupo, sino que se había deshecho de las cenizas del hogar. A las ocho se incorporó, desayunó frugalmente y ordenó a Vicente que aparejase a Pispás lo más rápidamente posible. Una hora más tarde, vestido ya de campo y con un mínimo equipaje, se disponía a partir, cuando Constanza le anunció la visita de Ana Enríquez. Cipriano se dijo que ella era lo único que echaba en falta en esos momentos. Ana acababa de llegar de La Confluencia y venía a pedir disculpas por la defección de su criado, por su negativa a adoptar las normas de prudencia que tan insistentemente se le habían recomendado. Otro criado, recién llegado de Toro, no creía que la gran redada fuera inminente. A juicio de los inquisidores, Cristóbal de Padilla, con sus conciliábulos y los contactos y visitas en la prisión, había espantado la caza. Había que darse prisa, le dijo doña Ana, cogiéndole de las manos y sentándose a su lado en el sofá del salón. Cipriano se sentía conmovido por la solicitud de la muchacha, por su celo para ponerle a salvo. Su padre, el marqués, le imploraba que pasara a Francia. Él no se consideraba comprometido y la posición de la marquesa en la Corte operaría en su favor. Pero Cipriano debía huir, insistía doña Ana. Le entregaba una nota con una dirección en Montpellier: Madame Barbouse le atenderá como si fuera yo misma, le dijo. Volvía a oprimir su pequeña mano peluda entre las suyas impacientes. Barbouse, no lo olvide. Pero a Cipriano le atenazaba una preocupación: ¿Y ella? ¿Qué iba a ser de ella en tan difíciles circunstancias? Ana Enríquez sonreía con sus labios carnosos, se le formaban dos hoyuelos en las mejillas. En estas situaciones las mujeres nos defendemos mejor que los hombres —dijo—. Un hombre, aunque tenga faldas, se compadece de una mujer; los tribunales de hombres con mayor motivo, puesto que los unos hacen fuerza sobre los otros. ¿Cómo admitir que el Santo Oficio pueda dictar una sentencia rigurosa contra las monjitas del convento de Belén? Se miraban a los ojos, se quitaban la palabra de la boca, sus rostros casi se rozaban. Vuesa merced sí está en peligro, añadía. Ha echado últimamente sobre sí todas las responsabilidades del grupo, ha viajado a Alemania en su nombre, ¿cómo justificar esta actitud? Felipe II no será menos inflexible que Carlos V. Valdés ha pedido mayores atribuciones al Papa y Pablo IV no ha vacilado en concedérselas. Se prepara un gran escarmiento, créame. Cipriano se dio cuenta de que estaba dejándose convencer de algo de lo que ya estaba convencido. Pero le agradaba la insistencia de Ana, verla inquieta por su suerte, su empeño por ponerle a salvo. ¿Es que significaba algo para ella? Pero cuando la muchacha se levantó, le tomó de las manos y tiró de él hacia arriba, obligándole a incorporarse, Cipriano reconoció que estaba dispuesto a marcharse. Al oírlo, Ana, súbitamente, sin nada que lo anunciara, se inclinó hacia él y le besó suavemente en la mejilla. Huya, dijo con un hilo de voz. No pierda un minuto más y que Nuestro Señor le acompañe.

Camino de Burgos, Cipriano pensaba en ella mientras espoleaba a Pispás. Viajaría el tiempo que pudiera a caballo reventado y, cuando fuera necesario, cambiaría de montura. Lo haría furtivamente en las casas de postas y dejaría unas monedas como compensación cuando considerase haber ganado en el trueque. Pretendía reposar de día y cabalgar de noche. Nadie podría decirle ya si Padilla había cantado o permanecía en silencio, pero parecía obvio que la Inquisición se decidiría a emplazar patrullas en los caminos en cualquier momento. Se llevó la mano a la mejilla izquierda. El dulce tacto de los labios de Ana Enríquez permanecía allí, con su discreto perfume. ¿Era posible que aquella bella muchacha hubiera llegado a interesarse por él? Recordó sus votos de unos meses antes, su decisión libre de repartir sus bienes y vivir en castidad. Al Doctor se lo había confiado una tarde, a su regreso de Alemania, en el gabinete de doña Leonor. No se precipite; vuesa merced está todavía bajo la impresión del fallecimiento de su esposa; aún se siente responsable. Cipriano le preguntó si creía que aquel sentimiento de culpa se desvanecería algún día y el Doctor no dudó que, con el tiempo, así ocurriría y entonces se vería en la dura disyuntiva de ser fiel a su palabra o amar a una mujer. Salcedo le hizo ver que su decisión había sido espontánea y meditada, anterior a la muerte de su esposa, que más de la mitad de sus bienes ya no le pertenecían, y que Nuestro Señor había sonreído al aceptarlo. Se apresuró a añadir que ya sabía que las obras no eran indispensables para salvarse y aclaró que, con su gesto, no buscaba la salvación sino una manera de resarcir a Teo de su desapego. El Doctor le escuchaba impasible, con la cabeza ladeada, como si el cuello fuera incapaz de sostener su peso. Hablaron un rato y Cipriano confesó ingenuamente que Nuestro Señor había bajado a su lado, complacido de su desprendimiento. El Doctor sonreía. La quimera era indicio de debilidad mental, le advirtió; la hora de los portentos había pasado. Cipriano volvía a disfrutar de la palabra del Doctor, un hombre lúcido, inteligente, que había logrado superar la muerte de su madre. A su regreso de Alemania, le había encontrado distinto, en realidad, había encontrado a un Doctor que nunca había conocido, consciente de su primacía intelectual, de la importancia de su jerarquía en el grupo. Aquella astenia, un poco femenina, que mostró unos meses antes, parecía no haber existido nunca. Cipriano Salcedo le había alentado. No mintió respecto a los pormenores de su viaje, pero sí exageró algunos pasajes, los adornó. Melanchton sabía de él —le dijo—; varios españoles emigrados le habían hablado de su persona y del foco luterano que encabezaba en Valladolid. Al Doctor, estos informes le enardecían, le imbuían seguridad. Cipriano Salcedo no reparaba en cuánto había también de fatuo en esta actitud. En realidad, el cambio del Doctor se había operado antes de que Cipriano iniciara su viaje. Fue como si una extraña presión le impidiera respirar y, de repente, con su decisión, alguien le hubiera quitado el obstáculo de encima. Los meses de ausencia de Salcedo no dejó de pensar en él. Y los dos largos correos que le envió desde Alemania le exaltaron hasta límites increíbles, según comunicó a Cipriano a su regreso. A raíz de ellos el Doctor terminó de olvidar las zozobras sufridas tras el entierro de su madre, se creció, volvió a la antigua actividad en la secta, a sus sermones ambiguos, a los conventículos. A Cipriano le estimulaba escucharle. De nuevo se hallaban en el buen camino. El Doctor se interesaba por la vida de Cipriano, le desconcertaba su desprendimiento pecuniario, su largueza. Habían hablado mucho durante los últimos meses, tanto que Cipriano empezó a descubrir en Cazalla un hombre nuevo, sobrio y santo sí, pero con una sombra de presunción en sus móviles. El Doctor se vanagloriaba de lo que era y de lo que representaba. Si sus actos hubieran sido secretos tal vez su comportamiento hubiera sido distinto. Y no es que Cipriano atribuyera doblez al Doctor, no creía que actuara buscando el aplauso, pero tampoco que fuese indiferente al elogio y la admiración.

Se desvió del camino en Quintana del Puente. Al fondo, a la izquierda, en la falda de la colina, se iniciaba la moheda y, en los bajos, un mar de cereal, todavía fresco, cabeceaba suavemente con la brisa. En algunos puntos clareaban las cebadas y, al pie del cerro, antes de alcanzar el monte, divisó una pequeña braña, fresca, de un verde tierno. El agua transparente manaba en abundancia del venero y se derramaba por el prado. Acercó a Pispás y le dejó beber hasta saciarse. El agua iba borrando las espumas blancas de sus belfos mientras su lomo dejaba de temblar. Cuando le vio satisfecho se internó con él en la espesura. Los gazapillos de las camadas de primavera correteaban alarmados en todas direcciones y desaparecían en los vivares. A media ladera, Cipriano descabalgó, quitó la silla a Pispás y lo dejó pastando libre, en el claro. Su criado Vicente adiestraba bien a los caballos. Tanto Relámpago como ahora Pispás tenían un comportamiento más propio de perros que de équidos. Jamás perdían de vista al amo aunque se alejasen y acudían a su encuentro en cuanto le oían silbar. Esto daba al animal una gran libertad de movimientos e infundía tranquilidad al jinete. Cipriano sacó del fardillo una enorme hogaza abierta, con carne y salchichas en su interior y una botija de vino. Desde su posición dominaba la gran nava, donde ondulaba el cereal, hasta las colinas grises de enfrente, las aguas del Arlanzón fluyendo hacia Quintana y el camino, paralelo al río. El tiempo estaba quedo. Buscó un abrigo a la solisombra de una carrasca, se tendió y en pocos minutos quedó dormido.

Cuando despertó, ya puesto el sol, lo primero que vio fue la cabeza de Pispás, alarmado, a dos pasos de donde estaba, mirándole. Relinchó alegremente al verle levantarse y se dejó ensillar dócilmente. Cipriano bajó al camino de Burgos entre dos luces, picó espuelas y reanudó el viaje. La oscuridad le iba envolviendo sin advertirlo, sin lograr apagar del todo la leve fosforescencia de la carrera. De este modo sus ojos se iban habituando a la oscuridad y podía correr sin riesgo. Algún arriero se apartaba al sentir el galope de Pispás, pero de ordinario el camino estaba desierto. Como una exhalación, Cipriano franqueó la ciudad de Burgos y cogió el camino de Logroño, un poco más angosto, de tierra rosada. Llevaba la mente concentrada en la carrera, pensando en los obstáculos que podrían aparecer, y únicamente, de vez en cuando, pensaba en Cristóbal de Padilla, si habría sido interrogado, si los habría delatado ya. A cada minuto que transcurría se sentía más seguro, más alejado de las fuerzas de la Inquisición que se pondrían en movimiento tan pronto el detenido hablase. Antes de Santo Domingo de la Calzada, Cipriano Salcedo determinó cambiar de caballo. Las espumas del belfo de Pispás fosforecían en las tinieblas y de cuando en cuando le agarraba en las ancas un agitado temblor. El animal se hallaba extenuado. Cipriano había pensado hacer con él veinticuatro leguas y había hecho más de veintisiete. Entró en Santo Domingo al trote cochinero. A orilla de la carrera divisó la Casa de Postas y se detuvo frente a ella. La lucecita de una candela brillaba en la segunda ventana y temió que alguien velase a aquella hora. Se apeó de Pispás y rodeó la casa de postas por el acceso embarrado. Al fondo estaba el establo y, en el patio anterior, pernoctaban dos caballerías. Avanzaba pegado al edificio, la espalda contra él, para evitar ser visto si alguien se asomaba. Medio a ciegas eligió el caballo y lo sacó hasta el patio, lo observó con mayor detenimiento. Era un jamelgo de cabeza grande pero parecía fuerte y descansado. Cambió la silla y encerró a Pispás en el establo con una bolsita con dos ducados al cuello y una nota en la que decía: «No le pago el caballo sino el favor». Le pareció oír ruido en una de las ventanas que se abría al camino y se aplastó contra el muro. Era el miedo el causante, la casa dormía. Propinó al caballo unas afectuosas palmadas en el cuello y lo montó. En las medias tinieblas parecía un bicho ruano de cabeza moruna y largas crines. Poco obediente a las espuelas, partió hacia Logroño a un galope regular. Cipriano recorrió otras ocho leguas antes de amanecer pero no a caballo reventado, como había hecho con Pispás, sino al ritmo uniforme que Cansino marcaba, ajeno por completo a sus estímulos. Ya con el sol en el cielo, rodeado de viñas con hojas tiernas, Cipriano tomó una senda a la derecha hasta alcanzar el soto del río Iregua. Ahí se apeó, ató las manos al caballo, almorzó y se tumbó al sol cálido de la mañana. Despertó a media tarde, volvió a comer y echó una ojeada a Cansino, tumbado unos metros más allá, mordisqueando las hierbas a su alcance. Ahora se daba cuenta de la falta de clase de la cabalgadura. Únicamente había visto en su vida un penco más desangelado que aquél: el Obstinado de Teo, su mujer, el vergonzoso acompañante de su tornaboda. Esperó al lubricán para salir de nuevo al camino. Cansino adoptó el paso uniforme de la víspera y lo sostuvo a lo largo de toda la noche. Era su forma de galopar, había que resignarse. En la posta de El Aldea, entre Logroño y Pamplona, lo cambió por otro. En esta ocasión, Cipriano depositó cinco ducados en la bolsita y pedía disculpas por el cambio. El nuevo caballo era un bridón con estilo, cuya arrogancia se mostraba especialmente en el galope. No era desde luego Pispás pero tampoco Cansino; esta vez había ganado en el cambio. Cabalgó toda la noche y al amanecer se internó en un sardón de roble a un par de leguas de Pamplona. El fin de su viaje estaba a la vista y pensó que, al día siguiente, tendría que esperar al crepúsculo para entrar en Cilveti y entrevistarse con Echarren.

Cuando le asaltó el pensamiento de sus hermanos en Valladolid tuvo clara conciencia de que Padilla había hablado. Cipriano, tras varias experiencias al respecto, creía en la transmisión de pensamiento. La redada ha comenzado, se dijo. Trató de imaginar quiénes habrían intentado escapar y, al momento, pensó en don Carlos de Seso como seguro. Don Carlos podía estar ya en Francia, pero ¿quién más? Del cura Alonso Pérez presumía que no y tampoco de los Cazalla: don Agustín estaba demasiado entregado y a Pedro le consideraba incapaz de correr una aventura semejante. ¿Quién, entonces? Desconocía los arrestos de los Rojas, fray Domingo y su sobrino Luis, y descartaba al joyero Juan García, excesivamente pusilánime. ¿Pedro Sarmiento tal vez? ¿El bachiller Herrezuelo? De nuevo le vino a la cabeza la figura de Ana Enríquez. Podría haber huido con él. Quizá en ese momento el alguacil de la Inquisición estuviera deteniéndola en la finca de La Confluencia. Ana no era una mujer para ingresar en la cárcel secreta de Pedro Barrueco, aquel caseretón destartalado y lóbrego que imponía con sólo mirarlo. En cualquier caso, la cárcel secreta resultaría insuficiente para albergar a los presuntos sesenta herejes de la villa. La ley imponía el aislamiento de los reos, pero la cárcel de la calle Pedro Barrueco no disponía de sesenta celdas individuales. ¿Qué determinación tomaría el Santo Oficio? Hacía tiempo había comenzado la construcción de una nueva Casa de la Inquisición frente a la iglesia de San Pedro, pero por mucho que se acelerasen las obras no podrían terminar antes de un año. Posiblemente los encerrasen por parejas o por grupos poco afines. Las autoridades inquisitoriales, por grande que fuese su poder, no conseguirían esta vez la total incomunicación de los presos. El recuerdo de Ana Enríquez le indujo a acariciarse la mejilla izquierda. Después de tres días de viaje su barba había crecido pero aún creía notar la huella de sus labios. ¿Qué había querido decirle al darle la paz en el rostro? ¿Tal vez que le esperaba? ¿Manifestarle su alegría ante su decisión de huir? ¿Una simple prueba de fraternidad? Dio media vuelta entre la hojarasca y vio al caballo saltar con las manos trincadas. No le venía el sueño como los días anteriores pero cerró los ojos e intentó reconciliarse con Nuestro Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su belleza y su coraje, pero su decisión de conservarse puro estaba por encima de estas debilidades. Se hallaba solo, el silencio del campo, salvo el lejano graznar de los cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal vez la luz era excesiva? ¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio de debilidad mental? ¿Padecería alucinaciones? Caía el sol cuando despertó. El caballo, de salto en salto, había puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el cangilón de una noria, al borde del arcabuco. Lo ensilló y buscó el camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta. Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para entrar en Cilveti. El pueblo parecía desierto y, sin embargo, la puerta de Echarren, la de su casa, se encontraba abierta. También la trasera. Le llamó la atención el número de mulas que se juntaban en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos de cualquier asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles de la Inquisición que uno de los hombres que buscaban se encontraba en este momento en Cilveti? Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer de Echarren, con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya conocía. Oyó rumores de conversaciones, de cuchicheos en la habitación vecina y, de improviso, entró un hombre con el blasón de la Orden de Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos arcabuceros detrás, apuntándole con sus armas. Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:

—En nombre de la Inquisición, daos preso —dijo el alguacil.

No ofreció resistencia. Acató la orden de sentarse ante el oficial, los dos arcabuceros tras él. Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en compañía del secretario, que se sentó junto al alguacil con unos papeles blancos sobre la mesa. El oficial miró a Echarren, a su lado, de pie:

—¿Éste es el hombre?

—Él es, sí señor.

Desde el otro lado de la mesa, el alguacil miraba la cabeza reducida y proporcionada, las manitas peludas de Cipriano:

—Lo recordaba usted bien —dijo como para sí, sonriendo levemente.

Tenía las melenas lacias y sucias y bizqueaba ligeramente al fijar los ojos en él. Le sometió a un interrogatorio de urgencia. Cipriano venía de Valladolid, ¿no era así? Cipriano asintió. Meses atrás, en abril de 1557 había pasado a Francia por los Pirineos acompañado de Pablo Echarren ¿estaba bien informado? El alguacil bizqueó de satisfacción cuando Cipriano reconoció que así era, pero se desconcertó cuando añadió que había viajado varias veces al extranjero por exigencias de sus negocios. ¿Negocios? ¿Qué negocios? El alguacil no conocía su profesión y el secretario, a su lado, tomaba nota. Le preguntó por sus negocios, si no era impertinencia, y Cipriano, a su pesar, se vio obligado a mencionar el zamarro y las ropillas aforradas. Del zamarro había oído hablar el alguacil, claro, todo el mundo conocía la gran revolución del zamarro, el zamarro de Cipriano, ¿no es así?

—Cipriano soy yo —dijo Salcedo.

El alguacil acogió con interés la revelación del detenido. El presumible dinero del preso suavizó el interrogatorio. El secretario anotaba sus declaraciones. Cipriano tenía relación comercial con Flandes y los Países Bajos. Los mercaderes de Anvers eran los distribuidores de zamarros y ropillas en el norte y centro de Europa. Ahora era el bizco el que asentía satisfecho y complacido. Pero su contacto más importante había sido con el celebérrimo Bonterfoesen, el comerciante más acreditado del siglo. El alguacil prosiguió la instrucción en otro tono. Había salido de Valladolid hacía tres días y medio. ¿Estaba enterado de la detención de Cristóbal de Padilla? Y ¿de la de todo el grupo luterano de Valladolid? Cipriano lo ignoraba. Esto debía haber ocurrido después de su partida, dijo. El secretario escribía y escribía. De pronto, Cipriano cerró la boca, empezó a responder con evasivas. ¿Conoce al Doctor Cazalla? Prefiero no contestar a esa pregunta, dijo. El alguacil prolongó el interrogatorio unos minutos más. Señaló a Pablo Echarren: y ¿a este hombre? Naturalmente Cipriano le conocía, sabía de su destreza, de su sentido de la orientación. ¿Quién se lo recomendó? Salcedo miró a Echarren y advirtió que estaba esposado. Para un comerciante que viaja a Europa con frecuencia, el señor Echarren no necesitaba presentación, dijo. Le maniataron también al acabar. Luego se oyó ruido de gente en el patio y, cuando salió, le introdujeron con Echarren y dos arcabuceros en un carruaje de dos caballos. Detrás, dándoles escolta, el alguacil y el secretario, montados en sendas mulas, y dos familiares de la Inquisición.

Llegaron a Pamplona a altas horas de la noche y Vidal, el interrogador, entregó los presos al encargado de la cárcel santa. Se hallaba casi vacía. Fueron introducidos en dos celdas y, una vez tendido en su camastro, Cipriano trató de serenarse. Le habían detenido. Todo había sido demasiado rápido e imprevisto. Su celda era pequeña, apenas el petate, una mesa, una silla y un gigantesco orinal con tapadera en un rincón. Oía pasos en el piso alto, pasos marciales, firmes, como de soldados. Transcurrieron así dos días con dos noches. Al tercer día, al anochecer, se oyó arriba ruido como de carreras. A través del guardián que le traía la comida y por Genaro, que limpiaba a diario los orinales, supo Cipriano que había otros dos detenidos: don Carlos de Seso y fray Domingo de Rojas. Los habían prendido, según el guardián, en la frontera navarra y Seso había dicho que lo suyo no era una fuga, que no tenía intención de huir, sino que iba a Italia, a Verona, donde acababan de morir su madre y su hermano. Por su parte, fray Domingo de Rojas admitió que se dirigía a encontrarse con el arzobispo Carranza, que en Castilla se encontraba incómodo y que, sobre todo, pretendía evitar la deshonra que su posible detención acarrearía sobre la Orden. Habían estado presos tres días en la casa del comisario de la Inquisición, hasta que el obispo de Pamplona, don Álvaro de Moscoso, ordenó su traslado a la cárcel secreta. A don Álvaro le chocó el atuendo del fraile, un vestido de raso verde con sombrero de plumas y cadena de oro al cuello. Otro hábito es éste que el que llevó vuestra paternidad al Concilio, le dijo irónicamente el obispo, a lo que fray Domingo de Rojas respondió: reverencia, mi hábito lo llevo en el corazón. Luego aludió Rojas a la actitud de Carranza, el arzobispo de Toledo, en cuya busca iba, pero don Álvaro de Moscoso le advirtió que olvidase ese nombre, que el arzobispo nada tenía que ver en este pleito. Fray Domingo aclaró que el virrey de Navarra les había facilitado salvoconductos para pasar a Bearne pues llevaban cartas de recomendación para la Princesa y que la intromisión del Santo Oficio había sido injustificada. Andaba con ellos un señor grueso, al que llamaban Herrera, alcalde de Sacas de Logroño, también preso, quien les había dado favor para que emigraran a Francia. Admitió la acusación pero hizo constar que nada sabía de que la Inquisición tuviera cargos contra los dos detenidos.

Don Carlos de Seso conservaba su apostura y dignidad. Cipriano le vio pasar hacia los calabozos por la mirilla con su gallardía habitual, ropas sueltas, vigorosos ademanes, rostro arrogante y altivo. Encerrado en la celda contigua, Salcedo le oía pasear, cuatro pasos a un lado y cuatro a otro. De ordinario el carcelero no les visitaba y tanto el intendente como Genaro, el encargado de la limpieza, aparecían de tarde en tarde y a horas fijas y, fuera de ellas, transitaban por el pasillo tan sólo ocasionalmente. Al segundo día del encierro de Seso y Rojas y aprovechando el eco del sótano, Cipriano llamó por el buco de la puerta al primero. Don Carlos no tardó en oírle y se sorprendió de tenerlo tan cerca. Sí, el virrey le había comunicado que en Valladolid había habido una gran redada de presos, que no cabían en la cárcel secreta, que habían empezado los procesos y que el Doctor era el centro de ellos. Por su parte, Cipriano le contó su fuga, cabalgando de noche y descansando de día, hasta su prendimiento en Cilveti en casa de su recomendado Pablo Echarren, detenido también. Don Carlos le advirtió que no iniciarían el traslado a Valladolid hasta que detuvieran a Juan Sánchez, criado de los Cazalla, el único de los fugados que había logrado refugiarse en Francia.

Juan Sánchez llegó a la cárcel secreta de Pamplona cuatro días más tarde y, al siguiente, viernes, la comitiva se puso en camino hacia Valladolid. Abrían marcha, a caballo, el bizco Vidal y los otros tres alguaciles enviados a prenderlos; detrás iba el grupo de presos a pie, maniatados, fray Domingo de Rojas con su sombrero de plumas en la cabeza, flanqueados por familiares de la Inquisición y, velando la retaguardia, doce arcabuceros curiosamente uniformados, con ropillas, calzas-bragas, sombreros de visera y zapatos picados. Era un grupo heterogéneo y extravagante, de poco más de dos docenas de personas, acogido en los pueblos y aldeas que atravesaban con denuestos y amenazas. Vidal, el alguacil que prendió a Cipriano en Cilveti, parecía comandar el destacamento. El plan era recorrer cinco o seis leguas diarias, almorzar en el campo y dormir en casas o pajares previamente apalabrados por emisarios de la Inquisición. En principio, Cipriano acogió la luz del sol con agrado, el paisaje, la actividad, pero, poco habituado al ejercicio, la primera noche llegó a Puente la Reina fatigado. Al día siguiente, a las siete de la mañana, después de comer un mendrugo con queso, ya estaban de nuevo en camino. Con un concepto primario del orden, Vidal, el alguacil bizco, los distribuyó en dos parejas, Juan Sánchez y él, que eran los de menor estatura, primero, y el dominico y don Carlos de Seso detrás. La norma de silencio, que se respetaba durante la primera hora de marcha, se relajaba después, cuando los arcabuceros empezaban con sus cuentos y chascarrillos, momento que aprovechaba Juan Sánchez para hacer partícipe a Cipriano Salcedo de pormenores de su vida y de su aventura desde la salida de Valladolid hasta su prendimiento en Turlinger. El sol apretaba de firme y, a mediodía, los emisarios les esperaban en algún sombrajo próximo al camino, generalmente en el soto de los ríos, en cuyas aguas, los miembros de la escolta se bañaban desnudos, turnándose en la vigilancia de los presos, mientras éstos sumergían sus pies en la corriente con gran alivio del dominico. Luego almorzaban, los reos con las manos atadas, en grupo aparte, a la vista de los guardianes, y terminada la comida, sesteaban, mientras el fuego del sol arrasaba los campos y los cuatro detenidos podían cambiar impresiones o leer papeles comprometidos. A las dos, cuando mayor era el bochorno, reanudaban la marcha en la misma disposición: los cuatro alguaciles a caballo, abriendo marcha, los presos, flanqueados por familiares detrás y, en retaguardia, los doce arcabuceros armados. Al discurrir por los pueblos, las mujeres y los mozos les insultaban y, a veces, les tiraban cubos de agua desde las ventanas. Un día, ya en tierras de La Rioja, los campesinos que andaban excavando las viñas interrumpieron la faena para quemar dos muñecos de sarmientos a la orilla del camino, mientras les llamaban herejes y apestados. El campo allí se arrugaba en unas lomillas de tonos rosados y el verde suave de las cepas les imprimía una atractiva plasticidad. Sobre las siete concluían la etapa diaria, cenaban en el pueblo escogido por los emisarios y pernoctaban en casas de la Inquisición o en los pajares de las afueras, olvidando por unas horas los ardores del sol y el escozor de sus pies lastimados.

El emparejamiento con Juan Sánchez dio ocasión a Cipriano de conocer superficialmente al criado de los Cazalla. Le hablaba de Astudillo, el pueblo de Palencia donde había nacido, de don Andrés Ibáñez, el cura a quien hacía de monaguillo, de sus trabajos en el pastoreo y la siega. Ya de mozo, sirvió de fámulo al comendador griego Hernán Núñez, quien le enseñó a leer y escribir, y dos años más tarde sintió la llamada de Dios. Quiso hacerse fraile pero fray Juan de Villagarcía, su confesor, le sacó la idea de la cabeza. Después marchó a Valladolid donde sirvió a los Cazalla y otros amos y asumió la doctrina luterana. Otros días, Juan Sánchez le hablaba de su huida a Castro Urdiales a caballo reventado tan pronto se conoció la detención de Padilla. En las postas robaba monturas sin preocuparse de gratificar a los venteros. Ya en la costa entró en contacto con un holandés, mercader de una zabra, que le llevó a Flandes por diez ducados. Cuando los sabuesos de la Inquisición llegaron al puerto, Juan Sánchez llevaba treinta y ocho horas navegando en alta mar. En el barco escribió a una devota suya, doña Catalina de Ortega, luterana también y a cuyo servicio había estado, contándole su peripecia, y a Beatriz Cazalla, de la que siempre estuvo enamorado, y a la que daba cuenta de la furiosa tempestad que estuvo a punto de hacer zozobrar a la zabra pero que él soportó todo encomendándose a Nuestro Señor, «porque estaba aparejado a vivir y morir como cristiano». Al concluir le declaraba su amor que había ocultado durante seis años.

Fray Domingo de Rojas, que había escuchado palabras sueltas del relato de Sánchez, le preguntó intempestivamente durante la siesta cómo se había dejado prender una vez en el extranjero, que eso no le habría ocurrido a él ni a nadie con dos dedos de frente.

—El alcalde de corte de Turlinger ordenó detenerme y me entregó al capitán Pedro Menéndez que había salido en mi busca —respondió Juan humildemente.

De pronto, el dominico se enzarzó con el criado, echándole en cara sus insensatas prédicas que habían perdido al grupo. Le culpó de haber engañado a las monjas de Santa Catalina y a su hermana María y, ante tamaña acusación, Juan Sánchez perdió los estribos y empezó a despotricar y a dar tan grandes voces que tuvieron que venir dos oficiales del Santo Oficio para poner orden. Cuando reanudaron el viaje, Juan confió a Cipriano que el cura le odiaba porque tenía pujos aristocráticos y nunca se fió de la eficacia misionera de la plebe.

Pero, de ordinario, caminaban en silencio. Sánchez y Salcedo oían, detrás de ellos, el arrastrar de pies de fray Domingo y los pasos firmes de don Carlos de Seso, que muy raramente cambiaban una palabra entre ellos. El dominico estaba convencido de que únicamente ahorrando hasta la última gota de saliva podría llegar vivo a Valladolid. Era de complexión fuerte, pero blando, se quejaba de los juanetes y, cada vez que la cuerda se detenía, se manoseaba impúdicamente los pies. Molestias aparte, su gran preocupación, como la de sus compañeros, era el porvenir. ¿Qué les aguardaba? Sin duda un proceso y, tras él, un castigo. Pero ¿qué clase de castigo? Don Carlos de Seso conocía la carta del inquisidor Valdés a Carlos V, retirado en Yuste, en la que rogaba que se atajase tan gran mal y que los culpados fueran punidos y castigados con el mayor rigor sin excepción de ninguna clase. Seso interpretaba esto en el sentido de que se preparaba un escarmiento ejemplar, sin precedentes en España. El corregidor de Toro disponía de una gran habilidad para hacer amigos y hablaba con unos y otros sin distinción, tanto con los oficiales como con los soldados y, si se terciaba, con los familiares de la Inquisición. Estaba al día de todo. Sabía todo. Temía tanto a Felipe II como a Carlos V, y tenía el convencimiento de que antes de 1558 los castigos hubieran sido más leves, pero hoy Pablo IV no cejaba, decía. En los descansos de la tarde les informaba de estos asuntos, de la carta del inquisidor Valdés al Emperador, de las de éste a su hija, la gobernadora en ausencia de su hermano, y a Felipe II, pidiendo prisa, rigor y recio castigo. Muchos no saldremos de ésta, decía y llegó a tramar un plan para fugarse pero no encontró ocasión de llevarlo a cabo.

En general era lo inesperado, los incidentes de cada día, lo que daba contenido a sus preocupaciones y a sus breves charlas de sobremesa. Un día, todavía en Navarra, un pueblo bien organizado atacó con piedras a los presos. Eran hombres y mozos armados con hondas que surgían de las bocacalles y los apedreaban, sin compasión. Los cuatro oficiales los perseguían a caballo, pero, tan pronto desaparecían, otro grupo surgía en la encrucijada siguiente con nuevos bríos y pedruscos de mayor tamaño. Un soldado fue herido en la frente y cayó desvanecido y, entonces, sus compañeros dispararon sus arcabuces tirando a las piernas, como voceaba el bizco Vidal desde su caballo. Las hostilidades se endurecían por momentos. Las mujeres arrojaban desde los balcones herradas de agua hirviendo y llamaban cabrones, herejes hijos de puta a los presos. Cipriano, en un movimiento instintivo, había arrastrado a Juan Sánchez contra un muro de piedra y ahora veían caer ante ellos cortinas de agua humeante. Entonces el vecindario empezó a vocear: ¡Quemarlos aquí! ¡Quemarlos aquí!, cercándoles en la plaza de tal modo que los soldados tuvieron que disparar de nuevo sus arcabuces. Cayó un mozo herido en el muslo y, al ver la sangre, el pueblo se encorajinó todavía más y atacó con mayor denuedo al piquete. Un segundo herido les convenció, segundos después, de la inutilidad de sus esfuerzos y la carga de los caballos de los oficiales, por último, acabó dispersándolos.

En otra ocasión, próximos a Saldaña de Burgos, los mozos prendieron fuego al pajar donde dormían. Un arcabucero dio la voz de alarma y gracias a él pudieron salir indemnes. Pero, en derredor, y a lo largo del camino, se quemaban peleles de paja y, a la luz de las pacas incendiadas, penduleaban los espantajos colgados de las ramas de los olmos. El pueblo enardecido exigía el auto de fe, los calificaba de luteranos, leprosos, hijos de Satanás y algunos, en plena exaltación patriótica, gritaban ¡Viva el rey! Tuvieron que salir del pueblo a las tres de la madrugada y el amanecer les sorprendió en el campo. En Revilla Vallejera, cuadrillas de braceros, con sus asnos y sus botijos, segaban ya las cebadas que blanqueaban entre el amarillo tostado de los trigos. Era una estampa bucólica que contrastaba con el ruido y la furia de los campesinos. El bizco Vidal ordenó hacer a las once el alto de mediodía y el destacamento acampó bajo una arboleda, a orillas del Arlanzón. En un gesto de humanidad, el bizco Vidal autorizó a bañarse a los presos «sin apartarse de la orilla pues con las manos atadas podrían ahogarse». Fray Domingo no se bañó. Se sentó a la orilla del río y dejó que la corriente acariciase sus lastimados pies, tan blancos, que las bogas acudían en pequeños bancos a mordisquear las yemas de sus dedos creyéndolos comestibles. Para Cipriano, el baño, el hecho de sentir las aguas tibias sobre la piel, fue como despojarse del viejo cuerpo cansado, como si la fatiga, los piojos, el calor y los nervios del camino no hubieran existido nunca. Después de cinco semanas sin bañarse, aquello era como una resurrección. Nadaba de espaldas, impulsándose con los pies, como una rana, iba y venía, preocupado únicamente de sus guardianes, de no alejarse y provocar una reacción contra él. A partir de Burgos, a medida que se iban aproximando a Valladolid, el recibimiento de los pueblos era cada vez más hostil. Grandes hogueras, como anticipo de su suerte, humeaban al atardecer en las parcelas segadas aprovechando las morenas y la paja seca de los rastrojos. Los campesinos mostraban una animosidad despiadada, les insultaban, les arrojaban hortalizas y huevos. Cipriano, empero, cada vez que dejaba atrás un pueblo se reconciliaba con la situación, recreaba sus ojos en los extensos campos de trigo mecidos por la brisa, reconocía el camino recorrido en su fuga con Pispás, los pequeños accidentes del paisaje, la jugosa braña donde el primer día dio de beber al caballo. Era ya terreno familiar el que pisaba y, a la altura de Magaz, cuando se desató el furioso nublado de agua y granizo, apersogó a los caballos e hizo tender a todos en el barro para conjurar el riesgo de las exhalaciones.

La última noche la pasaron en una amplia casa de Cohorcos, lejos del pueblo, a orillas del Pisuerga, a cuatro leguas de la villa. Por la tarde llegó un enviado de la Inquisición ordenándoles que no entraran en Valladolid hasta pasada la medianoche. Las turbas andaban alborotadas y temían un linchamiento. Retrasaron la hora de partida y sobre las cinco de la tarde acamparon en el Cabildo, a media legua de Valladolid, junto al río. Había que esperar otras ocho horas. Fray Domingo de Rojas murmuraba que, a pesar de todo, le matarían. Temía a su familia, a los miembros más exaltados de ella. No sólo le reprochaban su condición de renegado sino el haber pervertido a su sobrino Luis, marqués de Poza, que desde muy joven se había incorporado a la secta. A medianoche, después de ordenar a los reos que se lavasen y acicalasen, el bizco Vidal dio la orden de partida. Los alguaciles habían enjaezado a sus caballos y los doce arcabuceros se esforzaron por uniformar sus harapos. Al atravesar el Puente Mayor, lo único que se oía era el golpear de los cascos de los caballos sobre el empedrado. Había media luna y se veían las calles desiertas. La torre de Santa María de la Antigua, bajo el resplandor violáceo, semejaba una aparición. Tras ella, las eternas obras de la iglesia Mayor, que nunca se terminaban. Los caballos abocaron a la calle de Pedro Barrueco, donde se alzaba la cárcel secreta. La idea del regreso, la proximidad de los miembros del grupo, de doña Ana Enríquez, se imponían ahora a la fatiga de Cipriano. Pensó un momento en el fracaso de su fuga, en que su situación era ahora pareja o peor que la de los que se habían quedado, en la inutilidad de tantas penalidades padecidas. El bizco Vidal dio la voz de alto ante el viejo caserón. A su aldabonazo respondió un soldado, Vidal preguntaba por el alcaide. Cuando éste salió, con su capotillo de dos haldas, los ojos cargados de sueño, el bizco Vidal le hizo entrega de los cuatro reos en nombre del Santo Oficio: fray Domingo de Rojas, don Carlos de Seso, don Cipriano Salcedo y Juan Sánchez, nombres que el alcaide anotó en un cuaderno a la luz de un candil, y luego firmó.