Abatido, hundido el ánimo, Cipriano Salcedo partió para Pedrosa por el único camino que su padre, el viejo don Bernardo, poco dado a la aventura, había conocido treinta años atrás: Arroyo, Simancas, Tordesillas, flanqueando el Pisuerga y el Duero. Tres días antes habían dado tierra a su esposa en el atrio de la iglesia de Peñaflor de Hornija, junto a su padre, don Segundo Centeno, el Perulero, donde once años atrás habían contraído matrimonio. La decisión había sido tomada después de discutir con su tío Ignacio sobre el posible significado de las enigmáticas palabras de Teo en su última visita, en el único momento en que sus ojos se animaron: La Manga, había dicho. ¿En qué pensaba Teo al mencionar el lugar donde había pasado su juventud esquilando borregos? ¿Era tal vez por ser el único que recordaba con añoranza? ¿O quizá porque su breve noviazgo en el monte lo anteponía a cualquier otro momento de su vida? ¿O quería decir lisa y llanamente que su deseo era descansar allí, bajo la tierra fuerte y roja del Páramo, junto a su padre, el Perulero? Antes de determinarse, y de trasladar el cuerpo de su esposa a Valladolid, Cipriano había pasado unas horas en el Hospital de Medina, dialogando con aquellas personas que la asistieron en los últimos momentos. La comadre negó que la escena de la tarde, durante su visita, se hubiera repetido después, es más, la señora Teo quedó muy postrada después de sus palabras, decía, y, a la hora de darle el filonio romano para que durmiera, habían tenido que apalancarle las mandíbulas con los mangos de dos cucharas de plata para que abriera la boca, con tal violencia que le rompieron dos dientes. Cipriano se había horrorizado y preguntó si aquel procedimiento tan traumático era frecuente, y la comadre contestó que siempre que un enfermo se resistía a tomar algo que el doctor consideraba indispensable. También los dos loqueros le habían hablado con la misma crudeza y candidez. Doña Teodomira había muerto dormida, sin que las visiones de la tarde se repitieran y, sin embargo, lo había hecho sonriendo, cosa que no le habían visto hacer durante los meses que estuvieron atendiéndola. En cuanto a lo de las cucharas era el método habitual de alimentar a aquellos enfermos que se negaban a comer. Con doña Teodomira, que apretaba los dientes y únicamente abría la boca para beber agua, no hubo otro remedio que apelar a esta solución. Incluso hubo días, cuando aún estaba fuerte, en que su resistencia fue de tal monta que tuvieron que encadenarle las manos a la cabecera del lecho para poder dominarla. Para Cipriano aquello constituía una novedad dolorosa y habló sobre ella con el médico y el director. Ellos se sorprendieron de su sorpresa. De no haber utilizado las cucharas, la enferma no hubiera vivido ocho meses, claro, se hubiera muerto enseguida. Podía habérselo figurado. Las tomas de filonio romano, zumos de fruta o jugos de carnes, únicamente eran posibles forzando su resistencia. Ella se percataba enseguida de que no solamente era agua lo que le ofrecían y entonces cerraba la boca con tanta firmeza que únicamente apalancando podían abrírsela. Desde el primer día la enferma se había negado a tomar otra cosa que agua y, ante actitud tan negativa, a ellos no les quedaba otro recurso que la violencia. En el Hospital de Santa María del Castillo no sólo estaba prohibido el suicidio, sino cualquier ayuda al presunto suicida. El director afirmaba que la conducta de sus subordinados había sido correcta y, cuando Salcedo intentó hacerle ver que para someter a un enfermo a estos tratos vejatorios había que contar previamente con la familia, se echó a reír, que estaba en un error, que las cosas no eran así, que ellos tenían una moral hipocrática y la aplicaban a rajatabla gustase o no a los familiares del internado.
Temblando de ira, Cipriano bajó al sótano a ver el cadáver que, en efecto, estaba sereno y sonriente. Aquella sonrisa, de que tanto le habían hablado, era una sonrisa manifiesta, no sólo de paz sino incluso de bienestar. Fue el único consuelo de Cipriano Salcedo, una satisfacción que acabó imponiéndose al dolor que le atenazaba. Algo, en el último momento, le había inducido a Teo a sonreír. Unas horas antes había nombrado La Manga en un momento de lucidez, se decía, era lógico imaginar que ella soñaba o pensaba en La Manga cuando dibujó aquella sonrisa de despedida. El tío Ignacio era del mismo parecer y, después de prolongadas conversaciones, convinieron que, al mentar La Manga, Teodomira había mencionado el lugar donde aspiraba a descansar para siempre. La Reina del Páramo deseaba volver al Páramo y no había nada que objetar a su deseo.
Cipriano Salcedo se emocionó cuando los cuatro carruajes que acompañaban a la carreta fúnebre se detuvieron en la explanada de la iglesia de Peñaflor. Le acompañaban sus viejos amigos Gerardo Manrique, Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, hijo, y los nuevos, el Doctor Cazalla, su hermano Francisco y el joyero Juan García, aparte de su tío Ignacio. El cielo estaba anubarrado pero no llovía y, sin embargo, el grupo de braceros y pastores que esperaban el cadáver se guarecía en el porche de la iglesia, como uniformados, aquéllos con sus capotillos de dos haldas, de tela burda y sus calzones hasta media pierna mostrando sus pantorrillas peludas, y los pastores y los zagales con sus zamarros de piel de conejo y sus calzas abotonadas. Todos salieron de su refugio y rodearon el ataúd cuando don Honorino Verdejo, el párroco, rezó un responso a la puerta de la iglesia. Para los rudos castellanos, aquella mujer que ahora iban a enterrar constituía un símbolo, puesto que no sólo trabajó con las manos como ellos sino que lo hizo con más espíritu y más provecho que los hombres por lo que con justo motivo recibió el sobrenombre de Reina del Páramo. Era una esquiladora como nosotros, dijo un pastor viejo, con la voz trémula, para quien el trabajo manual borraba el pecado de su condición adinerada. Al margen de Manrique y Estacio del Valle, hijo, que en mayor o menor medida tenían alguna relación con los campesinos, el resto del acompañamiento los miraba con una mezcla de estupor y curiosidad, como si fueran seres de otra raza o habitantes de otro planeta. Pero la sorpresa se hizo general cuando al ahondar la huesa que había de albergar a la Reina del Páramo, el cadáver de su padre, el Perulero, apareció intacto en el fondo de la hoya con su pelo cano y el cuerpo desnudo, sin descomponer, el pene erecto y los ojos abiertos, inyectados y llenos de tierra. Hubo un bracero que afirmó que aquello era un prodigio, pero don Honorino, hombre probo y avisado, acalló el brote quimérico, dando de lado la incomprensible autonomía del miembro y aludiendo a las propiedades de algunas tierras para demorar la corrupción de los cuerpos. Concretamente en Gallosa, el pueblo donde nací, dijo, ningún cadáver se había descompuesto antes de los cuatro años de ser enterrado.
Más tarde, al abandonar Peñaflor, Cipriano le dijo a su tío, en el interior del coche, que guardaba hacia el Perulero un sentimiento de afecto y, el hecho de que su cuerpo permaneciese incorrupto y el sexo vivo, como si hubiese muerto con apetito, le había afectado mucho. Poco más adelante, al atravesar el monte de La Manga, cuando Cipriano divisó la atalaya grande y el camino rojo medio borrado por los bogales, las matas recortadas por los carboneros, y, al fondo, el tejado de pizarra de la casa, se inclinó hacia adelante y le rogó a su criado que moderara la marcha. Apoyó la frente en el cristal y durante unos minutos guardó silencio, los párpados entornados, evocando sus paseos con la difunta por los claros y recovecos de aquel sardón tan familiar.
Ahora, a la vista de Pedrosa, espoleó a Pispás en el último recodo del camino. Los rastrojos macilentos, la tierra negra recién arada, las rodadas del carril, le recordaron sus charlas itinerantes con Cazalla. Un apretado bando de perdices arrancó ruidosamente de la cuneta y espantó al caballo que piafó y caracoleó varias veces antes de serenarse de nuevo. Martín Martín, que le esperaba, le dijo al verle que la cosecha de uva había sido magnífica, y mezquina, en cambio, la de cereal. Sostenía el mismo criterio que su padre: el dinero estaba en la viña. Caballero en yegua trabada, el rentero le seguía a corta distancia por las diversas parcelas de la propiedad: los renuevos, los escatimosos majuelos tras las colinas, el pago de Villavendimio con la pinada floreciente. De vuelta a casa, Cipriano Salcedo notificó a Martín Martín que la señora Teodomira había fallecido. Entonces se repitió la escena que treinta y siete años antes había tenido lugar en aquel mismo escenario entre los padres de ambos. Martín Martín, al oír la mala nueva, se sacó el sombrero de la cabeza y se santiguó: Dios le dé salud a vuesa merced para encomendar su alma, dijo. Al cabo, comieron solos, atendidos por la anciana Lucrecia y su nuera, y Salcedo comunicó a su rentero que, con ocasión del fallecimiento de su esposa, había reflexionado y estaba dispuesto a compartir la propiedad con él; Martín la trabajaría y él correría con los gastos de explotación. Era una oferta tan inusitada y generosa que al rentero se le cayó la cuchara en el plato. No sé si acabo de entender…, balbuceó, pero Cipriano le interrumpió: lo que has entendido es lo que he dicho, la propiedad de las tierras la partiremos entre tú y yo, tú aportarás tu sudor y yo mi dinero. Los beneficios a partes iguales. Remató su breve discurso con una frase mendaz:
—Era voluntad de la difunta —dijo.
Martín Martín quería dar las gracias, pero no acertaba, mientras Cipriano le anticipaba que su tío, el oidor, formalizaría el nuevo contrato, pero que también era su deseo mejorar los salarios de la gañanía y que a cómo se pagaba la jornada en las viñas de Pedrosa. El rentero puso cara de circunstancias: bajos, los salarios eran bajos, un obrero podía cobrar cincuenta maravedíes pero un vendimiador no llegaba a la mitad. Había que subirlos, era apremiante mejorar las condiciones de vida en Pedrosa y él, Cipriano, como mayor terrateniente, tenía que dar ejemplo. Habló de doblar los salarios de los jornaleros, de los braceros ocasionales, pero el rentero se llevó las manos a la cabeza:
—Pero ¿ha pensado vuesa merced en lo que propone? El pequeño labrantín no podrá soportar tamaña competencia. Nadie querrá trabajar en Pedrosa por menos de lo que nosotros demos. El campo se hundiría.
Cipriano empezaba a intuir que la donación también constituía un problema, pero, al propio tiempo, no quería renunciar a su largueza. Había que estudiar las cosas despacio, con personas y abogados competentes. Se daba cuenta de que su decisión, de la manera simple en que la había concebido, se haría popular entre los asalariados pero impopular entre los terratenientes. Era preciso reflexionar y actuar sin apremios, con la cabeza fría.
Esa misma tarde, salió de paseo con Pedro Cazalla, quien elogió su decisión de hacer un nuevo contrato con Martín Martín. El campo estaba en situación crítica y los que vivían de él abocados a la miseria. Ganaban poco y el fisco y la Iglesia, con tributos y diezmos, acababan de arruinarlos. Todo lo que se hiciera en favor de los medios rurales sería insuficiente. El inconveniente que apuntaba Martín Martín era irrefutable, pero los oidores de la Chancillería, los altos letrados de la Corte, disponían de recursos sobrados para dar con la solución pertinente. Por su parte, él lo hablaría con don Carlos de Seso, que ahora, en su condición de corregidor, estaría al tanto de esas cosas. Ya en casa de Cazalla, Cipriano le hizo entrega de trescientos ducados para las necesidades más urgentes del pueblo, incluso apuntó, de pasada, a la pavimentación, pero Pedro Cazalla adujo que en eso no podía ni pensarse, ya que las caballerías resbalaban en los adoquines y se quebraban. Se hacía inevitable pensar en otra aplicación menos arriesgada.
Cipriano Salcedo entró en una fase de actividad enfebrecida. Le daba miedo la soledad. Le aterraba pensarse. No sabía estar solo ni ocioso y, aparte su quehacer habitual en el almacén y la sastrería, el resto del día necesitaba estar ocupado, solventando otros asuntos. El tío Ignacio, que aprobaba su buena disposición de ceder la mitad de su fortuna, le aseguró que se ocuparía del contrato con Martín Martín. Tal como estaba organizado el mundo, tratar de doblar el salario a braceros y temporeros constituía de entrada una provocación. Pero tenía que haber una solución y la encontraría. En la Chancillería había gente conspicua dispuesta a echarle una mano. En cambio, el tema de los negocios industriales llenó de gozo a su tío. Don Ignacio Salcedo, desde que se licenció, se había especializado en temas jurídicos y económicos. Leía mucho, con auténtica avidez, no sólo sentencias y actas de jurisprudencia, sino publicaciones y libros franceses y alemanes que le facilitaban sus amigos del centro de Europa. Así se informó de que la organización de la producción por gremios iba convirtiéndose poco a poco en una antigualla pasada de moda. En Francia y Alemania apuntaban formas de asociación que en España todavía se desconocían, en las que no sólo se asociaban los hombres sino también los capitales para incrementar su poder. Incorporar Valladolid a la modernidad era una de sus aspiraciones íntimas. Los gremios decaían y, cuando su sobrino le solicitó nuevas fórmulas para el comercio de la lana con Burgos y la fabricación de zamarros y ropillas aforradas, don Ignacio pensó que quizá unas comanditas pudieran servir para resolver ambas cuestiones.
Tanto Dionisio Manrique como Fermín Gutiérrez dejarían de ser empleados para pasar a ser socios, valorando su trabajo como capital. Es decir, ellos pondrían su cabeza donde él ponía su dinero. Crearían dos compañías mixtas en las que capital y trabajo obtendrían retribuciones análogas. Mas, también aquí, como en el campo, se presentaba una cuestión espinosa: ¿qué hacer con los pellejeros, tramperos, curtidores, acemileros y todos aquellos que ni en el taller ni en la fábrica desempeñaban un trabajo cualificado? Don Ignacio vio enseguida la solución: incorporar al personal no cualificado a los beneficios. La novedad constituía para él una auténtica revolución económica, especialmente, en Valladolid, de ahí que le pareciese aún más ecuánime y sugestiva. Manrique y Gutiérrez irían con él a partes iguales, pero a los asalariados, en lugar de subirles los jornales, cosa que pondría en pie de guerra a la competencia, se les darían, al cabo del ejercicio, unos ingresos extras provenientes del beneficio social. Estos dineros a repartir entre pellejeros, tramperos, cortadoras, arrieros y curtidores, podían proceder del porcentaje total de beneficios, o del correspondiente a Cipriano Salcedo, todo dependía del grado de desprendimiento de éste. En todo caso, ni el transporte de lanas a los Países Bajos, ni el negocio de los zamarros, planteaban cuestiones irresolubles. Tío y sobrino pasaban tardes enteras conversando, de tal manera que, desde que Teo falleció, la cabeza de Cipriano no volvió a encontrar un momento de reposo. Resultaba curioso pero en los últimos años, en que la comunicación con Teo no había existido, a Cipriano le bastaba saberla allí, en casa, oír cómo se movía de una habitación a otra, para sentirse acompañado. Como le dijo en una ocasión a doña Leonor, Teo había llegado a ser para él una costumbre.
Conforme Cipriano delegaba en su tío la transformación de sus negocios, iba intensificándose su relación con la familia Cazalla. Doña Leonor lamentó su viudez con hermosas palabras de solidaridad y dijo que comprendía perfectamente a su esposa. Ella había parido diez hijos pero cada alumbramiento lo había celebrado como si fuera el primero. No obstante, comprendía también a Cipriano, ya que el círculo vital del hombre rebasaba con mucho el círculo familiar y su egoísmo era mayor que el de la mujer. Por su parte el Doctor le reafirmó una vez más su confianza. Se sentía débil y medroso y la colaboración de Cipriano le resultaba indispensable. Había concluido su fichero, pero la reducida comunidad castellana necesitaba constante atención. Los pequeños problemas asomaban por todas partes. Ana Enríquez había asegurado que Cristóbal de Padilla quedaría sujeto a su autoridad, que no volvería a desmandarse, pero la realidad decía otra cosa. Antonia de Mella, esposa de Pedro Sotelo, comunicó al Doctor que Cristóbal la había visitado para leerle una carta, a su decir del maestro Ávila, muy peligrosa, y se prestó a dejársela para estudiarla. Pasados unos días, Padilla volvió con otra carta, al parecer también del maestro Ávila, y se la leyó esta vez a la mujer de Robledo. Trataba de la misericordia de Dios, y, al concluir de leerla, le dijo que advirtiera a su marido que abandonase sus penitencias porque Nuestro Señor ya la había hecho por todos. Otro día, convocó una junta de mujeres en casa de Sotelo y les ofreció un librito donde se estudiaban los artículos de la fe orientados hacia la doctrina de la justificación. Ante el escándalo de algunas, confesó que el librito estaba escrito por fray Domingo de Rojas, aunque a otros les dijo que él mismo era el autor de la obra. Cipriano tuvo que hacer dos viajes a Zamora para convencer a Pedro Sotelo de que no facilitase a Padilla lugares de reunión, ya que este hombre, como le había dicho el Doctor, cada día más amilanado, sembraba la discordia por donde quiera que iba. Momentáneamente, el Doctor quedó aplacado, pero cada día aportaba una novedad y una tarde informó a Cipriano de que el joyero Juan García tenía planteadas serias cuestiones familiares y debía ponerse cuanto antes en contacto con él. Cipriano pasó por el cubil donde Juan trabajaba y éste, sin levantar los ojos de la pulsera que reparaba, le anticipó que, al día siguiente, a las siete de la tarde, le visitaría en su casa pues en el taller no era aconsejable hablar. Una vez reunidos, Juan García rompió a lloriquear, que era de los más viejos adeptos de la secta, de los más convencidos, pero su mujer, Paula Rupérez, fanática católica, recelosa de sus escapadas nocturnas, le había seguido una noche de conventículo por las calles en tinieblas. Afortunadamente él se dio cuenta a tiempo y se ocultó en el hueco de un comercio por donde la vio pasar. Entonces se convirtió de perseguido en perseguidor y durante una hora estuvieron dando vueltas por las viejas rúas del barrio de San Pablo, él en guardia, ella desorientada. Al día siguiente Paula le preguntó dónde había andado a tan altas horas de la noche y él reconoció que había sufrido uno de sus frecuentes accesos de escotoma y había salido a airear la cabeza. Poco a poco Juan García se había ido serenando pero advirtió que su mujer había informado de sus sospechas al confesor y había razones fundadas para temer que éste, si llegaba a tener un solo indicio, les denunciaría sin demora a la Inquisición.
Cipriano trató de tranquilizar al joyero, le dijo que de momento no volviera por los conventículos y que, cada mes, al día siguiente de celebrarse éste, pasara por su casa donde él le facilitaría un resumen de lo tratado a fin de que no quedase descolgado. Para mayor seguridad, debía acompañar a su mujer a sus prácticas religiosas y hacer lo que viese que ella hacía. El joyero volvió a llorar; le repugnaba caer en el nicodemismo, fingir creer en lo que no creía, pero Cipriano Salcedo le dijo que todos, en mayor o menor medida, lo practicaban, que él mismo asistía a misa los días festivos, porque, en tiempos de persecución, la mejor defensa era el disimulo, cuando no la doblez.
Siete días antes de Navidad, súbitamente, falleció doña Leonor. Por la mañana había sentido un vago tremor de corazón y, después de comer, quedó muerta en la mecedora sin que nadie lo advirtiera. El Doctor la encontró todavía caliente y el balancín con un leve movimiento de vaivén. Su deceso fue la culminación de un annus horribilis, como lo calificó el Doctor Cazalla. Se hizo preciso preparar las honras fúnebres con la pompa que exigían la fama del Doctor y el hecho de que la difunta tuviera tres hijos religiosos. El entierro se verificó en la capilla de los Fuensaldaña, en el Monasterio de San Benito. Diez doncellas, casi niñas, acompañaron el ataúd portando cintas azules y el coro del Colegio de los Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las letanías habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos muchachos a los antiguos Expósitos, sus compañeros de infancia, y respondía a las apelaciones al santoral con devoción y respeto: ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis, decía para sí, y en el Dies irae de la epístola se prosternó sobre las losas del templo y repitió la letra en voz baja, profundamente conmovido: Solvet saeclum in favilla: teste David cum Sibylla.
La ciudad acudió en masa al sepelio de doña Leonor. La reputación del Doctor, el hecho de que tres de los hijos de la difunta participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso del pueblo. Y, a pesar de sus grandes dimensiones, el templo no pudo dar acogida a todos los asistentes, muchos de los cuales quedaron a la puerta, en la explanada de acceso, devotamente, en silencio. Las voces de los doctrinos resonaban en la placita de la Rinconada y los transeúntes se santiguaban devotamente al pasar frente a la iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió en el atrio para las condolencias pero, en el momento de mayor recogimiento y emoción, una voz varonil, bien timbrada y poderosa, estalló sobre el rumor del gentío:
—¡Doña Leonor de Vivero a la hoguera!
Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a repetirse. La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud desfilaba ante los hermanos Cazalla y algunos, más allegados o más decididos, se aproximaban a ellos y les daban la paz en el rostro.
Para el Doctor, la muerte de su madre significó la culminación de su abatimiento. Doña Leonor había representado en vida la autoridad, la ponderación, el orden, la obligada referencia. Y, pese a haber dejado dos hijas, Constanza y Beatriz, el sólido matriarcado acababa de quebrarse. El semblante del Doctor se deterioró aún más, adelgazaba, se arrugaba, perdía pelo. También la voz se le desteñía y ponía en evidencia el gran sufrimiento moral que pesaba sobre él. En las tertulias de pésame, donde acudieron numerosos admiradores, apenas hablaba, la gente salía de la casa desorientada: el Doctor no va a superar la desgracia, decían. Y, por las noches, cuando las visitas marchaban, se refugiaba con Cipriano en el pequeño gabinete de su madre y hablaban de ella, reconstruían su pasado y su significación en la familia y la secta. Su hija Constanza había tomado el mando pero nada era igual. La pobre Constanza no pasa de ser una sencilla aprendiza, decía desmoralizado el Doctor. Y, a falta de un confortamiento más directo, la amistad entre los dos hombres se afirmó en el trance:
—Vuesa merced lo oyó —le dijo una noche el Doctor—. Y puede ayudarme a identificar esa voz.
El grito pidiendo la hoguera para su madre le reconcomía, no le permitía reposar. Detrás veía a la ciudad entera, al mundo entero. Y hablaran de lo que hablaran, la conversación siempre terminaba por recaer en el mismo tema: la voz viril y retumbante exigiendo la quema de la difunta. Cipriano se esforzaba en tranquilizarle: un loco, reverencia, nunca falta un loco en una aglomeración de estas proporciones. Mas Cazalla porfiaba que no se trataba de un loco, la voz era firme, culta y educada, su tono no era vil. Cipriano, deseoso de complacerle, habló en la sastrería con Fermín Gutiérrez, viejo admirador del Doctor. Sí, también había oído la voz y, en su opinión y en la de sus amigos, había partido de la esquina donde se congregaba un grupo de oficiales de la Guardia Real. El Doctor denegó enérgicamente con la cabeza: la voz de mando de un soldado podía identificarse a diez leguas de distancia, dijo. Había que pensar en alguien más distinguido, conocedor de las interioridades de la familia Cazalla, sórdido en el fondo pero cortés en las maneras.
Después de dos semanas de presunciones y conjeturas en torno a la misteriosa voz, sin avanzar un paso, el Doctor se derrumbó una tarde, se sinceró con él. Le hizo objeto de una confidencia que era obligado tener en cuenta a lo largo de la investigación. Le habló de una mujer extraña, que de una manera igualmente extraña, se había cruzado en su vida y se había enfrentado violentamente con él. Se refería a doña Catalina de Cardona, conocida con el sobrenombre de la Buena Mujer, que en su juventud había sido aya de don Juan de Austria. Gozaba fama de santa en las altas esferas y había recalado en Valladolid de la mano de la princesa de Salerno, de la que era dama de honor, cuyo marido, don Fernando San Severino, vino a la Corte a reclamar los bienes que se le habían confiscado por su presunta participación en una conjura contra españoles.
La estancia en la villa de la princesa de Salerno le permitió conocer al Doctor y establecer con él una relación amistosa. Pero a Catalina, la Buena Mujer, nunca le agradó la amistad de su señora con el Doctor, ya que la manera de hablar de éste de la misericordia de Dios y de los méritos de Cristo se le antojaba equívoca y sospechosa. Catalina de Cardona, de suyo entrometida, decidió erigirse en ángel tutelar de la princesa y, sobre ponerle malas caras al Doctor, en las tertulias vespertinas le contradecía y zahería sin descanso. Por su boca habla Satanás, excelencia, llegó a decirle a la princesa un día. El Doctor, entonces, resolvió dar una lección a la marisabidilla, y en el famoso sermón de las Tres Marías, el día de la Resurrección, ridiculizó la impertinencia de ciertas mujeres que disputaban con los teólogos, sabihondas de tres al cuarto, dijo, que estarían mejor entre pucheros, pero la Buena Mujer aguardó la visita del cura, y cuando éste se presentó delante de su señora, le dijo que había visto salir de su boca borbollones de fuego envueltos en humo y olores de piedra de azufre. La campanada de la Buena Mujer creó un clima tenso en la reunión, de una violencia inhabitual, de tal manera que la princesa de Salerno se vio obligada a intervenir e impuso silencio a las dos partes cuando la réplica correspondía a Cazalla, y entonces éste se levantó dignamente y se marchó de la casa ofendido.
—Nunca volví a poner el pie en el palacio de la princesa, aclaró Cazalla a Cipriano, pero cabe que la voz pidiendo la hoguera para mi madre se fraguara ahí, en sus salones a causa de mis homilías. Cipriano quedó pensativo. Ignoraba que el Doctor tuviera enemigos de tan alto rango pero, una vez informado, dio por bueno que la afrenta a doña Leonor hubiera surgido de ese grupo o de otro semejante.
Dos días más tarde, Cipriano encontró los bajos de la casa del Doctor embadurnados por un sucio cartelón: DOÑA LEONOR A LA HOGUERA, decía simplemente. Aquel letrero abyecto, escrito con pintura roja, acabó de desequilibrar al Doctor. Convocó una reunión, en pleno día, en el oratorio de su casa. No podemos seguir viviendo en este ensimismado aislamiento, dijo. Nos conocen hasta las piedras, nos vigilan, nos odian, todas las precauciones que adoptemos en lo sucesivo serán pocas. Se le veía asustado, acorralado, nervioso. Muerta su madre, de la que tanto había dependido y que representaba el coraje, llegaba esta venganza ruin de la alta sociedad vallisoletana. Tenemos que admitir que no somos libres, añadió, que nos enfrentamos con enemigos que no dan la cara, seamos prudentes. A partir de ese momento quedaron suprimidos provisionalmente los conventículos y el Doctor decidió que se sustituyeran por visitas a domicilio, donde personalmente los sectarios serían informados de las novedades. Salcedo, por indicación del Doctor, viajó a Toro, Zamora y Logroño para poner sobre aviso a los adeptos.
A su regreso, Cipriano encontró al Doctor aún más sumido y cogitabundo. El hecho de que la realidad del grupo fuese conocida, o, al menos, se sospechase su existencia, le desquiciaba. Se sentía literalmente arrinconado. Cipriano permanecía con él hasta altas horas de la madrugada. El insomnio le acechaba y los julepes y el filonio romano apenas le hacían efecto. Su medrosidad le llevaba a extremos exagerados, a una pusilanimidad morbosa. Las sensaciones de persecución y aislamiento prevalecían sobre todas las demás. Una noche emborronaron con pintura el letrero rojo de la fachada y el Doctor subió a casa más entonado, como si hubiese borrado con él los malos pensamientos de la conciencia del responsable. Con Cipriano se desahogaba, era su paño de lágrimas: el Reformador al menos sabía de nuestra existencia, nos animaba, decía. Muerto Lutero, desconectados del foco sevillano, el Doctor no veía futuro para la causa. Mas Cipriano iba advirtiendo que un día pensaba una cosa y mañana la contraria, se mostraba irresoluto, mudadizo, como atollado. En una ocasión organizaron un viaje a Sevilla pero ocho días antes el Doctor desistió de él. ¿Qué iban a hacer en Sevilla? ¿Acaso estaban mejor informados los andaluces que ellos? Procedía ir más allá, más lejos, a la madre. ¿Sería capaz Cipriano de viajar a Alemania por el grupo? A Salcedo no le sorprendió la pregunta, llevaba meses esperándola. Estaba convencido de que únicamente entrevistándose con Melanchton y sus colaboradores, aportando información directa, libros y publicaciones, y la promesa de una ayuda quimérica llegado el caso, conseguiría animar al Doctor. Iría, pues, a Alemania, le dijo, pasaría allí el tiempo que hiciera falta, conectaría con el cerebro de la organización y recibiría instrucciones. La sola idea de que Cipriano iba a viajar a Alemania ya levantó el ánimo del Doctor. Le indicaba itinerarios en el mapa, ciudades, caminos, le facilitaba nombres y direcciones, contactos obligados, centros de visita inexcusable. Era como si su cerebro atascado se hubiera puesto de repente en movimiento. Una tarde le dio las señas de Berger, Heinrich Berger, marino de profesión, apóstol del nuevo cristianismo, con quien tal vez pudiera regresar a España por los puertos del norte. Al recordar su estancia en Alemania, los lugares que había visitado con el Emperador, los viejos amigos, los contactos iniciales, el rostro del Doctor resplandecía. Entre los dos iban urdiendo planes: saldría por el Pirineo y regresaría por mar o a la inversa. El zamarro de Cipriano y las ropillas aforradas, llegado el caso, podían servir de tapadera, pero de momento el proyecto debería permanecer en secreto. ¿Había oído hablar de Pablo Echarren, vecino de Cilveti, un pueblecito al norte de Navarra? No, claro, Salcedo no había oído hablar de Echarren, ni sabía de la existencia de Cilveti. Su viaje más largo por el norte había sido a Miranda de Ebro, ni siquiera había viajado hasta Bilbao. El Doctor le informó entonces de que Echarren llevaba gente hasta la raya con Francia, fugados, refugiados, exiliados, contrabandistas. Era su hombre pero convenía entrarle con cautela. Lo más oportuno sería hablarle de don Carlos. Seso le conocía desde su estancia en Logroño y había utilizado varias veces sus servicios. Cipriano debía decirle que don Carlos de Seso era su amigo, incluso su compariente. No, desde luego, no tenía honorarios fijos, era voluble, dependía del momento, del riesgo que corriera en cada desplazamiento, de sus necesidades, pero sus emolumentos —dijo— no era fácil que bajasen de veinticinco ducados ni superasen los cuarenta. Una vez en casa de Echarren, Vicente, el criado de Cipriano, podía regresar a Valladolid con los caballos, puesto que Echarren disponía de acémilas propias que conocían el camino, eran silenciosas y le comprometían menos. El Doctor le facilitó la dirección de Pablo Echarren en Cilveti. Todavía, antes de partir, Cipriano Salcedo hizo una escapada con Pispás hasta Toro, donde don Carlos de Seso le puntualizó las informaciones del Doctor y le advirtió que los modales de Echarren eran un poco bruscos y su carácter desigual pero que confiase en él, que cumpliría su palabra. Le dio una esquela de presentación para el navarro y, de vuelta a Valladolid, pasó por Pedrosa para entregar a Martín Martín la copia del nuevo contrato de propiedad que había redactado su tío Ignacio en la Chancillería. A Domingo Manrique y Fermín Gutiérrez les había facilitado ya un borrador de los acuerdos sobre las nuevas comanditas. Una vez rematadas las obligaciones que le retenían en Valladolid y conforme con el Doctor, fijaron la fecha del 25 de abril para la partida. Vicente había preparado las cosas con su acostumbrada meticulosidad: don Cipriano iría con Pispás y él con Arrugado, el duro penco auxiliar, mientras la mula Sola acarrearía los equipajes. No había prisa. Teniendo en cuenta el paso tardo de la acémila podían recorrer diez leguas diarias y ponerse en Cilveti hacia el 29 o 30 de abril. Respecto a los descansos nocturnos, Vicente determinó como posibles, de no producirse algún imprevisto, las ventas de Villamanco, Zalduendo, Belorado, Logroño y Pamplona. Tras tanto preparativo, Cipriano salió de Valladolid en las primeras horas de la mañana del día 25. Su leve equipaje lo constituían dos fardos, que portaba la mula Sola a modo de albardas, y el dinero, los papeles y las cartas de presentación los llevaba repartidos por los diversos bolsillos de su indumenta. Era un día soleado, de suave temperatura y nubes blancas, aborregadas, y Cipriano pensó en Diego Bernal. Siempre que viajaba con dinero o algo valioso, Salcedo recordaba al viejo salteador, pero Vicente le tranquilizó, Bernal ya estaba pensando en el retiro —dijo—. Hace más de medio año que no se sabe de él.
Se ajustaron a lo previsto con exacta precisión los dos primeros días. La lluvia les sorprendió el tercero y llegaron a Belorado con el agua escurriéndoles por las calzas. El temporal estaba asentado sobre Castilla y esperaron un día para reanudar la marcha. El 30, al caer la tarde, después de enviar a Echarren un correo urgente, entraban en Cilveti, una aldea de montaña, con casas de piedra y escasos habitantes. Cipriano descargó los fardillos en el zaguán de Pablo Echarren, y Vicente, montando a Arrugado y con Pispás y Sola en retaguardia, regresó a Urtasun sin hacer noche. No había razón para llamar la atención de nadie. Por su parte Cipriano encontró a un Pablo Echarren menos atrabiliario de lo que don Carlos había sugerido. Hablaba poco pero no por desabrimiento sino por no malgastar palabras:
—Vuesa merced ya sabe que los tiempos están difíciles. Hoy no puedo subirle al alto por menos de cincuenta ducados —le advirtió.
Cuando partieron aún no había amanecido y, conforme se hacía la luz, la línea oscura de la sierra, coronada de nubes, iba recortándose contra el horizonte. La mula de Echarren, cubierta con una manta, abría camino a la de Cipriano y a Luminosa que portaba el equipaje. Franqueaban un sardón de quejigo con hoja de invierno, sin seguir un sendero visible, y, en lo más espeso del monte, volaron atolondradamente dos pájaros:
—Becadas —dijo Echarren escuetamente.
—En Castilla las becadas entran en noviembre —apuntó Cipriano recordando los tiempos de La Manga.
—Todavía andan de contrapasa —aclaró el guía—. En todo caso, éstas anidan aquí.
Se detuvieron al empinarse la cuesta. Un bosquecillo de hayas, con hojas recientes, se alzaba a mano derecha, tras una junquera, y, a su izquierda, una gran masa de abetos. Echarren sacó de las alforjas un pan con queso y salchichas y una bota de vino. Bebió antes de empezar a comer levantando la cabeza, largamente, sin derramar una gota:
—Hay que desatrancar el tubo —dijo justificándose.
Iniciadas las turbulencias de mediodía, una pareja de quebrantahuesos se sostenía en el aire sin aletear. Cuando reanudaron la marcha, las acémilas avanzaban penosamente, con lentitud. La pendiente se acentuaba al entrar en el hayedo, un bosque de árboles prietos y misteriosos. De cuando en cuando, Echarren detenía la mula y escuchaba después de exigir silencio a Cipriano. En las alturas, a pesar de las horas de insolación y la fuerza del sol, el ambiente era más fresco. Trepaban ahora entre abetos, un mar de ellos, y arriba, en la cumbre de la montaña, se divisaban tolmos desnudos, pequeñas conchestas refulgentes, escorrentías procedentes del deshielo. Hubo un momento, tras una parada de Echarren, en que éste, con ademanes apremiantes, le instó a refugiarse en un pequeño rodal cercado por altos árboles. Echarren imponía silencio, cruzando los labios con su dedo índice. Se oía rumor de conversaciones a poca distancia. El navarro se apeó y miró a través del follaje. Debió de distinguir el atuendo de los viajeros o, tal vez, el pelaje de las caballerías, porque se volvió hacia Cipriano y susurró:
—Contrabandistas.
Salcedo, encaramado en su mula, miraba en vano hacia la dirección indicada por el guía. Oyó la conversación muy cerca pero no los vio. Luego se alejaron paulatinamente y sus voces se convirtieron en un apagado rumor. Cuando éste se extinguió, Echarren montó en su mula y añadió:
—Es Marcos Duro, el mejor guía de estos contornos.
—Y ¿qué llevan?
—Posiblemente ámbar, cremas de belleza, perfumes y ungüentos aromáticos. El lujo viene de Francia.
La montaña se empinaba cuando salieron del área forestal y la vegetación empezó a ralear: matorrales rastreros, brezos, tojos, arándanos. Echarren procuraba ceñir su paso a las formas de las rocas para hacerse menos visible desde los bajos. En una ocasión, al salir de una curva, vieron huir un sarrio brincando de piedra en piedra. Se enredaron en una topografía escabrosa, de altos peñascos, difícil de franquear, pero, al fondo del congosto, sobre el abismo, al abrigo de una pequeña oquedad, apareció un hombre, ataviado con sayuelo y zaragüelles, con dos caballerías apersogadas. Echarren se volvió a Cipriano:
—Pierre nunca me hizo esperar —dijo sonriendo.
Y emitió un silbido modulado que el eco repitió, cada vez más suave, desde las barrancas del lado francés.