XIII

Le sorprendió el recibimiento de Teo, sus mejillas tensas, el griterío, las lágrimas, la brusquedad de sus ademanes. Las cosas se desarrollaron en un proceso opresivo, un increscendo que pasó por varias fases, de acuerdo con el grado de excitación de su esposa. Al principio no acababa de entenderla, farfullaba parrafadas inconexas, palabras mezcladas, frases incoherentes. No la entendía, o mejor dicho, Teo no ponía interés en que la entendiera. Se habían refugiado en el dormitorio, pero ella permanecía de pie, iba y venía, articulaba palabras indescifrables y, entre ellas, alguna que tenía algún sentido para Cipriano: escorias, olvido, última oportunidad. Le estaba echando en cara algo pero no acababa de definirlo. Paso a paso, como en una lenta labor de aprendizaje, Teo empezó a unir una palabra con otra, concretando un poco su discurso. Sus ojos eran duros, como el vidrio, aún humanos, aunque su mirada no encerrara ni chispa de lucidez. Pero las palabras, al juntarse, se hacían expresivas, hablaban del olvido de las escorias de plata y acero, de su indiferencia hacia el tratamiento del doctor, de la flacidez de la cosita, de sus esfuerzos inútiles ante su pasividad. Todavía lo hacía sin violencia, como intentando razonar y Cipriano iba uniendo una frase con otra, reconstruyendo su pensamiento como en un rompecabezas. Hasta que llegó un momento en que todo se presentó claro ante sus ojos: Teo había omitido incluir la bolsita con escorias de plata y acero en su equipaje, tal vez por olvido involuntario, tal vez, lo que parecía más probable, para someterlo a prueba. A su regreso le faltó tiempo para registrar el fardillo y comprobar que no había comprado otras. Cipriano, pues, llevaba cuatro días sin medicinarse. Había interrumpido deliberadamente el régimen del doctor Galache. Sus palabras se iban convirtiendo ahora en una especie de lamento, de maullidos apesadumbrados, pero todavía comprensibles. Había dejado sin efecto cuatro años de medicación y ella no tenía ya ni edad ni humor para comenzar de nuevo. Cipriano se esforzó por evitar el desbordamiento, por mantener el desencanto de su esposa dentro de unos límites razonables: nada de lo ocurrido era esencial, una pausa de cuatro días no era significativa en un tratamiento tan prolongado. Lo reanudarían con más fe, con mayor rigor, dos tomas diarias en lugar de una, lo que Teo quisiera, pero ella cubría sus razonamientos con sus voces. No había vivido para otra cosa que para tener un hijo pero ya no lo conseguiría por su culpa. Se había entretenido unos años pelando borregos hasta que se sintió núbil, madura. Mas si se casó fue únicamente para ser madre pero él, de pronto, lo había echado todo a rodar. Durante su vida todas las cosas le habían hablado de la maternidad: los muñecos de la infancia, las parideras en el monte, los nidos de la urraca en la gran encina, frente a la casa, la cosita. Reproducirse había sido su única razón de ser pero él no lo quiso, lo había desbaratado todo cuando apenas quedaban unos meses para que se cumpliese el plazo fijado por el doctor.

Al llegar a este punto, la protesta de Teo alcanzó una violencia inusitada. Tal vez fue el intento de Cipriano por calmarla, su ademán de apaciguamiento, lo que la sacó de quicio. Sus palabras se hicieron de nuevo indescifrables, su furor aumentó, corrió hacia las ventanas y desgarró visillos y cortinas, lanzó al suelo a manotazos los pequeños utensilios de plata del tocador e inició una retahíla de palabras cortadas como ladridos. De pronto, Cipriano comprendió. Le estaba llamando cabrón aunque ella sabía que no lo era. Nunca había pronunciado Teo palabras malsonantes, y a Cipriano se le ocurrió pensar que se trataba de reminiscencias de su pasado de esquiladora, cuando cada rebaño de ovejas debía acoger dos cabras hembras y un macho cabrío según la ley. La palabra cabrón, pensó, no debía de tener connotaciones despectivas en el Páramo. Hizo un nuevo intento por calmarla pero resultó contraproducente. Teo gritaba como una posesa, le empujaba hacia la puerta, le voceaba, mientras él trataba de indagar en sus ojos, de buscar en ellos un atisbo de luz, pero su mirada era turbia y vacante, absolutamente desquiciada. Y cuanto mayor empeño ponía en reducirla, mayor y más grave era el repertorio de denuestos que mezclaba ahora con soeces vocablos escatológicos, echándole en cara su inhabilidad, el pequeño tamaño y la inutilidad de la cosita. Cipriano temblaba, trató de taparle la boca con la mano, pero ella le mordió y prosiguió con su andanada de insultos. Se había tumbado en la cama y con sus uñas rapaces rasgaba la delicada colcha y los forros de los almohadones. Luego, inesperadamente, se incorporó, se colgó del dosel y todo se vino abajo. Parecía gozar en su furia destructora, en su procacidad, sin preocuparse de que sus desahogos verbales pudieran traspasar tabiques y muros. En los cristales desnudos de la ventana el decadente resplandor de la calle iba siendo substituido por la luz cenicienta y mate que preludiaba el anochecer. Teo había vuelto a tumbarse en el lecho, jadeando, y Cipriano, en un esfuerzo desesperado, trató de inmovilizarla, de sujetar sus anchas espaldas contra el jergón. Ella volvía los ojos, bizqueaba, mientras él le repetía que estuviera tranquila, que todo tenía remedio, que volvería al medicamento, dos tomas en lugar de una, pero sus ojos bizcos iban hundiéndose más y más tras los pómulos, en una mirada ladeada e inexpresiva. Eran unos ojos ocluidos, incapacitados para ver y comprender. Forcejearon de nuevo y Teo consiguió darse la vuelta. Tenía más fuerza de la que Cipriano hubiera podido sospechar. Esta enfermedad, este tipo de enfermedades vigoriza a los pacientes, se decía. Consiguió ponerla boca arriba y le atenazó las muñecas contra la almohada. Al sentirse inmovilizada, Teo reanudó su rosario de invectivas, cada vez más procaces y, de improviso, mencionó su dote, su herencia, su fortuna. ¿Dónde había metido Cipriano su dinero? Este factor añadía nuevos motivos de agravio, buscaba en su mente confusa calificativos más hirientes, continuaba ofendiéndole más, en su desmadejamiento general. Cipriano advertía que, tras dos horas de lucha, la tensión de su esposa iba cediendo. De nuevo intentó acariciarle la frente, pero otra vez su boca se revolvió contra su pequeña mano hecha una furia. Sin embargo, al tercer intento, ella aceptó la caricia, se dejó tocar. Tornó él a halagarla murmurando suaves palabras de afecto y ella quedó inmóvil escuchando atentamente su voz, probablemente sin entender su significado. Teo acezaba, los ojos cerrados como después de un arduo esfuerzo físico, mientras él proseguía acariciándola, se hacía anillos con los rizos de su pelo, pero ella ni lo agradecía ni protestaba. Había alcanzado ese punto neutro, flojo, en que suelen resolverse algunas crisis nerviosas. Empezó a llorar mansamente. Rodaban las lágrimas calientes y silenciosas por sus mejillas y él las restañaba con el embozo de la sábana, con infinita ternura. No amaba a aquel ser pero lo compadecía. Evocaba los días de La Manga, sus paseos por el monte, cogidos de la mano, mientras las bandadas de torcaces se despegaban de las encinas con los buches repletos de bellotas o las becadas volaban en el crepúsculo camino de los calveros. En realidad, Teo había sido para él como esas palomas o esas becadas, un fruto más de la naturaleza, vivo y espontáneo. Apenas había tenido relación con mujeres y la sencillez de la Reina del Páramo le desarmó. Incluso le agradó que esquilara ovejas a la intemperie del mismo modo que las señoras burguesas hacían labores de punto en los salones. Él siempre había admirado las tareas prácticas y desdeñado los pasatiempos, los tedios disimulados. Sentado en la cama, la miraba fijamente. Había cerrado los ojos y sus inspiraciones iban haciéndose más profundas y espaciadas. Se incorporó con cuidado y caminó de puntillas procurando posar los pies en los espacios alfombrados. Había encendido un candil y con él en la mano rebuscó entre los medicamentos del botiquín. Escogió varios y con ellos preparó en la cocina un julepe. La tía Gabriela solía decir que el julepe era uno de los remedios que nunca le habían defraudado, no sólo se dormía profundamente después de tomarlo sino que no despertaba hasta bien entrada la mañana. Regresó al cuarto de Teo. Continuaba inmóvil, respirando regularmente. Se sentó a la cabecera de la cama y, por primera vez, reparó desolado en los destrozos de la habitación: el dosel rasgado, los cortinones arrancados, las dos almohadas con la lana fuera. ¿Qué podría decirle a Crisanta? Pero ¿para qué decirle nada si los criados, aún sin aparecer, habrían sido testigos del paroxismo de su esposa? Teo empezó a inquietarse murmurando palabras ininteligibles. Abrió los ojos y los cerró sin llegar a verle. De pronto cambió de postura, dio media vuelta y se colocó del lado derecho, encarándole. Empezó a mover la cabeza. Murmuró palabras confusas. Con mil precauciones, Cipriano cogió el vaso del medicamento con la mano derecha y levantó la cabeza de su esposa tomándola delicadamente por el cuello con la izquierda:

—Bebe —dijo imperativamente.

Y ella bebió. Sentía sed. Bebió sin pausa, ávidamente, y con las últimas gotas se atragantó y sufrió un leve acceso de tos. En la ventana se había hecho de noche y la calle estaba en silencio. De espaldas al candil, Cipriano veía moverse la sombra de su cabeza sobre el blanco rostro de Teo. Aguantó sin moverse hasta las tres. Teo rebulló varias veces y cada vez que se movía cambiaba de postura. A veces farfullaba palabras a media voz, pero eran como cohetes follones, no llegaban a explotar. Seguramente soñaba. Cuando Cipriano se levantó parecía tranquila, su respiración acompasada, pero, a pesar de todo, dejó abierta la puerta del falsete y la del trastero donde dormía. Se desnudó a la luz de la lámpara y, ya en la cama, tomó uno de los ejemplares de El beneficio de Cristo, donde solía refugiarse en momentos de tribulación. Sin darse cuenta le fue asaltando el sueño y el libro cayó de sus manos. Fue un instante o se lo pareció. Le despertó el golpe del cajón del armario de Teo al cerrarse bruscamente, una especie de grito inarticulado y la silueta voluminosa de su mujer en el marco de la puerta. Seguía vestida con la saya rota tal como se había quedado dormida y en su mano derecha levantada portaba ahora la tijera grande de esquilar. Cipriano trató de detenerla, quiso decirle algo, pero únicamente se oyó la apremiante amenaza de Teo irrumpiendo en el trastero:

—¡Voy a esquilar tu maldito cuerpo de mono! —chilló.

Cipriano adoptó la precaución de apoyar la espalda en la cabecera de la cama y encogió las piernas, de modo que, cuando Teo se abalanzó sobre él, estiró las rodillas y la detuvo momentáneamente con los pies. Teo cayó, finalmente, de costado en el pequeño catre e inmediatamente se enzarzaron en una sorda pelea. Ella enarbolaba la tijera, mientras Cipriano se limitaba a esquivar sus golpes ciegos y a sujetar sus manos sin lastimarla. Escucha, decía, escúchame Teo, por favor, pero ella se enardecía por momentos, le acorralaba. Cipriano notó un desgarrón en el brazo derecho con el que intentaba contenerla, al tiempo que escuchaba las concretas amenazas de su mujer: Voy a caparte como a un gocho, decía, voy a cortarte esa cosita que ya no nos sirve para nada. Hubo un momento en que, a pesar de la herida, o acaso estimulado por el dolor, Cipriano tuvo sujeta a Teo por ambos brazos pero, en un movimiento arisco, se desasió y su mano armada se escondió bajo la ropa y lanzó un viaje a ciegas. Cipriano gritó al sentir herido su muslo derecho pero en ese momento consiguió agarrar a Teo por el cuello y darse la vuelta. Su posición era como en las noches de amor, cabalgando sobre las protuberancias de la mujer, pero compitiendo ahora por la posesión de la tijera. Teo se revolvía, tornaba a insultarle, voy a esquilar tu maldito cuerpo de mono, repetía, pero Salcedo la tenía ya a su merced. La dejó desfogarse en su empeño inútil, en sus vanos intentos, en sus sórdidas amenazas. Veía el vacío en sus ojos, sus pupilas hundidas y desalmadas y, en ese instante, comprendió que había perdido a Teodomira, que su esposa se había ausentado para siempre. Tras un esfuerzo infructuoso, Teo se entregó. Soltó la tijera y rompió en un llanto manso, de derrota, que, sin solución de continuidad, dio paso a otro, quizá más intenso pero menos convulso, y, siguiendo el mismo proceso que la vez anterior, al cabo de un rato, quedó plácidamente dormida. Cipriano repitió su incursión al botiquín, pero no se fió ya del julepe y administró a la enferma una alta dosis de filonio romano. Marchó luego a su despacho y escribió una nota a su tío Ignacio: «Temo que Teo haya perdido la razón. No puedo moverme de casa. ¿Te importa traer contigo a la máxima autoridad en enfermedades mentales?». Despertó a Vicente y le encomendó el billete para su tío. La señora estaba enferma. La visita a Aniano Domingo con Relámpago debía aplazarla para otro día.

Con su diligencia acostumbrada, don Ignacio Salcedo se presentó en casa de su sobrino, acompañado del joven doctor Mercado, dos horas después. Cipriano le atendió solícito. El doctor era una eminencia en ciernes. Médico del Monasterio de la Concepción y de la Casa del Marqués de Denia, empezaba a ser respetado en la Corte. Se aseguraba que el día de su boda no aportó otra cosa que la ropa que llevaba puesta, una mula y dos docenas de libros. En cualquier caso los quinientos ducados de la dote de su esposa constituyeron la base de su fortuna posterior. En este momento, apenas poseía unos viñedos en Valdestillas y una casa en la calle de Cantarranas. No obstante, los vallisoletanos se hacían lenguas de su ojo clínico, de la eficacia de sus tratamientos, de su creciente prestigio. Era el primer doctor de la villa que había dado de lado el atuendo oscuro del gremio y vestía elegantemente, como un caballero. Nada externamente delataba su profesión. Entró en la habitación y al primer vistazo advirtió los cortinones en el suelo, la colcha desgarrada, el brazo sangrante de Cipriano, el desbarajuste de la casa:

—¿Le ha agredido a vuesa merced?

Cipriano asintió.

—¿Es la primera vez que lo hace?

Volvió a asentir Cipriano. El doctor miró su brazo herido:

—Luego curaremos eso. —Se volvió hacia Teo que dormía—. ¿Qué le ha dado?

—Un julepe y un filonio romano, doctor. No me atreví a más.

El doctor Mercado sonrió con un gesto de suficiencia:

—Escasa defensa para contener un ciclón —dijo.

Ahora le tomaba el pulso y le ponía su mano cuidadísima en el pecho izquierdo:

—Fiebre no hay —añadió al cabo de un rato—. La exploración es forzosamente superficial pero el caso no ofrece duda. ¿Alguna obsesión?

—Una muy viva, doctor. La de ser madre. Se casó para tener hijos pero yo no he sabido dárselos. Los Salcedo —miró a su tío por encima del hombro del doctor— no somos un prodigio de fertilidad.

Apresuradamente le contó al doctor Mercado sus visitas a Galache, el tratamiento a que les había sometido y la interrupción injustificada de sus tomas de escorias de plata y acero durante su último viaje como desencadenante de la crisis. El doctor volvió a sonreír.

—¿Pretendía remediar su infecundidad con escorias de plata y acero?

Cipriano se sostenía el brazo herido con la mano izquierda:

—Yo entiendo que fue un recurso del doctor para distraer a la enferma.

—Ya.

Había sacado de su cartera de piel de ternera una lupa alemana y con ella en la mano se aproximó a la enferma. Se dirigió a ellos volviendo la cabeza:

—Estén preparados para reducirla —dijo—. Puede despertar en cualquier momento.

Le levantó el párpado del ojo derecho y observó la pupila con insistencia. Luego repitió la operación con el otro ojo. Volvió a tomarle el pulso:

—A esta señora hay que internarla —dijo—. En la calle Orates tienen el Hospital de Inocentes. No es un hotel de lujo pero tampoco es fácil encontrar otro mejor en la ciudad. Los procedimientos son primitivos. El enfermo vive atado a los barrotes de la cama o con grilletes en los pies para que no escape. Claro que con un poco de dinero, pagando dos loqueros para que la atiendan, pueden vuesas mercedes evitar esa humillación.

Don Ignacio Salcedo, que se había mantenido en silencio, preguntó al doctor si no sería posible instalar a la señora en un hospital normal, pagando aparte la vigilancia. El doctor asintió:

—El dinero es muy amable —dijo—. Con dinero se puede conseguir en este mundo casi todo lo que uno se proponga.

Provisionalmente trasladaron a Teo al Hospital de Inocentes de la calle Orates. El tío Ignacio les acompañaba, pero cuando, a la puerta del hospital, dos loqueros intentaron maniatar a la enferma, Teodomira se revolvió como una pantera, con tanto ímpetu que uno de los enfermeros rodó por el suelo. Los transeúntes, atraídos por el espectáculo, se detenían al pie de las escaleras, donde el enfermero había caído, pero, unos minutos más tarde, Teo quedó instalada en el manicomio, al cuidado de dos comadres de pago, dos mujeres aparentemente fuertes que, llegado el momento, parecían capaces de dominarla.

Sin embargo, a las nueve de la noche, Salcedo recibió un correo del manicomio anunciándole que «la señora había escapado en un descuido de sus guardadoras». Cipriano avisó de nuevo a su tío que, en un santiamén, puso en movimiento a las fuerzas de seguridad de la villa. Por su parte, Cipriano, acompañado de Vicente, recorrió la ciudad de norte a sur y de este a oeste, sin encontrar rastro de la enferma ni referencia alguna de ella. Se había evaporado. A la mañana siguiente reiniciaron la búsqueda sin resultado. Al caer la tarde, el barquero Aquilino Benito, que hacía el servicio entre el embarcadero del Espolón Viejo y el pequeño muelle del Paseo del Prado, comunicó a la Chancillería que había hallado a la fugada entre los carrizos de la orilla, inconsciente y en muy mal estado, como una pordiosera. Durante la travesía hacia el Espolón el citado Aquilino había conseguido volver en sí a la enferma que se encontraba extenuada.

Mientras tanto, don Ignacio había realizado las indagaciones pertinentes y, una vez repuesta, Teodomira fue trasladada a Medina del Campo, en el coche de su marido, sin abrir la boca. Allí, en Medina, fue alojada en el Hospital de Santa María del Castillo, dependiente de la Cofradía de Nuestra Señora de la Merced, a un paso del Monasterio de San Bartolomé. Era un caserón destartalado y noble, sin mucho movimiento de enfermos, donde se avinieron a acoger a doña Teodomira y poner a su disposición dos loqueros en servicio permanente y una comadre para las atenciones propias de la mujer. El presupuesto ascendía a cuarenta y cinco reales diarios pero contaban con la benevolencia de la organización para visitar a la enferma a cualquier hora durante los siete días de la semana.

Una vez hospitalizada su esposa, Cipriano Salcedo se sintió aliviado pero el regreso a casa le produjo un hondo decaimiento. Habituado a la presencia de Teo, y aunque ella no representara ya para él nada fundamental, la echaba en falta. Reinició su vieja actividad. Muy de mañana visitaba el taller y el almacén donde departía con el sastre Fermín Gutiérrez y Gerardo Manrique sobre las novedades del día. Había dos problemas importantes: el abandono del conejo en la confección de zamarros y la progresiva escasez de alimañas a causa de la sañuda persecución en montes y serranías. Resuelto el primero, un correo inesperado de Burgos le comunicó que Gonzalo Maluenda, todavía joven, había fallecido de un tabardete fulminante y su medio hermano Ciriaco, hijo de don Néstor y su tercera mujer, se había hecho cargo del negocio. Al decir del nuevo empresario, una galera armada acompañaba ahora a las flotillas en conserva con lo que la carga volvía a gozar de una relativa seguridad. El porte lógicamente encarecía pero aumentaban las garantías, con lo que ningún ganadero puso reparos a la medida. Por su parte Cipriano Salcedo, cuyo comercio con los Maluenda había descendido de las diez carretas anuales, en los mejores tiempos de don Bernardo, a las tres que habían sobrevivido al auge del negocio de los zamarros, pensó que había llegado el momento de aumentarlas a cinco. Para tratar de estos pormenores y conocer al nuevo diputado, Cipriano realizó un viaje a Burgos. De nuevo un correo urgente venía a sacar a un Salcedo de su postración. La vida se repetía. Montó a su nuevo caballo Pispás, adquirido por su amigo Seso en Andalucía, pero la competencia de don Carlos en tales menesteres no podía evitar que Cipriano añorase a su viejo caballo y extrañara las reacciones del nuevo, sus vicios de origen, su nerviosidad, sus dimensiones. Vicente había sacrificado finalmente a Relámpago, en el monte de Illera, en Villanubla, de un balazo en la frente. Estacio del Valle le había facilitado la pistola y un par de mulas poderosas para el enterramiento. En lo alto del túmulo, su criado había colocado una gran lancha para identificar el lugar.

Aunque el nuevo Maluenda no le llegara a don Néstor ni a la suela del zapato, no le causó mala impresión a Cipriano. La diligencia y probidad de Ciriaco Maluenda estaban a cien codos de las del difunto don Gonzalo. Aceptó de buen grado el incremento de pieles que Salcedo le anunciaba, pues aunque la cifra descendía a la mitad de los fletes de antaño, casi doblaba la de los últimos envíos. La relación con los Maluenda volvía a ser amistosa.

Entre quehacer y quehacer, Cipriano visitaba a Teo en el Hospital de Medina. Sedada con filonio romano vivía tranquila, sin ganas de pelea. Vegetaba más bien, se dejaba consumir. A Cipriano le entristecían aquéllos ojos de mirada vacía, antaño tan bellos. Nunca llegó a saber si le reconocía, si sus visitas le producían algún efecto, ya que cada vez que se presentaba le dirigía una mirada inexpresiva, la misma que dirigía a sus enfermeros cuando se movían por la habitación. Día a día iba encogiéndose, dejaba de ser la mujer fuerte que conoció en La Manga. Su cuerpo se reducía al tiempo que se agrandaban sus facciones que iban ocupando cada vez mayor espacio en su rostro enteco, antaño ancho y floreciente.

No hablaba, no comía, no llegaba a abrir la boca más que para beber; su vida carecía de alicientes, le decían, pero no sufre. Esto le aliviaba. La ventana enrejada de la habitación se abría al campo y desde ella divisaba el castillo que parecía hipnotizarla. Cipriano se esforzaba en inventar algo que pudiera animarla pero sus obsequios, pequeñas joyas, flores, dulces, no le producían la menor reacción. Cada vez que la visitaba regresaba a casa más deprimido que la anterior: no le había reconocido; le daría lo mismo que no volviese. A veces, los propios guardadores se animaban entre sí: había comido un poco, había dado un corto paseo por la habitación, pero en su cara no se reflejaban tales progresos. Con su liberalidad habitual, Salcedo daba a aquellos generosas propinas que nunca consideraba suficientes. A estas alturas, pensaba, era ya lo único que podía hacer por su esposa enferma: sobornar a los que la cuidaban para que lo hicieran de grado, para que le regalaran una pizca de afecto, para que algún día la hicieran sonreír.

Las tardes las dedicaba a los Cazalla, al Doctor y su madre. Doña Leonor de Vivero no perdía su alegría ni su don de gentes. Pasaba ratos con ella en su pequeño gabinete, callado, mirando a la pared, sin nada divertido que contarle, pero ella le recibía con su sonrisa dentona, su facundia, con el buen humor de siempre. Los primeros días se esforzaba en consolarle:

—Le encuentro triste, Salcedo. ¿La quiere mucho?

La respuesta de Cipriano era escueta y contundente:

—Era una costumbre en mi vida, doña Leonor.

—No se mortifique vuesa merced. Ante los muertos y los locos nos sentimos responsables muchas veces sin motivo.

Pero la noticia del enfrentamiento verbal en Aldea del Palo produjo tanto en ella como en el Doctor un profundo abatimiento. Vivían jornadas agónicas. Se sentían incapaces de controlar el grupo. Consideraban imprescindible frenar a Padilla, despojarle de la autoridad que se atribuía, impedir aquellos conventículos pueblerinos, abiertos e improvisados. El Doctor le envió un correo sin demora llamándole al orden, advirtiéndole que lo acaecido en Aldea del Palo no podía volver a repetirse. Escribió asimismo a don Juan de Acuña encareciéndole prudencia, haciéndole ver el riesgo de los excesos verbales ante la asechanza permanente del Santo Oficio. Pese a su rápida reacción, no logró controlar su progresivo decaimiento. Habló a Salcedo con el corazón, le nombró su hombre de confianza. Admitía que, pese a ser el miembro de más reciente incorporación, actuaba sin reservas, con entusiasmo y resolución. Motu proprio había alcanzado importantes objetivos y el Doctor esperaba que siguiera en su labor organizadora, tarea que circunstancialmente había interrumpido con motivo de la enfermedad de su esposa. A Salcedo le emocionaba el valimiento del Doctor, el hecho manifiesto de que le considerase el discípulo amado. Una tarde neblinosa, de crepúsculo prematuro, Cazalla le confesó que nunca habían pasado por el aislamiento que ahora sufrían, sin libros, apoyos, ni noticias de Alemania. Al morir Lutero, Melanchton se había encontrado con un difícil panorama. El Doctor ladeaba la cabeza como si fuese incapaz de soportar su peso; estaban solos. Cipriano se esforzaba por animarlo: eran horas infortunadas, de tribulación; algún día pasarían. Pero el Doctor, lejos de serenarse, mezclaba los problemas, los amontonaba. Olvidaba por un momento la soledad del grupo y volvía al caso Padilla. Era un correveidile, no contestaba a su carta, era como si no existiera o no reconociera la autoridad del Doctor. Un día, sugirió a Cipriano visitar a doña Ana Enríquez en La Confluencia, la casa de placer de su padre, en la conjunción del Duero y el Pisuerga, en un frondoso soto de olmos, tilos y castaños de Indias. Una hermosa casa, dijo el Doctor, de las muchas que había levantado la aristocracia a orillas de los ríos al advenimiento de la Corte. Sería oportuno que doña Ana que, pese a su juventud, era una mujer con carácter, instara a su criado Cristóbal de Padilla a entrar en vereda, a tomar todo aquel asunto de las reuniones de grupo con la debida seriedad. A Cipriano le agradó el encargo. La belleza de doña Ana, su perfil atrayente, le había quitado la devoción en el último conventículo, el de los sacramentos. Un perfil perfecto, sugerente, regular y voluntarioso, subrayado por la elegante sencillez de su indumento que dejaba al descubierto un largo cuello ornado con un collar de perlas. Pero lo más notable en el perfil de doña Ana era la toca de camino, larga y estrecha, que ella enrollaba hábilmente como un turbante en la parte alta de la cabeza. En el momento de su atenta contemplación no hubiese podido asegurar que ella se sintiera observada, aunque tampoco lo contrario, pero prefería pensar que no, que ella era así, espontánea y natural, tanto cuando escuchaba las homilías del Doctor, como cuando se recogía devotamente en el salmo inicial, o alzaba tímidamente una mano por encima de su cabeza para pedir la palabra durante los coloquios. La asistencia a los conventículos de doña Ana Enríquez era absolutamente relajada, con afán participativo.

Cuando el Doctor le encomendó visitarla con objeto de aclarar el silencio de Padilla, no lo demoró. Ella respondió a su nota urgente aprovechando el mismo correo: le esperaba dos días más tarde a las once de la mañana. En el camino de Medina, Salcedo recordó a su esposa, mas enseguida se concentró en el motivo de su viaje: Ana Enríquez, su voz cálida y empastada, de mucho volumen, su disponibilidad, su bien definida personalidad tratándose de una muchacha de apenas veinte años.

El arco de las piernas de Cipriano se iba adaptando a la cruz más reducida de Pispás, un caballo que se dejaba gobernar más por la presión de las rodillas del jinete que por las riendas. Era un pura sangre también, ligero como el viento, pero menos corpulento y prudente que Relámpago. Un día subiría al monte de Illera para visitar la tumba de éste, un homenaje obligado.

Rebasado Puente Duero, Pispás tomó un camino arenoso a la derecha, entre pinares, y, al final, cuando oyó el retumbo del agua, el violento choque entre los dos ríos, se detuvo. El camino concluía allí y, a mano izquierda entre la fronda, se alzaba la gran casa de dos plantas rodeada por un jardín con las veredas cubiertas de hojas secas y los arriatas descuidados, con flores de otoño: caléndulas muy vivas aún y rosales oxidados, decadentes. Una criada de pocos años, con toca a la cabeza, le condujo ante Ana Enríquez, ataviada con una galera verde, de costura en el talle. Con naturalidad, sencillamente, sin que él apenas se percátase, se vio paseando a su lado por el jardín, observando cómo sus botines de tafilete arrastraban las hojas caídas, como en un juego. El Doctor no debía preocuparse por la demora de Cristóbal Padilla, dijo; era perezoso para tomar la pluma o tal vez estuviese enfermo. En cualquier caso, ella le enviaría una esquela conminándole a obedecer sus instrucciones. En la secta existía una jerarquía y había que evitar comprometerla con cenáculos insensatos.

Su verbosidad, cálida y suntuosa, bajo los nobles árboles centenarios, cautivaba a Cipriano. Ella, por su parte, iba cogiéndole gusto a la conversación y le habló sin reservas, de un modo tal vez imprudente, de don Carlos de Seso, a quien calificó de gran embaucador, de Beatriz Cazalla, su pervertidora, y de fray Domingo de Rojas, gran amigo de la familia, que la sosegó después de la conmoción inicial.

Antes de almorzar, Salcedo partió para Pedrosa y Toro bajo un cielo plomizo, ligeramente lluvioso. Beatriz Cazalla y su hermano Pedro habían incorporado al grupo a las tres vecinas que atendían la parroquia, en tanto don Carlos de Seso, en Toro, le dio una buena noticia para el Doctor: el famoso Catecismo de Bartolomé Carranza estaba entrando en España desde Flandes en cuadernillos sueltos, sin coser, y había empezado a difundirse por el norte. La marquesa de Alcañices había sido la primera en recibirlo y tanto ella como cuantos lo habían leído estaban acordes en su espíritu erasmista.

Durmió en Toro y regresó a Valladolid por Medina del Campo. Hacía casi un mes que no visitaba a su esposa y cada día le pesaba más el sentimiento de culpa. No había entendido a Teo pero tampoco se esforzó nunca por hacerlo. Le facilitó un bienestar y unas atenciones mínimas pero no compartió, ni comprendió siquiera, sus desazones, sus anhelos de maternidad. Pero este deseo se había desarrollado, había llegado a hacerse obsesivo y había acabado por devorarla. La encontró peor que cuatro semanas atrás, igualmente ausente pero más espiritada. Cuando la conoció le había sorprendido la superficie de su rostro, excesiva para el tamaño de sus facciones, pero, a medida que su cara adelgazaba, aquéllas se pronunciaban, crecían, y su nariz afilada, por ejemplo, se desplomaba sobre una barbilla pugnaz que nunca la distinguió. Asimismo, aquellos ojos vacíos, estáticos, que habían llenado la parte alta de su rostro, se hundían ahora en éste, circuidos por dos lívidas ojeras. La encontró paseando por el corredor, más bien arrastrada por los dos fuertes guardianes que la acompañaban. Con el cabello alborotado, la espalda vencida y sus pasitos laboriosos parecía una viejecita de mil años, un fantasma surgido del fondo oscuro del pasillo. Cipriano se detuvo ante ella y la observó con detenimiento. En sus ojos planos no advertía ni chispa de consciencia, parecían mirar hacia dentro, lejos. Sin embargo, cuando quiso tomarla del brazo y Teo hizo un brusco ademán como para desasirse, él creyó adivinar, en el fondo de su mirada, un atisbo de lucidez.

Al entrar en la habitación, Cipriano insistió en ayudarla, volvió a tomar su brazo descarnado y esta vez Teo no opuso resistencia. Se dejó acostar pasivamente y se quedó mirando el castillo que se divisaba por la ventana enrejada. Los loqueros y la comadre, tal vez esperando una compensación, se mostraron acordes en que había mejorado. Ingería sólidos, paseaba todos los días un ratito y en sus ojos delgados dejaba ver un algo que no había habido antes. Cipriano se sentó a su lado y le tomó una mano. La llamaba por su nombre, tiernamente, pero ella miraba indiferente, por encima de su hombro, las almenas del castillo. Hubo un momento, empero, en que recogió la mirada y la posó sobre él, tan fija e insistentemente que Cipriano no pudo resistirla y desvió la suya. Al centrarla de nuevo se encontró con que las pupilas de Teo seguían posadas en él, imperturbables, como si le escrutara el fondo del alma, pero la veía tan ajena, tan desamparada, que sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvió a llamarla por su nombre, oprimiendo su mano entre las suyas y, de pronto, aconteció el portento: sus pupilas se avivaron, adquirieron el viejo y añorado color miel, su gruesa boca esbozó una sonrisa, sus dedos se animaron un instante y entonces musitó dos palabras perfectamente audibles: La Manga, dijo. Cipriano rompió en llanto, durante unos segundos sus miradas se cruzaron, se comprendieron, pero él, aunque intentó sujetar ese momento, no fue capaz de prolongarlo. Teo volvió a ausentarse, apartó sus ojos de los suyos y liberó su mano de sus manos. Había vuelto a convertirse en el ser pasivo y remoto que venía siendo desde ocho meses atrás.

Al anochecer, Cipriano pasó por Serrada y La Seca a galope tendido. Su encuentro con Teo le había dejado una huella dolorosa y se iba diciendo que su comportamiento con ella, el hecho de haberla arrancado de su medio para luego abandonarla, exigía una reparación. El sentimiento de culpa acrecía cuanto más pretendía alejarlo y pensaba que una larga vida de sacrificio no sería suficiente para excusar una responsabilidad de años. No encontraba consuelo y, tan pronto llegó a Valladolid, dejó a Pispás en manos de su criado y se dirigió a la iglesia de San Benito. El tamaño del templo, desierto, aumentaba la sensación de soledad, acrecentaba su silencio interior, aunque la llamita del sagrario, tan tenue y vacilante, comunicaba una pálida impresión de compañía. Salcedo buscó el rincón más oscuro de la iglesia, un escañil apartado, detrás de uno de los gruesos pilares y, una vez allí, sentado, recogido sobre sí mismo, las manos juntas, volvió a llorar implorando la presencia de Nuestro Señor para reconciliarse, para descargarse, una vez más, de sus pecados. Estaba tan ensimismado, sumido en tan alto grado de misticismo, tan concentrado y etéreo, que sintió muy viva la presencia de Cristo a su lado, sentado en el escañil. En la penumbra, desdibujado, entre las lágrimas, vislumbraba su rostro, su túnica blanca, resplandeciente, pero cada vez que pretendía mirarle franca, directamente, a los ojos, la figura de Cristo se desvanecía. Lo intentó varias veces sin éxito y, entonces, decidió conformarse con sentirle a su lado, el hombro contra su hombro, y entrever, al soslayo, su mirada aplaciente, la difusa mancha blanca del rostro enmarcada por los cabellos y su barba rabínica. Le abrumaba la conciencia de su pecado, la destrucción sistemática de su esposa, su feroz egoísmo. Se lo confesaba a Cristo, sumiso, tratándole de tú, con humildad confiada. Y, ante la imposibilidad de rehacer lo mal hecho, apeló a su viejo anhelo de reparación. Tenía la absoluta seguridad de que Nuestro Señor le escuchaba, le observaba con un remoto aire de complicidad. Entonces Cipriano Salcedo, humillado, en pleno éxtasis, le formuló las dos ofrendas que había venido madurando durante el camino: su sexualidad y su dinero. Íntimos compromisos de castidad y pobreza. Renuncia definitiva a todo contacto carnal y reparto de sus bienes con quienes le habían ayudado a crearlos. Nunca había sentido especial apego al dinero pero el firme propósito de desprenderse de él le produjo una adventicia sensación de poder.

Esa noche durmió mal, vestido, tendido sobre la cama, sin cubrirse y, muy de mañana, Crisanta, la doncella, le pasó un correo urgente de Medina del Campo. Era del director del hospital y le notificaba que su esposa, doña Teodomira Centeno, había fallecido a medianoche, horas después de su visita. Habían encontrado el cadáver en la cama, sonriente, como si a última hora la hubiese visitado Nuestro Señor. Esperaban sus instrucciones para el entierro.