Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos. Las criadas debían de haberse acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido. Tampoco se movía Vicente en la habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras más inflamables como miedo y misterio. Nadie fuera de ellos debía conocer la existencia de estas reuniones puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor del Santo Oficio caería implacable sobre el grupo. En el umbral de la puerta de la calle se santiguó. No sentía temor aunque sí alguna inquietud. La noche estaba fría pero calma. Notaba en los huesos un frío húmedo impropio de la meseta. El silencio le desconcertó, no oía otra cosa que el ruido de sus propias pisadas alertándole, las patadas de los caballos en el empedrado de las cuadras, el paso lejano de una patrulla… Avanzaba casi a tientas, aunque arriba, donde las casas se acercaban, se adivinaba una difusa claridad lechosa. En alguna ventana hacían tímidos guiños los vislumbres de una lámpara, tan recogidos que su resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz de un borracho y la coz de una caballería contra una puerta de madera. Recorrió la calle de la Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la Estrecha. En esta vía, especialmente angosta, flanqueada por nobles palacios, la ansiedad de los caballos era más notoria. Pateaban el suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se embozó en el capuz. El recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada dobló a mano derecha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente las fachadas de las casas y, en particular, la negrura de los huecos. Caminaba casi por el centro de la calle, a la izquierda de la alcantarilla, y el imperceptible eco de sus pisadas contra los edificios le orientaba como a los murciélagos. Divisó de pronto la casa de madera que precedía a la de doña Leonor y se arrimó a las fachadas. Los golpes de su corazón, bajo el capuz, eran ahora muy rudos. Cipriano vaciló. El Doctor le había advertido: no utilice vuesa merced la aldaba; produciría demasiado escándalo. Se aproximó a la puerta pero no llamó. Únicamente dijo Juan dos veces, a media voz. Aunque sabía que Juan Sánchez era el encargado de recibir a los asistentes, no encontró respuesta. Sacó la mano de bajo el capuz y dio dos golpes en la puerta con los nudillos. Antes de sonar el segundo oyó la voz rasposa de Juan Sánchez, a medio tono:
—Torozos —dijo.
—Libertad —respondió Cipriano Salcedo.
La puerta se abrió sin ruido, entró y Juan le dio las buenas noches. Juan hablaba en cuchicheos, y, sin levantar la voz, le preguntó si sabía el camino. Cipriano le invitó a quedarse en la puerta puesto que conocía la situación de la capilla, al fondo del angosto pasillo. Mientras caminaba por él, recordó de nuevo las misteriosas palabras de Pedro Cazalla: secretismo y complicidad. Se estremeció.
Doña Leonor y el Doctor Cazalla ya estaban sentados en las sillas, sobre la tarima, tras de la mesa, cubierta con un tapete morado, encarados a los ocho grandes escañiles alineados abajo. El pequeño ventano del fondo tenía un almohadillado sobre la contraventana para impedir que las luces y las palabras trascendieran al exterior. Cipriano saludó a los Cazalla con una inclinación de cabeza. Pedro estaba también allí, en el segundo banco, y le dirigió una mirada cómplice antes de sentarse. Una bujía sobre la mesa del Doctor y otra en un vano de la pared, junto al que Cipriano se había sentado, alumbraban tímidamente la estancia. Entonces advirtió en el hombre que acompañaba a Pedro los rasgos inequívocos de la familia: sin duda era Juan Cazalla, otro hermano del Doctor, y, la mujer sentada a su lado, Juana Silva, su cuñada. Distribuidos por los bancos, distinguió también a Beatriz Cazalla, don Carlos de Seso, doña Francisca de Zúñiga y al joyero Juan García. Preguntó a éste, que era el más próximo, con un hilo de voz, quiénes eran los ocupantes del cuarto banco, a la izquierda de la mesa presidencial. Se trataba del bachiller Herrezuelo, vecino de Toro, Catalina Ortega, hija del fiscal Hernando Díaz, fray Domingo de Rojas y su sobrino Luis. Antes de iniciarse el acto, entró en la capilla una mujer alta, cimbreña, de extraordinaria belleza, embutida en una galera ajustada al talle y un turbante en la parte alta de la cabeza, que levantó un ligero murmullo entre los convocados. El joyero Juan García se volvió a él y le confirmó: doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices. Minutos antes de aparecer doña Ana se había oído rodar un carruaje que no se detuvo hasta el siguiente cruce. Al parecer, doña Ana Enríquez temía la oscuridad pero, al propio tiempo, se mostraba prudente, no quería facilitar la localización del conventículo. Por último, cerrando la puerta tras sí, entró el servicial Juan Sánchez, con su gran cabeza y su piel arrugada, de papel viejo, que se sentó delante de Cipriano, en la esquina izquierda del primer escañil. Todos miraban expectantes al Doctor y a su madre, en lo alto del estrado, y, una vez que cesaron los cuchicheos, doña Leonor carraspeó y advirtió que se abría el acto con la lectura de un hermoso salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban a diario pero que ellos, por el momento, deberían conformarse con rezarlo. Doña Leonor hablaba con su voz lenta, bien modulada, potente pero reprimida. Cipriano miró a doña Ana, cuyo largo cuello emergía de la galera ornado con un collar de perlas, y la vio reclinar la cabeza y entrelazar devotamente los dedos de las manos.
Cipriano pretendía encontrar en las estrofas del salmo alusiones prohibidas:
Bendecid al Señor en todo momento,
Su alabanza estará siempre en mi boca.
Mi alma se gloria en la alabanza del Señor,
Que lo oigan los miserables y se alegren.
Al iniciar la segunda estrofa, doña Leonor, que seguramente había encontrado fría la primera, acentuó el énfasis, pero el Doctor la golpeó discretamente con el codo y ella bajó el tono:
Alabad conmigo al Señor.
Ensalcemos todos juntos su nombre;
Porque busqué al Señor y me ha respondido,
Me ha librado de todos los temores.
Ana Enríquez levantó la cabeza, carraspeó y sonrió dulcemente. El Doctor se inclinó hacia su madre y cambió con ella una breve impresión. Doña Leonor seguía el orden del día y él se reservaba, como los divos, el final de la velada. El silencio era total en la sala cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre las reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno de los diálogos de Latancio y Arcidiano del libro de Alfonso de Valdés, Diálogos de las cosas acaecidas en Roma. El texto —dijo— mueve a la hilaridad pero les ruego lo celebren con un poco de discreción dados la hora y el lugar en que nos encontramos. Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguida, el cuello blanco sobresaliendo de la galera granate, su mano derecha, muy cuidada, aferrada al respaldo del escañil delantero. Doña Leonor, antes de empezar la lectura, advirtió que no pocas de estas creencias ridículas circulaban aún por nuestras iglesias y conventos y se respetaban como artículos de fe. Abrió el libro por donde indicaba la cinta y leyó: Latancio y, tras una breve pausa, continuó:
Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha permitido esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que sacan dinero de los simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de santa Ana, madre de Nuestra Señora. Y lo mismo os mostrarán en León, de Francia. Claro es que lo uno o lo otro es mentira si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal que quieran engañar a la gente y quieran tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es de algún ahorcado? Cuál tendrían por mayor inconveniente: ¿que no se hallara el cuerpo de santa Ana o que por él se hiciese venerar el cuerpo de alguna mujer de por ahí?
Arcidiano
Mas querría que ni aquél ni otro ninguno pareciese, que no que me hicieran adorar un pecador en lugar de un santo.
Cipriano asentía a las palabras de doña Leonor, bajaba la cabeza afirmativamente ante la ingeniosa respuesta de Arcidiano.
La voz de doña Leonor proseguía:
Latancio
¿No querríais mejor que el cuerpo de santa Ana que, como dicen, está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se mostrara, que no que con el uno de ellos engañasen tanta gente?
Arcidiano
Sí, por cierto.
Latancio
Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Quisiera Dios que en ello se pusiera remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos y también en Nuestra Señora de Auvernia (rumores de risas). Y la cabeza de sant Joan Baptista, en Roma y en Amiens, de Francia (cuchicheos y risas). Doce apóstoles habría si los quisierais contar, y, aunque no fueron más de doce, hallaríamos veinticuatro en diversos lugares del mundo. Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres y el uno lo echó santa Elena en el mar Adriático para amansar la tempestad y el otro hizo fundir un almete para su hijo y del otro hizo un freno para su caballo…
Súbitamente se oyeron pasos y ruido de voces en la calle. Inmediatamente cesaron las risas reprimidas de los congregados, doña Leonor interrumpió la lectura y levantó la cabeza. Reinaba un gran silencio; el auditorio, pendiente de la mesa, no respiraba. El Doctor Cazalla alzó su mano blanca y delgada y ocultó la llama de la bujía. Cipriano hizo otro tanto con la del vano, a su lado. Las voces se aproximaban. Doña Leonor miraba a los presentes uno por uno como queriendo transmitirles seguridad. El grupo parecía haberse detenido ante la casa y, de pronto, sonó una voz potente: Pensaban ir juntos, dijo la voz. Cipriano no dudó que habían sido descubiertos, que alguien los había delatado. Esperaba crispado el aldabonazo pero éste no se produjo. Se oyó, en cambio, otra palabra, mercenarios, al pie de la casa. Luego ruido de pasos y de conversaciones entrecruzadas otra vez. Los rostros de los reunidos habían empalidecido y el temor asomaba a sus ojos. Pero, poco a poco, a medida que los pasos y las voces empezaban a alejarse, iba volviéndoles el color, excepto al Doctor que mostraba una lividez transparente, vidriosa. El grupo seguía alejándose y, una vez que las voces se convirtieron en un rumor, el Doctor liberó la luz de la vela y doña Leonor, serena en todo momento, tomó el libro y dijo simplemente: continuamos. Y reanudó la lectura:
… del otro hizo un freno para su caballo —repitió—; y ahora hay uno en Roma, y otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León, y otros infinitos (volvieron las risas más animadas). Pues del palo de la Cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della fuese cierto, bastaría para cargar de leña una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de sant Cristóbal, no tienen cuento. Y más allá de la incertidumbre que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. El otro día, en un monasterio muy antiguo, me mostraron las tablas de las reliquias que tenían y vi entre otras cosas que decía: «Un pedazo del torrente de Cedrón». Pregunté si era del agua o de las piedras de aquel arroyo y dijéronme que no me burlara de las reliquias. Había otro capítulo que decía: «De la tierra donde apareció el ángel a los pastores». Y no les osé preguntar qué entendían por aquello. Si os quisiera decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel sant Gabriel, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a éstas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de sant Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo ellos.
Arcidiano
Eso, como decís, a la verdad, es más de reír que de llorar.
Los últimos párrafos habían iluminado el rostro de doña Leonor con su sonrisa dentona. Cerró el libro y observó a los asistentes con evidente regocijo, en tanto, el Doctor, que apenas si había recuperado el color, retiró un poco la escribanía y cruzó los brazos sobre la mesa como solía hacer en el púlpito en los momentos cruciales. En la sala se habían producido algunas toses y carraspeos, aprovechando la pausa, pero al observar los preparativos del Doctor, se hizo de nuevo el silencio. La voz de Cazalla, entera y empañada como en los sermones, resultaba más asequible y confidencial que en la iglesia. Aludió al famoso diálogo de Latancio y Arcidiano, parte del cual acababan de escuchar, y dijo que era de por sí tan expresivo y jocoso, que casi sobraba todo comentario. Pero atraído, como siempre, por la sistemática y el orden dijo que, aprovechando la circunstancia de la lectura, iba a decir dos palabras sobre el tema que traían entre manos: las reliquias.
El auditorio se había distraído un poco, se miraban unos a otros, se saludaban inclinando las cabezas. Cipriano advirtió que don Carlos de Seso se volvía con frecuencia hacia Ana Enríquez. Y que el bachiller Herrezuelo tenía como una cicatriz que tiraba de su labio superior, imprimiéndole una mueca permanente que no se sabía si era de alborozo o de repugnancia.
Por su parte la familia Cazalla se había relajado. La palabra de la madre encerraba para algunos mayor atractivo que la del Doctor y varios de ellos habían reído en corto durante la lectura del coloquio de Latancio y Arcidiano. El Doctor inició así un breve comentario al texto. Volvió a mencionar el humor cáustico de Valdés y advirtió que el culto a las reliquias respondía de ordinario a invenciones urdidas sobre Cristo o los santos que, como diría Lutero, «hacían reír al diablo». A lo largo de unos minutos intentó demostrar que las reliquias eran algo innecesario y no sólo inútil sino nocivo para la Iglesia y que deberíamos esforzarnos para desarraigar ese culto pueril de nuestras costumbres religiosas. Y con esa habilidad congénita del Doctor para enhebrar dos hilos en la misma aguja terminó hablando del problema de las indulgencias, tan frecuente en su oratoria, para decir que las indulgencias, para vivos y para muertos, se producían inevitablemente con el dinero de por medio y concluyó afirmando que estos negocios no sólo carecían de valor escriturístico sino que era evidente la falacia a que daban lugar.
Sus últimas palabras cayeron ya sobre un auditorio fatigado. Cipriano seguía con atención el desarrollo de los actos, pero se azoró cuando doña Leonor, una vez terminado el parlamento del Doctor, le sonrió desde el estrado y le dio la bienvenida en alta voz. Se trata de un hombre generoso y devoto, dijo, cuya colaboración nos será de gran utilidad. Todos volvieron la cabeza hacia él y asintieron, y doña Ana Enríquez dijo entonces que a la buena nueva de la incorporación del señor Salcedo al grupo debía añadir otra: el hecho de que dos personas muy ligadas a la Corona, de gran influencia política, estaban en contacto con uno de los hermanos y no tardarían mucho en unirse a ellos. Pedro Cazalla, visiblemente disgustado con estos optimismos fuera de lugar, replicó que era preciso actuar con prudencia y cautela, que la prisa no era buena consejera y que si en principio era provechoso incorporar a la secta personas influyentes, no debían olvidar el riesgo que semejantes adhesiones comportaba. Doña Catalina Ortega, por su parte, afirmó saber de buena tinta que la cifra de luteranos en España sobrepasaba los seis mil y que, por los mentideros de la Corte, circulaba la especie de que la princesa María y el mismísimo Rey de Bohemia simpatizaban con ellos. Una boca contagiaba a otra y Juana de Silva, la esposa de Juan Cazalla, de natural retraído, dijo entonces que el propio Rey de España veía con simpatía el movimiento reformista pero los compromisos de la Corte no le permitían exteriorizarlo. La euforia, como solía ocurrir en todos los conventículos, se iba extendiendo y, para tratar de reducir los hechos a la escueta realidad de cada día, el bachiller Herrezuelo tomó la palabra e hizo ver que todas estas victorias quiméricas eran propias de situaciones clandestinas como la que estaban viviendo y no conducían a nada práctico, salvo a crear falsas ilusiones que luego desmoralizarían al grupo al venirse abajo. El Doctor apoyó con calor las manifestaciones del bachiller Herrezuelo y anunció que iban a proceder a celebrar la eucaristía, el momento culminante de la reunión. Fervorosamente, sin revestirse, utilizando una gran copa de cristal y una bandeja de plata, con la audiencia arrodillada, don Agustín Cazalla consagró el pan y el vino y los distribuyó luego entre los asistentes que desfilaron ante él. Uno a uno regresaban a sus bancos con recogimiento y el Doctor terminó la ceremonia dando de comulgar a su madre en el estrado. Tras la acción de gracias, el Doctor, puesto en pie, les tomó juramento sobre la Biblia de que nunca revelarían a nadie el secreto de los conventículos y no delatarían a un hermano ni en tiempos de persecución. Tras el enérgico «juramos» con que respondieron los reunidos, la asamblea se disolvió y alrededor de la tarima se congregaron algunos circunstantes, comentando a media voz los últimos acontecimientos. Durante unos minutos Cipriano Salcedo constituyó la principal atracción, estrechando manos y recibiendo parabienes. El diligente Juan Sánchez, con su rostro de papel viejo, organizaba la evacuación discreta del piso formando parejas que abandonaban la casa cada dos minutos. Tras la salida de la primera pareja, regresó a la capilla y anunció la novedad:
—Está nevando —dijo.
Pero nadie pareció escucharle. El grupo se desentumecía tras hora y media de inmovilidad y Ana Enríquez, a quien Cipriano Salcedo había preguntado por su domicilio, le informó que vivía parte del año en Zamora y otra parte en la casa de placer que su padre tenía en Valladolid, en la orilla izquierda del Pisuerga en su confluencia con el Duero. Le animó a visitarla para hablar de doctrina y confortarse mutuamente. Por su parte, el bachiller Herrezuelo expuso sus dudas sobre la eficacia de los conventículos y, en cualquier caso, si esa presunta eficacia compensaba el peligro que corrían y si no sería más útil y menos arriesgado mantener la comunicación entre los miembros por medio de correos periódicos mensuales. El Doctor admitió que no estaría mal simultanear ambos procedimientos, pero defendió los conventículos como única fórmula posible de convivencia y de compartir la eucaristía. Juan Sánchez, visto el fracaso de su primera advertencia y que la segunda pareja demoraba la salida, repitió:
—Está nevando.
Y, entonces sí, entonces surgieron los comentarios, las alarmas y las prisas. Fueron abandonando la casa de dos en dos y cuando, al final, solo ya, Cipriano Salcedo salió a la calle, advirtió en los copos que caían una cierta luminosidad. Se veía mejor que dos horas antes, el ambiente era más claro, y la nieve acumulada en el suelo avivaba esta impresión. Se embozó en el capuz y sonrió íntimamente. Se sentía contento y protegido, se esponjaba. Pero, más que los halagos de la acogida, le había emocionado la reunión en sí misma. En su mente confusa buscaba la palabra adecuada para definirla y cuando la halló sonrió abiertamente y se frotó las manos bajo el capuz: fraternidad; ésta era la palabra justa y lo que él había creído encontrar entre sus correligionarios. Aquel conventículo clandestino era una reunión de hermanos alentada por la fe y el temor, como las de los primitivos cristianos en las catacumbas, como las de los apóstoles tras la resurrección de Cristo. Sentía como una emoción indefinible que a ratos se traducía en una culebrilla fría por la columna vertebral. Tenía conciencia de que se hallaba al comienzo de algo, de que había entrado a participar en una hermandad donde nadie te preguntaba quién eras para socorrerte. Desde el criado Juan Sánchez a la aristócrata Ana Enríquez, todos parecían disfrutar de las mismas consideraciones allí. Una fraternidad sin clases, se dijo. Y, en un momento de euforia cordial, pensó en la posibilidad de hacer partícipes de su felicidad a sus amigos y asalariados, Martín Martín, Dionisio Manrique, incluso a sus tíos Gabriela e Ignacio. Pensó que no se hallaba lejos del mundo fraternal en que desde niño había soñado.
En una idealización inefable se vio, de pronto, como un apóstol propagando la buena nueva, organizando un conventículo multitudinario, tal vez en el almacén de la Judería, donde pastores, curtidores, sastres, costureras, tramperos y arrieros, alabarían juntos a Nuestro Señor. Y, llegado el caso, millares de vallisoletanos se congregarían en la Plaza del Mercado para entonar, sin oposición alguna, los salmos que ahora rezaba furtivamente doña Leonor al comenzar las asambleas.
A la tarde siguiente visitó a doña Leonor y a su hijo. Sabía por Pedro Cazalla y don Carlos de Seso que en Ávila, Zamora y Toro existían pequeños grupos cristianos, satélites del núcleo más importante de Valladolid, con los que, de vez en cuando, se relacionaban Cristóbal de Padilla, criado del marqués de Alcañices, y Juan Sánchez. Pero los movimientos de éstos, su tosco y elemental bagaje intelectual, su falta de tacto, preocupaban seriamente al Doctor. Había que tomar más en serio estos contactos y Cipriano podía ser el encargado de ello. Al Doctor le satisfizo su buena disposición. Le sobraban discreción, talento y dinero para afrontar la tarea. Luego quedaba Andalucía. De Sevilla, del grupo luterano del sur, estaban cada vez más alejados y los cambios de impresiones, dada la vigilancia del Santo Oficio, eran muy precarios. Los sevillanos no ignoraban que un correo interceptado a tiempo podría desmantelar simultáneamente los dos focos protestantes en unas horas. De ahí que la desconexión entre ambos fuese casi total. Don Agustín Cazalla vio, pues, con buenos ojos el ofrecimiento de Salcedo, su disponibilidad. Cipriano podía empezar por Castilla y terminar en Andalucía. Era buen jinete y no miraba el tiempo ni el dinero. Comenzó visitando los tres conventos de la villa donde tenían adeptos y con los que hacía meses que no se comunicaban: Santa Clara, Santa Catalina y Santa María de Belén. Portaba cartas de presentación para las monjas y celebró charlas de locutorio con las superioras: Eufrosina Ríos, María de Rojas y Catalina de Reinoso, respectivamente. Las tres eran incondicionales pero el Doctor deseaba saber si las nuevas ideas progresaban entre las novicias o permanecían estancadas. Su difusión era arriesgada en los conventos, al decir del Doctor, ya que nunca faltaban personas fanáticas prestas a ir con el cuento a la Inquisición. Eufrosina Ríos le confirmó los temores del Doctor en el convento de Santa Clara. No obstante, había sido una novicia, Ildefonsa Muñiz, profundamente identificada con la Reforma, la que había introducido en el convento el tratadito de Lutero La libertad del cristiano, y estudiaba la mejor manera de difundirlo. Peor estaban las cosas en las Catalinas, donde, aparte el fervor de María de Rojas, nada se había alterado y, dadas las circunstancias, según información de la superiora, mejor sería de momento no intentarlo. La sorpresa vino del monasterio de Belén por boca de Catalina de Reinoso, la priora. A través del torno, con su voz nasal, muy monjil, Catalina le dio cuenta del avance de las nuevas ideas intramuros. Eran muchas las religiosas que habían abrazado la teoría del beneficio de Cristo y le facilitó la relación: Margarita de Santisteban, Marina de Guevara, María de Miranda, Francisca de Zúñiga, Felipa de Heredia y Catalina de Alcázar. El resto de la comunidad estaba bien orientado; únicamente le pedía al Doctor dos cosas: libros sencillos y un poco de paciencia. Cipriano anotó los nombres de las nuevas cristianas y los incorporó al fichero que guardaba en su despacho y que, día a día, iba creciendo.
Antes de partir para Ávila y Zamora, Cipriano Salcedo encargó al impresor Agustín Becerril una edición de cien ejemplares de El beneficio de Cristo, tomando como base el manuscrito de Pedro Cazalla. Hombre guardoso, Becerril aceptó el encargo a cambio de una pingüe cantidad y, sopesando pros y contras, se comprometió a editar los ejemplares a condición de que nadie más se enterase de la operación. Él mismo, sin ayudas, realizó la tirada y, una noche, al cabo de un mes, Cipriano recogía el paquete en su coche, en la trasera de la imprenta. La posibilidad de disponer de cien ejemplares de El beneficio de Cristo fue muy comentada y celebrada en el conventículo del 16 de febrero. Ahora había que distribuir los libros con tacto, sin precipitaciones, procurando la mayor eficacia en su difusión.
En Ávila conectó con doña Guiomar de Ulloa, mujer de alcurnia, que, de vez en cuando, celebraba tertulias cristianas en un palacio pegado a la muralla. Aquella mujer dejaba traslucir una gran dignidad que aumentaba cuando tomaba la palabra. Su actividad era pequeña y no podía ser de otra manera: en la ciudad dominaba un catolicismo rutinario, decía, muy poco reflexivo y abierto. A cambio, sus cenáculos tenían fama por su altura y calidad. Por su casa habían pasado fray Pedro de Alcántara, fray Domingo de Rojas, Teresa de Cepeda y otra serie de personas eminentes. Cipriano la escuchaba con arrobo, recostado en la otomana, rodeado de cojines como un sultán. También pasó por aquí, dijo la dama, el doctor Cazalla a poco de regresar de Alemania. Con motivo de su visita convocó a los hermanos de la provincia, el barbero de Piedrahíta, Luis de Frutos, el joyero Mercadal, de Peñaranda de Bracamonte, y a su sobrino Vicente Carretero. El Doctor escuchó a todos, uno por uno, y dejó buena memoria de su paso, aunque él, personalmente, marchara decepcionado. Era una provincia difícil, áspera, dijo y doña Guiomar asintió. Cipriano Salcedo bebía ahora en las mismas fuentes, cambiaba impresiones con los mismos personajes, pero Luciano de Mercadal, el joyero, no se mostraba tan pesimista como doña Guiomar. Era cierto que Ávila, la capital, era muy tradicionalista, pero en Peñaranda y Piedrahíta había facciones en vías de organizarse y él estaba en ello. De momento, en Peñaranda, podía contarse con doña María Dolores Rebolledo, Mauro Rodríguez y don Rafael Velasco, como incondicionales, y en Piedrahíta con el carpintero Pedro Burgueño animador de una terna interesante.
De ahí saltó Cipriano a Zamora, a Aldea del Palo. En el trayecto advirtió por primera vez en su caballo Relámpago unos repentinos desfallecimientos que le preocuparon. El animal no había conocido enfermedad y estas manifestaciones parecían graves. De pronto había dejado de ser el corcel infatigable, capaz de hacerse de una tirada y al galope el trayecto Valladolid-Pedrosa. Ahora había que concederle treguas, al paso o al trote corto. Pero estos desfallecimientos súbitos que evidenciaba ahora, seguidos de ruidosos ahogos asmáticos, constituían algo nuevo que evidenciaba que Relámpago había envejecido, no era ya caballo para una prisa, en el que poder confiar. Consultaría a su regreso con Aniano Domingo, el tratante de Rioseco, muy entendido en caballerías. De momento le palmeó el cuello y se dio cuenta de que el animal sudaba copiosamente. Así y todo llegó a tiempo a la reunión de Pedro Sotelo, en cuya casa tenía el proselitista Cristóbal de Padilla no sólo un refugio seguro sino un lugar apropiado para la celebración de cenáculos. Sotelo era hombre pigre, de gruesos carrillos, barbilampiño. Con Padilla formaba una pareja cómica: aquél con su trasero desmedido, bajo, barrigudo y Padilla con sus melenas rojas, lacias y descuidadas, flaco como un huso. No obstante, uno confiaba en el otro y parecían inseparables, aunque a Cipriano le preocupó la temeridad con que ambos se producían. En sus conventículos, a pleno día, no se exigían controles ni contraseñas. Todo el mundo podía entrar en la casa, con lo que las reuniones resultaban excesivamente vivas y agresivas sin cultos que las justificasen. Al llegar Cipriano, ya estaban allí, con los organizadores, don Juan de Acuña, hijo del virrey Blasco, recién venido de Alemania, Antonia del Águila, novicia de la Encarnación, el bachiller Herrezuelo y otra media docena de personas desconocidas. Mas, antes de que Acuña bromeara con la monja, entraron dos jesuitas que se sentaron en el último banco. Justo en ese momento don Juan de Acuña le decía a Antonia del Águila irónicamente que Dios le había hecho la merced de ser monja porque no servía para casada, a lo que la novicia, muy templada, le respondió que aún no lo era, no era monja, pero pensaba serlo previa dispensa del Santo Padre. Acuña adujo, entonces, imprudentemente, que las dispensas de los votos de castidad no estaban ya en manos del Papa, momento en que el más joven y aguerrido de los jesuitas, puesto en pie, intervino para decir, sin venir a cuento, que acababa de regresar de Alemania y había observado que allí los luteranos vivían con mucha disolución, dando mal ejemplo, mientras los sacerdotes católicos lo hacían con mucho recogimiento y honestidad. La provocación era manifiesta, pero don Juan, puesto en pie y accionando con vehemencia, aceptó el desafío y voceó que también él venía de Alemania y lo que había visto no coincidía con lo manifestado por su reverencia. El jesuita joven le preguntó entonces qué conclusiones había sacado él de su viaje y Acuña, sin una vacilación, resaltó que tres esencialmente: la unción de los predicadores luteranos, su esfuerzo por ser honrados y parecerlo y el hecho de que tuvieran mujeres propias y no mancebas. El otro jesuita, el de más edad, intentó intervenir, pero don Juan frenó sus pretensiones: un momento, reverencia, dijo, aún no he terminado. Y seguidamente, sin ninguna precaución, se lanzó a censurar al clero católico alemán que, según él, comía y bebía a dos carrillos, mantenía en casa a sus concubinas y, lo que aún era peor, dijo, se ufanaba y hacía gala de todo ello. Cipriano se exasperaba. Y su irritación iba en aumento a medida que la controversia se centraba en minucias sobre la vida religiosa en Centroeuropa. Miraba ora a Sotelo ora a Padilla, pero ninguno de ellos parecía dispuesto a intervenir en el debate y encauzarlo. Llegó a pensar que ése debía ser el tono habitual de los conventículos en Aldea del Palo y se estremeció. Pero todavía don Juan de Acuña vociferaba que era público y notorio que una de las razones que movía a los alemanes a cerrar conventos era la vida licenciosa que se hacía en ellos y que, en este aspecto, la secta menos mala era la de Lutero.
Cipriano advertía que las palabras habían ido demasiado lejos y ya no era fácil reconducir el coloquio hacia otros derroteros. El jesuita más viejo trató de hacer ver a los asistentes, con voz que pretendía ser serena, que Lutero había muerto rabiando y había sido llevado a la sepultura por los mismísimos demonios. Don Juan de Acuña, arrebatado de ira, respondió que cómo lo sabía y, cuando el jesuita replicó que lo había leído en un libro impreso en Alemania, don Juan aclaró, con ironía, que Alemania era un país libre y por tanto podían publicarse en él cosas que eran ciertas y cosas que no lo eran tanto, ya que, según sus propios informes, la muerte del reformador había sido edificante. El jesuita más joven se refirió entonces al matrimonio de Lutero, al enlace libre con una monja exclaustrada, acto sacrílego, dijo, puesto que ambos habían hecho votos de castidad, afirmación que Acuña rebatió haciendo ver que la prohibición de casarse los clérigos era de derecho positivo, es decir decisión de un Concilio y, por tanto, otro Concilio podía autorizarlo como había hecho la Iglesia griega. La discusión se agriaba y los temas se enlazaban unos a otros sin que los polemistas lo advirtieran. Acuña aludió a la falibilidad del Papa, demostrada en el intento de Paulo IV de declarar cismático al Emperador y, en ese momento, Cipriano Salcedo, consciente de que Acuña había disparado directamente al corazón de la orden de Ignacio de Loyola, se puso de pie en el escañil y, alzando su voz sobre las de los demás, rogó a los polemistas que cambiaran de tema y tono, que al resto de los asistentes les desagradaba el fondo y la forma de desarrollarse el debate puesto que ellos habían acudido allí a escuchar una lección de doctrina y no a soportar un lamentable intercambio de improperios. Sonaron unos tímidos aplausos, mas, ante el asombro de la concurrencia, don Juan de Acuña, consciente tal vez de sus excesos, escandalizado de su proceder, se incorporó de pronto, retiró el escañil donde se sentaba, se acercó a los dos jesuitas y les pidió disculpas. Pero su cambio de actitud no acabó ahí sino que explicó además que tenía un hermano en la Compañía y solía ejercitarse con él en estos duelos verbales, pero que en modo alguno alimentaba ideas heréticas, ni creía en lo que había sostenido, sino que todo había comenzado al permitirse una broma inocente con la novicia Antonia del Águila con la que tenía confianza y por la que sentía un antiguo afecto. La novicia asentía con la cabeza y sonreía y los jesuitas, por no ser menos en aquel imprevisto pugilato de buenas maneras, se pusieron en pie, aceptaron sus explicaciones y elogiaron la labor de su hermano en la Compañía de Jesús, un gran teólogo, dijeron a dúo y, con la esperanza de que don Juan no repitiese en público su actuación de esta mañana, dieron por zanjado el incidente.
Cipriano Salcedo desistió de terminar su gira. Deprimido por las escenas que había presenciado y preocupado por la enfermedad de Relámpago, cuyos desfallecimientos volvieron a producirse al subir una pequeña colina, regresó a Valladolid dejando para mejor ocasión sus visitas a Toro y Pedrosa. Le corría prisa informar al Doctor del resultado de su viaje. Cristóbal de Padilla, al fin y al cabo un criado, no podía a su juicio actuar por propia iniciativa, ni ellos admitir su alianza explosiva con Pedro Sotelo. Los sucesos de Aldea del Palo constituían una seria advertencia. Sin la discreción de los jesuitas, la Inquisición estaría a estas horas tras sus pasos. Habían corrido, pues, un riesgo innecesario. Por otra parte el Doctor debería conectar con don Juan de Acuña sin demora y frenar su boca caliente que dejaba a la organización a la intemperie. Su imprudente verbo en Aldea del Palo justificaba sobradamente la intervención del Santo Oficio. Otros muchos, más discretos y mesurados que él, esperaban juicio en las cárceles secretas. Don Pedro Sotelo, demasiado ingenuo, debería terminar sin más con esas reuniones insensatas. Los miembros de la Compañía de Jesús se movían por el mundo de dos en dos, y los mandos de la orden solían compensar la intransigencia de uno con la tolerancia del compañero. La actitud de la pareja en Aldea del Palo había sido, no obstante, extrañamente unánime y comprensiva dado que la Compañía, con su carácter militar, había sido fundada precisamente para defender el catolicismo. Había que contar también, como factor favorable, con la militancia del hermano de don Juan en la orden. Sin esa circunstancia era más que probable que la pareja de jesuitas no se hubiera mostrado tan condescendiente. La misma violencia con que se produjo Acuña, unida a su juventud y al historial de su hermano, indujeron a la pareja a no tomar demasiado en serio sus palabras y, finalmente, aceptar sus explicaciones. En todo caso, la escena había sido tan imprudente que Salcedo, tan pronto se disolvió la reunión, montó su caballo y, desdeñando la invitación de Pedro Sotelo para almorzar juntos, siguió a Valladolid sin despedirse de Acuña ni de Cristóbal de Padilla. Las descarnadas frases cruzadas en el coloquio le quemaban el estómago. No veía el momento de poder departir con el Doctor y, al divisar el castillo de Simancas desde lo alto de un cerro, suspiró con alivio. Pero, en ese mismo momento, el caballo tropezó o, debido a su misma flaqueza, flexionó inesperadamente sus remos delanteros, dobló las patas traseras y quedó allí, tendido entre los tomillos, los ojos tristes, el belfo lleno de babas, resollando. Cipriano Salcedo se apeó alarmado y propinó a Relámpago unas palmadas amistosas en el lomo. Sudaba y jadeaba, miraba con indiferencia, no reaccionaba. Unos ásperos ruidos guturales salían ahora de su boca con la baba. Cipriano se sentó a su lado, junto a una aulaga, a esperar que se repusiera. Tenía la impresión de que el caballo estaba muy enfermo. Pensó en Valiente, tendido y ensangrentado entre las cepas en Cigales, según el relato del tío Ignacio. Relámpago inclinó la cabeza y emitió una serie de relinchos largos y apagados. Son los estertores, pensó Cipriano. Pero, instantes después, sujetándole del vientre y mediante un esfuerzo, el animal se incorporó y Salcedo lo llevó de la brida, al paso, hasta Simancas. Le dio de beber y, en el viejo puente, volvió a montarlo y el caballo aceptó la liviana carga hasta Valladolid. Vicente limpiaba la cuadra a su llegada y, nada más verle, se dio cuenta de que el caballo estaba enfermo. Lleva tres días débil, asmático y sin comer, le aclaró Cipriano. Y añadió:
—Mañana, una vez que el animal descanse, súbeselo a Aniano Domingo, en Rioseco. Infórmate bien de si el mal tiene remedio. Haz noche en La Mudarra, cuidando que no se agote. No quiero que el caballo sufra.
Vicente miraba los ojos de Relámpago, le palmeaba el cuello sin parar. Vio que su amo vacilaba, abrió la boca y volvió a cerrarla. No se decidía. Finalmente le oyó decir:
—Si Aniano no diera esperanzas, sacrifícalo. Un tiro, sí, en la mancha blanca, entre los ojos. Y el de gracia en el corazón. Antes de enterrarlo asegúrate que está muerto.