XI

Cipriano Salcedo fue uno de los muchos vallisoletanos que, mediado el siglo XVI, creyeron que la instalación de la Corte en la villa podía tener carácter definitivo. Valladolid no sólo rebosaba de artesanos competentes y nobles de primera fila, sino que las Cortes y la vida política no daban ninguna impresión de provisionalidad. Al contrario, una vez llegado el medio siglo, el progreso de la ciudad se manifestaba en todos los órdenes. Valladolid crecía, su caserío desbordaba los antiguos límites y la población aumentaba a un ritmo regular. «No cabemos ya dentro de la muralla», decían orgullosos los vallisoletanos. Y ellos mismos se replicaban: «Construiremos otra mayor que nos acoja a todos». Un visitante flamenco, Laurent Vidal, decía de ella: «Valladolid es una villa tan grande como Bruselas». Y el ensayista español Pedro de Medina medía la belleza de la Plaza Mayor por los huecos que ofrecía al exterior: «¿Qué decir —escribía— de una plaza con quinientas puertas y seis mil ventanas?». Pero, doblado el medio siglo, la construcción, activa ya desde 1540, se aceleró, se acabaron de urbanizar las Tenerías, frente a la Puerta del Campo, y se levantaron importantes edificios más allá de las puertas de Teresa Gil, San Juan y la Magdalena. Las huertas de Santa Clara perdieron pronto su carácter agrícola y se convirtieron primero en solares y, luego, en casas de pisos con balcones de herraje, formando un barrio que corría paralelo al río Pisuerga.

El frenético ritmo de edificación hizo surgir en todas partes nuevas manzanas de casas, utilizando tanto los espacios cerrados, patios y jardines, como los terrenos abiertos de los arrabales. Para Cipriano Salcedo y sus convecinos constituyó un motivo de orgullo la transformación de su barrio, desde la Corredera de San Pablo a la Judería, próxima al Puente Mayor. Tres docenas de casas de nueva planta se habían edificado en las calles Lechería, Tahona y Sinagoga, y otras tantas aún más sólidas en la huerta del Convento de San Pablo cedida para este fin. Para dar salida a estos bloques se abrió la calle Imperial, que enlazaba con el barrio recién construido. Otras licencias para obras de envergadura se concedieron, asimismo, en la calle Francos y en la huerta del convento de monjas de Santa María de Belén, entre el Colegio de Santa Cruz y la Plaza del Duque.

Pero lo más espectacular fue la expansión de la villa por las parroquias de extramuros: San Pedro, San Andrés y Santiago. Las cesiones de terreno de los hermanos Pesquera, que facilitaron sesenta y dos nuevos solares, resultaron beneficiosas incluso para los donantes, lo que indujo a otros propietarios a cambiar sus fincas, por una renta anual vitalicia, en lugares concretos como la calle de Zurradores, la linde del camino de Renedo y la del de Laguna, a la izquierda de la Puerta del Campo. En este tiempo, mediada la década, Valladolid se convirtió en un gran taller de construcción sobre el que pasaban los años sin que su febril actividad conociera reposo.

Simultáneamente a la erección de nuevos edificios, nació entre las clases pudientes la necesidad de acondicionarlos, de amueblarlos conforme a las más exigentes normas estéticas europeas. La decoración interior empieza entonces a ser considerada un arte. La Corte y sus exigencias van imbuyendo en los vallisoletanos una propensión al consumo cuya primera manifestación es el adorno. Incluso Teodomira Centeno, que durante años se había conformado con un discreto pasar, se sintió arrastrada de pronto por la fiebre de suntuosidad que impulsaba a sus convecinos. Para Cipriano Salcedo, el derroche de su mujer revelaba, por una parte, un contagio social y, por otra su carácter inestable. Teo explicaba de manera expresiva esta debilidad: el día que no gasto cien ducados lo considero un día perdido, confesaba a su marido. Esta obsesión por el gasto, junto a la observancia rigurosa de la terapia del doctor Galache, llenaron su vida en aquellos días. Con una particularidad, la tía Gabriela, tan reticente años atrás al matrimonio de Cipriano, se convirtió de pronto en la más fiel amiga y aliada de su esposa. El proverbial buen gusto de la tía se unió a la fabulosa fortuna de su sobrina. Teo no sólo era dócil sino que aceptaba agradecida las sugerencias de Gabriela. La Reina del Páramo conocía sus límites, se sabía mejor esquiladora que su tía pero carecía de un gusto tan decantado como el suyo. Por si fuera poco, la tía Gabriela, que ya se aproximaba a los sesenta, había encontrado en el despilfarro del dinero ajeno una actividad rejuvenecedora. En cuanto a Salcedo, poco apegado a las cosas materiales y embarcado en problemas trascendentes, apenas le afectaba la propensión al hedonismo de su cónyuge, antes bien, la alentaba. A estas alturas de su vida le agradaba una mujer ocupada, distraída, ya que Teo iba dejando de ser para él un elemento de sosiego al mismo tiempo que un aliciente perturbador. Se había equivocado con ella. Su tamaño, su blancura de estatua, la ausencia de vello y de sudor no dejaban de ser defectos que su fantasía de pretendiente había convertido en atributos. Aquella figura carnosa, prieta y lacteada le decía ya muy poco como mujer y nada como sombrilla protectora. Su relación era simple: Teo le servía cada noche el preparado de escorias de plata y acero y, a cambio, le exigía mensualmente cinco días de respeto. Teo seguía viviendo alentada por la esperanza de ser madre. Creía a cierra ojos en la promesa del doctor Galache y se atenía escrupulosamente a sus instrucciones. Cualquier día quedaría preñada de Cipriano y el pronóstico del doctor se habría cumplido.

Cipriano, por el contrario, ingería la pócima nocturna por complacerla. No creía en ella en absoluto. Tenía el convencimiento de que Galache había utilizado la receta como recurso para quitarse de encima a una histérica. Transcurridos los cinco o seis años previstos ya vería el mejor modo de prolongar la expectativa. Pero Teo no cejaba. Para ella las relaciones íntimas tenían el mismo fin que las escorias de plata y acero o sus tomas de salvia con sal después de los cuatro días de abstinencia. Ya no enredaba con la cosita. Ese juego había pasado a la historia como la escalada de Cipriano hasta la meseta de las protuberancias. Olvidado ya de la sapina y de su desapacible cópula, Cipriano aceptaba el débito sin reticencias ni entusiasmos, lo mismo que ella, es decir con desventaja, ya que él no creía en la terapia del doctor para activar la descendencia y ella sí. En esta situación, de la inicial protección física que Teo le dispensara, no le quedaba otro recuerdo que el doblez de la almohada donde cada noche introducía su pequeña cabeza para conseguir conciliar el sueño.

Nada de esto impedía que Teo le mostrara con entusiasmo los progresos en la decoración de la casa. Los muebles de pino iban desapareciendo sustituidos por otras maderas más nobles, principalmente roble, nogal y caoba. Con ello, su despacho, por ejemplo, iba ganando en calidad y riqueza: sobre la gran mesa de nogal reposaba una escribanía de avellano, a su lado un atril y, enfrente, una estantería de roble llena de libros. Bajo la ventana, Teo había dispuesto una arqueta veneciana de ébano con incrustaciones en marfil de escenas bíblicas. Una auténtica joya. También los escañiles iban quedando para los pobres. Su lugar lo ocupaban ahora sillas de cuero u otras de estilo francés. Pero la transformación de la casa no se detuvo ahí. El dormitorio del matrimonio pasó de la eficacia a la coquetería. La vieja cama de hierro fue reemplazada por otra forrada de damasco carmesí cubierta por baldaquino de brocado de oro. Frente a la cama, Teo instaló un tocador de caoba con los enseres de plata y, junto a la puerta, un gran arcón forrado de piel de ternera para la ropa de cama. Sin embargo, las copias de cuadros, que distribuyó por la parte noble de la casa, no tuvieron acceso al santuario matrimonial, tan venido a menos, donde las paredes estaban decoradas por guardamecíes dorados y, presidiéndolo todo, sobre el lecho, un crucifijo encargado ex profeso a don Alonso de Berruguete. En el mismo estilo, ennobleciendo puertas y ventanas y dando entrada a tapices y alfombras, decoró Teo la sala y el comedor. Únicamente quedaron en su antiguo estado las buhardillas del piso alto, los trasteros y la habitación de Vicente, el criado, junto a las cuadras, en la planta baja, que era intocable.

Pero el cambio más importante que experimentó la casa de la Corredera fue el relativo al ajuar: toallas bordadas a punto real, sábanas de Flandes, pañuelos y pañitos de Holanda, almohadones alemanes y toda clase de ropa, incluida la interior, abarrotaban los gigantescos armarios. Y sobre anaqueles y rinconeras, juegos de té, jarras y candelabros, en plata y oro procedentes de las Indias. De oro y plata eran también las cuberterías, vinajeras, cascanueces, azucareros y saleros, ordenados en el aparador, frente al cual, en el juguetero veneciano, se exhibían porcelanas y cristales de Bohemia de exquisitas formas y tonos.

A Cipriano no dejaba de conmoverle el tesón de Teo por superar su pasado de esquiladora, no de olvidarlo, puesto que aparte del Obstinado, el ruin penco que conservó hasta su muerte, guardaba en su armario personal, como una reliquia, junto a ricas prendas de ruan y holandas, el acial y los juegos de tijeras y cuchillos de trasquilar, merced a los cuales obtuvo un día el título de Reina del Páramo. Cipriano dejaba que las cosas marcharan a su aire. No le desagradaban ni la molicie que el cambio hogareño comportaba ni la pasión que Teo ponía en ello. A veces, Teo y la tía Gabriela llegaban cargadas de chucherías al caer la tarde, Crisanta les servía unas pastas y un refresco y los tres charlaban largo rato sobre los nuevos proyectos y las últimas adquisiciones.

Pero, ordinariamente, Cipriano Salcedo vivía estas novedades un poco al margen, cada vez más embebido en los libros y los viajes. Frecuentaba las visitas a Pedrosa, ya que la palabra de Pedro Cazalla, su compañía y adoctrinamiento habían llegado a hacérsele imprescindibles. A veces, esperándole en su casa, charlaba con Beatriz, la hermana, muy sutil e inteligente, con un extraño ángel en el rostro, luminosa y empecinada. Resultaba edificante la confianza con que vivía la teoría del beneficio de Cristo, sobre la que no admitía discusión. La Pasión del Señor había sido una obra perfecta y resultaba grotesco que algunos creyentes con sus mezquinas invenciones pretendieran enmendarle la plana al Redentor. Mantenía una activa vida de relación con las vecinas del pueblo y con tres de ellas se ocupaba del mantenimiento de la parroquia.

De cuando en cuando se presentaban en Pedrosa Cristóbal de Padilla y Juan Sánchez. El primero era criado de los marqueses de Alcañices y el segundo lo había sido de doña Leonor de Vivero, luego de Pedro Cazalla, en Pedrosa, quien acabó facturándoselo de nuevo a su madre debido a su entrometimiento. Padilla era un extraño ser, alto y desgarbado, con una melena larga y roja que le daba la apariencia de un personaje de cuento infantil. Contrariamente Juan Sánchez era un muchacho de baja estatura, cabezón, piel reseca y apergaminada pero muy activo y oficioso. Caballero en vieja mula, solo o acompañado de Cristóbal de Padilla, se había convertido espontáneamente en enlace de la comunidad de Valladolid con los grupos de Zamora y Logroño. En Zamora, era Padilla quien llevaba la batuta y organizaba catequesis en busca de nuevos adeptos, mostrándose con frecuencia demasiado audaz y arriesgado. Pese a las órdenes en contrario, Juan Sánchez le acompañaba en ocasiones. En cambio, Beatriz Cazalla era una muchacha cauta y discreta y cuando charlaba con ellos, dada su inteligencia, les abastecía de ideas y expresiones para su evangelización futura. A veces discutían en torno a los sacramentos y el matrimonio de los clérigos, y Pedro Cazalla se creía obligado a intervenir para imponerles silencio.

Las charlas de Pedro Cazalla y Cipriano Salcedo solían ser itinerantes. De ordinario tomaban el carril de Casasola, con las salinas del Cenagal y el monte de La Gallarita al fondo, pero, a medio camino, solían sentarse en la cima del Cerro Picado, el más próximo al pueblo, y allí seguían departiendo mientras contemplaban las casitas molineras agrupadas a un costado de la iglesia, entre las acacias, y el ejido con el pajero del común, el pozo, y los restos de carros y trillos desguazados. Algunas tardes paseaban en dirección a Toro, entre sembrados y viñedos, hasta alcanzar el camino de Zamora. O bien se acercaban a Villavendimio, en cuyos terrenos yermos y arenosos empezaba a desarrollarse la pinada plantada por Martín Martín. En primavera, subían, de alba, con el perdigón, invariablemente a la linde de La Gallarita. Poco a poco, Cipriano Salcedo se había ido convirtiendo en un conspicuo pajarero. Sabía identificar la voz de Antón entre las de otros machos decidores y distinguía a la perfección los cantos de llamada de los de recepción. Curtido en mil aguardos, ya no censuraba a Cazalla la sangre vertida. Vivía el duelo entre el hombre y el pájaro apasionadamente y, sumiso al cura, terminaba aceptando, tarde o temprano, todo lo que saliese de su boca.

Un día del mes de abril, cuando Antón emitía una llamada encendida desde lo alto del tanganillo, ante la terca mudez del campo, Pedro Cazalla le dijo brutalmente, sin preparación alguna, que no había purgatorio. Pese a estar sentado, la rudeza de Cazalla le produjo a Salcedo una extraña flaqueza en las rodillas y un vértigo en la boca del estómago. El cura le miraba de soslayo, atentamente, pendiente de su reacción. Le vio empalidecer como el día de la sapina y buscar acomodo para sus piernas en la angostura del tollo. Finalmente murmuró:

—E… eso no puedo aceptarlo, Pedro. Forma parte de la fe de mi infancia.

Estaban encerrados en el tollo, sentados en la banqueta, el uno junto al otro, Cazalla con el retaco cargado entre las piernas, ajenos ambos al comportamiento del perdigón. Dijo Cazalla dulcemente encogiendo los hombros:

—Es muy duro, Cipriano, lo comprendo, pero debemos ser coherentes con nuestra fe. Observando los mandamientos ninguna cosa hay que no nos sea perdonada por la Pasión de Cristo.

Salcedo parecía a punto de llorar, tal era su desolación:

—Tiene razón vuesa paternidad —dijo al fin—, pero con esta revelación me deja desamparado.

Pedro Cazalla le puso una mano en el hombro:

—El día que don Carlos de Seso me lo dijo sufrí tanto como vos. Las tinieblas me envolvían y sentí miedo. Estaba tan atribulado que pensé en denunciar a don Carlos al Santo Oficio.

—Y ¿cómo superó esa angustia?

—Sufrí mucho —repitió—. Me sentía empecatado. En los días siguientes no pude decir misa. Así es que, una mañana, aparejé la mula y me fui a Valladolid. Tenía necesidad de ver al virtuoso teólogo, don Bartolomé Carranza. ¿Le conoce vuesa merced?

—Tiene fama de santo y sabio.

Pedro Cazalla retiró la mano de su hombro y prosiguió:

—Me confié a él, le abrí mi alma. Don Bartolomé me dirigió una mirada adivinadora y me preguntó: ¿quién le ha dicho lo del purgatorio? No se lo quise decir y, entonces, él añadió: y si lo acierto, ¿vos me lo confirmaréis? Y como yo le respondiese que sí, él pronunció el nombre de don Carlos de Seso y yo bajé la cabeza asintiendo.

Pedro Cazalla hizo una pausa, como esperando una reacción inmediata de Salcedo, pero éste tenía la boca seca y le costaba articular palabra:

—Y ¿qué le dijo su paternidad? —inquirió al fin.

—Fui yo quien le advertí que me creía en el deber de dar parte al Santo Oficio, de denunciar a don Carlos, pero él me aquietó, que me sosegara, que no delatara a nadie, que regresase a mi curazgo y rezase la misa como todos los días. Y así lo hice y él, en tanto, mandó un correo a Logroño rogando a don Carlos que viajara a Valladolid, que le iba mucho en ello. Y don Carlos vino por la posta y se fue directamente al Colegio de San Gregorio a hablar con don Bartolomé Carranza, pero en el patio nos encontramos y él entonces me dio la paz en el rostro, me besó en la mejilla, cosa que nunca había hecho conmigo, y esto me conmovió. Y juntos subimos a la celda del teólogo pero éste me dijo que yo quedara fuera, que no era menester mi presencia. Y, al decir de don Carlos, al verse solos, le preguntó si era cierto que me había dicho que no había purgatorio y que en qué lo fundaba. Y Seso le respondió que en la superabundante paga que había dado Nuestro Señor por nuestros pecados con su pasión y muerte. Y su paternidad le advirtió entonces que ninguna buena razón era suficiente para apartarse de la Iglesia ya que no todos los hombres se iban de este mundo tan llenos de fe como la que él demostraba. Luego le advirtió que estaba en vísperas de irse a Inglaterra con el Rey nuestro señor pero que, tan pronto regresara, procuraría escucharle y satisfacerle más particularmente. Y, antes de despedirse, alabó de nuevo su fe y siguió sin condenar sus palabras. Únicamente le encareció que guardase el secreto de la entrevista. Exactamente le dijo: «Mirad que esto que ha pasado aquí, aquí quede enterrado y por ninguna circunstancia lo digáis».

El interés con que escuchaba la historia apartó de momento a Salcedo del motivo de su aflicción. Y aprovechó la pausa de Cazalla para preguntarle:

—Y ¿volvieron a hablar en alguna ocasión de este negocio?

Cazalla encogió los hombros. Dijo con cierta amargura:

—Su paternidad aún no ha terminado con sus quehaceres.

A Antón se le quebró en el cuello el último coreché. El pájaro se mostraba aburrido y desanimado; el campo parecía desierto. Cazalla se incorporó en el tollo, las manos en los riñones. Dijo, cambiando de tono:

—A la caza no hay que buscarle las cosquillas. Si dice que no, es mejor dejarlo.

Por la noche, en la posada, Cipriano padeció angustias de muerte, no consiguió dormir. Sentía su espíritu turbado, afligido. Ya en el tollo había experimentado un tirón violento, como una amputación. Ahora advertía que su mundo se había visto alterado de raíz con las palabras de Cazalla. Y, entre el cúmulo de ideas que se mezclaban en su cabeza, solamente una veía clara: la necesidad de modificar su pensamiento, poner todo patas arriba para luego ordenar serenamente las bases de su creencia. Se levantó antes de amanecer y las primeras luces del alba le sorprendieron en Villavieja. Ya en Valladolid, rebuscó afanosamente entre los libros. Allí estaba lo que buscaba. La frase de Melchor Cano le apaciguó momentáneamente: la intención de Carranza ha sido siempre ortodoxa, decía. Pero don Bartolomé se identificaba con Seso y de ahí que no lo hubiera denunciado. Bartolomé Carranza seguramente creía que no existía el purgatorio, pero era consciente del riesgo de proclamarlo así sin tener en cuenta la formación del interlocutor. El gran teólogo era, sin duda, un hombre escrupuloso y prudente.

Antes de cumplir una semana, la inquietud de Cipriano le llevó de nuevo a Pedrosa. Le sorprendió que Cazalla, probablemente en un acceso de humildad, le llamase hermano. El párroco no abrigaba dudas sobre la relación entre Seso y Carranza. Entre ellos existía una evidente analogía de pensamiento. Melchor Cano tenía razón en ese punto. Caminaban por el carril de Toro, en una tarde apacible, cuando vieron venir en sentido contrario un esbelto corcel, envuelto en una nube de polvo. Pedro Cazalla no se alteró cuando dijo:

—Si no me equivoco aquí tenemos a don Carlos de Seso en persona.

El caballo, boquifresco, estrellado, de remos finos, fue lo primero que atrajo la atención de Salcedo. Enseguida se advertía que no era un caballo del montón sino escrupulosamente elegido: un animal albazano, impaciente, que piafó elegantemente al alcanzar la altura de los dos hombres. El caballero les saludó antes de apearse. Se trataba de un hombre esbelto, delgado, de mirada clara, unos años mayor que Cipriano. Rubio, de breve barba y pelo corto, tocado con una gorra italiana, su atuendo, con mangas lisas a la turca, vistas las puntas de la camisa y calzas enteras picadas, parecía el más adecuado para cabalgar. Daba la impresión de hombre de mundo, petimetre y altivo sin pretenderlo. Procedía de Toro. Iba a ser nombrado corregidor y había visitado la villa para saludar a los viejos amigos. Era hombre facundo, de verbo matizado, cuya desenvoltura atraía. Conducía a Veronés, su caballo, de la brida y caminaba entre Cipriano y Cazalla con naturalidad. Sin preámbulo alguno se dirigió a Salcedo: había conocido a un tío suyo muchos años atrás, en Olmedo, durante la peste, hombre culto, justamente afamado, abierto. A Pedro le había oído hablar de él, de Cipriano, como terrateniente fuerte y hombre espiritualmente inquieto. Más tarde charlarían. Pensaba dormir en la posada de Baruque y partir muy de mañana para Logroño.

Beatriz Cazalla, la hermana de Pedro, les recibió con mucho afecto y desenfado y los invitó a cenar; no tenía cena para tantos pero lo arreglaría con un pernil. Don Carlos trataba a Beatriz con una mezcla de familiaridad y respeto. La embromaba y ella reía sin parar. Cazalla aseguraba que era como su madre, mujeres sin telarañas en la cabeza, que habían nacido para reír. Durante la cena y la sobremesa se abordaron temas triviales: la afición a la caza de Pedro, el viñedo, el revoque de la iglesia, pero tan pronto se vieron solos Seso y Salcedo en la sala de la fonda ante una jarra de vino, Salcedo afrontó sin vacilaciones el tema del purgatorio. Le había parecido tan oportuna la irrupción de don Carlos que no dudó que Cazalla le había enviado un correo encareciéndole su presencia. Sobre el arcón había un gran crucifijo y, al advertirlo, Seso lo señaló teatralmente con un dedo y dijo:

—Ahí tiene vuesa merced mi purgatorio. Ése es mi purgatorio.

Hacía el efecto de un iluminado. En chancletas, con sus ojos grises muy fijos, la bata de viaje, se diría que su personalidad había mudado. Salcedo le miraba implorante, haciendo ostensible el sufrimiento de los últimos días.

—Los españoles dan mucha importancia a este negocio del purgatorio —comentó don Carlos sonriendo—. En mi país se acepta su inexistencia como consecuencia lógica de la nueva doctrina. Don Bartolomé Carranza se resistió a escucharme cuando le quise dar las razones; las dio por sabidas.

La hija de Baruque se había retirado después de cebar el candil y echar unos leños al fuego. Mientras don Carlos se servía un nuevo vaso de vino, Cipriano sacó fuerzas de flaqueza para decir:

—Y… y a mí ¿podría decirme vuesa merced en qué basa su convencimiento? Carezco de las luces y la santidad de su reverencia.

La metamorfosis de don Carlos se había ido completando. La aparente despreocupación del camino había desaparecido de él y, pese a lo agraciado de su rostro, a su breve melena rubia, más parecía un hombre de iglesia, presto a iniciar un sermón, que un caballero. Sus ojos claros miraban ahora con empeño las pequeñas manos peludas de Cipriano:

—No quiero cansarle —dijo con aire protector—. Para mí hay tres razones de peso que demuestran la inexistencia del purgatorio…

Dejó su razonamiento en suspenso y Cipriano aproximó el rostro a sus labios, temeroso de que no llegara a formularlas:

—Le escucho —dijo impaciente, apremiándole.

Don Carlos clavó sus ojos grises en su rostro y reanudó la exposición:

—En primer lugar, al aceptar que no hay purgatorio, reconocemos haber recibido de Cristo la mayor misericordia. A esto, añada vuesa merced que ni los Evangelistas ni San Pablo aluden a él en sus escritos. Por último, y esto para mí también es esencial, tenemos la posición de don Bartolomé de Carranza, hombre santísimo y de gran sabiduría. ¿Necesita vuesa merced más y mayores evidencias?

Parpadeó reiteradamente Cipriano Salcedo como deslumbrado. Operaba sobre él una especie de fuerza sobrenatural que parecía provenir de aquel hombre. Le convencían sus razones, las tres, especialmente la segunda: ¿por qué los Evangelistas no habían aludido al purgatorio y sí lo habían hecho al cielo y al infierno? Pero don Carlos no le daba tiempo a reflexionar. Hablaba y hablaba sin mesura. Remachaba el clavo. Para afrontar su nueva fe, don Carlos le recomendaba visitar a Cazalla, el Doctor, hablar con él. Frecuentar los conventículos, cambiar impresiones con los hermanos. No lo deje. Nuestra fuerza no es grande pero tampoco despreciable. No se quede sentado en una silla. Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia. Dispone de cenáculos en Valladolid, Toro, Zamora, en muchos sitios. Cipriano se apresuraba a tomar nota mental de sus consejos, de los nombres de personas y lugares que le recomendaba. Y, de pronto, don Carlos alteró la dirección de su discurso, le habló de Trento, había estado allí y el Concilio no había suscitado en él grandes esperanzas. Le habló también de Juan Valdés, fallecido unos años atrás, como su verdadero maestro y así fue encadenando temas hasta que la fatiga y el sueño llegaron a dominar a ambos interlocutores.

A la mañana siguiente, muy temprano, cabalgaron juntos hasta Valladolid. Don Carlos iba a Logroño, a Villamediana, donde vivía. Por primera vez admiraba Salcedo en otro caballo cualidades que no advertía en el suyo: Veronés arrancaba a galope desde el trote corto, sin transición y era capaz de detenerse en dos cuerpos, cosa que Relámpago y él nunca habían conseguido. Se trataba de un corcel brioso y bien educado. Don Carlos le informó que lo había adquirido en Granada y tenía más de la mitad de sangre árabe.

Cipriano encontró a su mujer al borde de una nueva crisis. Desde que dejó de representar para él un refugio y un incentivo carnal, Salcedo sólo aspiraba a una cosa: que le dejase en paz. No creía en las palabras del doctor Galache ni en los plazos que Teo observaba con rigurosa exactitud aunque fingiera hacerlo para mantener la paz conyugal. De ahí que en cada una de sus salidas, una bolsita con escorias de plata y acero, que su esposa le preparaba, formara parte de su equipaje. Indefectiblemente la bolsita volvía intacta pero ella no lo advertía. Creía que Cipriano vivía las instrucciones del doctor con el mismo convencimiento con que ella lo hacía. De esta manera el matrimonio iba sobreviviendo, mas, esta vez, el regreso fue desolador. Teodomira no salió a recibirle al vestíbulo. La encontró en su cuarto, en pleno ensimismamiento, mirando por la ventana sin ver. Maquinalmente le devolvió el beso que le dio en la mejilla, pero de una manera tan fría que Cipriano se preguntó qué novedad le esperaría esta mañana. Unas veces había sido Obstinado, otras sus menosprecios, otras, en fin, su infecundidad, pero era evidente que su enajenación quería decir algo. Le acompañó a la habitación para desvestirse. Cipriano aún no se había acostumbrado a los nuevos tapices, los cortinones, el dosel… Le abrumaban. Pero, inopinadamente, Teo se pronunció con acento dominante:

—Digo Cipriano que esta costumbre de dormir juntos, en una misma cama, es una porquería.

—¿Una porquería? Es lo que suelen hacer los matrimonios, ¿no?

Ella se iba enardeciendo poco a poco.

—¿De veras te parece normal que pasemos nueve de las veinticuatro horas del día intercambiando nuestros efluvios, nuestros alientos, oliéndonos de continuo el uno al otro como dos perros?

—Bueno —convino su marido sobre la marcha—: quizá tengas razón. Tal vez debamos poner otra cama aquí.

La gran figura de Teo se desplazaba con ligereza de un lugar a otro de la estancia. Agarró una de las columnas del lecho y la sacudió con fuerza. Tembló el dosel arriba:

—¿Dos camas aquí? —preguntó irritada—. ¿Es eso todo lo que se te ocurre después de devanarme los sesos para adecentar el dormitorio? Destrozarlo con una cama auxiliar. ¡Eso! ¡He ahí la sugerencia del gran hombre!

Teo, en la pendiente, era como un alud, cada vez adquiría mayor fuerza y extensión. Alcanzado este extremo, Cipriano vaciló: ¿debía acatar su sugerencia o disentir? Él no ignoraba que de aceptar su juicio sin lucha, el tema inicial de la confrontación, generalmente nimio, podría derivar hacia otro más personal y explosivo. Y, en el caso de optar por el enfrentamiento, cabía que la exasperación de su esposa, en un increscendo previsible, terminara pasando de las palabras a los hechos. Cipriano no olvidaba que, en la crisis que precedió a la visita al doctor Galache, Teo le había amenazado una noche en la cama, incluso llegó a atenazarle la garganta con sus blancas manos poderosas. Desde ese momento había adoptado ante ella una postura ambigua no exenta de prevención. Es lo que había hecho esta mañana al advertir su alejamiento: ni aceptar a ojos cerrados, ni discrepar tajantemente, sino esperar que las cosas madurasen por sí solas. Trató de amansarla con palabras amables, pero ella siguió con sus destemplanzas. Tan sólo se apaciguó el enfrentamiento cuando Teo le condujo a un viejo trastero contiguo que acababa de habilitar para dormitorio:

—¿Qué te parece? Crisanta y yo lo hemos dispuesto para ti.

Cipriano miraba acongojado el ventanuco, la otomana en un rincón, junto a la arqueta que iba a hacer las veces de mesilla de noche, donde de momento reposaba un candelabro de plata. Una esterilla como posapié, un armario de pino, dos sillas de cuero y un árbol para colgar la ropa constituían todo el mobiliario. Cipriano pensó que había sido expulsado del paraíso pero, al propio tiempo, tenía la solución inmediata del problema al alcance de la mano. Claudicó:

—Está bien —dijo—, es suficiente. Después de todo la ostentación resulta superflua en un dormitorio.

Teo sonreía. Cipriano había sabido valorar su esfuerzo. Le condujo hasta la puerta de la alcoba. A la derecha del marco, adherida a la pared, había una hoja de papel, donde ella había transcrito una especie de calendario. Los cuatro días de abstinencia recomendados por el doctor Galache estaban recuadrados en rojo. Sonrió con remota picardía:

—No trates de engañarme —dijo—. Tengo un cuadro igual a éste en la cabecera de mi lecho.

Las aguas habían vuelto a su cauce. Teo exultaba. No se dada cuenta de que había sido vencida. Por su parte, recobrada la libertad, conforme con las indicaciones de Seso, Cipriano decidió visitar al doctor Cazalla. No le encontró en casa pero le recibió su madre, doña Leonor de Vivero, una mujer de edad que sin embargo conservaba una vigorosa lozanía. Una piel fresca, sus ojos azules y vivaces, la serena coordinación de movimientos, su denso cabello blanco, alejaban cualquier idea de senectud. Una galera de brocado hasta los pies y la gorguera de lechuguilla blanca terminaban de perfilar su figura. Sonreía al hablar, con una sonrisa dentona, como si le conociera de toda la vida. Pedro le había hablado de él, de su devoción, de su probidad, de su buena disposición hacia el prójimo. Agustín regresaría tarde; tenía una reunión en el cabildo. El pequeño gabinete donde se encontraban era un trasunto del resto de la casa agobiada y oscura, donde los muebles pesados, de mucho bulto, ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Únicamente la sala de reuniones, el oratorio, que doña Leonor le mostró solícita, escapaba de la norma. Era una habitación desahogada a costa del resto de la casa, el techo de vigas vistas, sin otro menaje que un pequeño estrado con una mesa y dos sillas y una larga fila de escañiles:

—Aquí celebramos nuestras reuniones mensuales —explicó doña Leonor—. Espero que vuesa merced nos haga el honor de acompañarnos en la próxima. Agustín le dará las instrucciones precisas.

La capilla no tenía otra ventilación que un angosto hueco a poniente con la contraventana almohadillada para amortiguar los ruidos y la luz.

Cipriano volvió con frecuencia por casa de doña Leonor de Vivero. Era una mujer tan abierta y esparcida que no le importaba que el Doctor se retrasara. También ella le recibía con muestras de contento y escuchaba sin pestañear su divertido anecdotario. Nunca Cipriano se había visto tan halagado, y, por primera vez en su vida, dilataba el final de sus historias que, en su timidez innata, siempre había tendido a resumir. Y doña Leonor reía fácilmente pero con discreción, sin estrépito, sin risotadas explosivas, como con una vibración monocorde del velo del paladar. A pesar de su contención, lloraba riendo, y sus lágrimas animaban a Cipriano que nunca había valorado su sentido del humor. Enlazaba un relato con otro y a la cuarta visita había agotado el filón de sus anécdotas impersonales y, sin solución de continuidad, inició el repertorio de las protagonizadas por él o sus allegados. Las historias de don Segundo, el Perulero, o las de su esposa la Reina del Páramo, desencadenaron en doña Leonor verdaderos ataques de hilaridad. Se desternillaba sin descomponerse, atildadamente, con un ligero cloqueo, sujetándose delicadamente el estómago con sus manos chatas y cuidadas. Y Cipriano, una vez lanzado, no se paraba en barras: el sobrenombre de su mujer, la Reina del Páramo, provenía del hecho de que esquilaba borregos con mayor rapidez y destreza que los pastores de Torozos. Por su parte, su padre recibía a las visitas con un modelo de calzas acuchilladas que los lansquenetes habían puesto de moda allá por el año 25 en Valladolid. Doña Leonor reía y reía y Cipriano, ebrio de éxito, le contaba con buen humor que el doctor Galache le había recomendado un preparado de escorias de plata y acero para aumentar su fertilidad.

Una tarde, animado por la atención de doña Leonor, le confió su pequeño secreto:

—¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma?

—No le entiendo, Salcedo.

—Quiero decir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia del castillo de Wittenberg.

—¿Es posible o bromea vuesa merced?

—El 31 de octubre de 1517 exactamente. Mi tío me lo contó.

—¿Estaba usted predestinado entonces?

—En ocasiones he estado a punto de admitir esa superchería.

Doña Leonor le miraba con una ternura intelectual admirativa, los incisivos asomando entre sus labios rosados:

—Le propongo una cosa —dijo tras una pausa—. El próximo cumpleaños de vuesa merced lo celebraremos aquí, en casa, en compañía del Doctor y el resto de mis hijos. Una comida de acción de gracias. ¿Qué le parece?

Doña Leonor y Cipriano Salcedo se hicieron mutuamente imprescindibles. Él pensaba a menudo que, tras el fracaso sentimental con Teo, doña Leonor venía a sustituir a la madre que había esperado encontrar en ella. El caso es que cuando tenía cita con el Doctor, llegaba a su casa antes de tiempo sólo por el gusto de conversar un rato con doña Leonor. Y allí, sentados en las sillas de cuero del pequeño gabinete, charlaban y reían y, de cuando en cuando, ella le invitaba a una merienda. Pero tan pronto aparecía el Doctor, ella se levantaba, recortaba su espontaneidad, siquiera su autoridad siguiese manifestándose sin palabras. Aquella casa, sin duda, había sido un matriarcado que los hijos habían reconocido y alentado espontáneamente.

En el despachito, paredaño a la capilla, conversaban Cipriano y el Doctor, sentados en torno a una mesa camilla ya que su paternidad se enfriaba incluso en el mes de agosto. La habitación estaba forrada de libros y, fuera de ellos y de un pequeño grabado de Lutero que presidía la mesa de pino, junto a la ventana, carecía de otros adornos. Día a día, Cipriano comprobaba la fragilidad del Doctor, su hipocondría y, al propio tiempo, su agudeza, su admirable orden mental. Le había acogido como a un hijo de su hermano, tanto fue el interés que Pedro Cazalla puso en presentárselo. Pasaban largos ratos juntos y el Doctor, muy pagado de su alto magisterio, iba imponiendo a Salcedo en los principios de la nueva doctrina. Su acento persuasivo, sus asequibles razonamientos, le ayudaban en el empeño. Y para Cipriano, el mero hecho de disponer para él solo de la palabra del gran predicador, venerado en la ciudad, constituía ya un motivo de engreimiento. Al propio tiempo, después de haber admitido la inexistencia del purgatorio, a Cipriano Salcedo poco le costaba ya aceptar la inutilidad del monjío como estado, el celibato sacerdotal o rechazar a los frailes fariseos. Cristo nunca impuso a los apóstoles la soltería. San Pedro, concretamente, era un hombre casado. Salcedo asentía y asentía. Jamás dudaba. Se le antojaban verdades contrastadas, de pata de banco, las que el Doctor exponía. Análoga facilidad encontró para rechazar el culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias, los diezmos mediante los cuales la Iglesia explotaba al pueblo y el sacerdocio institucional. O para asumir la comunión en las dos especies, lógica a la vista de los evangelios. Todo era sencillo para Cipriano ahora. Tampoco se había cuestionado la confesión mental. Nunca había sentido aversión por descargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora directamente ante Nuestro Señor le dejaba más tranquilo y satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la confesión auricular. Recogido en el rincón más oscuro del templo, en silencio, fascinado por la llamita que brillaba en el sagrario, Cipriano se concentraba y llegaba a sentir muy cerca la presencia real de Cristo en el templo, incluso una vez creyó verlo a su lado, sentado en el escañil, la túnica refulgente, la mancha blanca de su rostro enmarcada por sus cabellos y su puntiaguda barba rabínica.

A juicio de Cipriano, ninguna de las enseñanzas del Doctor afectaba en profundidad a la creencia. Solía hablarle lenta, suavemente, pero el rictus de amargura no desaparecía de su boca. Quizá aquel rictus expresaba las inquietudes y temores que el Doctor reservaba para sí. Solamente hubo una novedad con la que tropezó Cipriano: La preterición de la misa. Por mucho que se esforzara no podía llegar a considerar el domingo como un día más de la semana. Si no asistía a misa, tal vez más por costumbre que por devoción, le parecía que le faltaba algo esencial. Treinta y seis años cumpliendo con el precepto habían creado en él una segunda naturaleza. Se sentía incapaz de traicionarla. Se lo dijo así al Doctor quien, contrariamente a lo que esperaba no se enojó:

—Lo comprendo, hijo —le dijo—. Asista a misa y rece por nosotros. También yo me veo obligado a hacer cosas en las que no creo. A veces es incluso aconsejable seguir con las viejas prácticas para no despertar sospechas en el Santo Oficio. Algún día podremos sacar a la luz nuestra fe.

—¿Tantos somos los nuevos cristianos, reverencia?

El rictus de amargura se acentuó en su boca, y, sin embargo, dijo:

—Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos quieren hacer con nosotros.

A Cipriano le impresionó la respuesta del Doctor. ¿Pretendía insinuar que la mitad de la ciudad estaba contagiada por la lepra? ¿Quería decir que la gran masa de fieles que acudían a sus sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos Cazalla y don Carlos de Seso eran tres autoridades indiscutibles, más lúcidos que el resto de los humanos. En sus ratos de recogimiento agradecía a Nuestro Señor que los hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había devuelto la serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agradecía a Dios el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como un relámpago la idea de si aquellas tres personas, tan distintas en el aspecto externo, no estarían unidas por el marco de la soberbia. Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso pensamiento. El Maligno no descansaba, se lo había advertido el Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero debía tratarse de aprensiones accidentales, pensaba, puesto que él acataba la voz de sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima de la suya que constituía un raro privilegio poder cogerse de su mano, cerrar los ojos y dejarse llevar.

Era enero, el día 29. El Doctor se levantó de la vieja silla y agitó con brío una campanita de plata que tomó de la escribanía. Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con su rostro apergaminado, amarillo de papel viejo:

—Juan —dijo el Doctor—, al señor ya le conoces: don Cipriano Salcedo. Asistirá al conventículo del viernes. Convoca a los demás para las once de la noche. La contraseña es Torozos y la respuesta Libertad. Como siempre, mucha discreción.

Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:

—Lo que vuestra eminencia ordene —dijo.