El jueves siguiente Cipriano Salcedo se presentó en el monte de La Manga a las cuatro de la tarde, aunque don Segundo le había advertido que esa hora no era la más adecuada para cazar conejos. Y allí encontró a padre e hija junto al pozo, gozando del sol vespertino, acompañados por un individuo chaparro, de rostro atezado, con jubón a listas, zaragüelles y botas de campo, que don Segundo le presentó como el señor Avelino, el bichero de Peñaflor. Don Segundo vestía su atuendo habitual, coleto corto, calzas abotonadas y carmeñola a la cabeza. La muchacha, en cambio, aunque se tratara de una excursión campestre, se había arreglado para el evento, lo que satisfizo a Cipriano porque «mujer vestida, mujer interesada», se dijo. Estaba tan habituado a pasar inadvertido que aquel detalle le conmovió. Con todo se reafirmó en la idea de que la Reina del Páramo resultaba excesiva mujer para ser bella, pero tan pronto se apeó del caballo y ella le tendió la mano, él quedó preso de su hechizo, de sus ojos melosos, calientes y protectores, sensación que no le abandonó en toda la tarde.
Luego, junto al bardo, viendo actuar al bichero, de rodillas como estaba, apenas divisaba los finos botines de tafilete rojo de la muchacha cuya presencia le arropaba. Su padre iba y venía, trajinaba inútilmente, hacía observaciones obvias al bichero y éste, fingiendo atender sus indicaciones, iba colocando capillos sobre las huras y, de vez en cuando, golpeaba con los nudillos la vieja caja de madera donde se oía rebullir algo vivo, como reprendiendo a alguien:
—¡Quietos, a dormir! —decía.
—P… pero ¿qué lleva ahí?
—Los bichos, claro.
—¿Qué bichos si no es mala pregunta?
—Los hurones. ¿Qué bichos quería vuesa merced que llevara?
Tenían un agudo hociquillo de rata y eran largos y delgados como culebras peludas. El señor Avelino se movía diligentemente y trataba a los hurones con deferencia, les dedicaba palabras dulces y afectuosas y, de cuando en cuando, escupía en la palma de la mano y dejaba que el bicho sorbiera la saliva con deleite. Y, cuando más de la mitad de las huras del bardo estuvieron cubiertas por los capillos, el señor Avelino introdujo dos hurones en dos bocas distantes entre sí y quedó un rato relajado, a la expectativa. Se produjo un tamborileo sordo, subterráneo, bajo el vivar:
—¿Los oye vuesa merced? Hay barullo dentro.
—¿Barullo?
—El bicho ya anda tras los conejos. Los achucha. ¿No los oye? A la postre no les quedará otro remedio que salir.
Apenas había acabado de hablar cuando saltó un capillo con un conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido de satisfacción.
—Ya empezó la zarabanda —dijo.
Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la mano izquierda y con el canto de la derecha le propinó un golpe seco en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. El ruido de carreras se acentuaba en el subsuelo.
—Ojo. Hay conejos a carretadas —advirtió el señor Avelino.
Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar por todas partes. Don Segundo y su hija desenredaban los animales de las mallas y volvían a cubrir las huras. El ganadero se sentía un poco protagonista de la exhibición.
—¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?
Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad con que se producía.
—¿No siente usted pena por ellos?
Su mirada, tibia y compasiva, desvanecía cualquier sospecha de crueldad:
—Pena ¿por qué? Yo amo a los animales —sonreía.
Cazaron seis bardos y, de regreso, recogieron los sacos con el botín: noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:
—Diez zamarros podría forrar vuesa merced de este envite. Treinta vellones no le harían mejor servicio.
Luego, después de la merienda, cuando Salcedo mecía a la Reina del Páramo en un columpio entre dos encinas, al costado de la casa, ella retozaba de risa y le rogaba que la impulsara más despacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el vigor de sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno de aquellos envites, su mano resbaló de la tabla donde ella se sentaba y rozó sus nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su tamaño y palidez, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía desconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén del columpio se hizo más remiso. Entonces ella le habló con elogio de las ropillas aforradas y le confesó que había visitado varias veces la tienda de la Corredera de San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la rentabilidad del negocio pero jamás se vanaglorió de su idea que se le antojaba de una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas, incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el moderado balanceo del columpio, proseguía su retahíla: le agradaba, más que ninguno, el zamarro de piel de nutria pero no comprendía cómo se podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío sacrificio de los conejos, mas la chica argumentó que había que distinguir entre los animales que servían al hombre para alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles para abrigarse no merecían el mismo trato y ella arguyó que el hecho de matar por medio de asalariados, como él hacía, era aún más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consideraba peor al inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un pueril regodeo con aquellas discusiones. Se dio cuenta que desde el colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas, que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria, mencionó al caballo y al perro, pero ella desechó sus preferencias: el perro era incapaz de amar, era egoísta y adulador; en cuanto al caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba lejos de despertar afecto.
Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro de piel de nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que de nuevo había cambiado de indumentaria, agradeció el detalle. Luego dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron de las cortas periódicas de los carboneros que a su padre le dejaban tanto dinero como las ovejas. La Reina del Páramo montaba a mujeriegas un feo caballo pío, Obstinado, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia de Andalucía y ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.
Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena del columpio, el recuerdo del contacto furtivo con el cuerpo de la muchacha le excitaban. Al día siguiente del hecho, apenas amaneció Dios, había corrido en busca del padre Esteban, al que había escogido, un tanto a ciegas, como confesor tras la triste separación de Minervina, hacía más de quince años:
—P… padre, he tocado el cuerpo de una mujer y he sentido placer.
—¿Cuántas veces, hijo, cuántas veces?
—Una sola vez, padre, pero no sé si hubo voluntad por mi parte.
—¿Es que no sabes siquiera si obraste deliberadamente o no?
—Fue una cuestión de segundos, padre. Yo le daba impulso en un columpio y mi mano resbaló o yo hice que resbalase. No salgo de mi duda. Ése es el problema.
—¿En un columpio? ¿Quieres decir, hijo, que la tocaste las posaderas?
—Sí, padre, exactamente las posaderas. Así fue.
En rigor su actitud no era nueva. El desahogo económico no había hecho sino exacerbar la desconfianza en sí mismo. A pesar de los años transcurridos, seguía siendo el hombre roído por los escrúpulos y cuanto más acentuaba su vida de piedad más se recrudecían aquéllos. Había días de precepto que asistía a tres misas consecutivas agobiado por la sensación de haber estado distraído en las anteriores. Y, en una ocasión, abordó a un hombre maduro que había entrado en la iglesia después de la Elevación y le hizo ver la inutilidad de su acto. Procuró advertirle con tiento para no herirlo, pero el hombre se alborotó, que quién era él para dirigir su conciencia, que no admitía intromisiones de petimetres insolentes. Entonces Cipriano Salcedo le pidió perdón, reconoció que, de no haber intervenido, se hubiera sentido responsable de su pecado y que su advertencia, aparentemente impertinente, venía inspirada en el deseo de salvar su alma. Fuera de sí, el aludido le agarró por el jubón y le zamarreó y, en el momento cumbre de su irritación, blasfemó contra Dios. Cipriano había acudido al padre Esteban desolado:
—Padre, me acuso de que un hombre ha blasfemado por mi culpa.
El cura le escuchó con atención y le hizo ver los límites del apostolado, el respeto a la conciencia ajena, pero él observó que en el colegio había aprendido que no sólo debemos esforzarnos por salvarnos a nosotros mismos, un acto egoísta al fin y al cabo, sino por ayudar a salvarse a los demás. El padre Esteban únicamente le advirtió que era cristiano amar al prójimo pero no humillarle ni agredirle.
También el negocio de los zamarros fue ocasión de problemas de conciencia para Salcedo. En estas cuestiones de equidad solía buscar el asesoramiento de don Ignacio, su tío y tutor, hombre religioso, de buen criterio. La cláusula de dar preferencia a las viudas en la elección de costureras para el taller venía dictada por el hecho de que las viudas elevaban el índice de pobreza de la villa y mucha gente se aprovechaba de ello para explotarlas. Cipriano no hacía más que darle vueltas a la cabeza. Así un día se levantaba de la cama con la obsesión de que había que subir el precio de los pellejos a los tramperos o el salario de los curtidores. Su tío hacía números, sumaba, restaba y dividía, para llegar a la conclusión de que, dados los precios del mercado en la región, estaban bien pagados. Mas Cipriano no transigía, él ganaba cien veces más que sus operarios y con la mitad de esfuerzo. Su tío procuraba calmarle haciéndole ver que él exponía y ellos no, que lo suyo era en definitiva la remuneración del riesgo. Llegados a este extremo, Cipriano acallaba los reproches de su conciencia dando pingües limosnas al Colegio de los Doctrinos, que acababa de instalarse en la villa, a instituciones piadosas o, sencillamente, a los pobres, lisiados o bubosos, que paseaban sus miserias por las calles de la ciudad.
Sin embargo, Cipriano Salcedo siempre aspiraba a un perfeccionamiento moral. Recordaba el colegio con nostalgia. Le dio por las homilías y sermones. Buscaba en ellos preferentemente el fondo de los temas pero también la forma. Hubiera pagado una buena suma por una bella exposición de un problema religioso importante. Pero, cosa curiosa, Salcedo procuraba rehuir las pláticas conventuales. Sus preferencias iban por los curas seculares, no por los frailes. En esta nueva búsqueda influyó de manera determinante el jefe de su sastrería, Fermín Gutiérrez que, en concepto de Dionisio Manrique, era un meapilas. Pero el sastre distinguía a los oradores cautos de los ardientes, a los modernos de los tradicionales. Así se enteró Salcedo de la existencia del doctor Cazalla, un hombre de palabra tan atinada que el Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No obstante, Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa provocó un verdadero tumulto. Hablaba los viernes, en la iglesia de Santiago llena a rebosar, y era un hombre místico, sensitivo, físicamente frágil. De flaca constitución, atormentado, tenía momentos de auténtico éxtasis, seguidos de reacciones emocionales, un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta desazón. Analizaba su alma pero no hallaba la causa de su inquietud. En general, seguía las homilías de Cazalla, medidas de entonación, breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba una idea, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la esencia de sus sermones la causa de su desasosiego. Ésta no estaba en lo que decía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su primera homilía sobre la redención de Cristo, sus hábiles juegos de palabras, el subrayado de un Dios muriendo por el hombre, como clave de nuestra salvación. De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros rezos, si olvidábamos lo fundamental: los méritos de la Pasión de Cristo. Lo evocaba, en lo alto del púlpito, los brazos en cruz, tras un silencio teatral, recabando la atención del auditorio.
La gente abandonaba el templo comentando las palabras del Doctor, sus ademanes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo erasmista de sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo que le inquietaba. En una de sus visitas periódicas a su tío Ignacio le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le admiraba. Había nacido a principios de siglo, en Valladolid, hijo de un contador real y de doña Leonor de Vivero, en cuya casa, viuda ya, vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho aprovechamiento, en el Colegio de San Pablo, con don Bartolomé de Carranza, su confesor. Más tarde se graduó de maestro el mismo día que el famoso jesuita Diego Laínez. Diez años después, el Emperador, seducido por su oratoria, le nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por Alemania y Flandes y ahora acababa de instalarse en Valladolid, después de pasar unos meses en Salamanca. Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.
—¿Fatuo Cazalla? —inquirió Cipriano perplejo.
—¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre de grandes palabras y pequeñas ideas. Una mezcla peligrosa.
La opinión de su tío no le satisfizo. Le había sorprendido que, tras la exposición objetiva de su vida, don Ignacio hubiera rematado la semblanza con aquellas palabras despectivas: empinado y fatuo. ¿Cómo podía serlo aquella personilla oscura, delicada, que parecía ofrecerse en holocausto cada vez que subía al púlpito? Se lo dijo a su tío tras una pausa.
—No me refería a las apariencias —replicó éste—. Una cabeza organizada en una naturaleza flaca, eso es lo que me parece el doctor Cazalla. Tengo para mí que el Doctor esperaba del Emperador una distinción honorífica que nunca ha llegado. He ahí la causa de su despecho.
Cipriano Salcedo se confió:
—Disfruto escuchándole —dijo— pero, al cabo de un tiempo, sus palabras me dejan un regusto áspero, como de ceniza.
Don Ignacio miraba a su sobrino con aire dominante:
—¿No será que plantea problemas que no resuelve?
Esta frase de su tío, formulada como al desgaire, le produjo mucho efecto. Éste era el doctor Cazalla. Su aproximación cautelosa a los grandes problemas despertaba la atención del auditorio, pero el orador, en palabras cada vez más próximas al meollo del asunto, no terminaba de afrontarlos. Dejaba las soluciones en el tintero. Quizá lo hacía adrede o le faltaba convicción.
En su siguiente viaje a La Manga habló con Teodomira y su padre sobre el nuevo predicador. Teodomira no había oído hablar de él y don Segundo desconfiaba de las nuevas voces. El mundo, para él, estaba lleno de salvadores que, en el fondo, eran unos consumados herejes. La gente, especialmente los frailes, se erigían en teólogos, pero eran teólogos de pacotilla, sin ninguna preparación. Cipriano le hizo ver que Cazalla no era fraile, incluso que evitaba los conventos para exponer su doctrina, pero don Segundo le advirtió que eso no constituía ninguna garantía, que seguramente no pasaba de ser una táctica. Salcedo le miraba, miraba su cachucha que no se sacaba de la cabeza ni en el interior de la casa, los bordes sudados, de un color marrón desvaído, y no veía en él a un serio antagonista de Cazalla. El señor Centeno era un ser primario y, como toda persona elemental, dispuesto a juzgar sin conocimiento. Pero, pese a todo, ahora que habían empezado los fríos y las lluvias, Cipriano se encontraba a gusto en el salón de la casa de adobe, con el fuego crepitando en la chimenea, sentado en la dura tabla del escañil. La Reina del Páramo se sentaba todos los días en la misma silla de mimbre. Y él veía en ella, siempre una labor entre manos, una mujer hogareña, equilibrada y de buen juicio. Los días de precepto montaba a Obstinado y marchaba a Peñaflor a misa de once. Entre semana no tenía ocasión de fomentar su vida de piedad pero rezaba a Nuestro Señor al acostarse y levantarse. Cipriano la escuchaba con agrado. Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior. Aquella muchacha, sobrada de peso, era la encarnación de la serenidad. Y su voz, de inflexiones acariciadoras, le producía una sensación de inmunidad como no había conocido hasta entonces. Pero lo que sorprendió más a Cipriano fue el descubrimiento de Teodomira como hembra, el hecho de que la muchacha, al tiempo que sosiego, le produjera una viva excitación sexual. La tarde del columpio y su confesión inmediata revelaban que el placer que había sentido al tocar sus nalgas lo consideraba un placer prohibido. El recuerdo de este hecho le indujo a estimar su volumen desde otro punto de vista. Recordaba su breve aventura con Minervina, la analizaba, y concluía que aquello había sido una reminiscencia de infancia. Minervina no le había dado el ser pero le había criado y él, instintivamente, había visto en ella la razón de su vida y a esa razón se había abrazado al volver a verla. No había habido otra cosa. Sin embargo ahora se daba cuenta de que aquella criatura demasiado leve no era precisamente lo que un hombre precisaba, que la pasión carnal requería obviamente carne como primer ingrediente. De ahí que la paz interior, la calma que la Reina del Páramo le imbuía se viese acompañada, a veces, de una lascivia reprimida, un ardiente deseo que cada vez le asaltaba con mayor exigencia. Esta mezcla de paz, seguridad y deseo empujaban a Cipriano Salcedo cada vez más frecuentemente al monte de La Manga. La familiaridad de Relámpago con el camino le llevaba a desplazarse en poco más de una hora. Y aquel invierno frío y lluvioso no amilanaba a Salcedo. Sus calzas de piel y su zamarro forrado de nutria, como el que regaló a Teodomira, le ponían a cubierto de cualquier veleidad climática. Luego pasaban la tarde en la casa o salían de paseo a ver volar los bandos de palomas torcaces o las becadas, recién llegadas del norte. Mientras, las dos chicas de Peñaflor preparaban la merienda para las seis. Ordinariamente, don Segundo no aparecía por la casa hasta esa hora, después de encerrar a las ovejas en los establos. Entonces, el señor Centeno terciaba en la conversación, contaba las peripecias del día y volvía una y otra vez a su vieja obsesión: el zamarro de piel de conejo. Cipriano le llevaba la corriente y, a su vez, le insinuaba la posibilidad de hacerse cargo del transporte de sus vellones desplazando a los moriscos de Segovia. Una cosa por la otra, condicionaba. Don Segundo se rascaba dubitativo la cabeza, pero su ilusión por entrar en el negocio de los zamarros terminó por imponerse:
—Está bien —le dijo una tarde—, yo le cedo el transporte y la venta de mis vellones y vuesa merced firma conmigo una comandita para explotar el conejo para zamarros y ropillas aforradas. Va en interés de los dos.
—De acuerdo —respondió Salcedo.
Y en el acto firmaron el trato, según el cual don Segundo Centeno, nacido en Sevilla y residente en Peñaflor de Hornija, cedía el transporte y venta de los vellones de diez mil ovejas, de su propiedad, a don Cipriano Salcedo, doctor en Leyes y terrateniente en Valladolid, y, al propio tiempo, ambos acordaban explotar las pieles de tres mil conejos procedentes del monte de La Manga, que don Segundo se comprometía a suministrar anualmente a don Cipriano para su utilización en el negocio de zamarros y ropillas aforradas de acuerdo con los precios del mercado.
Después de firmar, don Segundo puso sobre la mesa una jarra de vino de Cigales y los tres brindaron por el buen éxito de la empresa. Esa noche, Cipriano Salcedo cenó en La Manga y pernoctó en Villanubla, en la fonda de Florencio. La noticia de la compra de conejos sorprendió a Estacio del Valle, quien le hizo ver que el zamarro forrado de piel de conejo no constituía ninguna novedad. En Segovia los fabricaban los moriscos y, en el Páramo, los utilizaban los pastores y labrantines desde tiempo inmemorial. Salcedo, que no había firmado los tratos pensando en incrementar su fortuna, replicó que eso no importaba, que el negocio consistía en hacerlo mejor y más barato que la competencia y ganarle por la mano. Cipriano se acostó con la sensación adventicia de que la firma de los contratos le otorgaba algún derecho sobre Teodomira. Y cuando Relámpago le trasladó al monte a la mañana siguiente y se vio a solas con la muchacha encarando el fuego del hogar, la atrajo hacia sí y la besó en la boca. Tenía unos labios gruesos, duros y absorbentes y Cipriano se sintió sumergido en un indecible mar de placer, pero, cuando pensaba que aquello no tenía más que una salida lógica, Teodomira se levantó enojada del escañil y manifestó que ella también estaba enamorada de él, le quería, pero que cada cosa a su tiempo y que lo primero de todo era que su tutor visitara a su padre, hablaran y acordaran las capitulaciones y, si se terciaba, llegar al matrimonio. Cipriano conservaba en la punta de los dedos la sensación de firmeza de sus pechos, no inferior a la de sus nalgas, y, entonces, aceptó sus condiciones. Carecía de experiencia amorosa y se rindió. Se dio cuenta de que el acceso a la Reina del Páramo era un proceso paulatino que exigía una serie de requisitos previos.
Esa misma tarde visitó a sus tíos y les anunció su propósito de contraer matrimonio. La tía Gabriela se mostró interesada en el tema:
—¿Puede saberse quién es la afortunada?
Cipriano vaciló. No sabía por dónde empezar. Advirtió que se había presentado ante sus tíos precipitadamente, sin preparar su discurso.
—U… una chica del Páramo —dijo al fin—. Vive en el monte de La Manga, en Peñaflor. Su padre es perulero.
—¿En el Páramo? ¿Un perulero? —La tía arrugaba la nariz.
Pensó él que quizá sus palabras serían más eficaces si fingía compartir su extrañeza, si desde el principio exponía la realidad tal como era, incluso caricaturizándola:
—Es perulero —añadió— y no se quita la cachucha de la cabeza ni para dormir. Es hombre rústico pero con posibles. En realidad él no sabe nada de lo nuestro, pero me estima. Ayer firmamos un trato para fabricar zamarros aforrados de piel de conejo, que es lo que perseguía.
La tía Gabriela le miraba como a un bicho raro, como si estuviera bromeando, mientras el tío Ignacio le escuchaba sin osar intervenir. Tal vez necesitaba más datos para emitir un juicio. Añadió Cipriano:
—Ella no tiene formación alguna. El único oficio que conoce es el de esquiladora. Lo hace más rápidamente que los pastores y ellos la distinguen por el apodo de la Reina del Páramo. A lo largo de su vida ha esquilado millares de ovejas sin rasgar un solo vellón.
Era el suyo un lenguaje abstruso para su tía que le miraba cada vez más perpleja. El tío Ignacio esbozó una sonrisa:
—Y ¿qué piensa hacer el bueno del perulero si tú le quitas la esquiladora? —apuntó con innegable lógica.
—Bueno, eso es cuenta suya. Él habrá hecho sus cálculos, supongo, pero por casar a su hija es posible que diera toda su fortuna. Yo, por mi parte, estoy enamorado. No sé bien qué significa esta palabra pero creo estar enamorado puesto que a su lado encuentro al mismo tiempo sosiego y excitación.
El tío Ignacio carraspeó:
—Casarse es quizá el paso más importante en la vida de un hombre, Cipriano. Y el amor algo más que sosiego y excitación.
Se hizo un silencio. Cipriano parecía reflexionar. Al cabo precisó un extremo importante:
—Él es perulero y, como buen perulero, ahorrador y tacaño. Viste de harapos y mata las liebres a garrotazos para poder comer carne al día siguiente. De ordinario almuerza olla y cena berza. Pero ella no es perulera. Y cuando su padre marchó a las Indias, hace diez años, se quedó a vivir con una tía en Sevilla. Es una muchacha educada, lo único que me detiene es su tamaño, tal vez desproporcionado para mí.
Ahora era doña Gabriela la que no quería hablar; no podía hacerlo sin herirle. El oidor volvió a carraspear; sentía compasión de su sobrino:
—¿No oíste nunca hablar de la atracción de los contrarios?
—No —confesó Cipriano.
—A veces uno se enamora de lo que no tiene y a su pareja le ocurre otro tanto. El hombre pequeño casado con mujer grande es un ejemplo de libro. Hay factores psicológicos que lo justifican.
Cipriano se interesó:
—Y en mi caso ¿cuál puede ser?
El tío Ignacio estaba lanzado:
—En tu caso, puedes haber visto en ella a la madre que no llegaste a conocer.
—Y ¿tiene que ser necesariamente grande?
—Es un nuevo dato, Cipriano. En la madre, el niño busca amparo, y es difícil que lo encuentre en otra persona físicamente más débil que él. Esa muchacha puede muy bien significar para ti el escudo protector que no tuviste en la infancia.
—Pero ella dice que me quiere. ¿Qué puede moverle a ella?
—La mutua atracción hombre pequeño-mujer grande es un hecho estudiado, no es ninguna novedad. Lo mismo que tú buscas en ella protección, ella busca en ti alguien a quien proteger. Opera en la mujer el instinto maternal. El instinto maternal no es más que eso, intentar ayudar a un ser más desvalido que ellas.
Doña Gabriela, que iba poco a poco digiriendo la desagradable novedad, no pudo contenerse:
—Pero, querido, ¿es tanta la diferencia?
—Demasiada, tía. Digamos ciento sesenta libras contra mis ciento siete.
Se hundía en un mar proceloso. Hablar era lo único que la sostenía:
—Y ¿cómo es, Cipriano?, ¿es hermosa?
—Yo no emplearía esa palabra aunque quizá lo sea. Su tez es blanca y su rostro demasiado grande para sus discretas facciones. Únicamente su mirada es especial, tierna, incitante. Unos ojos color miel que cambian de matices con la luz. Unos ojos bellísimos. Luego están su boca montaraz y la calidad de su carne; su tamaño y su blancura te inducirán a pensar en una mujer blanda cuando es todo lo contrario.
Cipriano se sofocó. De improviso se dio cuenta de que sus palabras habían ido demasiado lejos, venían a desvelar un conocimiento prematuro de su novia. Pensó que su tía iba a decirle algo al respecto pero su tía pensó lo que él pensaba y se desvió hábilmente por otro registro:
—¿Cómo se llama?
—Teodomira —dijo él.
—¡Dios mío! Es horrible —doña Gabriela no se pudo contener y se llevó sus cuidadas manos a los ojos. Terció el tío Ignacio:
—Esos detalles carecen de importancia.
La tía sonrió como si se excusase:
—Podemos llamarla Teo —dijo—. Eso no compromete a nada.
Prosiguió la conversación en una atmósfera tirante, donde ninguna de las partes se plegaba. Pero el sentido común de Ignacio Salcedo se fue imponiendo. Lo fundamental era estar seguro de su enamoramiento. En consecuencia, lo prudente sería esperar un par de meses antes de tomar una determinación.
El 17 de febrero, un día abierto y azul, de primavera anticipada, se cumplió el plazo. Vicente, el criado, limpió y preparó el coche la víspera para trasladar a La Manga a su amo con el tío Ignacio. Doña Gabriela prefirió no asistir. No teniendo Teo madre, le parecía improcedente su presencia. En realidad le asustaba. Cipriano, con traje de brocado y seda de ricos bordados y una presea pinjante en la pechera del jubón, pasó por la casa de su tío a recogerle. El oidor de la Chancillería, con mangas folladas y jubón de raso carmesí, parecía arrancado de un cuadro, lo que indujo a Cipriano a pensar en los atuendos que encontraría en La Manga. Después de orillar los bogales del camino, conforme a su experiencia, el carruaje se detuvo ante la puerta de la parra junto al pozo. No había nadie en los alrededores. Hasta los perros y los gansos habían sido recogidos y Cipriano no reconoció a Octavia, la criada de Peñaflor, con toca y saya, cuando le abrió la puerta. En el salón, sentado junto al fuego, en una butaca de mimbre, como en un trono, esperaba don Segundo Centeno. Se había arreglado pelo y barba y había sustituido la carmeñola por una media gorra azul fuerte. Cipriano respiró hondo al advertir el cambio desde la puerta. Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un golpe de sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto de moda en España seis lustros atrás. Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia prosiguió con la aparición de Teodomira con un atuendo no menos impropio: una saya negra de cola corta, que trataba de escamotear su cuerpo, con un manto de burato de seda. Su físico resultaba un poco excesivo en todo caso. El propio tío Ignacio, de estatura media, era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso de todo eran aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos, moviéndose en la modesta sala, con fuego de leña, como en un escenario teatral.
Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le habló después de los tratos firmados con su sobrino que esperaba redundaran en beneficio mutuo. Más tarde abordó el tema de la vida en el campo de cuyas ventajas hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que don Ignacio fuese oidor de la Chancillería y ambos acordaron firmar las capitulaciones matrimoniales después del almuerzo, en ausencia de los interesados.
Al sentarse a la mesa, la fuerza de la costumbre se impuso a la urbanidad y don Segundo Centeno despachó la empanada de cordero y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la quitó al advertir los escandalizados aspavientos de su hija al servir Octavia los entremeses fritos. Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un salud de alivio y un refrán que venía a exaltar una vez más las virtudes del campo sobre la ciudad y la excelencia de su comida.
—En las casas de postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho boato y poca tajada en el plato.
Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un tratamiento más ceremonioso aún: señor oidor o don Salcedo, le llamaba. Daba la impresión de haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la muchacha aunque tuviera que desprenderse de su cachucha. Por su parte, el oidor, abrumado por la elementalidad del ganadero, deseaba dar la puntilla a una reunión que, desde su llegada, le había resultado incómoda. De acuerdo con sus deseos las capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno dotaría a su hija Teodomira con la friolera de mil ducados y don Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto de arras, la cantidad de quinientos. A partir de este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada vez que abría la boca. Daba la impresión de que la cifra anunciada por la compra de su hija le había sorprendido favorablemente. Otro tanto le había acontecido al oidor con la de la dote. Don Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó, como algo que no admitía vuelta de hoja, que la boda se celebraría en la iglesia parroquial de Peñaflor de Hornija, si don Salcedo no tenía nada que oponer, el 5 de junio a las nueve de la mañana. Y el banquete, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto familiar, en el patio delantero de su casa de labranza, junto a las teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento, pero, una vez en el coche, camino de Villanubla, entre dos luces, intentó hacer ver a su sobrino la disparidad de las partes:
—Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se deja la barba o no se afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.
Cipriano rompió a reír. El clarete de Cigales había hecho su efecto y la reacción de su tío le divertía:
—H… hoy estaba hecho un figurín —dijo—. Me gustan sus calzas de lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día de la boda.
El tono irónico de su sobrino le desarmó. Había subido al coche con la esperanza de hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En un último esfuerzo desesperado, el oidor le preguntó si aquella atracción que decía sentir hacia la hija de el Perulero no sería un simple mal de amores:
—¿Mal de amores? Y ¿eso qué es?
—Un deseo carnal que se impone a todo razonamiento —declaró el oidor.
—Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?
La línea del Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se agigantaban las encinas del trayecto.
—No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te medique sino simplemente para mantener con él una conversación.
Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la rodilla de su tío.
—Por ese lado puede vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo, no padezco mal de amores y voy a casarme.
El día 5 de junio, en la iglesia de Peñaflor, adornada con flores silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir doña Gabriela, aquejada de repentina indisposición, pero sí don Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, Martín Martín y los pastores de don Segundo en Wamba, Castrodeza y Ciguñuela. El banquete nupcial, en el patio de la casa grande, resultó muy animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un nervioso zapateado.
De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados. Teodomira se empeñaba en bajar a Obstinado, su caballo pío, a Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco tan innoble en la Corte. La Reina del Páramo le replicó fuera de sí que si Obstinado no bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el casamiento. Aún trató de resistirse Cipriano pero, en vista de la intransigencia de su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado, bajó montando a Obstinado y ellos dos en el coche, a la rueda del de don Ignacio.
Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba para la que venía preparándose durante los dos últimos meses. Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa, empujó con el pie la puerta del dormitorio, avanzó con ella hasta el lecho nupcial y la depositó suavemente sobre el gran colchón de lana de La Manga que el Perulero les había regalado. Teodomira le miraba con sus redondos ojos de asombro:
—Tú das el pego, chiquillo. ¿Es posible saber de dónde sacas esas fuerzas? —preguntó.