VII

Cumplida la mayoría de edad, Cipriano Salcedo se doctoró en Leyes, entró en posesión del almacén de la Judería y de las tierras de Pedrosa y se trasladó a vivir a la vieja casa paterna en la Corredera de San Pablo, cerrada desde la muerte de don Bernardo. Unos años después, conseguidos estos objetivos, se impuso otros tres muy definidos y ambiciosos: encontrar a Minervina, alcanzar un prestigio social y elevar su posición económica hasta ponerse a nivel de los grandes comerciantes del país. El primer objetivo, encontrar a Minervina, que él consideraba el más sencillo, fracasó. En Santovenia apenas encontró a alguien que recordara a la muchacha. Los padres habían muerto y ella —decían— había marchado del lugar. «Casada», dijo uno, pero un segundo rectificó: la Miner no se casó nunca; marchó con su hermana a Mojados donde vivía una vieja tía suya. Cipriano se desplazó a Mojados en su nuevo caballo Relámpago. Nadie sabía nada allí de la chica; ni siquiera habían oído nunca un nombre tan raro. Él insistía: Minervina, Minervina Capa. Pero nadie le daba razón. En todo el término no se conocía una muchacha con ese nombre. Cipriano Salcedo, que no comprendía la vida sin la muchacha, la buscó por los pueblos de los alrededores. Inútil. Desconocedor del paradero de Blasa y Modesta, después del fallecimiento de su padre, reinició la búsqueda empezando de nuevo por el principio: Santovenia. Conectó con Olvido Lanuza, la Alumbrada, que había perdido un poco la cabeza y le dijo que Minervina había entrado al servicio de don Bernardo Salcedo en la villa. Nadie facilitaba otras pistas sobre la chica, salvo una achacosa centenaria, Leonor Vaquero, quien le informó que se había casado con un manufacturero de Segovia. Relámpago llevó a Cipriano hasta Segovia en dos etapas. Pero ¿por dónde empezar la búsqueda? Preguntó, una por una, en todas las industrias de tejidos de la ciudad, pero allí le pedían el nombre del marido ya que el de la mujer no constaba en las nóminas. Salcedo regresó a Valladolid desolado. Se iban desvaneciendo las últimas esperanzas. Encontrar a Minervina, que siempre se le antojó una empresa fácil, le parecía ahora una utopía irrealizable. Decidió frenar, entregarse a la rutina diaria, y ponerse en movimiento únicamente cuando encontrase una información fiable con alguna garantía de éxito.

Dionisio Manrique, que durante diez años había llevado el almacén de la Judería bajo la supervisión de don Ignacio, recibió con alivio la reincorporación de Cipriano al trabajo. Aquel edificio, desnudo y vacío la mayor parte del año, sin otra presencia que la del mudo Federico, se le hacía odioso e insoportable. De ahí que Manrique recibiera como un don del cielo la llegada de don Cipriano, cuya primera acción en la Judería fue revisar la correspondencia con los Maluenda, en principio la de don Néstor, el famoso comerciante, y la de Gonzalo, su hijo, después.

Cipriano pensó que tal vez su primer paso en el comercio debería ser ponerse en contacto con Burgos, conocer al nuevo mandatario y tratar de mejorar las condiciones de su contrato con él, habida cuenta que le proporcionaba setecientos mil vellones de la vieja Castilla cada año. Le agradaba cabalgar y cualquier excusa le parecía razonable para montar a Relámpago, por lo que a comienzos de octubre franqueó el Puente Mayor, atravesó Cohorcos y Dueñas en la mañana, y dos días más tarde encontraba a Gonzalo Maluenda en sus instalaciones de Las Huelgas.

Gonzalo Maluenda le recibió alegremente. Hablaba sin parar, con pretensiones de hombre ingenioso, le propinaba golpecitos en el hombro y, con frecuencia, hacía referencia a su padre don Néstor:

—Él le regaló a su padre la primera silla de parir que entró en España. La madre de vuesa merced fue la primera en utilizarla.

—A… así fue —admitió Cipriano—. Las cosas no iban bien y el doctor Almenara, la eminencia de la época, hubo de echar mano de ella.

Gonzalo Maluenda rompió a reír y le golpeó el hombro repetidamente.

—De modo que es usted el primer español hijo de la silla.

A Cipriano no le agradaba el joven Maluenda. Le mortificaban sus reticencias, las salidas de tono que él juzgaba divertidas, sus golpecitos en el hombro:

—En rigor yo soy hijo de mi madre —puntualizó—. La silla flamenca no hizo otra cosa que ayudarla a traerme al mundo.

Al ver el poco éxito de su ocurrencia, Gonzalo Maluenda olvidó sus frivolidades. Hombre inseguro, sin personalidad definida, Cipriano no lo consideró la persona adecuada para dirigir el comercio de la lana con Flandes. Se le antojaba el típico miembro de esas terceras generaciones de negociantes que, en poco tiempo, terminan deshaciendo la fortuna que sus abuelos amasaron con tanto esfuerzo. No le sorprendió que Gonzalo Maluenda volviera a reír a destiempo cuando le informó del apresamiento de dos barcos de la flotilla por los corsarios, como si fuese una anécdota divertida.

—Se salieron de la formación —dijo—. No navegaban en conserva.

—P… pero estarían asegurados.

—Lo estaban, pero al salirse de la conserva el reasegurador se ha llamado a andana. Es natural. Cada uno defiende lo suyo.

Cipriano Salcedo inició el regreso a Valladolid muy decaído. El nuevo patrón burgalés no estaba a la altura de las circunstancias. Le había parecido un chiquilicuatro y el apresamiento de dos veleros una advertencia a tener en cuenta en lo sucesivo. Salcedo era consciente de que los errores de Gonzalo Maluenda le arrastrarían a él inevitablemente. Enlazó esta reflexión con la determinación de visitar Segovia, la ciudad pañera de Castilla la Vieja. Cuando la conoció meses atrás, le había sorprendido por su actividad y, a pesar de que Minervina ocupaba entonces todos sus pensamientos, no le pasó inadvertido que Segovia era una pequeña ciudad textil que se desarrollaba a costa de sus propios recursos. Sabía transformar sus materias primas de manera que el dinero siempre quedara en casa. ¿Por qué Valladolid no intentaba una empresa semejante? ¿Por qué la villa no transformaba los setecientos mil vellones que anualmente exportaba a Flandes como hacían los industriales segovianos? ¿No podría ser él, Cipriano Salcedo, el llamado a conseguirlo? El viento en el rostro, acentuado por el trote largo de Relámpago, estimulaba su imaginación. Corte de España, resignada a su condición de villa de servicios, pensó, Valladolid era una ciudad dormida, donde la suprema aspiración del pobre era comer la sopa boba y la del rico vivir de las rentas. Allí nadie se movía.

De sus reflexiones dio cuenta a Dionisio Manrique a su llegada. Gonzalo Maluenda no le había gustado. Era un chisgarabís que consideraba divertido el apresamiento de dos navíos por los piratas. Había que andarse con tiento. Un patinazo de Maluenda afectaría seriamente al comercio castellano de la lana. ¿Por qué no intentar en Valladolid lo que Segovia ya estaba haciendo? Los ojos de Dionisio Manrique se redondearon de codicia. Estaba de acuerdo. La era de los Maluenda era evidente que había pasado. Don Gonzalo era perezoso y jugador, malos vicios para un comerciante. Había que pensar en una nueva orientación del comercio de los vellones: reforzar las flotillas o, quizá, ensayar su transporte por tierras de Navarra. A Cipriano Salcedo le estimuló verse secundado por Manrique. Acordaron pensar en ello y, entretanto, Cipriano decidió visitar Pedrosa: aspiraba a lustrar su apellido. El título de doctor en Leyes poco significaba si no le acompañaba un privilegio de hidalguía. Acceder a la aristocracia por la base sería una astuta jugada para adornar su carrera y reforzar su prestigio personal.

Cipriano conocía ya a Martín Martín, hijo de Benjamín Martín, el nuevo rentero, a Teresa, su mujer, y a sus ocho hijos, pequeños y ligeros como ratas. Su tío Ignacio le había acompañado en un viaje anterior. La casa, desnuda y pobre, sin pavimento, le había llamado la atención. Y, por contraste, el dosel de guardamecíes que adornaba el amplio lecho matrimonial.

—Es la única herencia que recibí de mi pobre padre que gloria haya —dijo Martín Martín, a modo de explicación.

Don Ignacio y Cipriano habían ido a Pedrosa por el consabido camino de Arroyo, Simancas y Tordesillas, el del difunto don Bernardo, y fue en ese viaje cuando Cipriano Salcedo, amante de las aventuras, concibió la idea de desplazarse faldeando las colinas, atravesando las tierras de Geria, Ciguñuela, Simancas, Villavieja y Villalar. No existía camino definido allí pero Relámpago lo trazaba ahora, en su segundo viaje, con su largo galope, hollando las aulagas de los bajos. Cipriano manejaba el caballo con maestría, lo dominaba, en cada cabalgada le hacía aprender una nueva habilidad. Corría el mes de junio y las parejas de perdices volaban con sus polladas, de las viñas a las cuestas, con un aleteo metálico que estremecía al caballo.

Hacía meses que Cipriano venía gestionando un privilegio de hidalguía. Martín Martín, a quien había cedido una tercera parte de los frutos de la tierra, era un adicto incondicional. Y a los más viejos del lugar les había oído hablar bien de don Bernardo, el último defensor del buey para las faenas agrícolas, y de don Aquilino Salcedo, el abuelo, que pasó en Pedrosa los últimos años del siglo. Ninguno de ellos tenía buen ni mal concepto de los patronos pero sí una vaga idea de que en la vida era preferible arrimarse a un rico que a un pobre. Por otra parte, don Domingo, el viejo párroco, conservaba en el archivo de la iglesia papeles de los Salcedo donde constaban las limosnas y donativos hechos al pueblo en ocasiones difíciles como la peste del año seis o los nublados del año noventa que no permitieron trillar y el cereal se nació en las eras. Por si fuera insuficiente, Cipriano Salcedo estaba en condiciones de acreditar la pureza de sangre hasta la séptima generación.

A poco de llegar, Salcedo cambió impresiones con Martín Martín sobre el particular. Treinta y siete vecinos, de treinta y nueve, estaban dispuestos a votar que su familia venía siendo considerada hidalga en Pedrosa desde hacía dos siglos. Don Domingo, el viejo párroco, por su parte, adjuntaría al expediente copias de los documentos del archivo parroquial, en los que constaba el generoso patrocinio del pueblo por parte de los Salcedo. Cipriano no ignoraba que su título de doctor, unido al de hidalgo, doctor-hidalgo, no sólo le redimía de contribuciones e impuestos sino que le hacía apto para formar parte de la administración y le insertaba en el escalafón de la baja aristocracia. Sabía, asimismo, que un terrateniente accedía más fácilmente a la nobleza que un hombre de negocios y que carecía de sentido la máxima de «el noble nace, no se hace», como se proponía demostrar. Martín Martín le prometió que tan pronto contara con las acreditaciones de los vecinos y las copias documentales de don Domingo se las haría llegar por un correo. Para añadir méritos al mérito, y aprovechando las nuevas ordenanzas sobre roturos de baldíos, Cipriano tomó nota de los límites de los pagos del arroyo de Villavendimio con objeto de solicitar licencia de cultivo y autorización para agregarlos a sus tierras.

Dos semanas más tarde llegó a Valladolid un correo con los papeles de Pedrosa y Cipriano se los hizo llegar a su tío, el oidor, quien, a su vez, los presentó, con una instancia respetuosa, a la Sala de Hidalguía de la Chancillería. Pocos meses después don Cipriano había obtenido el título de doctor-hidalgo y había sido redimido de contribuciones. Un correo urgente a Pedrosa comunicó a don Domingo y a Martín Martín la buena nueva, al tiempo que encarecía al rentero que para el 3 de julio tuvieran sacrificados una docena de corderitos y dispuestos dos toneles de vino de Rueda para celebrar el nombramiento, fiesta de la que únicamente quedarían excluidos Victorino Cleofás y Eleuterio Llorente, los dos labriegos que, lejos de considerar a los Salcedo unos seres magnánimos y desinteresados, los juzgaban unos explotadores. La merienda se celebró en el corral de la casa al anochecer y, según cuentan las viejas crónicas, ni la villa de Toro, de la que Pedrosa dependía, conoció en sus mejores años un fasto semejante, tan alegre y desquiciado, en el que participaron hasta los perros y animales de labor. La burra de Tomás Galván, la Torera, bebió una herrada de vino de Rueda y pasó la noche rebuznando y coceando por las calles del pueblo, hasta que de madrugada se murió.

Asentada su vida adulta, alcanzado el título de hidalgo y ordenadas las cosas en Pedrosa, Cipriano Salcedo puso sus cinco sentidos en el comercio con Burgos. Y, aunque don Gonzalo Maluenda no le gustaba, o precisamente por eso, decidió acompañar personalmente a la expedición de otoño, como había hecho su padre, don Bernardo, unos meses después de nacer él.

Durante varios días, las cinco grandes plataformas de ruedas de hierro fueron cargadas en el almacén, en tanto las cuarenta mulas de tiro de Argimiro Rodicio eran preparadas para el evento. Docenas de temporeros se afanaban en el patio y, llegado el día de la partida, Cipriano Salcedo se puso al frente de la expedición, por el polvoriento camino de Santander. En esos momentos, después de haber tomado las precauciones pertinentes, Salcedo se sentía importante y feliz. Advertido de que el bandolero Diego Bernal merodeaba por la zona, iba armado, como lo iban los carreteros, mientras piquetes de la Santa Hermandad, advertidos por correo urgente, vigilaban el itinerario.

El camino, con relejes y profundos baches, no facilitaba el viaje, pero aquella caravana de cinco grandes carros, arrastrados por ocho mulas cada uno, era un espectáculo del que gozaban, apostados en las cunetas, los arrieros y peatones con los que se cruzaban en la carrera. Cipriano precedía a la larga caravana sin dejar de otear el horizonte, temeroso de que aparecieran por los cerros los facinerosos de Diego Bernal, único salteador conocido en ambas Castillas. Las carretas formaban una austera procesión, sujeta a distintos cambios de marcha y a un plan preconcebido: recorrer seis leguas diarias de camino, de manera que el viaje, con los altos consabidos en las Casas de Postas de Dueñas y Quintana del Puente y las ventas del Moral y Villamanco, demorase alrededor de cuatro días.

Una vez en Burgos, procedía la descarga, más enredosa aún que la carga, aunque Maluenda, oportunamente avisado, echaba mano de temporeros experimentados que abreviaban la operación. Exoneradas de su peso, las carretas realizaron el viaje de regreso en tres días y medio y, tan pronto llegaron a la Judería, don Cipriano Salcedo recogió las armas, las devolvió a la Santa Hermandad y, consciente del deber cumplido, retornó a la rutina diaria.

Aquel gran almacén de la vieja Judería, que la víspera se presentaba atestado de vellones y ahora se ofrecía pavorosamente vacío, se iría llenando poco a poco a lo largo de los meses venideros y, llegado el mes de julio, se organizaría una nueva caravana con idéntico destino. Cipriano Salcedo, de ordinario precavido y pusilánime, se crecía ante estas grandes operaciones. Almacenar setecientos mil vellones y transportarlos a Burgos en dos expediciones anuales se le antojaba una proeza propia de grandes hombres, de forma que cuando, sentado a la mesa, Crisanta la doncella le servía su primer almuerzo después del viaje, no hizo por ocultar sus manitas peludas que ahora veía fuertes y masculinas muy adecuadas para afrontar tamañas empresas. Y en esos momentos se veía más próximo de don Néstor Maluenda, el gran mercader, que con sólo su talento y su coraje había hecho de Burgos un gran emporio comercial en plena juventud.

Su tío y tutor, don Ignacio, con quien solía reunirse un día entre semana, y en especial doña Gabriela, su esposa, veían con buenos ojos la idolatría de su pupilo hacia don Néstor. Para doña Gabriela nada más admirable que un mercader poderoso, siquiera su esposo puntualizara que doña Gabriela admiraba a los grandes comerciantes antes por sus ingresos que por su relieve social. Pero su culto hacia el abuelo Maluenda, al que no llegó a conocer, no atenuaba sino que acrecía su desprecio hacia su hijo Gonzalo. Secundar a este chiquilicuatro, pretendidamente ingenioso, no satisfacía sus anhelos de ascenso profesional. Por otra parte, recibir una mercancía con la mano izquierda y entregarla a un tercero con la derecha mediante un estipendio, llegó a parecerle una actividad innoble. Cipriano, antes que al comerciante enriquecido por su tesón y su esfuerzo, admiraba al que merced a su ingenio introducía una innovación en el producto, de tal manera que, sin saber por qué ni por qué no, venía de pronto a modificar la voluntad de compra de los clientes. Esta voluntad innovadora le condujo, paso a paso, a un mejor conocimiento de sí mismo, a intuir su iniciativa creadora y las razones de su personal insatisfacción. Y su afán por descubrir nuevos caminos aumentó unos meses después, cuando otros dos barcos de la flotilla de Flandes fueron desmantelados por los corsarios y un tercero hubo de refugiarse en el puerto de Pasajes con avería gruesa. De acuerdo con estas noticias, los riesgos de la flotilla aumentaban cada año y los fletes y los seguros encarecían. La alarma de los laneros se iba extendiendo, en tanto tomaba cuerpo la idea de Salcedo de asumir un nuevo rumbo. El negocio de los fletes no servía ya, por sí solo, para dar salida a las lanas castellanas por un precio remunerador. Fue en esta fase cuando, de la manera misteriosa con que se gestan estas cosas, a Cipriano Salcedo le asaltó un día la idea de ennoblecer una prenda tan popular y modesta como el zamarro. Un chaquetón apto para pastorear o atravesar el Páramo en invierno podía ser transformado, mediante tres leves retoques, en una prenda de vestir para sectores sociales más altos. El éxito, como siempre sucede en el mundo de la moda, dependía de la inspiración, del toque de gracia, en este caso romper la lisura de la espalda y las bocamangas del zamarro con unos audaces canesúes. Mediante unos canesúes estéticamente dispuestos, una prenda de abrigo propia de campesinos adquiría una indefinible gracia urbana que la hacía adecuada para damas y caballeros.

El sastre Fermín Gutiérrez fue el primero en aprobar la iniciativa de Salcedo. Y tanta maña se dio Cipriano para exaltar las virtudes de la nueva prenda que Gutiérrez quedó entusiasmado con el proyecto. De inmediato fue contratado para trabajar a domicilio por un tanto alzado susceptible de ser modificado: setenta y dos reales al mes. Por su parte, Salcedo se comprometía a suministrarle a tiempo todos los vellones necesarios. La revolución de los canesúes, como Cipriano Salcedo la llamaba, despertó el primer año en la villa una cierta curiosidad. Pero fue el segundo cuando se desató un entusiasmo inesperado que obligó a Salcedo a enviar a las ferias de Segovia y Medina del Campo dos expediciones de zamarros en su nueva interpretación. El chaquetón había conquistado el mercado y la demanda fue de tal monta que indujo a Salcedo a instalar en los bajos de su casa, en la Corredera de San Pablo, un establecimiento cuyo nombre evocaba la novedad y a su autor en un rótulo ambiguo: El zamarro de Cipriano. El primer paso hacia la fama estaba dado. Sin embargo, su inventor observó que, aunque bien acogido el zamarro por la clase media, no penetraba en los más altos sectores sociales. Entonces ideó dos complementos para su invento: sustituir el forro de borrego por pieles finas de alimañas y volver los puños. Tales añadidos, triplicando el precio de la prenda, constituirían para la nobleza alicientes de seguro efecto. No se trataba de adquirir pieles exóticas, sino de aprovechar pieles de animales serranos, generalmente desconocidos para la alta sociedad, como marta, garduño, nutria, gato cerval y jineta. Y acertó. Lo que no había conseguido el canesú lo pudo el nuevo forro con los puños vueltos. Atrajo especialmente a la nobleza la variedad de pieles: había donde elegir. A partir de esta última innovación, el zamarro de Cipriano entró en todos los hogares, se impuso en la Corte vallisoletana y se fue extendiendo por todas las capitales del reino.

Una vez convencido de que estaba en el buen camino, Cipriano Salcedo se hizo con los servicios de un avisado hombre de campo, don Tiburcio Guillén, quien organizó una red de acopladores pellejeros, que a su vez crearon otras de tramperos y un equipo de curtidores expertos que trataban las pieles con aceite de abedul. De este modo, el sastre don Fermín y su taller provisional tenían asegurado el abastecimiento todo el año. Al mismo tiempo, don Fermín Gutiérrez fue autorizado para contratar personal, cortadores y costureras, «principalmente —como exigió don Cipriano— entre las jóvenes viudas de la villa que en general pasaban más necesidad que otras mujeres».

En la reorganización del negocio, decidió pagar a Gutiérrez por prenda terminada en lugar de a tanto alzado, lo que, de paso, le iba familiarizando con el mundo de los números: la confección de un zamarro se elevaba a tres reales, a medio su transporte, tratar con aceite de abedul una docena de pieles, ciento veinte maravedíes, y así sucesivamente. Partiendo de esta base, pudo determinar con precisión los márgenes comerciales que iban engrosando su fortuna día a día. Meses más tarde, bajo la dirección de Dionisio Manrique, deslumbrado por el éxito del patrón, impuso un plazo último a los curtidores: las pieles deberían estar listas el primero de mayo, de manera que el negocio pudiera funcionar en todas las estaciones a un ritmo regular. Las pieles que don Tiburcio Guillén entregaba a don Dionisio Manrique y éste a don Fermín Gutiérrez, el sastre, lo eran en fechas determinadas, después de pelechar los animales, y, por tanto, previsibles con antelación. Se aumentó asimismo el número de pellejeros y, ante la avalancha de pieles, Salcedo decidió no limitar éstas a forrar zamarros, sino extenderlo a las ropas de invierno de hombres y mujeres. Ropillas aforradas en piel clara y oscura, fue el subtítulo que se añadió a la cartela de la tienda de la Corredera de San Pablo. Pero los tramperos que, por vez primera, veían valoradas sus presas, abrumaban con sus entregas a los arrieros, con lo que Salcedo hubo de tomar una de las decisiones más importantes de su vida: abrirse al extranjero, en principio con los acreditados mercaderes de Anvers, con el mundialmente famoso Bonterfoesen, que dieron a los zamarros y a las ropillas aforradas proyección universal. El conocido comerciante David de Nique hizo un comentario que colmó la vanidad de Salcedo: «nunca un simple canesú armó una revolución semejante en la moda. Eso es el ingenio». A estas alturas, el zamarro de borrego iba perdiendo prestigio, a pesar del canesú, y las gentes urbanas, especialmente los ricos de España y del extranjero, preferían los forros de alimañas españolas, no sólo más bellos sino de menos bulto y más abrigados.

Pero, en conjunto, la demanda no cedía y el padre del invento, tras largas cavilaciones, decidió convertir en taller de confección la mitad del almacén de la Judería. La nave quedó dividida en dos partes y, mientras una seguía cumpliendo las funciones para las que había sido creada, la otra se transformó en un gran taller en el que reinaba Fermín Gutiérrez. Sin advertirlo, Salcedo empezaba a caminar por la senda de un incipiente capitalismo. El gran taller no paraba ni en invierno ni en verano y, para contrarrestar los grandes fríos de la meseta, cubrió la nave con cielo raso e instaló braseros de picón de encina de gran tamaño entre las mesas de los trabajadores disminuidos por los sabañones.

Lógicamente, la relación con don Gonzalo Maluenda y con Burgos se iba debilitando. Las dos expediciones anuales se convirtieron en una y los diez carromatos en cuatro. Maluenda admiraba en secreto la iniciativa de Salcedo pero se sentía mortificado por sus éxitos. Anteponer una prenda tan basta como el zamarro al comercio con Centroeuropa hablaba por sí solo del mal gusto y la baja extracción social de Cipriano Salcedo, por mucho que adornase con el doctor-hidalgo sus tarjetas de visita, decía. En el fondo, Maluenda envidiaba a Salcedo que había sabido prever la decadencia del comercio de la lana y encontrar una salida airosa para la mercancía.

Pero llegó un día, pasados los años, en que la naturaleza impuso su ley. Las alimañas no soportaban la presión cinegética y las presas empezaron a disminuir. Mas Salcedo, que era ya un mercader avezado y rico, constató este hecho al tiempo que las ventas del nuevo zamarro y las ropillas aforradas empezaban a decaer. Es decir, cuando la demanda disminuyó, él ya había rebajado la oferta de manera que no tuvo que pasar por el amargo trance de los excedentes. Cinco años después de nacer, la venta del zamarro del canesú se estabilizó de modo que bastaba un turno en el taller de la Judería para mantener abastecido el mercado. Pero para entonces la fortuna de Cipriano Salcedo se calculaba en quince mil ducados, una de las más fuertes y saneadas de Valladolid.

Fue en el tercer año de iniciado el negocio cuando Cipriano Salcedo, desbordado por el feliz resultado de la empresa, envió un correo a Estacio del Valle, a Villanubla, pidiéndole más vellones. Estacio le contestó con un correo urgente, diciéndole que, salvo un nuevo ganadero de Peñaflor, don Segundo Centeno, con más de diez mil ovejas, y algunos pequeños pastores en otras localidades, la lana del Páramo seguía bajo su control. Al llegar el buen tiempo, Salcedo subió a Villanubla por el viejo camino, tan familiar a Relámpago. Encontró a Estacio viejo y trasojado, pero lúcido y artero. Don Segundo Centeno, un perulero recién llegado de Indias, con dinero, se había establecido en el monte de La Manga hacía dos años. Oriundo de Sevilla, los ganaderos del Guadalquivir le recomendaron para instalarse la zona del Páramo, en Valladolid. Era un individuo primitivo y tosco que salía al monte con el ganado y vestía como un gañán. Sin embargo era un hombre de posibles aunque nadie sabía hasta dónde alcanzaba su fortuna. Tenía contratada la lana de sus ovejas con los tejedores moriscos de Segovia mediante un procedimiento complicado en el que los propios tejedores facilitaban las reatas para el transporte de los vellones. Era hombre guardoso y poco sociable y apenas se relacionaba con la gente del Páramo, ganaderos o labrantines. Tenía una hija maciza y blanca de tez llamada Teodomira, que, por su maña en el esquileo, era conocida con el sobrenombre de la Reina del Páramo. La muchacha no salía de La Manga: alta, sólida y sumamente laboriosa, vestía inevitablemente una saya de paño burdo y un extraño tocadillo que le agrandaba la cabeza. Se movía, entre el barrizal y la basura del patio y las teleras, con galochas para proteger sus pies. Los vecinos de Peñaflor y Wamba aseguraban que la Teodomira, pese a ser considerada por su padre la Reina del Páramo, era, en rigor, para don Segundo, un burro de carga, ya que las dos criadas de servicio, a la hora de esquilar al ganado, escurrían el bulto. Llegado este momento era cuando Teodomira encerraba las ovejas en el aprisco y, sentada a la puerta en un tajuelo, iba esquilándolas una tras otra y encerrándolas desnudas en la telera aneja. La Reina del Páramo jamás desgarró un vellón. Los sacaba intactos, de una pieza y calientes. Nadie desafió nunca a Teodomira pero era fama en la comarca que pelar a un centenar de corderos no le llevaba un día. Don Segundo, que la ayudaba desde la tarde a la medianoche, gozaba también de una buena disposición para el oficio, de forma que en siete semanas tenían dispuesta la carga para que los moriscos de Segovia subieran a recogerla. Según Estacio del Valle, podía intentar hacerse con la lana de el Perulero, por más que la educación de don Segundo para el trato dejara mucho que desear. En estos asuntos, el Perulero era un patán de la cabeza a los pies al que únicamente se le podía localizar, salvo los jueves, en el campo con las ovejas, ya que en casa no paraba. Estacio le dio la dirección del monte. Don Cipriano debería coger la carrera de Peñaflor y, a cosa de media legua, junto a la atalaya más alta, nacía un camino rojo, de arcilla, medio borrado por los bogales, que llevaba derecho a la casa. En un calvero del monte, redondo como un coso, estaba ésta, una edificación de adobe con tejado de pizarra, amplia y destartalada, de una sola planta, rodeada de rediles, teleras y corralizas con algunas ovejas dentro, balando. Frente a la fachada había un pozo, con el brocal de piedra de toba, una polea y cuatro abrevaderos, de la misma piedra, para el ganado. La chica que le atendió le dio la dirección de don Segundo. Estaba en el campo, en la linde del monte, de la parte de Wamba, con las ovejas.

Salcedo encontró, en efecto, a don Segundo, con un rebaño grande, en la línea del monte. Era un hombre desaseado, de pelo corto y barbas de muchos días. En la cabeza llevaba una carmeñola, una mancha de saín en la frente y caída y derrocada en la parte posterior. Era un tocado anticuado que hacía juego con un coleto sin mangas, corto, las calzas abotonadas y las abarcas para los pies. Los ladridos de dos mastines, con collares de puntas, le pusieron en guardia y el caballo, muy remiso, no se aproximó a ellos hasta que el señor Centeno los aplacó. Pero cuando se apeó, y antes de poder dirigir la palabra a don Segundo, éste levantó una mano, le volvió la espalda bruscamente y le dijo:

—Aguarde un momento.

Portaba un cayado en la mano derecha que enarbolaba al andar y se dirigía sin demora hacia un pequeño hueco que se había abierto en el rebaño. A su paso se espantaba el ganado pero, al llegar al punto preciso, saltó una liebre regateando y, antes de que se alejara, don Segundo le lanzó el cayado describiendo molinetes en el aire. La garrota golpeó las patas traseras del animal que quedó tendido en el prado, moviéndose espasmódicamente. Don Segundo se apresuró a cogerla para que Salcedo la viera:

—¿Se da cuenta? Es grande como un perro —reía.

El ganado había vuelto a pastar pacíficamente, en tanto Salcedo trataba de presentarse, explicando su relación con Burgos y el mercado de la lana, pero don Segundo Centeno le atajó con un deje de ironía:

—¿No será vuesa merced, por un casual, Cipriano el del zamarro?

Mientras hablaba, apretaba el vientre de la liebre para que orinase, tan atento y concentrado, tan ajeno a la presencia de Salcedo, que éste, después de asentir, decidió ganárselo mediante la adulación:

—He oído decir en el pueblo que vuesa merced, con diez mil cabezas, no precisa de manos ajenas para esquilarlas; se basta con la ayuda de una hija.

Un chorrito dorado se desprendió de la entrepierna de la liebre y él le pasó una y otra vez una mano grande y pesada por el vientre inmaculado para ayudarla:

—Está preñada —dijo—. Es un animal muy rijoso éste. Tanto le da abril como enero. No descansa. Desde mi ventana, de madrugada, las veo guarreándose entre las teleras todos los días del año, tanto da con frío como con calor.

Salcedo trató de encauzar la conversación pero, fuera de la emoción del momento, a don Segundo no parecía importarle nada. Sin embargo, era sólo una apariencia, ya que, transcurrido un minuto, recogió el hilo que antes le había lanzado Salcedo y reanudó el coloquio como si nunca se hubiera interrumpido:

—En cuanto a eso de que yo trabaje solo en el monte no es cierto —dijo—. Dispongo de cinco pastores, dos en Wamba, otros dos en Castrodeza y uno en Ciguñuela. Ellos atienden mis rebaños y, llegado el tiempo, nos ayudan a esquilarlos. Eso sí, a mi hija, a la Teodomira, no le echa la pata nadie. En lo que ellos pelan una oveja, ella pela dos. Yo la llamo por eso la Reina del Páramo.

La llanura sin fin, apenas amueblada por cuatro carrascos y los majanos alineados como hitos, se extendía ante los ojos sorprendidos de Salcedo.

—El Páramo, por lo general, da poca yerba pero buena, aunque en ciertas zonas es un sequedal. Ve ahí. Para roturar dos hazas ha habido que hacer antes un monumento.

Señalaba con el cayado el majano más próximo con pedruscos de hasta diez libras. Tres ovejas se desmandaron y don Segundo ordenó con un ademán a los mastines, que sesteaban a sus pies, que las reintegraran al rebaño. Don Segundo había guardado la liebre en el zurrón y Salcedo intentó de nuevo cuadrarle, hablándole de los moriscos de Segovia, pero don Segundo se desentendió del tema. Al cabo de un rato, sin embargo, afirmó que los moriscos eran gente laboriosa y sacrificada y él estaba muy satisfecho con ellos, que cobraban menos que otros porteadores y, por si fuera poco, las reatas de acémilas corrían de su cuenta. Así es que su lana estaba comprometida. Los Maluenda de Burgos, que recogían prácticamente toda la de Castilla, tendrían que quedarse sin la de Segundo Centeno. En cambio, sí le ofrecía para sus zamarros pieles de conejo, miles de pieles. Porque vuesa merced, dijo, forrará zamarros con toda clase de bichos pero al conejo lo tiene olvidado.

—Es demasiado ordinario el conejo —replicó sinceramente Salcedo—. Aquí en Castilla, tal vez por su abundancia, es poco apreciado.

Don Segundo reunió el rebaño y, con ayuda de los perros, fue entrizándolo insensiblemente hacia el monte. A uno de los mastines le llamó a voces Lucifer. No simpatizaba con él; le lanzaba piedras e improperios.

—Porque vuesa merced —dijo de pronto— fabrica zamarros para gentes encopetadas de ciudad, pero debería pensar un poco en los gañanes del Páramo. Para ésos ya están los corderos, dirá usted, pero es que el conejo le saldría más económico y tal vez más abrigado.

El sol se ponía en la llanura como en el mar. Se desplomaba sobre la línea del horizonte y éste empezaba a roerle por la base, en un crepúsculo incendiado, hasta terminar devorándolo. Las nubes, blancas hasta entonces, se tornaban color albaricoque al ocultarse aquél.

—Buen tiempo hará mañana, sí señor —dijo sentenciosamente don Segundo—. Vamos para casa. Es hora de recoger el ganado.

Salcedo llevaba a Relámpago de la brida. El espectáculo de la puesta de sol en el inmenso mar de tierra le había sobrecogido. Respecto a don Segundo Centeno no sabía a qué carta quedarse. Seguramente pertenecía a ese grupo de ganaderos y labrantines guardosos que llegan a amasar una fortuna a fuerza de austeridad, de privarse incluso de lo necesario, por el inútil placer de morir ricos. Las sombras de las encinas reptaban por el suelo y, en pocos minutos, el monte entero se sumió en una silenciosa penumbra. Don Segundo se rascaba ahora la cabeza metiendo un dedo de uña negra por debajo de la carmeñola. Dijo de pronto:

—Hoy un conejo, su piel, le puede valer a vuesa merced veinte maravedíes. ¿Qué número de pieles necesita para forrar un zamarro? ¿Diez, quince? Y aunque así fuera, forrado de lana y echando por lo bajo, le costaría a usted el doble.

Cipriano Salcedo le dejaba a su aire. Para empezar no se creía que los moriscos de Segovia cargaran con los gastos de las reatas. Y, en cambio, pensaba, don Segundo Centeno podría fácilmente terminar, sin forzar las cosas, siendo su nuevo cliente en el Páramo. La casa se divisaba ya entre las matas, y en el hueco de una ventana brillaba la luz de un candil. Se fingió interesado en las pieles de conejo:

—¿Y cómo puede usted agarrar tantos conejos con lo que corren?

—Yo le hago una apuesta a vuesa merced —dijo jovialmente—. En una hora me comprometo a coger una docena de conejos sin moverme de un bardo. Y si me echa una mano el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, cuatro docenas. ¿Qué le parece?

—Con lazo, claro.

—Quiá, no señor. El lazo es muy tardinero. Diez hoy, quince mañana. No me vale el lazo para hacer cifra. Al conejo hay que moverlo, buscarle las vueltas. Aquí en La Manga, hay millones de ellos. Y si dispone vuesa merced de una buena camada de hurones, en cuatro días puede armar un estropicio.

Habían llegado al calvero y don Segundo distribuyó el ganado en las teleras. En otros apriscos, de la parte de Wamba y Peñaflor, pernoctaban al aire libre los meses calurosos otros rebaños. Cumplido el encierro, los mastines se encaminaron cachazudamente al corral, en una de cuyas ventanas, sin duda la cocina, temblaba una luz. En la puerta de la fachada crecía un emparrado del que pendían racimos en agraz.

—Pase un rato vuesa merced.

El mobiliario de la casa era de una austeridad conventual. Apenas una gran mesa de pino en la sala, dos escañiles, unas butacas de mimbre, una alacena y, a los lados, los consabidos lebrillos. Pero Salcedo no tenía tiempo para sentarse. Los bogales borraban el camino y era fácil perderse: tenía que aprovechar la última luz. Volvería otro día para seguir conversando. ¿Un jueves? De acuerdo, lo haría un jueves. ¿Una merienda? Agradecería esa atención a la Reina del Páramo. Él, don Segundo, le enseñaría además cómo cazar cuarenta conejos en una hora. Si me envía un correo a tiempo tendrá ocasión de ver al señor Avelino, el bichero de Peñaflor, metido en faena. Y a lo mejor se encapricha usted con el conejo para los zamarros y armamos una comandita, ¿no le parece?

Cipriano Salcedo se disponía a salir cuando entró en la sala la Reina del Páramo, una muchacha alta, pelirroja, fuerte, vestida al uso de las campesinas de la región: saya corta con faldilla debajo y mangas con papos a la moda antigua. Hacía ruido al andar con las galochas que calzaba. A don Segundo Centeno se le avivó el semblante: aquí tiene vuesa merced a mi hija Teodomira, la Reina del Páramo por mejor nombre —dijo. Ella no se alteró. Saludó escuetamente. La llama de la lámpara iluminaba su rostro, un rostro excesivamente grande para el tamaño de sus facciones. Pero lo que más sorprendió a Salcedo fue la palidez de su carne, especialmente extraña en una mujer campesina; un rostro blanco, no cerúleo, sino de mármol como el de una estatua antigua. No había sombra de vello en aquella cara y las cejas eran muy finas, casi inexistentes. Con el cabello caoba, resaltaban sus pestañas sombreando unos ojos vivaces, de color miel. La muchacha se movía airosamente a pesar de su volumen y cuando don Segundo le presentó como don Cipriano Salcedo, el señor de los zamarros, ella le felicitó diciendo que había ennoblecido una prenda desprestigiada. Entonces la miró de frente y ella le miró a su vez y, bajo su mirada intensa, dulce y afable, se enterneció. Nunca le había sucedido a Salcedo una cosa así y se sorprendió aún más porque, objetivamente, fuera de la expresión de sus ojos y de su presencia amparadora, no descubría en la muchacha especial encanto. Entonces se alegró de haber prometido volver. Y cuando la muchacha le tendió la mano para despedirse y él la estrechó, notó que también su mano era blanca y dura como el mármol. Pero el señor Centeno repitió que a lo mejor se encaprichaba con los conejos y fundaban entre los dos una comandita. Cipriano Salcedo, para entonces, ya se había encaramado sobre Relámpago y, después de rodear el pozo y los abrevaderos al trote corto, se perdió entre las sombras del sardón agitando la mano izquierda en señal de despedida.