VI

Por segundo año consecutivo desde su ingreso en el colegio, llegado agosto, Cipriano participó en la Ceremonia de las Eras acompañado de dos condiscípulos y dos cofrades de la Santísima Trinidad. La clase, dividida en grupos, visitaba las eras que rodeaban la villa y pedían a Dios «prieta espiga y grano abundante». A los muchachos les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las mulas, montar en pollino y beber del botijo. Rezado el Pater Noster y las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos de trigo que ellos, al llegar al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero contante y sonante. Cipriano, en compañía de Tito Alba y de un nuevo compañero, a quien apodaban Gallofa, quedó a un celemín de distancia del grupo más aprovechado y fue elogiado por el Escriba al iniciarse la clase.

Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos de conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases de doctrina y religión, pero de su atención no derivaba una tranquilidad espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa dejaba mucho que desear. El padre Arnaldo les hablaba de la oración vocal y de la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la concentración del orante fuese completa. A Nuestro Señor no debemos dejarlo solo, les decía el padre Arnaldo. Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba de una vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el vacío y el silencio del templo, donde apenas llegaba el alboroto de sus compañeros en el patio. Reclinado de rodillas, en el banco de madera, Cipriano tenía a flor de labios dos peticiones obsesivas: Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en la pequeña pila, a la puerta de la capilla, cuando surgían las dudas: al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio de Nuestro Señor o en el juego de zancos que le aguardaba en el patio? La duda se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba de lado para entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto de la mañana. Entonces resolvía retornar a la capilla y signarse otra vez con agua bendita, muy despacio y pensando en lo que hacía. Pero este gesto tampoco le apaciguaba. Al salir al patio regresaban las dudas sobre su concentración y volvía de nuevo a la capilla a tomar agua y santiguarse con lentitud, deteniéndose fervorosamente en los cuatro movimientos esenciales. Mas, acorde siempre con las predicaciones del padre Arnaldo, llegó a la conclusión de que sus peticiones eran inevitablemente egoístas: pedía por él, para solucionar su vida el día de mañana y pedía por Minervina, único ser al que amaba en este mundo. Entonces decidió pedir también por el Corcel, para que no se hiciera pajas en el paseo, ni obligara a el Niño a ir a su cama cada vez que lo necesitaba. Y por Tito Alba por quien empezaba a sentir afecto. Paso a paso fue añadiendo peticiones (por el Rústico para que se le abrieran las vías del entendimiento, por el Escriba para que supiera guiarlos con tino, o por Eliseo, el ex alumno de la Tenería, para que su patrono cumpliese los términos del contrato) de forma que sus visitas a la capilla empezaron a durar tanto como los recreos. De esta manera Cipriano no encontraba tiempo para desfogarse y el sábado, en las reconciliaciones con el padre Toval, que confesaba en dos reclinatorios encarados y cubría, con un inmaculado pañuelo blanco, los rostros de confesor y penitente, reconocía que sus peticiones a Nuestro Señor seguían siendo egoístas por la sencilla razón de que con ellas no buscaba la paz o la felicidad de sus compañeros sino su tranquilidad de conciencia. El padre Toval le animaba a perseverar, a pensar menos en sí mismo y en las causas que movían sus actos, y un buen día, para ayudarle, le hizo un rápido examen a través de los mandamientos. Mas cuando llegó al cuarto, honrar padre y madre, Cipriano le dijo al padre Toval que su madre había muerto al nacer él y que a su padre le odiaba con todas sus potencias y sentidos. Aquí sí encontró el confesor materia grave y, pese a que Cipriano le habló de sus terribles miradas y de sus vejaciones, no justificó su aversión hacia él. El padre nos ha engendrado y sólo por eso ya merece nuestro aprecio. ¿Cómo amar a Nuestro Señor en el cielo si no amábamos a nuestro padre en la tierra? Los vagos escrúpulos de Cipriano iban concretándose ahora: no era tanto por el Corcel por quien tenía que rezar como por su padre y por sus sentimientos hacia él. Dejó el confesionario con las orejas rojas y aturdido. En lo sucesivo mentaba a su padre en las visitas a la capilla durante los recreos, pero lo hacía maquinalmente, no porque le amase sino porque el padre Toval se lo había indicado así. Sus escrúpulos se endurecían: yo no puedo amar y odiar a una persona al mismo tiempo, se decía. Y al pensar en su padre veía su mirada bellaca, heridora, y comprendía que su oración por él carecía de sentido. Dejó de ir a comulgar. Su amigo Tito Alba notó su cambio y, en un paseo por la ciudad, le preguntó por la razón. O… odiar es un pecado, ¿no es cierto, Tito? Cierto, dijo éste. Y odiar al padre todavía es un pecado más grave, ¿verdad? Tito Alba se encogió de hombros: yo no sé lo que es un padre, dijo. ¿Y qué puedo hacer yo si el odio nace en mi corazón con sólo pensar en él? Bueno, dijo Tito, reza para que eso no suceda. Pero si a pesar de todo sucede y yo no lo puedo remediar, ¿voy a consumirme en el infierno solamente por odiar a mi padre sin quererlo? Tito Alba titubeaba. Sus ojos desorbitados, de párpados cortos, eran sin embargo cálidos y mansos. No se parecían a los de don Bernardo. Dijo con poca voz: habla con el padre Toval. Cipriano se apresuró: lo hago todos los sábados. A Tito Alba le abrumaba el pesar de su amigo. Encontró un alivio al mirar a la pareja de compañeros que los precedía: mira, dijo, ya está el guarro de el Corcel haciéndose una paja. Por él sí debes rezar. Cipriano manoteaba excitado: pero tampoco puedes echar sobre ti todos los pecados del mundo, toda su porquería, ¿no es cierto?

También el padre Toval advirtió su desconcierto. Hablaron de los pecados que no producían placer sino dolor, como odiar o envidiar. El padre Toval llegó a decirle que ofreciera a Dios el asco de su odio como una expiación, pero a Cipriano no le convencía. S… sería engañarme, padre, me engañaría a mí mismo y engañaría también a Dios. Ofrecerle mi odio sería envilecerme.

El tercer año en el colegio resultó inquietante para Cipriano. Pese a la buena relación que mantenía con la mayor parte de los alumnos, de su aprovechamiento en las clases no se sentía satisfecho. Y no sólo eran sus escrúpulos de conciencia lo que le agobiaba. Empezó a atormentarle la injusticia humana, el hecho de que don Bernardo pudiera pagar la beca de tres compañeros que, por añadidura, desconocían a su padre, para que él pudiera estudiar; el que el Niño tuviera que acudir a las llamadas de el Corcel aunque no le apeteciera y que aceptara ser humillado periódicamente porque carecía de poder; el que su carne empezase a despertar y notase una extraña fuerza que transformaba su cuerpo y cuyas exigencias se imponían a su voluntad. Entonces empezó a comprender a el Corcel, aunque aborreciera la violencia que ejercía sobre el Niño, para complacerse a sí mismo. Estas novedades modificaban su carácter, sentía arrebatos de agresividad, vivía en permanente descontento consigo mismo. A veces, él mismo se sorprendía al arrogarse un papel justiciero que nadie le atribuía, como la noche que detuvo a el Niño en la penumbra del dormitorio cuando sumisamente acudía a la llamada de el Corcel:

Corcel, no le esperes. El Niño no va contigo esta noche —dijo.

Pero, de pronto, en el extremo del dormitorio, se produjo un gran revuelo. Al leve resplandor que subía del río divisó a el Corcel en camisón, corriendo entre las dos filas de camas para meterse finalmente en la suya. Sintió su salvaje aliento, sus palabrotas, su dureza viril, sus brazos desmañados abrazándole, y entonces Cipriano, con gran serenidad, flexionó la pierna, le propinó un rodillazo en los testículos y le empujó con todas sus fuerzas hasta arrojarle fuera de la cama. Durante unos minutos se escucharon los quejidos de el Corcel en el suelo, como los de un perro apaleado. En el dormitorio había una tensión que se cortaba. Paulatinamente el Corcel se incorporó y le dijo a Cipriano en la penumbra con las manos en el vientre:

—Mañana, en el recreo, te espero en el patio.

En el patio, en la esquina que formaba con el gimnasio, a cubierto de miradas indiscretas, se dirimían las peleas entre los escolares. El pleno del alumnado se reunía allí, ante un desafío, rodeando a los contendientes. Por si los alicientes fueran pocos, era la primera vez que el Corcel peleaba en el colegio. Nadie había osado nunca enfrentarse a él. La actitud de los luchadores esta mañana era distinta. Mientras el Corcel, con sus brazos largos y desgarbados, aspiraba a hacer presa en el cuello de Mediarroba y voltearle, éste le esperaba a distancia, sin dejarle aproximar. A Cipriano le daba ventaja su viveza. En lo que el Corcel levantaba un brazo, los puñitos pequeños y duros como piedras de Salcedo se disparaban tres veces sobre la nariz de su adversario. Los compañeros observaban la pelea en silencio. A veces, un comentario: ¿te fijas cómo pega Mediarroba? Y Claudio, el Obeso, trataba de explicar a todos, uno por uno, que Mediarroba cargaba con los muertos del Hospital de la Misericordia sin ayuda de nadie y tenía unos músculos de acero. Cipriano lanzó su puño derecho una vez más sobre el rostro bobalicón de el Corcel y éste empezó a sangrar por la nariz. Claudio, el Obeso, volvió a repetir que Mediarroba tenía mucha fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba, esquivándole, cada vez que trataba de asirle por el cuello. El Corcel resistió un par de puñetazos más. Era como ver representada, al cabo del tiempo, la desigual lucha de David contra Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad, pero con una agilidad pasmosa y una dureza de mármol. El sayo de el Corcel se llenaba de sangre y, entre dientes, provocaba a su rival llamándole enano y cacho cabrón, pero Mediarroba no caía en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas de un insecto que iban minando la moral del otro. Y cuando, al cabo de cinco minutos, el Corcel se olvidó de su guardia y atacó abiertamente a su contrincante persuadido de que era un alfeñique, Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo derecho que le hizo tambalear. Al golpe siguiente, el Corcel hincó una rodilla en tierra pero, como avergonzado de su debilidad, se recuperó inmediatamente y echó su brazo derecho hacia delante tratando de hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó a tiempo y, cuando el Corcel trastabillaba, después de su esfuerzo fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y el Corcel se apartó jadeando y tratando de restañar la sangre con sus manos. Nadie hablaba, pero como el Corcel no pareciera tener intenciones de reanudar la pelea, Tito Alba se acercó a él y le dijo:

Corcel, ve a cambiarte el sayo antes de que te vea el Escriba.

Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura. Vio alejarse a el Corcel, auxiliado por Tito Alba, y, entonces, sí, entonces los compañeros le rodearon preguntándole por su fuerza, le tocaban la bola, y él se levantaba la pernera del pantaloncillo de lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos de los muslos tensos y alargados como cables.

Al sábado siguiente, Mediarroba se acusó de su pecado:

—He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre —dijo.

—¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más despreciable de los hombres es templo vivo del Espíritu Santo?

—Ofendía a los demás, padre; es un matón.

—Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es del colegio?

—No puedo decirle más.

En la siguiente clase de doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su labor de enseñante y a la obligación de los alumnos de aprender sus enseñanzas para poder auxiliar el día de mañana a algún semejante descarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te condenas por no saber, tesoro, yo me condenaré por no haberte enseñado. Eran, veinte años más tarde, las mismas palabras de don Nicasio Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición del padre Arnaldo, pensó en el Corcel, se olvidó del odio hacia su padre y su mente la ocupó la soledad tremenda de su compañero. Nadie le quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo de la tarde, rogó a el Rústico que se pusiera junto a Tito Alba y le dejara a el Corcel por compañero.

—¿Qué quieres ahora? —le dijo éste al verle a su lado.

—Hablar contigo, Corcel. Pedirte disculpas por lo del otro día. No quise lastimarte.

—Y ¿a ti qué te importo yo? ¡Ya te puedes largar!

—Me importan todos los mortales, Corcel. Debemos ayudarnos los unos a los otros.

Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas de estudiantes. El Corcel se fijó en ellas y giró el rostro descaradamente para contemplarlas por detrás, sus traseros ondulantes. Después se volvió hacia Cipriano:

—¿Sabes qué te digo, Mediarroba?

—¿Qué? —dijo Cipriano, esperanzado.

—Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.

Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo tímidamente:

—Volveré a buscarte, Corcel. Si algún día me necesitas, llámame.

A la semana siguiente la villa se llenó de curas, seculares, regulares, canónigos y obispos. El primer día llegaron cuarenta o cincuenta, ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar el millar y medio. El primer encuentro de los expósitos con los clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la piadosa costumbre de besar las manos que consagraban en señal de respeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle de Santiago que tardó largo rato en despejarse. Una vez en el colegio, el Escriba elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente que omitieran estas demostraciones de respeto en tanto durase la Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia. La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos de clérigos, que mariposeaban por todas partes, los transeúntes decían: van a la Conferencia o vienen de la Conferencia. No salían de ahí. Y en verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones, que las bandadas de clérigos que discurrían por las calles a todas horas indefectiblemente procedían de la Conferencia o iban a ella. Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos de frailes y los monasterios de la villa y su alfoz no cabía un cura más.

Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas de la noche, o, como decía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones de la Plaza del Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente de tono. Y en el centro de tanta polémica y discusión, de tanta palabrería y alboroto, estaba la controvertida figura de Erasmo de Rotterdam, un ángel para algunos, un demonio para los demás. La pluma de Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión de la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas y los antierasmistas. Pero esta división no se dejaba sentir únicamente en los colegios y conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y familias de la ciudad donde se reunieran más de dos personas. Tampoco el Hospital de Niños Expósitos se libró de la escisión y no sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era del dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre Toval erasmista. El primero decía: Lutero se ha criado a los pechos de Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación, mientras el padre Toval sostenía que Erasmo de Rotterdam era exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se produjo entre ellos la menor fricción. Atendían con el mismo celo de siempre sus respectivos deberes pero jamás se enfrentaban entre sí. Esta distinta apreciación de las ideas erasmistas, que era la que dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia de Erasmo. Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y Toval parecían los encargados de llevar al colegio las últimas noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su sardina.

—Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar de herejes a los lectores.

—Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el Emperador son partidarios de Erasmo.

La villa, cuna de la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y, en la Plaza del Mercado, junto a los puestos de hortalizas, al lado de la gran tertulia popular, se improvisaban otras de intelectuales gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas. Las tardes de paseo, los expósitos se cruzaban con grupos de curas, grandes grupos que comentaban las incidencias de la Conferencia a voz en cuello, prolongaban la controversia de los templos a la calle. Una mañana el padre Arnaldo cometió la imprudencia de solicitar un padrenuestro a los colegiales por la conversión de Erasmo. Los erasmistas protestaron y el padre Arnaldo cambió el objetivo de la oración: «para que Nuestro Señor ilumine a cuantos participan en la Conferencia», dijo.

Cipriano, con una instintiva simpatía hacia Erasmo, intervino activamente en su defensa. A la salida de la capilla, Claudio, el Obeso, le preguntó:

—¿Quién es ese tal Erasmo?

—Un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia debe ser reformada.

En el otro extremo del patio, el Rústico vociferaba: «¡Erasmo a la hoguera!». En general, las tesis antierasmistas se orientaban en el sentido de que Lutero no hubiera existido si no hubiera existido Erasmo.

Mediada la Conferencia, los expósitos creyeron entender que en las controversias dominaban las tesis erasmistas y que sus adversarios, el maestro Margalho, fray Francisco del Castillo, fray Antonio de Guevara, se batían en retirada. Pero pocos días más tarde el padre Arnaldo anunciaba que se estaba discutiendo el divorcio, que Erasmo defendía, y que la Conferencia y el pueblo se habían colocado frente a él. Pero entonces saltó a la palestra el maestro Ciruela, que por su posición y su apellido se había hecho popular, y manifestó que admitía que Erasmo de Rotterdam tuviera algunos errores pero que sus libros, en conjunto, habían aportado mucha luz sobre los cuatro evangelios y las epístolas de los Apóstoles. Era un pulso tenso el que se libraba en la Conferencia y la villa parecía una enorme caja de resonancia. Pero los principales adversarios de Erasmo eran las órdenes religiosas que él había puesto en solfa en su libro Enchiridion. Su lectura levantaba ampollas entre los frailes y las protestas desde los púlpitos menudeaban, con lo que la agitación era mayor cada día y la masa iletrada pedía que la obra de Erasmo fuera condenada a la hoguera. La disputa creció hasta límites de violencia cuando el maestro Margalho denunció una mañana que Virués estaba en contacto con Erasmo y le informaba por carta, cada día, de los avatares de la Conferencia. Virués defendió su derecho a comunicarse con el holandés objeto de la controversia y con esta paladina declaración los ánimos se encresparon.

Los dos bandos, entre los alumnos del colegio, llegaron a las manos una mañana en el recreo, en que unos y otros daban vivas y mueras y exigían la hoguera para el titular de la posición contraria. La pelea fue muy violenta y de ella salieron tres alumnos descalabrados camino de la enfermería. El padre Arnaldo y el Escriba les hablaron al día siguiente del respeto y la comprensión hacia el prójimo y les regañaron. Daba la impresión, sin embargo, que la controversia se iba inclinando del lado de Erasmo y en contra de Lutero y el resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador. Y cuando los erasmistas, y en especial Carranza de Miranda, refutaron brillantemente la proposición de los frailes sobre el libre albedrío y las indulgencias, apoyándose en la propia obra erasmiana, la Biblia y los textos de los Santos Padres, la discusión quedó decidida.

Por aquellos días Valladolid se sintió sobresaltada por una preocupación de otro signo: un criado del mariscal de Frómista que venía de camino, herido de una seca de pestilencia, infeccionó por contagio a tres criadas del mariscal, todas ellas mozas, y los cuatro fallecieron en pocos días. Paralelamente, la sanidad declaró un enfermo de pestilencia en Herrera de Duero y una mujer en Dueñas. En pocas horas, en las esquinas de las calles, florecieron hogueras donde se quemaban tomillo, romero y flor de cantueso con objeto de depurar el ambiente aunque las gentes caminaban desde días tapándose la boca con el pañuelo. El Concejo nombró una Junta de Comisionados para que informaran de la salud de la villa y de los pueblos próximos y echó mano de los dineros de las sisas del vino y del pan para organizar la defensa contra la enfermedad. Publicó después un bando que los pregoneros divulgaron exigiendo limpieza en las calles, prohibiendo comer melones, calabazas y pepinos, «fácilmente impregnados por exhalaciones malignas», y organizando la atención médica, botica y alimentos para los pobres, puesto que el hambre facilitaba el contagio de la enfermedad. En cambio los ricos se apresuraban a recoger sus enseres y objetos preciados y, por las noches, abandonaban furtivamente la villa en sus carruajes para instalarse en el campo, en sus casas de placer, junto a los ríos, en espera de que la epidemia cediera. La peste había llegado de nuevo. La ciudad se organizaba para un largo asedio y un breve del papa Clemente VII ponía fin sine die a la famosa Conferencia tras varios meses de debates. Al propio tiempo la Corte se trasladó a Palencia y la Chancillería a Olmedo. Sin embargo, los casos de pestilencia, en principio, eran pocos en la villa: seis muertos, y la Junta de Comisionados, para no sembrar la alarma, hizo saber que seis muertos de peste «era cosa de burla» y que la epidemia debía ser algo distinto puesto que «la peste mataba a muchos». Otros recordaban la abundancia de casos de sarampión en la última quincena y de este hecho sacaban los ciudadanos sus conclusiones: no era peste sino sarampión lo que padecían, aunque el sarampión actuaba siempre como heraldo de la peste.

Lo cierto era que el mal avanzaba y la enfermedad se extendía muy deprisa. Los médicos eran insuficientes para atender tantos apestados y los curas para facilitarles atención espiritual. Los muertos, amontonados en carretas, eran conducidos a los atrios de los templos para ser enterrados. El Concejo abrió en la ribera derecha del Pisuerga cuatro nuevos hospitales, dos de ellos, el de San Lázaro y el de los Desamparados, para enfermos graves, y movilizó las fuerzas activas, entre ellas a los colegiales de los Expósitos. Eran casi niños, apenas adolescentes, pero su orfandad les ponía a cubierto de toda reclamación familiar. Fue en los días más duros de la epidemia cuando los colegiales cumplieron sus tareas más abnegadas, enterrando muertos, trasladando enfermos, vigilando el aislamiento de la villa, estableciendo controles en los puentes y clausurando edificios donde los apestados eran muchos. Los propios colegiales clavaban tablas para condenar puertas de las casas infectadas y Cipriano se especializó en la delicada tarea de separar las tejas de los tejados, para dar de comer a los emparedados. Con el carro del colegio, tirado por Blas, el borrico rezno, Cipriano se desplazaba de un lugar a otro, repartía bolsas de comida entre los menesterosos o establecía controles en las barcazas de Herrera de Duero por donde llegaban en buen número los inmigrantes del sur. El muchacho les exigía informes sobre su procedencia o sobre el estado sanitario de los pueblos del trayecto y los conducía, acto seguido, a un lazareto allende el río.

Unos meses después aparecieron los primeros fríos y la gente respiró aliviada. Existía el convencimiento de que la peste era consecuencia del calor y, por contra, el frío y la lluvia atenuaban sus efectos. A los pocos días templó y la peste volvió a picar en los pueblos y ciudades castellanos. En esta segunda oleada se empezó a hablar de la peste del año seis, más grave que la del dieciocho. El banquero Domenico Nelli tranquilizaba a sus colegas de Medina diciéndoles que los muertos de peste eran generalmente pobres y, por tanto, carecían de interés. Pero la gente insistía en que la peste producía landres, como la de principios de siglo. Es peor que la del dieciocho, aseguraban. Entonces empezaron a organizarse rogativas a la iglesia de San Roque y a la de la Virgen de San Llorente pidiendo las lluvias de otoño. Pero el número de pobres aumentaba y el Ayuntamiento se vio obligado a tomar dos medidas radicales: primera, separar a los vagos de los pobres de solemnidad y expulsar a aquéllos. Y, segunda, exigir la salida de la villa de las prostitutas que no hubieran nacido en ella. Pero la expulsión de grupos sociales no arregló nada. Al contrario, los inmigrantes empezaban a superar a los emigrados y el Concejo se vio ante la necesidad de facilitarles alojamiento al otro lado del río. Pero la avalancha de menesterosos crecía y con ellos la expansión de la peste, por lo que el corregidor convocó sin demora a los pobres sanos al otro lado del puente. Era su propósito que unos caballeros comisarios los expulsaran después de proveerles de los víveres suficientes para el camino. Pero los pobres se negaron a acudir al puente. En la ciudad recibían botica gratis, media libra de carnero y media de pan por persona y día, y nadie les garantizaba que esa ayuda fuese a producirse en las poblaciones vecinas, ni conocían siquiera la situación sanitaria de éstas. Entonces, lo que hacían era esconderse en los rincones del Paseo del Prado y por la noche, con algunos inquilinos de los lazaretos, atravesaban el Pisuerga en barcas, a nado o por los viejos vados conocidos, orillando la muralla.

Por su parte Cipriano y los expósitos se multiplicaban por ayudar a sus conciudadanos. A veces, a falta de tareas más urgentes, prendían hogueras de cantueso, romero y tomillo para contrarrestar las emanaciones nocivas y continuaban abasteciendo a los emparedados por los agujeros de los tejados. En ocasiones moría algún enfermo en las casas clausuradas y era preciso desclavar los maderos de las puertas para sacarlos a enterrar.

Fue por aquellos días, en la última fase de la epidemia, cuando su tío Ignacio Salcedo se presentó en el colegio. Venía a despedirse, antes de desplazarse a Olmedo con la Chancillería. A media conversación le comunicó que don Bernardo, su padre, estaba gravemente enfermo. Hacía días que se había contagiado de la peste aunque él siempre pensó que este mal era enfermedad de pobres. Y él, que desde niño había aborrecido las enfermedades asquerosas, la padecía ahora en su forma más activa, el cuerpo cubierto de landres abiertas, purulentas, como en la peste del año seis. No tenía más remedio que dejarle al cuidado de las criadas y del doctor Benito Huidobro. No iba a pedirle que lo visitara, por su seguridad y para no humillar a su hermano, pero sí que figurase en el acompañamiento de los expósitos, si el óbito llegara a producirse. Vaciló, como en el encuentro anterior, a la hora de despedirse y terminó estrechándole la mano, dándole golpecitos en el hombro, y diciéndole que más adelante hablarían de su formación si el deceso de su hermano tenía lugar.

A Cipriano no le entristeció la noticia. No sentía una brizna de amor por su padre. Y, al propio tiempo, su ritmo de vida era tan exigente que apenas tuvo tiempo de pensarlo. La sequía continuaba —prácticamente llevaba un año sin llover— y últimamente estaban quemando las casas más afectadas después de trasladar a los hospitales extramuros a los inquilinos enfermos. Nueve meses después de entrar en acción, los expósitos tuvieron dos bajas: Tito Alba y Gallofa. El propio Cipriano los condujo, en el carrito del colegio, al Hospital de la Misericordia. A Cipriano le caían las lágrimas mientras apaleaba al borrico que tiraba del carro. Tito Alba falleció una semana después y, al comenzar el mes siguiente, Gallofa.

Entre uno y otro entregó su alma don Bernardo Salcedo. Cipriano se vistió el sayo y el capotillo menos ajados y se concentró con sus compañeros en el portal de la Corredera de San Pablo 5. Él mismo ayudó a Juan Dueñas a meter el cadáver en el coche y a atarle y, luego, le acompañó en silencio, con la antorcha encendida, escuchando las salmodias del coro. Acto seguido, ya en la iglesia, asistió al funeral, y los sacristanes iniciaron el último responso:

Libera me, Domine, de morte aeterna

Entonces divisó a Minervina arrodillada en un banco y trató de acercarse a ella pero el Escriba les instaba a buscar la salida para situarse alrededor de la fosa, donde debían entonar la letanía de los Santos. Al concluir, Minervina ya se había marchado y el Escriba se acercó ceremoniosamente a él, estrechó su mano y le dijo:

—En mi nombre y en el de sus compañeros le expreso nuestro más profundo sentimiento.

La agitación y los quehaceres no permitieron a Cipriano reflexionar sobre su orfandad. De regreso al colegio, recibió la orden de acudir a Herrera de Duero a buscar a un grupo de refugiados. Hablaban de muertos en las huertas y las cunetas del camino, de la falta de médicos en los pueblos, donde los enfermos eran atendidos por sanadores y barberos cuando no por los mismos convecinos. Era el pan de cada día.

Habían sido tantos y tan largos los meses pasados desde que se inició la epidemia que los vallisoletanos llegaron a pensar en la posibilidad de una peste permanente. No veían salida. Los meses transcurrían sin que los partes de los comisionados dieran una sola noticia alentadora mientras se repetían las cifras de las bajas con reiteración. Inesperadamente, iniciado el nuevo otoño, tras una pésima cosecha y un tiempo áspero, la Junta de Comisionados anunció que en el último mes únicamente habían muerto veinte personas de las dos mil hospitalizadas. En noviembre las bajas por la peste habían sido doce y cuatrocientas noventa y tres las altas dadas en los hospitales. Era como escapar de una nube tenebrosa, después de un año y medio sin ver el sol. La gente volvía a salir a la calle a respirar los aromas del tomillo y el cantueso para ventilar sus pulmones, se acercaba al Espolón Nuevo, tornaba a conversar y a reír. ¡El milagro se había producido! Y cuando en enero las altas en los hospitales se elevaron a ochocientas cuarenta y tres y las muertes por peste se redujeron a dos, la villa estalló de júbilo, se organizaron procesiones de acción de gracias a la ermita de San Roque y el Concejo anunció para la primavera juegos de cañas y corridas de toros. La peste había terminado.

Un día de fiesta, llegada la primavera, apareció el tío Ignacio en el colegio. Su tez, debido a la vida en el pueblo, era aún más rojiza que de ordinario. Las primeras palabras de su tío fueron para felicitarle por su comportamiento durante la peste. Entre las medallas que programaba el Ayuntamiento había una para los colegiales del Hospital de Niños Expósitos. Fue la única alusión al pasado. Acto seguido, el tío le habló de su porvenir. Cipriano aceptó la idea de doctorarse en Leyes y también la de vivir en casa de sus tíos hasta alcanzar la mayoría de edad y entrar en posesión de sus bienes. No aceptó, en cambio, la idea de su tío Ignacio de prohijarle. El desapego de Cipriano hacia el género humano, su triste experiencia filial, le llevó a inclinarse por la idea de la tutela y a aceptar a su tío como tutor. Seguidamente, el tío Ignacio le dijo que tan pronto la Chancillería retornase a la villa, le recogería en el colegio puesto que, dado su alto cargo en él, había resuelto de antemano el enojoso asunto del papeleo.

La casa de su tío, la tía Gabriela, las criadas, la vida en familia, supuso para Cipriano una innovación poco confortadora. Echaba de menos a los condiscípulos, los paseos, las clases colectivas, los juegos, las charlas, las costumbres adquiridas. El anuncio de un preceptor, don Gabriel de Salas, no mejoró la situación. El recuerdo del anterior en casa de su padre, «el temor al tabique», se reprodujo en él de manera automática. Doña Gabriela se desvivía por atenderle, por hacerle la vida más agradable. Con un instinto femenino muy aguzado, un día le preguntó si no echaba en falta a Minervina. Cipriano asintió. La ausencia de Minervina, la única persona a la que había querido, en la que siempre se había refugiado, le hacía especialmente vacía la vuelta al hogar. Por otro lado el descubrimiento de la casa de su tío alentaba a Cipriano. No era, como cabía pensar, la casa pretenciosa de un gran burgués sino el refugio atractivo y sereno de un intelectual. Cipriano pasaba horas en la biblioteca donde se alineaban más de quinientos volúmenes, algunos de ellos editados en Valladolid, traducciones en romance de Juvenal, Salustio y la Iliada. Los poetas latinos estaban casi todos y, paso a paso, Cipriano fue descubriendo el placer de la lectura, el acto íntimo y silencioso de desflorar un libro. Por otro lado, en la casa había buena pintura, copias de cierta solvencia de obras acreditadas, y algunos esbozos de escultura. La reciente instalación en la ciudad de Alonso de Berruguete dio ocasión a don Ignacio de encargarle un panel de madera en relieve, lo que el artista llamaba una tabla de bulto, representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza de noble calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba en la pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don Ignacio, hombre muy religioso y respetuoso con el arte, se descubría al pasar ante ella como si fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura del arte y el buen gusto estimulaba a Cipriano. Había encajado con don Gabriel de Salas y sus progresos en latín, gramática y leyes, eran notables.

Una mañana al salir de clase, se encontró en el salón con Minervina. Conservaba la elasticidad de cuatro años antes, la misma viva cintura, el mismo cuello largo y delgado y la misma boca, de labios gruesos. Doña Gabriela la escoltaba sonriente y Cipriano no supo qué hacer, ni qué decir. Fue Minervina la que tomó la palabra para decirle que había crecido, que se estaba haciendo un hombre y que este hecho le apenaba. Pasaban los días y entre Minervina y Cipriano no se reanudaba la vieja y confiada relación. Se alzaba entre ellos como una paralizadora barrera de pudor. Hasta que una tarde de jueves, en que sus tíos salían y vacaban las compañeras de Minervina, Cipriano al verla sentada, erguida, en el sofá del gran salón, los pequeños pechitos apenas insinuados en la saya de cuello cuadrado, experimentó la misma atracción imperiosa e ingenua que sentía de niño, se fue hacia ella y la abrazó y la besó, diciéndola «h… hola, Mina» y «te quiero mucho, ¿sabes?». Minervina desfallecía al notar los pechos en los cuencos de sus manos, el recorrido apasionado de sus labios ardientes por su escote:

—¡Oh, tesoro, no seas loco!

—Te quiero, te quiero; eres la única persona a la que he querido en mi vida.

Minervina sonreía aturdida, se entregaba.

—Me picas con tus barbas; ya eres un hombre, Cipriano.

Retozaban como cuando Cipriano era niño, se abrazaban y se besaban, pero el muchacho advertía que un nuevo elemento había entrado en su relación y, cuando rodaron por la gruesa alfombra y le arrancó los botones de la saya, Minervina trató aún de resistirse. Pero todo fue en vano.

Al día siguiente, Cipriano buscó al padre Toval:

—H… he yacido con mi nodriza, padre, con la mujer que me amamantó.

El padre Toval le reprendió:

—Eso es casi como yacer con tu propia madre, Cipriano. No te dio la vida pero te dio parte de la suya cuando no podías valerte.

Cipriano vagaba ahora por la casa como sonámbulo. Apenas osaba mirar a la cara a Minervina en presencia de sus tíos. En su cabeza daba vueltas a su confesión. No había sido del todo sincero con el padre Toval. Por otra parte le desagradaba darle cuenta de unos sentimientos tan íntimos. ¿Cómo podría llegar a entender el padre Toval su relación con la muchacha? Y si no la entendía, ¿cómo podía juzgarla?

El jueves siguiente, al verse solos, Minervina y él se refugiaron el uno en el otro como la cosa más natural del mundo. Sin confesárselo habían estado esperando impacientes este momento. E instintivamente ella volvía a darse a él, le nutría, y él se aferraba a ella como a una tabla de salvación. Yacían desnudos en la estrecha cama de ella y las tímidas reservas de Minervina revalorizaban la consumación del acto. La tomó hasta tres veces y, al concluir, experimentó como un hastío de sí mismo, pensando que estaba prostituyendo a la muchacha. Le constaba su amor, la pureza de su inclinación hacia ella, pero, detrás de todo, no dejaba de ver la sórdida aventura del joven amo que se aprovecha de la criada. Buscó en San Gregorio otro confesor desconocido:

—M… me acuso, padre, de poseer a mi nodriza, pero no puedo arrepentirme de ello. Mi amor es más fuerte que mi voluntad.

—¿La quieres o la deseas?

—Si la deseo, padre, es porque la quiero. Nunca quise a nadie en la vida como a ella.

—Pero eres aún un chiquillo. No vas a casarte, claro.

—Tengo catorce años, padre. Mi tutor no lo comprendería.

El cura vaciló. Dijo finalmente:

—Pero si no hay arrepentimiento, hijo, yo no puedo absolverte.

—Lo comprendo, padre. Más adelante volveré a verle.

Los jueves se convirtieron en la cita obligada de los amantes. Era un encuentro inevitable y, con el sexo añadido, la viva reproducción de las expansiones de antaño entre el niño y su nodriza. Y, en las pausas, conversaban. Él le hablaba de sus años de colegio, de la desviación de el Corcel, de la pérdida de su inocencia. Y ella de su primer amor hacia un muchacho del pueblo, la caída, el embarazo, el alumbramiento. Y, al hablar de esto, lloraba y le decía, tú eres como el hijo que perdí, tesoro mío. Pero, enseguida, volvían impacientes a ellos mismos, a descubrirse mutuamente, a amarse. Las relaciones de los jueves, ahora en la habitación de Cipriano, eran cada vez más demoradas y completas, y se prolongaron durante cerca de cuatro meses. Fue con motivo del regreso inesperado a casa de doña Gabriela y don Ignacio, una noche de invierno, cuando todo se vino abajo. Doña Gabriela los descubrió desnudos en la cama, apareados, y no fue capaz de entender nada:

—Ha abusado usted del niño y de mi confianza, Miner; ha deshonrado esta casa y nos ha deshonrado a todos. ¡Váyase y no vuelva más!

Minervina tomó la galera de Jesús Revilla a Santovenia a la mañana siguiente en la Plaza del Mercado, con los dos fardillos con que se había presentado cinco meses atrás.