IV

—Vivo tranquilo, sí. ¿Qué más se puede pedir?

Don Bernardo Salcedo correspondía sonriente a los amigotes rezagados de la taberna de Dámaso Garabito que todavía no le habían preguntado por su salud, a los ganaderos y corresponsales que bajaban del Páramo y le encontraban barzoneando por la villa, o a los conocidos, habituales de las tertulias de la Plaza del Mercado y calles adyacentes, que se acercaban a él para estrecharle la mano. Llevaba meses sin grandes preocupaciones, razonablemente satisfecho. La Petra Gregorio, cuyo contrato estuvo a punto de rescindir con la ponedora María de las Casas, había resultado una amante singular. No sólo era bella y grácil sino seductora y expeditiva. La semana de adaptación que siguió a su llegada a la ciudad, tan esquinada y difícil, había sido superada. Ahora Petra Gregorio se mostraba frívola, impúdica y servicial. Pero no era un ser aquiescente, dispuesto siempre a acatar los deseos de su protector, sino una mujer impulsiva, creadora, que a menudo gozaba tomando la iniciativa. De ahí que, aunque don Bernardo reconociera ante los amigotes que vivía tranquilo, el nido de amor que había montado para Petra en la Plaza de San Juan resultara bastante agitado. La visitaba cada tarde y raro era el día que Petra no le recibía con alguna sorpresa. Don Bernardo se vanagloriaba de su magisterio. En cinco días había transformado una gatita doméstica en una pantera lujuriosa. Petra era mucho más de lo que había imaginado: un verdadero prodigio en artes amatorias. Una tarde le recibía desnuda, levemente cubierta de tules y, a la siguiente, se escondía en el cuarto oscuro, vestida con unas mínimas prendas íntimas adquiridas en la lencería de la calle de Tovar, y le recibía maullando quedamente tan pronto oía sus pasos por el pasillo. Acto seguido se despojaba de esas prendas y corría por la casa desnuda, ágilmente, interponiendo los muebles entre ella y su perseguidor que le rogaba jadeante que se detuviera. A que no me coges, taita, a que no me coges, insistía ella. Le llamaba taita como él se había bautizado a sí mismo el día que la conquistó. Bienvenido, taita: hasta mañana, taita; taita ¿por qué no le compras a la niña un collar de cuentas de leche? Siempre taita. Salcedo se excitaba sólo con oír este tratamiento. Había en Petra una malicia natural que ella convertía en seducción turbadora con un mínimo gesto. Y, llevado a este terreno, don Bernardo se mostraba un hombre liberal, soltaba los ducados con generosidad, actitud sorprendente en él que siempre había sido guardoso en vida de doña Catalina. Pero Petra Gregorio hacía uso inteligente del dinero, incluso lo administraba con celo y miramiento. Se vestía, se alhajaba, adquiría bellos muebles, decoraba la casa con visillos y hermosos cortinones. Don Bernardo reconocía que Petra era la mantenida que siempre había deseado tener. Hasta que un día le pidió mudarse de casa, porque este barrio no es digno de ti, taita, sólo viven en él artesanos y gente rústica, le dijo. Y él comprendió que Petra era en el barrio como una rosa en un estercolero. La llevó a la calle Mantería, a un piso nuevo de una casa familiar. Petra ganaba con esto no sólo en categoría sino en espacio y prestigio. Era una calle estrecha, sí, como casi todas en la villa, pero céntrica, adoquinada y con un distinguido vecindario. Los recursos seductores de Petra se multiplicaron en el nuevo hogar. Salcedo pasaba tardes enteras persiguiendo ciervas en celo o acudiendo a los gritos de ¡Taita, taita, me he perdido! Las siestas reparadoras, de que hablaba en la taberna, se convertían en realidad cada tarde en auténticos ejercicios gimnásticos.

A veces, solo en su casa de la Corredera de San Pablo, se complacía rememorando los ardides de Petra, los recursos de su pervertida imaginación. Y comparándolos con los de la tímida y púdica muchacha que había encontrado en Castrodeza, llegaba a la conclusión de que él era un consumado maestro de lubricidad y ella una discípula aventajada. Únicamente así se explicaba que la palurda que bajó del Páramo a la grupa de su caballo, suspirando, ocho meses atrás, hubiera alcanzado no sólo el actual grado de depravación, sino la elegancia natural que sabía mostrar en determinadas ocasiones. Tan orgulloso de sí mismo se encontraba don Bernardo que, incapaz de dejar en la sombra sus aventuras y la conducta salaz de la muchacha, una mañana se franqueó con su empleado Dionisio Manrique en el almacén. Dionisio acogió las confidencias de su patrón con la avidez un poco resbaladiza del mujeriego empedernido, pero se guardó sus objeciones sobre el particular. De este modo, don Bernardo consiguió ampliar sus horas de placer mediante el fácil recurso de explicitarlas. La mera referencia a las trastadas de Petra, que, inevitablemente, terminaban en la cama, encendían de nuevo su ardor, lo preparaban para la visita vespertina, mientras Dionisio le escuchaba con la boca abierta, babeando. Únicamente Federico, el mudo de los recados, que observaba la salacidad de Manrique, se preguntaba qué se traerían entre manos aquellos dos hombres que explicara la turbiedad de sus ojos y sus torpes ademanes.

En cambio, con su hermano Ignacio, con quien solía encontrarse diariamente al anochecer, Bernardo no mostraba esas confianzas. Al contrario, se esforzaba en comparecer ante él con el decoro y la respetabilidad que siempre habían adornado a la familia Salcedo. Ignacio era el espejo en que la villa castellana se miraba. Letrado, oidor de la Chancillería, terrateniente, sus títulos y propiedades no bastaban para apartarle de los necesitados. Miembro de la Cofradía de la Misericordia, becaba anualmente a cinco huérfanos, porque entendía que ayudar a estudiar a los pobres era sencillamente instruir a Nuestro Señor. Pero no solamente entregaba al prójimo su dinero sino también su esfuerzo personal. Ignacio Salcedo, ocho años más joven que don Bernardo, de cutis rojizo y lampiño, visitaba mensualmente los hospitales, daba un día de comer a los enfermos, hacía sus camas, vaciaba las escupideras y durante toda una noche cuidaba de ellos. Por añadidura, don Ignacio Salcedo era el patrono mayor del Colegio Hospital de Niños Expósitos, que gozaba de prestigio en la villa y se sostenía con las donaciones del vecindario. Pero, no contento con esto, con su quehacer profesional en la Chancillería y sus buenas obras, don Ignacio era el vecino mejor informado de Valladolid, no ya sobre los nimios sucesos municipales sino de los acontecimientos nacionales y extranjeros. Las noticias últimamente eran tan abundantes que don Bernardo Salcedo cada vez que recorría las calles Mantería y del Verdugo, camino de la casa de su hermano, iba preguntándose: ¿Qué habrá sucedido hoy? ¿No estaremos sentados en el cráter de un volcán? Porque don Ignacio era crudo en sus manifestaciones, nunca las atemperaba con paños calientes. De ahí que don Bernardo, aun mostrándose poco aficionado a la política, a los problemas comunes, estuviera puntualmente informado de la lamentable realidad española. La inquietud creciente de la villa, la hostilidad popular hacia los flamencos, la falta de entendimiento con el Rey, eran realidades manifiestas, hechos que, como bolas de nieve, iban rodando, aumentando de volumen y amenazando avasallar cuanto encontraran a su paso. Hasta que una tarde de primavera una de ellas reventó, por más que la voz de don Ignacio no se alterase al referir los acontecimientos:

—Han matado al procurador Rodrigo de Tordesillas en Segovia. Estaba conchabado con los flamencos. Juan Bravo se ha puesto al frente de los revoltosos y está organizando Comunidades en las villas castellanas. Hay motines y alborotos por todas partes. El cardenal Adriano quiere reunir aquí, en Valladolid, el Consejo de Regencia pero el pueblo se resiste.

Don Bernardo respiraba con cierta dificultad. Hacía semanas que venía notando cómo se le formaba sobre el estómago un cinturón de grasa. Miraba a Ignacio como esperando de él una solución, pero su hermano no estaba por la labor. A la tarde siguiente le mostró un pasquín recogido a la puerta de San Pablo: SUBSIDIOS, NO. EL REY EN SU CASA Y LOS FLAMENCOS A LA SUYA. Varios sermones en distintas iglesias de Valladolid habían girado en torno a la misma cuestión: el Rey debía permanecer en España y los flamencos marcharse a su país; las villas deberían seguir entendiéndose directamente con el Rey, sin la mediación de curas y nobles. Son exigencias muy duras. ¿Te das cuenta, hermano? —decía don Ignacio.

En veinticuatro horas las novedades dejaban de serlo y don Bernardo y don Ignacio volvían a encontrarse en la casa del segundo:

—Los realistas han incendiado Medina. En la Plaza del Mercado la gente andaba esta mañana amotinada al grito de ¡Viva la libertad! Hay algún noble entre ellos pero la mayor parte son letrados, burgueses e intelectuales. Al pueblo, como de costumbre, no se le ha preguntado nada pero sigue los consejos de éstos y revienta de indignación.

La misma noche, la turba, ignorante y enardecida, quemó las casas de los regidores que habían aprobado los subsidios al Rey. Fue noche de mucho ruido y confusión. Don Bernardo había bajado a la calle a tiempo de ver arder la mansión de don Rodrigo Postigo y a éste escapar por la trasera, a caballo reventado, arrancando chispas de los adoquines. De madrugada se presentaron en su casa su hermano Ignacio, Miguel Zamora y otros letrados a pedirle sus caballos para el encuentro inminente. El conde de Benavente estaba enconado con los pueblos de Cigales y Fuensaldaña y se temía un enfrentamiento. Don Bernardo vacilaba, se hacía el roncero. ¿Por qué meter a Lucero, su noble bruto, en estos berenjenales? Hay que hacer algo, Bernardo, cualquier cosa antes que permitir que nos atropellen. Don Bernardo, un tanto avergonzado de su amilanamiento, cedió al fin, que se los llevasen. Lucero regresó sano al atardecer, pero Valiente quedó muerto entre las cepas de Cigales. Ignacio traía a la grupa de Lucero a Miguel Zamora y ambos subieron a la casa de Bernardo y bebieron unas tazas de Rueda para entonarse. Había sido imposible contener al pueblo que lo único que había entendido fueron las amenazas del conde de Benavente. Nada habían importado su rango, su fortuna ni su autoridad. Su castillo de Cigales había sido asaltado por las turbas y saqueado. Los cuadros, las ropas, los valiosos muebles, quemados en el ejido por la multitud encolerizada. En las afueras hubo un intercambio de disparos con una tropilla del Cardenal y Valiente, haciendo honor a su nombre, había caído en la contienda.

Don Bernardo oía estas historias, que tan de cerca le tocaban, sobrecogido. No era hombre bizarro y las soflamas, lejos de enardecerle, le deprimían. Al día siguiente daba cuenta a Petra Gregorio de las últimas novedades. En los momentos decisivos, como el del asalto al castillo, la chica aplaudía como si asistiera a una pelea entre buenos y malos. Ella se pronunciaba siempre contra los flamencos. Bernardo, sorprendido, le preguntaba qué tenía contra ellos. Quieren mandar aquí, eso lo saben hasta las piedras, decía. Resultaba poco edificante que la Petra Gregorio hablase de estos temas fundamentales con los pechos desnudos, apenas cubiertos por el collar de cuentas de leche, fabricado con ámbar y piedra galactita, que él le había regalado. Pero la historia se repetía indefectiblemente todos los días en los dos pisos: Ignacio le cargaba de noticias y gacetillas en el suyo y Bernardo las descargaba a su vez, más informalmente, en el de su amante.

Así se enteró Bernardo de la expulsión de los nobles de Salamanca por Maldonado, de la constitución de la Junta Santa en Ávila para unir los movimientos populares, de la visita privada a la reina madre en Tordesillas por parte de Padilla, Bravo y Maldonado y de su acogida afectuosa. Pero, insensiblemente, las noticias fueron tomando un cariz menos optimista: el Rey se había negado a recibir en Alemania a una comisión de rebeldes y éstos habían regresado corridos y desairados. Las Comunidades ya no se entendían entre sí, incluso las andaluzas les habían abandonado y puesto a las órdenes del Rey… Don Bernardo escuchaba a su hermano sin inmutarse y reflexionaba: hoy, como siempre, ha faltado organización; los ideales están mezclados y mal definidos. Las villas se han puesto en manos de nobles de segunda y los de primera se han aprovechado de ello. ¿Para esto sacrifiqué yo a mi noble caballo Valiente? Pero Ignacio, implacable, proseguía dando pormenores de la tragedia: la Junta, tras presentar una carta de agravios al Rey, trataba de sacar a doña Juana de Tordesillas y ahorcar en Medina a los miembros del Consejo. Los comuneros y el Rey se habían enfrentado en Villalar y aquéllos habían sido derrotados. Una gran carnicería: más de mil muertos. Padilla, Bravo y Maldonado habían sido decapitados.

La vida de la ciudad se sumió en la tristeza. Regresaban los soldados hambrientos con sus caballos heridos y los infantes, desarmados y andrajosos, deambulaban por la Corredera camino de San Pablo. Iban como perdidos, a la deriva. La tertulia de artesanos en la Plaza del Mercado parecía tener sordina esa tarde y por las calles vagaban las gentes cabizbajas, sin saber a quién culpar de la derrota. Entre ellas caminaba Bernardo Salcedo, entristecido pero satisfecho de que aquello, al fin, hubiera hecho crisis, hubiera terminado. Encontró a Petra Gregorio en una actitud singular: de pie frente a la puerta, vestida con un gonete negro y una basquiña abierta por delante, el amplio escote desnudo, sin el collar de cuentas de leche. Tenía lágrimas en los ojos cuando le dijo:

—Taita, hemos perdido.

Bernardo Salcedo la abrazó tiernamente. Envuelto en su lubricidad inagotable, don Bernardo recataba una ternura pocas veces manifiesta. De pronto se desprendió de la capa corta que vestía y la depositó sobre el respaldo de una silla. Fue hacia ella:

—¡Oh! —dijo—, las mujeres bonitas no deberían mezclarse en estos asuntos tan sucios.

Volvió a abrazarla y ella aprovechó su proximidad para sacar su pierna desnuda por la abertura de la basquiña e introducirla entre las firmes piernas de Salcedo. Don Bernardo, sorprendido, dijo:

—¿Qué haces? ¿Qué pretendes?

Ella se soltó de su abrazo y se desprendió del gonete, sacándolo por la cabeza. No tenía jubón ni camisa debajo. Estaba desnuda. Se aflojó la cintura de la basquiña que resbaló hasta sus pies. Rompió a reír mientras corría ligera por el pasillo:

—Taita, así debemos desnudarnos de nuestras penas. ¿A que no me coges? —dijo.

Él corría torpemente, tropezando con los muebles y, aunque ganado por un deseo ardiente, no dejaba de pensar en la volubilidad de la chica. ¿Había llorado de veras o se había limitado a provocar su encandilamiento? Volvía a asaltarle la duda sobre la manera de ser de Petra Gregorio. ¿La conocía a fondo o únicamente sabía de ella que era indescifrable? Tornaban a jugar al escondite y cuando él, finalmente, la atrapó en el cuarto oscuro y la derribó sobre el suelo entarimado, entre los cachivaches, ella se entregó sin resistencia.

La salacidad que Petra despertaba en él distrajo a Salcedo de su anterior devoción por Minervina. La veía poco. Menos aún a su hijo Cipriano que había cumplido ya los tres años. Pero el 15 de mayo de 1521 ocurrió en el número 5 de la Corredera de San Pablo un hecho inesperado que, de forma fortuita, le puso de nuevo en relación con la muchacha. A la joven Minervina, la eficaz nodriza de los pechos pequeños, se le retiró repentinamente la leche. ¿Motivos? En apariencia no los había. Minervina había dormido bien, había cenado como de costumbre, no había hecho esfuerzo físico alguno. Por otra parte, los graves acontecimientos de la calle no le afectaban, ni había sufrido emociones profundas que explicasen el fenómeno. Simplemente el niño se negaba a coger el pezón y, al apretar el pecho, ella notó que se había secado. Entonces comenzó a llorar, preparó al niño unas sopas de pan, se las dio, se lavó los ojos en el aguamanil y afrontó el encuentro con don Bernardo:

—Tengo algo importante que decirle a vuesa merced —dijo humildemente—. De la noche a la mañana me he quedado sin leche.

Ella sabía que la leche había sido, en vida de la difunta, la razón de ser de su contrato. Él estaba leyendo un libro nuevo que cerró y depositó sobre la mesa al oír la voz de la muchacha:

—La leche, la leche, claro —respondió y añadió aturdidamente—: pero supongo que habrá otros medios además de la leche para sacar a un niño adelante.

Minervina pensó en las sopas de pan que acababa de darle y dijo con sencillez:

—Claro que sí y sepa vuesa merced que en mi pueblo ningún niño se ha muerto de hambre y eso que no hay médicos ni barberos que se cuiden de ellos.

Don Bernardo volvió a tomar el libro de la mesa. Por su parte daba por terminado el incidente. Mas al ver a la chica pendiente de sus labios, levantó la cabeza sonriendo y agregó:

—Hemos cambiado una nodriza por una rolla. Ése es todo el problema.

Minervina regresó a la cocina radiante. Nada había cambiado: no me marcho, señora Blasa, me quedo con el niño. El señor lo ha comprendido. Tomó al niño de las manos y le movió a su compás mientras tarareaba una canción. Luego se agachó y cubrió su rostro de ruidosos besos. De este modo, la vida de Cipriano siguió su curso. Por las mañanas, en el buen tiempo, salía de paseo con la rolla, con frecuencia por el centro, para curiosear el mercado de hortalizas y las vitrinas de los comercios de los soportales, y otras veces por el Espolón o el Prado de la Magdalena para tomar el aire. Los jueves, a media mañana, la galera de Jesús Revilla les llevaba, con otros viajeros, hasta Santovenia y allí pasaban el día con los padres de Minervina. Al niño le fascinaban estos viajes en el ordinario, los vaivenes del carro, el pesado trote de las mulas, los hondos baches del trayecto cuando él rodaba hasta la red de lía de la trasera dando gritos de júbilo. Alguna viajera del pueblo le miraba con temor, pero Minervina le justificaba diciendo: este niño es medio titiritero. Y reía para quitar importancia al incidente. Más tarde, en el pueblo, en casa de Minervina, Cipriano jugaba con los niños del vecindario. Le gustaban aquellas casas de un solo piso con el suelo de tierra apelmazada, pero limpias, de pocos muebles, a todo tirar dos escañiles, una alacena, una mesa de pino para comer y, en las habitaciones del fondo, sendas camas de hierro negro entre las que se repartían los familiares para dormir.

A la madre de Minervina le sorprendió el tamaño del niño el primer día: este niño tan flaco no parece de casa rica, observó. Pero la chica se revolvió, lo defendió como cosa propia: no es flaco, madre; lo que tiene son espinas en lugar de huesos, como dice mi compañera. Luego, cuando el pequeño empezó a hacer títeres por los rincones, la chica, muy ufana, recalcó: es fuerte, madre. A los cinco meses, ya se empinaba en el regazo para agarrar la teta y a los nueve ya se andaba. Nunca he visto una cosa así.

Cipriano se sentía libre y feliz en el pueblo. Con los amigos de su edad, correteaban por todas partes y, algunas veces, se arrimaban a la casa de Pedro Lanuza, pintada de amarillo, y golpeaban las cacerolas y les decían a voces herejes y alumbrados. Y las hijas de Pedro Lanuza, especialmente la Olvido, se asomaban a la puerta con la mano del almirez y les amenazaban con molerlos a golpes. De vuelta a casa en el ordinario, el niño y Minervina contaban estas cosas en la cocina y la señora Blasa preguntaba: ¿aún sigue bajando el Pedro Lanuza los sábados donde la Francisca Hernández? A ver, señora Blasa, aclaraba la Minervina, pero, entiéndame, no es que sean malos, es que es así su religión. Y la Blasa añadía: cualquier día me arrimo donde la señora esa y hago por verlos.

El destete de Cipriano, como no podía menos, repercutió en el cuerpo de Minervina. Sus pechos, de por sí pequeños, se achicaron un poco más, se apretaron, mientras su cuerpo espigaba y los miembros recuperaban la felina elasticidad enervada con la crianza. Engolosinado con el sexo, a don Bernardo no le pasó inadvertida esta leve metamorfosis. Su mirada se iba tras la muchacha cuando aparecía en sus dominios y la seguía placenteramente con la vista sin dejarlo. En ocasiones, cuando portaba en sus manos levantadas algún objeto delicado de loza o porcelana y temía que su contenido se derramara, sus pisadas se hacían mínimas, y deliciosa su cadencia, el leve ondular de sus caderas. El niño la perseguía por todas partes. Desde que se arrancó a andar pasaban tantas horas en el piso de las buhardillas, donde dormían, como en el principal. Esto aumentaba las posibilidades de encontrarse con su padre y, cada vez que esto ocurría, el niño se ocultaba tras la saya de la muchacha como si viese al diablo. Ella le preguntaba luego en la cocina: ¿es que no quieres al papá? No, Mina; me da frío. Qué cosas dices. ¿Mucho frío? Y el pequeño confesaba que tanto como cuando se helaba la fuente del Espolón y él se subía a ella para patinar.

La atracción de la muchacha y el desapego hacia su hijo acabaron barrenando la sensibilidad de don Bernardo. Andando el tiempo no encontró inteligente su comportamiento cuando Minervina perdió la leche. La noticia le dejó indiferente y actuó con blandura, no supo sacar partido de la situación. Se mostró excesivamente paternal y condescendiente. Por eso ahora, cada vez que veía al niño ocultarse tras la saya de la muchacha, pensaba que debía sentar su autoridad de padre y amo ante uno y otra. La chica se tomaba demasiadas atribuciones sobre el pequeño. Había que someterla a disciplina. Alimentado por su propio reconcomio, don Bernardo meditaba sobre la mejor decisión a tomar. Cruel, como buen mujeriego tímido, soñaba con una solución quimérica que produjese dolor a la muchacha. Así, una mañana que la chica cambiaba el agua de las flores del salón con el niño pegado a las sayas, adoptó una actitud grave para preguntarle si consideraba uno de sus deberes separar al niño de su padre. Minervina dejó el jarrón con las flores sobre la consola y se volvió sorprendida:

—¿Qué quiere decir vuesa merced? El niño siente afecto por quien le atiende. Es cosa natural.

Don Bernardo carraspeó. Miró a la muchacha, que ocultaba al niño tras ella, con mirada adusta, autoritaria:

—¿Por qué se aplica usted tanto en esta tarea atroz de distanciar a un hijo de su padre? Ciertamente las circunstancias en que este niño nació no fueron favorables para despertar mi cariño hacia él. A su manera, él se deshizo de su madre. Pero un padre podría llegar a olvidarlo todo, si el hijo tratara de alguna manera de demostrarle su cariño. ¿Por qué ha de formar usted con el niño una pequeña conjura en contra mía?

A Minervina, aunque no acababa de comprender del todo el parlamento del señor Salcedo, se le nublaron los ojos de lágrimas. El niño, cansado de la inmovilidad de la muchacha, se asomó por el borde de la saya. Dijo la chica:

—Creo que se equivoca. Yo deseo lo mejor para el pequeño pero tengo entendido que vuesa merced no pone nada de su parte para atraerle.

—¿Atraerle? ¿Atraerle yo? Esa buena acción no es de mi incumbencia. Es usted quien debe instruir al pequeño sobre la mejor manera de orientar sus afectos, sobre lo que está bien y lo que está mal. Pero usted se ha conformado con sustituir el pecho por unas sopas de pan y eso no es suficiente.

Minervina lloraba ya sin disimulo. Sacó de la manga abullonada de su saya un minúsculo pañuelo y se secó los ojos con él. Una íntima sensación de triunfo iba invadiendo a don Bernardo. Se inclinó sobre la muchacha sin abandonar el sillón:

—¿Ha intentado usted enseñar a este pequeño mequetrefe a honrar a su padre? ¿Cree usted de veras que este pequeño diablo me honra a menudo con su actitud?

Se levantó finalmente del sillón fingiendo una furia que no sentía y tomó de la oreja a su hijo:

—Venga usted acá, caballerete —le atrajo hacia sí.

El niño, fuera ya de su escondrijo, veía llorar a Minervina, pero, tan pronto volvió los ojos a la figura barbada de su padre, quedó paralizado, rígido, temblando. También Minervina le miraba ahora a él, compadecida, pero no osó dar un paso en su defensa. Don Bernardo seguía zarandeando al pequeño:

—¿Vas a decirme, caballerete, por qué aborreces a tu padre?

La chica hizo un esfuerzo:

—¡No lo atormente más! —chilló—. El niño tiene miedo de vuesa merced. ¿Por qué no prueba de comprarle un chiche?

La simple pregunta de la chica dejó momentáneamente desarmado a don Bernardo. En su breve vacilación, el niño corrió hacia ella, Minervina se arrodilló y ambos se abrazaron llorando. Don Bernardo se sentía incompetente ante las lágrimas, le daban grima las escenas melodramáticas y le repugnaban las palabras de perdón, especialmente cuando venían a disminuir la tensión de una escena que él deseaba tensa. Optó por el remate espectacular. Sin dejar de mirar a los amantes, arrodillados en la alfombra, atravesó la sala en dos grandes zancadas, se metió en el despacho y cerró de un portazo. Minervina seguía abrazada al niño, mezclando las lágrimas con escuchos al oído del pequeño: papá se ha enfadado, Cipriano; tienes que quererle un poquito. Si no va a echarnos de casa. El pequeño le apretó el cuello con fuerza: y ¿vamos a la tuya? —preguntó—. Yo quiero ir a tu casa, Mina. Ella se puso en pie con el niño en brazos; le susurró al oído: los taitas de Mina son pobres, tesoro, no pueden darnos de comer todos los días.

Por su parte, don Bernardo quedó satisfecho de la escena. Hacer llorar a unos ojos que le habían despreciado tanto, comportaba un desquite. A Ignacio, sin embargo, cuando se lo contó, no se lo dijo así se limitó a disfrazar su venganza de virtud: con esta gente no vale de nada apelar al cuarto mandamiento —dijo. Ignacio, recto y temerario, aludió a su frialdad con el pequeño desde que nació y don Bernardo volvió a insistir en que, le gustara o no, Cipriano no era más que un pequeño parricida. Ignacio volvió a repetir que no tentara a Nuestro Señor y añadió algo inquietante y de lo que nunca había hablado: que el hecho de que el pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma luterana no era precisamente un buen presagio.

Las controversias religiosas a que tan aficionados eran sus paisanos, apenas tenían lugar en el mundo de don Bernardo. Ni Dionisio Manrique, en el almacén de la Judería, ni los amigotes de la taberna de Dámaso Garabito, ni los corresponsales del Páramo, ni Petra Gregorio en el muelle nido de amor de la calle Mantería, se prestaban a tan elevadas disquisiciones. Por eso, ahora que su hermano acababa de hacer una alusión a Lutero experimentó una viva necesidad de hablar de él:

—¿Sabes —preguntó— que el padre Gamboa dijo el domingo en San Gregorio que entre Lutero y el Rey habían terminado las componendas?

Ante su hermano mayor, Ignacio se movía mejor tratando de estas cuestiones que de las inherentes a su sobrino y al servicio doméstico. Seguía al día la revuelta de Lutero, se relacionaba con los intelectuales y soldados que regresaban de Alemania, leía toda clase de libros y papeles relativos a la Reforma. Hombre de fe, papista íntegro, su rostro rojo y barbilampiño se acaloraba al abordar estos temas:

—Nos quitan la tierra bajo los pies, Bernardo. Hacen escarnio de lo que consideramos más respetable. Lutero se irritó contra el Papa que encomendó a los dominicos la predicación de las indulgencias pero lo que, en realidad, quería decirnos es que las indulgencias y los sufragios no sirven para nada, ni si me apuras la penitencia. Según él lo único que nos salva es la fe en el sacrificio de Cristo.

Bernardo escuchaba con curiosidad. Le intrigaba aquel mundo inasible en el que daba por sentada la prioridad de su hermano. Dijo:

—El problema de la salvación ha sido siempre el gran problema del hombre.

Ignacio apoyaba los codos en los muslos para aproximarse a su hermano.

—Lutero rehuye la controversia. Destruir es su objetivo, acabar con el Papa a quien ha llamado asno y suplantador de Cristo. Una vez abolido el papado tendría el campo libre para los suyos. El luteranismo es ya un movimiento considerable. El intento de conciliación de Eck ha resultado un fracaso. Lutero no se retracta de nada. Dice que para discutir necesita un Papa mejor informado. León X ha condenado su doctrina y le ha excomulgado y el Emperador ha ratificado en Worms esta condena. Lutero ha escapado a Wartburg y, encerrado en el castillo del Príncipe, no cesa de escribir libros incendiarios que difundirán la lepra por Europa.

Don Bernardo Salcedo bebió un trago de vino de Rueda. Las vespertinas visitas a su hermano tenían esta ventaja: obsequiaba a los invitados con los mejores vinos del país. Su bodega y su biblioteca, con quinientos cuarenta y tres volúmenes, eran de las más acreditadas de la villa. Y, además de beber buen vino, lo ofrecía en copas del más fino cristal que Gabriela, su cuñada, conservaba tan impolutas como las ropas de sus atuendos que tanto atraían a Modesta y Minervina. Era, el de don Ignacio, el matrimonio sin hijos mejor asentado y relacionado en la villa vallisoletana. Y aunque don Bernardo se permitía a veces alguna broma a cuenta de la religiosidad de su hermano, y a pesar de ser ocho años más viejo que él, sentía por su persona y opiniones un respeto físico, especulativo y profundo. De ahí que, cada vez que las circunstancias les conducían a enfrentarse, don Bernardo nunca encontraba a mano otra argumentación oportuna que la de la experiencia o la edad. Así ocurrió, por ejemplo, dos meses después de la conversación sobre la Reforma protestante, cuando un don Ignacio Salcedo, fuera de sí, salió a su encuentro y le recibió con una frase retorcida, críptica, cuyo sentido se le escapaba, pero que, a juzgar por sus ademanes y el tono de voz, envolvía una acre censura:

—Valladolid se divierte y Bernardo Salcedo paga. ¿Qué te parece esta frasecita que oigo a diario por todas partes?

Don Bernardo le miró con desconfianza, levemente arrebolado:

—¿Qué te pasa? ¿Estás excitado? ¿Qué demonios quieres decir con eso?

A don Ignacio le había bajado el color y le temblaban las manos y el anillo de casado. Que él recordase nunca sus diferencias habían llegado a tanto:

—Que tu querida te engaña a ti y a la ciudad entera. Todo el mundo está en lenguas a cuenta de esa moza de fortuna.

Don Bernardo pareció despertar de pronto:

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Podría ser tu segundo padre!

—Al primero no le hubiera dicho otra cosa, créeme Bernardo. No somos tú ni yo los que estamos en juego sino nuestro apellido.

—Y ¿de dónde han salido esos rumores mendaces?

—En Chancillería no hay rumores, Bernardo. Lo que Chancillería dice va a misa. ¿Por qué no pruebas de visitar a deshora a esa pelandusca? Únicamente después de haber comprobado lo que te digo me avendría a seguir discutiendo contigo de tan turbio asunto.

Cuando don Bernardo abrió la puerta de la calle tenía ya el convencimiento de que su hermano le estaba diciendo la verdad. Petra Gregorio había jugado con él desde el primer día. Los argumentos se amontonaban. Él estaba lejos de ser un maestro del lance amoroso y ella una discípula aventajada. Eran, simplemente, una puta y un cornudo. Ella no alteró su conducta mientras no llegaron los primeros ducados. Después, el cambio de piso, su ropero, el lujo palaciego del nuevo hogar. ¿Cómo no pensó nunca que su asignación no podía dar para tantos excesos? María de las Casas le había engañado y hasta era posible que su cuerpo estuviera incubando a estas alturas una enfermedad asquerosa. En el portal, a la luz del quinqué, se miró el dorso de las manos, se tocó las mejillas con dedos temblorosos; no había bubas ni durezas. De momento podía estar tranquilo. Apenas hacía dos horas que se había despedido de Petra, pero tomó la calle del Verdugo y se encaminó a su casa. Las depravaciones sexuales de la chica, pensó, no se inventaban ni obedecían a lecciones recientes. La mantenida había tenido un larga experiencia amorosa anterior a su encuentro. La chiquilla que suspiraba una y otra vez a la grupa de Lucero la noche que la bajó del Páramo no era una muchacha ingenua sino una consumada actriz. ¿Qué hacer? ¿Cómo la encontraría? ¿Cómo debía reaccionar un caballero ante una burla semejante? He aquí lo que en el instante de introducir la llave en la cerradura desazonaba a don Bernardo. ¿Habrá algún medio de enmendar las torpezas sin riesgo y con dignidad? —se preguntó. Había subido los dos tramos de escalera apresuradamente y ahora jadeaba en el descansillo. Pero —trató de tranquilizarse— ¿por qué creer a Ignacio a ojos cerrados? No era cierto que la Chancillería únicamente emitiera verdades comprobadas. La Chancillería se equivocaba como todo hijo de vecino y él iba a demostrarlo. Con mano temblorosa abrió la puerta del piso. La luz vacilante de los candiles que llegaba al vestíbulo provenía del dormitorio de atrás. Las servillas de don Bernardo no hacían ruido al avanzar por el pasillo. Le iba alarmando cada vez más el creciente silencio de la casa, pero al asomarse al dormitorio de Petra Gregorio divisó a Miguel Zamora, el letrado, vistiéndose sobre la alfombra, las piernas inseguras al aire. La ropa de la cama estaba revuelta pero Petra no se encontraba allí. Miguel Zamora, con las calzas en la mano, se sobresaltó al verle, se sintió abochornado, en apariencia, más por haber sido sorprendido en paños menores que por su traición:

—¿Qué hace aquí a estas horas vuesa merced?

—¿Para eso te confié mi caballo, grandísimo hijo de puta?

Miguel Zamora intentó meter la pierna por la calza derecha sin resultado. Dijo trastabillando:

—Son dos asuntos que no tienen nada que ver entre sí, Salcedo.

Don Bernardo le agarró firmemente por el jubón recamado y le alzó levemente del suelo. Miguel Zamora de puntillas, con las peludas piernas al aire, ofrecía una imagen grotesca:

—Debería matarle aquí mismo —le dijo don Bernardo aproximando sus labios al extremo de su nariz.

—Petra no es su esposa. No conseguiría la comprensión del tribunal.

—El placer de deshacerle entre mis manos, ése sí lo tendría.

—Sería un acto culpable, Salcedo. La ley no le ampara.

Se hablaban a media voz, a dos dedos de distancia y, cuando don Bernardo le soltó despectivamente, apenas se le oyó musitar: «cochino leguleyo». Luego, ya más claro, al abandonar el dormitorio exclamó:

—Tanto tú como yo somos dos pobres cabrones que no sabemos dónde ocultar los mogotes de nuestros cuernos.

Salió al pasillo en el instante en que Petra Gregorio también lo hacía por la puerta de la cocina. Portaba una gran bandeja de plata con una improvisada comida y taconeaba garbosa por la tarima pero, a la solemne bofetada de don Bernardo, todo salió ruidosamente por los aires menos la Petra Gregorio, que perdió el equilibrio y se vino al suelo.

—Prepara tus trebejos —dijo sucintamente don Bernardo—. Mañana te vuelves al yermo de donde saliste.

Al día siguiente, Dionisio Manrique le organizó una entrevista con María de las Casas, la Ponedora, en el almacén:

—Me prometiste una virgen y me endosaste una puta. ¿Qué te parece el trueque?

María de las Casas se arrodilló. Pretendió en vano besarle el borde de la cuera:

—Tan engañada ha sido vuesa merced como yo misma. Se lo juro por mis muertos.

Le miraba implorante desde el suelo pero don Bernardo no se ablandó; estaba demasiado resentido:

—Escúchame, María de las Casas —advirtió—. Si el día de mañana, y Dios no lo quiera, me agarro una sífilis por tu culpa, mandaría apalearte hasta reventar y luego te metería en la cárcel hasta que te pudras. Tengo un hermano en Chancillería, no lo olvides. Puedes marcharte.