Asentada entre los ríos Pisuerga y Esgueva, la Valladolid del segundo tercio del siglo XVI era una villa de veintiocho mil habitantes, ciudad de servicios a la que la Real Chancillería y la nobleza, siempre atenta a los coqueteos de la Corte, le prestaban un evidente relieve social. Con el Duero, Pisuerga y Esgueva, antes de desmembrarse éste en los tres brazos urbanos, daban acogida, por un lado, a las casas de placer de la aristocracia, mientras facilitaban, por otro, una suerte de muralla natural a los periódicos asedios de la peste. El recinto propiamente urbano estaba circuido por huertas y frutales (almendros, manzanos, acerolos) y éstos, a su vez, por un círculo más amplio de viñas, que se extendían en ringleras por los cerros y el llano, hasta el extremo de que las calles de cepas, revestidas de hojas y pámpanos en el estío, cerraban el horizonte visible desde el Cerro de San Cristóbal a la Cuesta de La Maruquesa. En la margen izquierda del Duero, avanzando hacia el oeste, detonaban los nuevos pinares, en tanto, más allá de las grises colinas, en dirección norte, una ancha franja de cereal enlazaba el valle con el Páramo, una gran extensión de pastos y encinas habitada por los pastores de ganado lanar. Semejante disposición facilitaba el abastecimiento de la villa, tierra preferentemente de pan y vino, con un tinto flaco en los majuelos más próximos, alegres tintillos en la zona de Cigales y Fuensaldaña y los extraordinarios blancos de Rueda, Serrada y La Seca. Según normas de la Cofradía Los Herederos del Vino, monopolizadora de esta bebida, en Valladolid no podían ser vendidos mostos ajenos en tanto no hubieran sido consumidos los propios. Una ramita verde a la puerta de una taberna anunciaba cuba nueva y, en tales casos, los criados de casa grande, las criadas de casa media y los vallisoletanos más pobres en persona, formaban largas colas a la puerta del establecimiento, para decidir sobre la calidad del nuevo caldo. Amigo del zumo de cepas, el vallisoletano del siglo XVI, hombre de paladar sensible, distinguía el vino bueno del malo, aunque gustara de ambos, de tal modo que la cifra de consumo por habitante y año ascendía a los doscientos diez cuartillos, guarismo que, descontando a las mujeres, no bebedoras en general, los niños, los abstemios y los pobres, expresaba una cantidad per cápita de mucho respeto.
Encajonada entre los dos ríos, la villa, de pequeñas dimensiones (donde, al decir de las gentes de la época, cuando el pan encarecía había hambre en España), componía un rectángulo con varias puertas de acceso: la del Puente Mayor al norte, la del Campo al sur, la de Tudela al este y la de La Rinconada al oeste. Y salvo el cogollo urbano, empedrado y gris, con una reguera de alcantarillado exterior en el centro de las rúas, la villa resultaba polvorienta y árida en verano, fría y cenagosa en invierno y sucia y hedionda en todas las estaciones. Eso sí, allí donde la nariz se arrugaba, la vista se recreaba ante monumentos como San Gregorio, la Antigua y Santa Cruz o los recios conventos de San Pablo y San Benito. Calles estrechas, con soportales a los costados y casas de dos o tres pisos, sin balcones, con comercios o tallercitos gremiales en los bajos, Valladolid ofrecía en esta época, con su vivo tráfago de carruajes, caballos y acémilas, un aspecto casi floreciente, de manifiesta prosperidad.
Antes de que se instalara la Corte, la noche del 30 de octubre de 1517, el coche que ocupaban el hombre de negocios y rentista, don Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina de Bustamante, se detuvo ante el número 5 de la Corredera de San Pablo. Al salir de la casa de don Ignacio, rubio y lampiño, oidor de la Real Chancillería, hermano de don Bernardo, donde habían pasado la velada, doña Catalina había confiado discretamente a su marido sentir dolores en los riñones y, en este momento, al detenerse bruscamente los caballos ante el portal de su casa, volvió a aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo, poco experto en estas lides, primerizo a sus cuarenta años, instó al criado Juan Dueñas, que sostenía la portezuela del coche, que acudiese vivo a casa del doctor Almenara, en la calle de la Cárcava, y le hiciera saber que la señora de Salcedo estaba indispuesta y requería su presencia.
Don Bernardo Salcedo consideraba al niño que se anunciaba como un verdadero milagro. Casado diez años atrás, el inesperado embarazo de su esposa constituyó para ambos una sorpresa. Los Salcedo no solían incurrir en estas vulgaridades. Fue doña Catalina, la que, intrigada por la infertilidad de su matrimonio, se puso en manos de don Francisco Almenara. Don Francisco era el más prestigioso médico de mujeres en toda la región. Autorizado para curar en 1505 por el Real Tribunal del Protomedicato después de brillantísimas pruebas, sus prácticas junto al acreditado doctor don Diego de Leza no hicieron sino confirmar los esperanzadores auspicios. Hoy la fama del doctor Almenara había salvado fronteras y los más importantes industriales tejedores de Segovia y los más famosos comerciantes de Burgos acudían habitualmente a su consulta. Sin embargo a doña Catalina Bustamante le costó lágrimas la decisión. ¿Cómo mostrar las partes pudendas a un desconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con su marido no dieran fruto? Pero su curiosidad pudo más que su pudor. Aunque ella no suspiraba por un hijo, como buena pragmática deseaba saber por qué su conducta, análoga a la de tantas mujeres, no producía los mismos efectos. Días después el noble porte del doctor Almenara, embutido en su loba de terciopelo oscuro, el rubí pendiente del gorjal, su luenga barba puntiaguda y la disforme esmeralda que ornaba su pulgar derecho, acabaron con sus escrúpulos y reticencias. A su aceptación contribuyeron también los correctos modales del sanador, sus palabras suaves apenas musitadas, la delicadeza con que solicitaba acceso a las partes más íntimas de su cuerpo y los contactos, mínimos pero turbadores, que exigía su cometido. El largo período que estuvieron en sus manos disipó todo recelo en el ánimo de doña Catalina y abrió el corazón de don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar terribles pruebas, como la del ajo, para intentar averiguar quién de las dos partes era la causante de la esterilidad matrimonial. Con este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina de doña Catalina un diente de ajo, debidamente pelado, antes de meterla en cama:
—Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olerla —advirtió.
Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la casa durante horas y cuando, sobre las nueve de la mañana, oyó a la puerta los cascos de la mula del doctor levantó el visillo de la ventana con inquietud manifiesta. El criado del doctor, que traía a la caballería del ronzal, ayudó a apearse a su dueño y ató aquélla a la armella de la columna. Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.
—¿Cómo? —A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.
—El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento —insistió el doctor inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció.
—Otra vez, si no le importa.
La esposa de don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz de don Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una actitud de gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don Bernardo en el despacho de éste, se sentó en el escritorio y miró al señor Salcedo con inusitada frialdad:
—Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas —dijo simplemente.
—¿Qué quiere decir, doctor?
—La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.
La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:
—¿Quiere sugerir…? —apuntó, pero fue incapaz de proseguir.
—No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas. La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.
Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían hecho torpes y resignados:
—Eso quiere decir que soy yo el causante del fracaso matrimonial.
Almenara le miró de abajo arriba con un asomo de desprecio:
—En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo. Quiero decirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la posibilidad de que ambos estén en condiciones de procrear y, por lo que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.
—O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.
—Llámelo como quiera.
El señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los conocimientos del doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre las familias más distinguidas de la ciudad, su lucidez. Asimismo era del dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos doce volúmenes, no tantos como en la de su hermano Ignacio, pero suficientes para dar idea de su grado de ilustración. No era cosa de coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:
—Y ¿la ciencia no dispone de ninguna otra prueba, doctor, digamos menos afrentosa, un poco más delicada?
—Podríamos someter a su esposa a la prueba de la orina, pero es una operación asquerosa y tan poco fidedigna como la del ajo.
—¿Entonces?
Almenara se levantó lentamente del escritorio. Embutido en su loba de terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente del codo a don Bernardo:
—Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced más deprimente, el hecho de no tener descendencia o tener que reconocer ante su esposa que el responsable es usted?
El señor Salcedo carraspeó:
—Veo que también vuesa merced es especialista en hombres —dijo.
—Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los hombres. Son conocimientos complementarios.
Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:
—¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como usted dice, no se entienden?
—Es un buen consejo —sonrió—. Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pide que mienta.
Aquella concesión del doctor Almenara salvó la armonía del matrimonio y la amistad entre los dos hombres. Pero, cuando ocho años después, sin otra novedad en la vida matrimonial que el simple paso del tiempo, don Bernardo y doña Catalina volvieron por la consulta, informando que la señora había tenido dos faltas, el doctor Almenara se congratuló de su discreción. Hizo tender a doña Catalina en la mesa ortopédica y le tomó el pulso detenidamente. Luego colocó la palma de su mano derecha en el pecho izquierdo, sobre el corazón de la paciente, y al sentir la agitación de doña Catalina, murmuró: tranquila, tranquila, señora, no tiene usted fiebre. Se volvió hacia su amigo y rubricó: calentura no tiene, señor Salcedo. Seguidamente se dobló por la cintura, aplicó la oreja al pecho de la mujer y escuchó el apremiado latido de su corazón. Al concluir, su mano experta abrió un hueco entre el corpiño y la faldilla y exploró el vientre, las durezas del bazo y el hígado, las más escurridizas de los intestinos. Pero su mano descendió todavía un poco más. A doña Catalina se le cortaba el resuello; estaba a pique de desmayarse, era la mano derecha, la de la esmeralda en el pulgar, y a veces sentía en el pubis las suaves aristas de la piedra. El doctor Almenara actuaba con excesiva audacia esta mañana. Finalmente sacó la mano y fue a lavárselas a la jofaina. Habló mientras se secaba:
—Las faltas son casi siempre un indicio concluyente de preñez —observó—, pero en tan poco tiempo no es posible apreciar nada al tacto. —Miró a Salcedo y añadió como si retomara el tema de ocho años atrás—: Estas cosas ocurren en medicina. Las aportaciones de vuesas mercedes, que parecían no entenderse, han amigado de pronto. Celebrémoslo. Les espero dentro de ocho semanas.
El matrimonio volvió por la consulta dos meses después pero, para entonces, doña Catalina pasaba las mañanas en náusea permanente y, en dos ocasiones, había llegado al almadiamiento y el vómito. Se lo dijo al doctor antes de tenderse en la mesa. El doctor la auscultó pacientemente pero, apenas inició el tacto en el vientre, las comisuras de su boca se distendieron: Aquí tenemos la cabeza del joven Salcedo —dijo y sonrió más ampliamente—: Se han salido ustedes con la suya.
Mes tras mes, doña Catalina, acompañada por su esposo, visitaba al doctor Almenara. Suponía un motivo de orgullo oír de su boca la confirmación periódica de la próxima maternidad. No obstante, a los ocho meses de embarazo, el doctor formuló una pregunta enfadosa: ¿Están vuesas mercedes seguras de haber llevado bien las cuentas? Don Bernardo se aceleró: las faltas no engañan, doctor. La primera vez que le visitamos llevaba dos, luego ahora son ocho exactamente. La cabecita es muy chica —comentó el doctor—: no mayor que una manzana.
Al mes siguiente confirmó que todo iba bien, salvo el tamaño del feto, demasiado ruin, pero que ya no cabía hacer otra cosa que esperar. Finalmente, como si formulara la pregunta más inocente del mundo, inquirió de don Bernardo si tenían en casa silla de partos. Don Bernardo Salcedo asintió satisfecho. Se sentía feliz de poder complacer al doctor Almenara hasta en aquel pequeño detalle. Se extendió en pormenores sobre la flotilla de la lana y la previsión de don Néstor Maluenda, el conocido comerciante burgalés, al regalársela a su esposa no bien apareció en los mercados de Flandes como una novedad. Ellos la inventaron —sonrió el doctor. Pero de nuevo adoptó un tono despectivo para puntualizar—: Por más que, dado su tamaño, tampoco el joven Salcedo precisará ayudas para irrumpir en este mundo.
Ahora, doña Catalina esperaba al doctor deambulando por la sala y, de vez en cuando, asía la consola con ambas manos, contraía el rostro y enrojecía sin decir palabra:
—¿Otra vez? —preguntaba don Bernardo solícito consultando el reloj. Ella asentía—. Son cada vez más frecuentes, apenas un par de minutos, quizá menos —añadió él.
Salcedo, en el fondo, se sentía envanecido de haber provocado esta conmoción. Le latía en los pulsos la inmodestia del semental, antes que la de padre. Después de tantos azares lo había conseguido. Admiraba la serenidad de su mujer y le chocaba su atuendo discreto, dadas las circunstancias, su falda acampanada de verdugos disimulando la preñez, el gonete de escote redondo, abriéndose a los lados, sugestivamente, sobre los hombros. Sonrió para sí. El día que estrenó aquel gonete no tuvo paciencia para desnudarla. A veces le asaltaban estos impulsos inmoderados sin que acertara a explicar la causa. Dependían más de sus exigencias carnales que de la vestimenta de su esposa. No obstante siempre le había excitado este gonete insinuante, los blancos y frágiles hombros compitiendo con la seda de la prenda. De nuevo su esposa contraía el rostro agarrada a la consola y, una vez pasado el dolor, doña Catalina agitó nerviosamente la campanilla de plata. Apareció Blasa, la vieja cocinera, rutando, arrastrando las chinelas, con una saya de paño burdo y una cofia en la cabeza. Blasa había empezado a servir a los cinco años en casa de la abuela de doña Catalina para entretener a la madre de ésta, recién nacida. Luego la había visto nacer a ella. Era una institución en la casa. Sin embargo, no hizo ningún comentario cuando la señora comunicó que su hijo se anunciaba ya, que preparase la habitación y calentara agua en la cocina. A Modesta, la doncella, era preferible no decirle nada. Que se acostara. No estaba bien que a sus pocos años se viera envuelta ya en estos bretes. En cuanto a Juan Dueñas, el criado que había ido a recoger al doctor, no tardaría pero convenía que estuviera dispuesto para cualquier eventualidad durante la noche. Por de pronto que sacara del cuarto de los armarios la silla de partos que llevaba dos lustros encerrada en lo alto de uno de ellos. La Blasa asentía y asentía, con su pesada cabeza, con sus hinchados párpados, totalmente pasiva ante el revuelo que se avecinaba. Miró a su señora con ojos fatigados:
—¿Alguna cosa más, señora?
Pero doña Catalina atendía a su esposo que le aconsejaba, en tono didáctico, que se pusiera cómoda, que no pensaría dar a luz con el gonete y la falda verdugada. Entre el nerviosismo y las contracciones, doña Catalina no había pensado aún en la vestimenta apropiada. Don Bernardo precisó:
—Ropas de noche, flojas y abiertas naturalmente.
Se oyó rodar un carruaje. El señor Salcedo conocía cada bache, cada adoquín desajustado en la calle, y el crujido especial de su viejo coche al salvarlos:
—Pronto —dijo—, ha llegado el doctor.
Doña Catalina escapó de la habitación por el falsete mientras don Francisco de Almenara, con su loba de terciopelo oscuro y su maletín negro en la mano de la esmeralda, accedía por la puerta principal. El doctor sabía de la importancia de una irrupción ostentosa. El médico o la comadre en casa de una primeriza era una especie de dios. Don Bernardo se acercó a él, preso de una extraña agitación:
—La cosa ha comenzado, doctor.
—¿Siente dolores?
—Hace más de una hora. Cada dos minutos.
Don Francisco de Almenara miró en derredor y echó en falta la presencia de la comadre. Don Bernardo se excusó: ignoraba que fuera indispensable. El doctor anotó en un papel dos nombres y dos direcciones y el señor Salcedo llamó a Juan Dueñas: Recoja a la primera. A la segunda, únicamente si la otra estuviera ausente. Después condujo al doctor hasta el dormitorio pero, como buen hombre celoso, golpeó con los nudillos antes de entrar. Doña Catalina dijo «adelante» con voz sofocada. Se había encamado con el camisón de novia y una bata floja sobre los hombros y se recostaba sobre dos almohadas de lana. El doctor Almenara retuvo la puerta y se dirigió a don Bernardo con delicadeza:
—Es preferible que espere fuera.
El señor Salcedo dio un paso atrás, humillado. ¿Qué pretendía hacer el aguerrido doctor Almenara a solas con su esposa? Los minutos discurrían con lentitud exasperante. Con la gruesa puerta de roble por medio, apenas se oían tenues murmullos y cuando el doctor le dio acceso se precipitó en el santuario, como había denominado al dormitorio conyugal desde el día de su matrimonio. El doctor Almenara le frenó:
—Todo normal —dijo—. La dilatación ha comenzado.
La comadre había llegado. Era una mujercita pequeña y dura, de piel apergaminada, embutida en una saya vieja y con la cabeza cubierta por una toca. El doctor se dirigió a ella:
—Buenas noches, Victoria —dijo—. Las cosas marchan correctamente pero no conviene dormirse. Prepare a la parturienta un agua de artemisa.
Modesta, con sus andares saltarines, iba tras ella pero Don Bernardo la detuvo:
—Usted debe acostarse —dijo—. Blasa atenderá a la señora. —Se volvió a Juan Dueñas que le miraba inmóvil desde la puerta:
—Usted espere abajo, Juan. Aún no sabemos si vamos a necesitarle.
Doña Catalina tomó dócilmente la pócima sin que aparentemente las cosas cambiaran. Sin embargo la dilatación progresaba. La comadre iba y venía a la sala:
—La dilatación es suficiente, doctor, pero no veo voluntad de participar. Está pasiva.
—Déle un ruibarbo.
La paciente movió el vientre con el ruibarbo. Escondía el rostro contra las almohadas a cada contracción pero no se esforzaba.
—Apriete —dijo el doctor.
—Que apriete, ¿dónde?
Cundía el desconcierto:
—Cuando le venga el dolor, haga usted fuerza.
El doctor se sentó en la descalzadora. Al oír que la parturienta se quejaba volvió la cara hacia ella:
—¡Apriete!
—No puedo, doctor.
Don Francisco Almenara se levantó. La cabeza está ahí, es pequeña, ¿por qué demonios no sale? —dijo el doctor. Pero transcurrió media hora y el panorama no había cambiado. La dilatación estaba hecha pero doña Catalina seguía sin participar:
—¡Victoria! —voceó el doctor entonces con energía—: ¡La silla de partos, por favor!
El propio don Bernardo ayudó a introducirla en el dormitorio. Era un artefacto de madera y cuero, el asiento más bajo que los soportes de las piernas y dos correas en los brazos donde debería agarrarse la paciente para hacer fuerza. La comadre y Blasa, la cocinera, ayudaron a doña Catalina a acomodarse en la silla. La parturienta, demacrada, con las piernas abiertas en alto y el nalgatorio apoyado en el asiento de cuero negro, ofrecía un aspecto desairado y ridículo. Le asaltó un dolor y el doctor dijo: Haga fuerza y ella frunció la cara, pero, cuando el dolor se disolvió, empezó a alterarse y ordenó a su marido con cajas destempladas que saliese y esperase en la sala, que le disgustaba que fuese testigo de su degradación. Nunca pensó don Bernardo que el nacimiento de un hijo comportase un proceso tan prolongado y vejatorio.
A las dos y media de la madrugada del 31 de octubre de 1517, la dilatación estaba prácticamente terminada pero el niño no salía y doña Catalina gritaba pero seguía sin poner nada de su parte para llevar el proceso a buen término. Fue en ese momento cuando el prestigioso doctor Almenara pronunció una frase que había de hacerse popular en la villa: Este niño está pegado —dijo. Justo en ese instante ocurrió algo inimaginable: la cabeza de la criatura desapareció del acceso y, en su lugar, asomó su bracito con la mano abierta que se agitaba como si se despidiese o saludase. Y allí quedó después el brazo, desmayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas de la dama.
—Este condenado se ha dado la vuelta —dijo el doctor fuera de sí—. Atiéndale, rápido.
La comadre abrió la cesta y sacó de ella un frasco de aceite de eneldo y una cajita de manteca, untó el bracito varado con ambas sustancias y mediante un rápido movimiento, muy profesional y sabio, volvió a meterlo en el vientre de su madre. La paciente se dejaba hacer dócilmente y, cuando advirtió que el doctor se quitaba del dedo pulgar el gran anillo de la esmeralda y lo dejaba sobre el tocador, se sintió tan desvalida como si se hubiese desenroscado la mano y descargara en ella toda la responsabilidad. Pero, de manera imprevista, sucedió todo lo contrario. Ella notó de repente su poder en el vientre, el doctor sujetó el hombro del bebé con sus dedos afilados y, muy hábilmente, le hizo girar de forma que la pequeña cabeza quedara de nuevo opilada sobre la vulva. Doña Catalina, que había perdido los modales y gritaba e insultaba a todos los presentes, volvió a experimentar una acumulación de energías en la pelvis, chilló, apretó con todas sus fuerzas mientras la comadre la animaba: así, así y, de pronto, como si fuese un bolaño, un pedazo sanguinolento de carne rosada salió proyectado con fuerza, el doctor retiró la cabeza para evitar el impacto, y la criatura aterrizó sobre la blanca toalla que la comadre sostenía entre sus brazos poco más atrás. Le miró atónita:
—¡Un niño! —dijo—. Qué menudo es, parece un gatito.
Entró apresurado don Bernardo y el doctor Almenara, que se lavaba las manos en la jofaina, le miró fijamente y le dijo:
—Ahí tiene a su hijo, señor Salcedo. ¿Creen vuesas mercedes que han contado bien? Por el tamaño parece sietemesino.
Pero el esfuerzo, el bochorno, el reteso de doña Catalina, que por vez primera en su vida había realizado una tarea personal por sí misma, sin apelar a manos mercenarias, tuvo sus dolorosas consecuencias. Se sentía exhausta y desarmada y, cuando a la mañana siguiente le entregaron el niño para que mamase, el pequeño retiró la cabecita del pezón aquejado de un llanto convulso. El doctor Almenara, que había presenciado la reacción del recién nacido, auscultó pacientemente a doña Catalina, colocó la mano del anillo sobre el pecho izquierdo de la enferma, se volvió hacia don Bernardo y sus hermanos, que se habían presentado en la casa inopinadamente, y pronunció otra de sus frases lapidarias:
—La parturienta padece calenturas. Habrá que buscar una nodriza.
La influencia de la familia Salcedo se desplegó por la villa y pueblos limítrofes. Don Ignacio, oidor de la Chancillería, donde se preparaba esa mañana la recepción del Rey, dio el parte entre el personal subalterno: urgía una nodriza joven, con leche de varios días, sana y dispuesta a alojarse en casa de los padres. Los corresponsales de la lana, en el Páramo, recibieron de don Bernardo la misma consigna: Se precisa nodriza. La familia Salcedo requiere urgentemente una nodriza. A las doce del día siguiente se presentó una muchacha, casi una niña, procedente de Santovenia, madre soltera, con leche de cuatro días, que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina, aún no demasiado cargada de fiebre, le gustó la chica, alta, delgada, tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación de una muchacha alegre a pesar de todos los pesares. Y una vez que el niño se enroscó en su regazo y estuvo una hora inmóvil tirando del pezón y se quedó dormido, doña Catalina se conmovió. El fervor materno de aquella chica se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al acostar a la criatura, en la comunión de ambos a la hora de alimentarlo. Deslumbrada por tan buena disposición, doña Catalina la contrató sin vacilar y la alabó sin reservas. De esta manera apresurada Minervina Capa, natural de Santovenia, de quince años de edad, madre frustrada, empezó a formar parte de la servidumbre de la familia Salcedo en la Corredera de San Pablo 5.
Tampoco Minervina encontró resistencia en la cocina donde Blasa, la cocinera, era, en principio, un hueso duro de roer. Había dado al niño dos tomas de leche de burra, rebajada con agua y muy azucarada, como vio en tiempos hacer a su madre, antes de aparecer Minervina, y doña Catalina temió un recibimiento hostil. Pero a la señora Blasa le había intrigado la procedencia de la chica y, tan pronto se vio a solas con ella, le preguntó si conocía en su pueblo a un tal Pedro Lanuza, padre de dos rapazas bien apersonadas y ligeras de cascos, y no había terminado de formular la pregunta cuando Minervina rompió a reír:
—Toda la famila alumbrada, señora Blasa.
—Y ¿qué quieres decir con eso?
—Lo que oye, señora Blasa, alumbrados, de esos que dicen que Nuestro Señor prefiere ver a un hombre y una mujer en la cama que en la iglesia rezando latines.
—¿Eso dicen en tu pueblo? Siempre fue un poco rara esa familia.
Minervina se esforzó por recordar más cosas para complacer a la señora Blasa, para caerle en gracia:
—También dicen que Nuestro Señor viene a ellos sin más que sentarse a esperar. Que basta quedarse quietos y aguardar para que el Señor los ilumine. Por eso les dicen también los dejados.
La Blasa asentía:
—Ese mote le cae mejor al Pedro Lanuza que el otro, ya ves. En la vida vi a un hombre más vago y abandonado que él.
—Pues si quiere verlos, los sábados bajan a Valladolid, en la burra, a casa de una tal Francisca Hernández y de un cura que también le dicen don Francisco.
La Blasa abrió el ojo:
—Y ¿dónde vive la Francisca Hernández esa, hija?
—Ni me recuerdo, señora Blasa, pero si usted tiene interés el primer día que vaya al pueblo lo pregunto.
Así tomó Minervina posesión de los dominios de la Blasa. La Modesta, corta y tímida, pero disparatada, también aceptó a la chica complacida. Habituada a la vieja, halló en la nueva compañera juventud, unos puntos de vista más afines y una conversación fluida, impropia de una chica de pueblo.
Doña Catalina pasó el día tranquila. La aparición de Minervina, tan limpia como bien mandada, la había sosegado. Para acrecentar su bienestar, a mediodía se presentó doña Gabriela, su cuñada, a darle cuenta de los festejos de la villa: los cuarenta mil forasteros llegados para recibir al Rey, las calles hirvientes, los arcos de madera revestidos de follaje en las esquinas, los paneles y tapices engalanando las casas más nobles. Y, luego, la marcial parada en el Nuevo Espolón, el infante don Fernando, flanqueado por el cardenal de Tortosa y el arzobispo de Zaragoza, seguidos de heraldos, alguaciles, ujieres y maceros. El gentío se desgañitaba dando vivas al Rey al aparecer don Carlos sobre el adoquinado, solo, apuesto, por el centro de la calzada, caminando al ritmo de los timbales, los diamantes engarzados en su traje brillando al sol de noviembre. Le precedía una banda de trompetas y tambores y velaban su retaguardia quinientos arcabuceros, cuatrocientos alemanes y cien españoles, tras los cuales desfilaban su hermana, doña Leonor, con las damas del séquito atendidas por nobles y, cerrando el cortejo, una compañía de arqueros haciendo caracolear a sus caballos y dando vivas a Castilla y al Rey. Doña Catalina, mujer de fáciles emociones, comenzó a temblar bajo el edredón y doña Gabriela, al advertir su encendimiento, hizo derivar la conversación hacia el gran elefante instalado en la Plaza del Mercado para regocijo de niños y adultos.
Al día siguiente, sin razones aparentes, doña Catalina empeoró. Le subió la calentura y el doctor Almenara admitió que podía tratarse del mal de madre y, con objeto de ganar tiempo, ordenó al barbero cirujano Gaspar Laguna, que en su día había vuelto a la vida al presidente de la Chancillería en situación desesperada, que practicase a la enferma una sangría, cosa que llevó a cabo con admirable destreza. Pero como, al día siguiente, doña Catalina continuara en el mismo estado, don Francisco Almenara abrió un nuevo camino a la esperanza apelando a la triaca magna:
—Hay que dársela. No queda otro remedio.
La matrona asintió. Don Bernardo, resignadamente, buscó unas monedas en los bolsillos de la ropeta para el remedio, pero el doctor, al advertir su ademán, le informó que se trataba de un medicamento caro. ¿Como cuánto de caro? —inquirió Salcedo. Doce ducados —concretó el doctor. ¡Doce ducados! —estalló don Bernardo. El doctor argumentó las razones de este precio: Tenga usted en cuenta que sólo se fabrica en Venecia y que en el preparado entran más de cincuenta elementos distintos. Mientras la Modesta bajaba a la botica de Custodio, se oyeron pasar caballerías por la calle y, acto seguido, un viva el rey y el rumor de alabarderos desfilando acompasados por el redoble de un tambor. De pronto, como una tiple que respondiera en escena a la voz poderosa del barítono, sonó el tintineo de una esquilita entre el estruendo militar. Don Bernardo retiró el visillo de la ventana. Había encargado en el Convento de San Pablo la misa de las Cinco Llagas por la salud de la enferma y el santo viático por si acaso las cosas se torcían. A su derecha vio venir a fray Hernando, con el cáliz cubierto, y a un monacillo a su lado, agitando la campanilla. La gente se hincaba de rodillas a su paso y, al levantarse, sacudían vigorosamente el polvo de las calzas o de las sayas. En las escaleras, la campanilla del monacillo se hizo más aguda, sonora e imperativa. Don Bernardo se acercó a fray Hernando:
—La unción es suficiente, padre; ya no conoce.
Y, en el momento en que el sacerdote iniciaba las preces, la barbilla de doña Catalina se desplomó sobre el pecho y quedó inmóvil, con la boca abierta. El doctor se adelantó hasta ella, le tomó el pulso y puso la mano de la esmeralda sobre su corazón. Se volvió a los asistentes:
—Ha muerto —dijo.
Un cuarto de hora más tarde, la Modesta, con la triaca magna en la mano, se tropezó con Juan Dueñas en el portal. Dijo Juan Dueñas lacónicamente:
—La señora doña Catalina ha muerto.
A la Modesta se le escapó un sollozo. Ascendió la escalera lentamente, sujetándose al pasamanos. La imponían los muertos y aspiraba a dilatar su entrada en la casa. Por la puerta entreabierta divisó a don Bernardo, sus hermanos, Blasa y la nueva compañera alterando la posición de los muebles en el vestíbulo, haciendo sitio. Permaneció quieta, sin entrar. Pocos minutos después llegaban las endechaderas e instalaron, en el despacho, la capilla ardiente. Modesta aprovechó el momento de confusión para llegar a la cocina. Minervina, deshecha en lágrimas, sentada en un taburete, daba de mamar al niño recién nacido, en tanto Blasa, la cocinera, atizaba el fuego impávida, con esa indiferencia propia de los seres muy vividos, arrancados prematuramente de su origen. Modesta se incorporó a la actividad doméstica. Entregó la medicina al señor. Don Bernardo musitó: doce ducados tirados a la calle. Ella dijo con vocecita inaudible: Lo siento, señor Bernardo; salud para encomendar su alma.
Pero ya empezaba el trajín de las visitas, las llamadas a la puerta, las flores, y ella acudía sin demora. La gente venía en pequeños grupos y pasaban a la sala donde don Bernardo y su hermano los recibían. Una de las veces que cruzó ante la puerta abierta del despacho, miró de soslayo y divisó a la señora sobre una mesa, los ojos y la boca cerrados, exangüe, indiferente y tranquila. Durante toda la tarde no cesaron las visitas. Llegaban cabizbajos y salían aliviados, descargados de una obligación penosa. Aparecían ramos de flores que la Modesta llevaba hasta el despacho con los ojos entrecerrados. Le aterrorizaba volver a ver a la señora. Junto al cadáver, doña Gabriela, la cuñada de la difunta, dirigía las oraciones de grupo. Ya avanzada la noche, cuando los amigos se despidieron y quedaron solos, don Bernardo y su hermano, el albacea, se sentaron juntos a los pies de la difunta, como era vieja costumbre familiar, para leer sus disposiciones testamentarias. Por primera providencia, doña Catalina deseaba ser enterrada en el atrio del Convento de San Pablo, no en el interior de la iglesia, ya que, a causa de los enterramientos, dentro había unos desagradables efluvios «que le quitaban la devoción». Doce mujeres jóvenes y pobres la acompañarían a su última morada, vestidas de azul y blanco y con un cirio encendido en la mano. Don Bernardo abonaría a cada una de ellas un real de vellón por su compañía. El entierro debería efectuarse tras una misa de réquiem en la misma iglesia, a la que seguirían, en fechas sucesivas, un novenario de misas cantadas con diáconos y subdiáconos y otras en cada templo de la villa en la octava de su fallecimiento. Don Bernardo leía estas disposiciones con voz entrecortada, no tanto por su aflicción, como porque conocía la liberalidad de doña Catalina, que temía se manifestara a cada paso. Y su voz temblorosa se quebró del todo cuando, con su característica letra picuda, la difunta ordenaba, sin lugar a otras interpretaciones, que se constituyese un juro en favor del Convento de San Pablo que rentase, cuando menos, dos mil seiscientos cincuenta maravedíes al año. Cuando al fin pudo leer esto, don Bernardo hizo una pausa, miró a su hermano por encima del papel y dijo con acento alambicado:
—Catalina había nacido para princesa.
Pensó en el almacén de la Judería, en sus fincas de Pedrosa y en Benjamín, el rentero:
—Un juro así no bajará de treinta aranzadas —añadió.
Su hermano Ignacio, oidor de la Chancillería, rubio, con el pelo corto, y barbilampiño, se sintió molesto, arrugó la nariz como ante un mal olor:
—Es de ley —dijo—. Tú puedes pagar sobradamente ese juro.
Siempre hubo una relación muy estrecha entre ambos hermanos, tan diferentes, empero, en la estimación del dinero. Discutieron a los pies del cadáver, entre el aroma mareante de las flores, y don Bernardo tildó a su esposa de manirrota, pero don Ignacio, discretamente, cortó la conversación haciendo ver a su hermano que no era el momento apropiado para emitir tales juicios.
A la mañana siguiente, con el cadáver sentado en el coche, sujeto con cuerdas, y conducido por Juan Dueñas, Bernardo e Ignacio Salcedo presidieron los sufragios por la difunta. Doce muchachas, casi niñas, con rostros seráficos, vestidas de azul y blanco, flanqueaban el coche, entonando con voces nasales cánticos religiosos. Alineadas luego, en la nave central del templo, escoltando el cadáver, sus rostros juveniles restaban severidad a la ceremonia. A continuación, los restos de doña Catalina Bustamante recibieron tierra en el atrio y el acompañamiento desfiló ante los hermanos, estrechando sus manos, dándoles paz en el rostro o prodigándoles palabras de consuelo. Concluidos los pésames, ante la emoción de los amigos, el joven viudo distribuyó entre las jóvenes penitentes los doce reales de vellón acordados en las disposiciones. De regreso a casa, doña Gabriela, acompañada por los dos hombres, pasó por el cuarto de plancha para ver al pequeño Cipriano y, ante él, aparentemente dormido, soltó dos lágrimas inoportunas. Don Bernardo, en cambio, a su lado, contemplaba a la criatura con rostro impasible. A la cabecera de la cunita, la joven Minervina había colocado un lazo negro de tafetán. Los ojos de don Bernardo se endurecieron.
—¿Qué pensará mientras duerme el pequeño parricida? —murmuró.
Don Ignacio le tomó por el hombro.
—Por favor; no disparates así, Bernardo. Nuestro Señor te puede castigar.
Don Bernardo movió la cabeza de un lado a otro:
—¿Es que cabe aún mayor castigo que el que vengo padeciendo? —sollozó.