—Es inútil, señor, este trasto se ha embarrancado hasta el fondo.
El centurión se recostó contra el carro e hizo una pausa para recobrar el aliento. A su alrededor, una veintena de legionarios agotados aguantaban el hediondo olor del cieno de las marismas, que les llegaba a la cintura. Desde el margen del camino, el general seguía con una frustración creciente los esfuerzos de sus hombres. Al disponerse a subir a bordo de uno de los barcos de evacuación, le habían dado la noticia de que el carro se había salido del estrecho sendero. De inmediato, había montado uno de los pocos caballos que quedaban y atravesado las marismas a fin de conocer de primera mano la situación. El carro, hundido por el peso del arcón que contenía, se resistía a todos los esfuerzos que hacían los soldados para desvararlo. Ya no quedaba ayuda disponible dado que la retaguardia, tras cargar el barco, se había hecho a la mar. Entre el carro varado y el ejército de Casivelauno, que pisaba los talones a los otrora invasores romanos, tan sólo quedaban el general, estos hombres y una escasa alineación de la unidad de caballería.
Al general se le escapó un exabrupto y su caballo levantó la cabeza asustado desde el bosquecillo. Era obvio que el carro era insalvable y el arcón demasiado pesado para ser transportado hasta el último barco, que esperaba anclado. Por seguridad, la llave del arcón la guardaba el intendente, que ya había zarpado.
Además, el arcón se había construido de forma que fuera imposible abrirlo sin las herramientas apropiadas.
—¿Y ahora, qué, señor? —preguntó el centurión.
El general dio una larga y dura mirada en silencio al arcón. No podía hacer nada, nada en absoluto. Ni el carro, ni el arcón ni su contenido se moverían. Por un momento se atrevió a desestimar aquella posibilidad, ya que la pérdida del arcón supondría un retroceso de al menos un año en sus planes políticos. En aquel momento desesperante de indecisión, un cuerno en son de guerra retumbaba cada vez más cercano. Una expresión de terror se apoderó de los legionarios, y empezaron a vadear el cieno para recoger las armas que habían dejado en el camino.
—¡Quedaos donde estáis! —bramó el general—. ¡No os he ordenado que os mováis!
A pesar de tener al enemigo cada vez más cerca, los legionarios se detuvieron, tal era el respeto que les infundía su comandante. Tras mirar por última vez el arcón, el general bajó la cabeza al tomar la decisión.
—Centurión, deshazte del carro.
—¿Señor?
—Deberá quedarse aquí hasta que volvamos el próximo verano. Hundidlo un poco más hasta que el lodo lo cubra entero, haced una señal en el lugar y volved a la playa tan rápido como podáis. Haré que os tengan preparada una gabarra.
—Sí, señor.
El general se dio una palmada con furia en el muslo, subió al caballo y se dirigió hacia la playa a través de las marismas. Tras él se escuchó otro estallido del cuerno de guerra y los golpes de espada de la unidad de caballería que combatía con la vanguardia del ejército de Casivelauno. Desde el momento del desembarco hasta ahora, que huían hacia la Galia, los hombres de Casivelauno no habían dejado de perseguir al ejército romano, en un constante hostigamiento a los soldados de vanguardia y retaguardia, sin mostrar un atisbo de piedad por los invasores.
—¡Adelante, muchachos! —gritó el centurión—. Un último empujón…, apoyad los hombros contra el carro. ¿Listos? ¡Empujad!
El carro se hundió poco a poco en el fango; de las grietas de la base brotaba un agua pantanosa de color marrón oscuro que iba cubriendo el lado visible del arcón.
—¡Vamos, empujad!
Con un último empellón, los hombres soltaron el carro en el cieno, y éste desapareció bajo el agua oscura con un borboteo, dejando tras de sí un pequeño remolino sobre la superficie viscosa, quebrada únicamente por la vara del carro.
—Ya está, muchachos. De vuelta al barco. Rápido.
Los legionarios vadearon el lodo hasta la orilla y recogieron los escudos y las lanzas, mientras el centurión esbozaba a toda prisa un mapa del lugar en la tablilla de cera que llevaba colgada del hombro. Trazado el mapa, cerró la pizarra de golpe y se unió a sus hombres. Pero antes de ponerse en marcha la columna, un súbito golpeteo de cascos en el camino hizo dar media vuelta a sus hombres, aterrados, sobrecogidos por el miedo. Instantes después, un grupo de la unidad de caballería surgió a galope de entre la niebla, cerca de la infantería. Entre ellos, vieron a un hombre reclinado sobre el lomo de un caballo que corría con sangre del jinete en un costado. Momentos después desaparecieron.
Casi al instante oyeron llegar más caballos, esta vez acompañados de los crudos gritos britanos que habían horrorizado antes a los legionarios. Unos gritos de guerra triunfales que provocaron un escalofrío al ejército romano.
—¡Jabalina en ristre!
El centurión gritó y sus hombres enarbolaron las armas arrojadizas a la espera de la orden. El estruendo de sus perseguidores, invisible y aterrador, se aproximaba entre la neblina. Al momento aparecieron muy cerca unas figuras grises e imprecisas.
—¡Lanzad!
Las jabalinas volaron en parábola y se perdieron de vista para caer sobre los imprudentes britanos, que gritaron al ser alcanzados.
—¡Formad fila! —gritó el centurión—. ¡A las órdenes…, rápido!
La pequeña columna apretó el paso por el camino que les conduciría hasta el último y lejano barco de evacuación que les esperaba y les pondría a salvo; el centurión marchaba junto a la fila sin dejar de mirar con inquietud hacia la neblina que envolvía el camino recorrido. La descarga de jabalinas no había retrasado demasiado a los britanos, y pronto oyeron otra vez los cascos cerca, esta vez más cautos y pausados.
El centurión percibió un ruido sordo y uno de sus hombres emitió un grito ahogado de dolor. Se dio la vuelta y vio que de la espalda del último legionario sobresalía el asta de una flecha. El herido, respirando a duras penas por la sangre en los pulmones, se desplomó sobre las rodillas, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—¡Al trote!
Los cinturones y arneses de los legionarios se agitaban al acelerar éstos el paso en un intento por distanciarse de sus invisibles hostigadores. De la neblina surgieron más flechas lanzadas a ciegas contra los romanos. Aun así, algunas dieron en el blanco y la columna de soldados fue reduciéndose según los hombres se desplomaban sobre el camino y, con la espada desenvainada, aguardaban su triste final. Cuando el centurión alcanzó la última colina, donde las marismas daban paso a la arena y los guijarros, sólo le quedaban cuatro hombres. El débil sonido del mar era alentador, y la ligera brisa de septiembre disipaba la neblina que tenía por delante.
De repente, el camino desapareció. A doscientos pasos de ellos, una pequeña embarcación les esperaba entre las olas. Mar adentro había un trirreme anclado entre el suave oleaje y, a lo lejos, en el horizonte, las manchas oscuras de la flota invasora se desvanecían en la penumbra del ocaso.
—¡Corred hacia el barco! —gritó el centurión, tirando al suelo la espada y el escudo—. ¡Corred!
Los guijarros se dispersaban bajo sus pies al correr cuesta abajo hacia la embarcación. Al instante, el cuerno de guerra retronó a sus espaldas. Los britanos ya divisaban el mar y espoleaban sus caballos para dar alcance a los supervivientes de su ataque antes de que pudieran ponerse a salvo. El centurión apretó los dientes y se lanzó por el suave declive, consciente de la inexorable proximidad del enemigo, pero no osó mirar atrás por miedo a reducir el paso. En la parte trasera del barco, vio a un hombre alto de pie que le apremiaba con ademanes desesperados y, tras éste, la capa roja del general ondeando al viento. En cuanto avanzó unos cincuenta pasos, escuchó un grito agudo justo detrás de él; uno de los britanos había clavado una lanza al último legionario.
Desesperado por sobrevivir, el centurión atravesó la arena mojada de la orilla, avanzó entre las olas y se lanzó hasta la embarcación por la proa. Una manos impacientes lo agarraron por los hombros y lo echaron hacia abajo con fuerza. Al momento, un legionario cayó sobre él, intentando tomar aire. Los dos fornidos escoltas del general arrojaron sus lanzas contra los hostigadores que se habían detenido en la orilla, dado que ya habían ajustado cuentas con los invasores. Pero ya no llegaban a alcanzarles; el barco estaba en aguas más profundas, y los remeros ya bogaban hacia el trirreme, a salvo del enemigo.
—¿Habéis conseguido hundir el carro? —preguntó el general en tono preocupado.
—Sí, señor… —resolló el centurión, y dio unas palmaditas a la tablilla de cera que llevaba colgada a un lado—. Tengo un mapa, señor… Lo he trazado lo mejor que he podido, dado el poco tiempo del que disponíamos.
—Bien hecho, centurión. Bien hecho. Déjamelo.
Cuando el centurión le dio la tablilla al general, aquél miró a su alrededor y vio al único hombre que había huido con él. Uno solo. Sobre la orilla, vio una veintena de jinetes agrupados alrededor de otro de sus soldados, lo bastante estúpido para haberse dejado atrapar con vida, y se estremeció ante la idea de los horrores que aguardaban a aquel indefenso legionario.
Todos los hombres de a bordo observaban la escena en silencio hasta que, por fin, el general habló.
—Volveremos. Volveremos y, cuando así sea, prometo que haremos que esos bellacos se arrepientan del día en que se levantaron en armas contra Roma. Yo, Cayo Julio César, lo juro sobre la tumba de mi padre…
FRONTERA DEL RIN
Noventa y seis años más tarde,
durante el segundo año del gobierno del Emperador Claudio
Finales del 42 d.C.