La segunda legión no siguió su avance aquel día, y los oficiales que sobrevivieron reestructuraron sus unidades e hicieron el recuento de bajas. Recibieron con dolor las órdenes de Plautio de acudir a él cuanto antes. Casi una tercera parte de la segunda legión había muerto o estaba herida, y la mitad del convoy de pertrechos había quedado destruido o inmovilizado al perder los animales de tiro. Se estaba levantando un recinto improvisado, aunque nadie creía que los britanos pudieran agrupar a bastantes hombres para lanzarse a un nuevo ataque. De todas formas, habían dado muerte a Togodumno y su cuerpo estaba expuesto frente al cercado que encerraba a los prisioneros britanos, que miraban con tristeza y en silencio el cuerpo de su comandante y lo lloraban sin vergüenza alguna.
Había largas hileras de romanos heridos que yacían en el suelo, a la espera de recibir ayuda médica de los ordenanzas del hospital de la legión, que iban estableciendo un orden de prioridad en función de la gravedad de las heridas. Por todas partes se oían gemidos y gritos de dolor. A un lado del camino se estaba preparando una pira donde quemar los cuerpos amontonados de los soldados muertos; encenderían la hoguera al caer la noche. Frente a la tienda del cuartel general, toscamente alzada, el montón de placas de identidad de los muertos era la prueba tácita del precio que había pagado la legión. Los britanos muertos eran arrojados sin contemplaciones a una serie de fosas cavadas a lo largo del borde del camino. Pese a la victoria obtenida, no tenían ganas de participar del júbilo de sus compañeros de la decimocuarta; desde allí se oían los gritos de celebración procedentes de su campamento situado en los confines del bosque.
En la tienda de Vespasiano dominaba un ánimo completamente distinto. Estaba sentado a su mesa mirando a los tres hombres que tenía ante él, entre ellos Vitelio, que estaba sentado con una ligera sonrisa irritante en los labios, y escuchaba el informe del centurión y su optio. El tribuno advirtió las miradas de odio que le dirigían estos dos, pero sólo parecían divertirle, mientras aguardaba el momento oportuno.
Macro, sucio y exhausto, intentaba dar un informe lo más claro posible de los hechos, pero el agotamiento de los últimos días le nublaba la mente, y constantemente se volvía hacia el optio para corroborar lo que decía o para recordar algún detalle. Cato estaba cuadrado ante el legado, con el brazo en cabestrillo, aún insensible por el golpe recibido.
Ambos parecían bastante cansados, pensó Vespasiano, pero estaba encantado con ellos. Habían recuperado el arcón del cieno; un escuadrón de caballería de la legión había sido destacado para recuperarlo del lugar donde lo habían escondido. Y no sólo eso, pues Macro había traído, además el cuerpo de Togodumno al campamento, y el cadáver había sido identificado por uno de los exiliados britanos que acompañaban a la decimocuarta legión, un hombre con cara de roedor llamado Adminio. Con Togodumno muerto, sólo quedaba su hermano Carataco para coordinar la resistencia britana contra los invasores. Con todo, decidió el legado, se había evitado un desastre mayor que había desembocada en victoria. En aquel aspecto, su carrera no corría peligro.
Pero quedaba el engorroso problema de las acusaciones del optio y su centurión contra Vitelio. Hablaban con toda sinceridad del ataque de Vitelio en las marismas, y todas las sospechas que Vespasiano había tenido respecto al tribuno parecían confirmarse.
Macro terminó su informe y, tras un momento de silencio, Vespasiano valoró su testimonio mientras observaba a cada uno de ellos por separado.
—¿Está completamente seguro de lo que dice, centurión? ¿Desea realmente presentar una acusación contra el tribuno aquí presente?
—¡Sí, señor!
—A un tribunal le parecerá increíble lo que ha explicado. Eso lo sabe, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Muy bien. Muy bien, consideraré a fondo sus afirmaciones y le comunicaré mi decisión lo antes posible. Pueden retirarse.
—¿Señor?
—¿Qué ocurre, optio?
El joven optio calló un instante para escoger sus palabras.
—Todavía no entiendo por qué motivo nos incluyeron en la lista de desertores, señor.
—Se han retirado los cargos —dijo Vespasiano en tono cortante—. No se preocupe.
—Sí, señor, ¿pero por qué se nos acusó? ¿Quién…?
—Fue un error, optio. No insista. Puede retirarse.
Cuando Macro y Cato se disponían a salir, Vespasiano los llamó.
—Una última cosa. Tienen mi agradecimiento por haber avisado a la retaguardia. Dudo que hubiéramos aguantado hasta que la decimocuarta hubiera venido al rescate, si Plinio no hubiera podido aguantar aquel extremo de la columna. Vayan y descansen. Esperen fuera y le diré a mi ordenanza que les prepare algo de comida caliente.
—Gracias, señor —contestó Macro.
Cuando se quedó solo en la tienda con Vitelio, el legado se tomó con calma la siguiente entrevista. La versión oficial de los hechos situaba ya a Vitelio como el héroe que había descubierto la columna de Togodumno sin la ayuda de nadie. Al no poder volver a dar la voz de alarma a la segunda legión, tuvo que llegar hasta la decimocuarta legión para que diera media vuelta e interviniera, justo a tiempo para salvar a la segunda legión de la masacre. En consecuencia, el tribuno había sido objeto de una cantidad exagerada de alabanzas por su gallardía. Sin embargo, los dos hombres que acababan de marcharse hablaban de traición.
—Supongo que no dará crédito a una acusación tan descabellada, señor.
—Es toda una historia, ¿no cree?
—Sí, pero no deja de ser una historia. Y como todas las buenas historias, no tiene ni un atisbo de cierta.
—Pero si el resto de la patrulla dice lo mismo, entonces estará en un pequeño aprieto.
—En absoluto —protestó con calma—. Es mi palabra contra la suya. La palabra del hijo de un cónsul contra un hatajo de soldados rasos. ¿A quién creería antes un tribunal? Sobre todo después de haber arriesgado mi vida para salvar a la legión de la derrota segura. En el mejor de los casos, parecerá que no tiene fundamento. Y en el peor, parecerá una acusación con fines políticos, y eso es difícil que prospere a los ojos de la plebe de Roma…, que suele decantarse por los héroes, según tengo entendido. Yo en su lugar lo olvidaría. Vespasiano sonrió.
—Los héroes también deben llamar a sus superiores «señor» —dijo con calma.
—Le pido disculpas…, señor.
—De momento, vamos a considerar que el centurión ha dicho la verdad. ¿Cómo te enteraste de la existencia del cofre?
Vitelio no contestó enseguida y sopesó las intenciones del legado.
—¿Sabe? Podría negar que supiera de la existencia del arcón. Al fin y al cabo, actuaba bajo sus órdenes para localizar la posición de Togodumno. Podría decir que, casualmente, me encontré con el grupo de hombres. Y que la niebla era muy espesa, que fue un caso de identificación equivocada…, perfectamente comprensible.
—Comprensible, pero falso.
—Por supuesto que es falso, señor. Pero en realidad no importa.
—¿Por qué?
—Porque nunca se sabrá nada. Nada de lo que ocurra entre nosotros aquí dentro se sabrá fuera de esta tienda.
—¿Y cómo estás tan seguro, tribuno? —Vespasiano sonrió.
—Enseguida lo sabrá. Ya que parece tan interesado en conocer la verdad, le daré el placer: ¿Sabías que Narciso me habló del arcón?
—¿Narciso?
—Me lo dijo incluso antes de abandonar el campamento del Rin. Yo soy el espía imperial del que le hablaron. Narciso no confiaba plenamente en usted y quería que vigilara la operación. Por supuesto, yo estaba dispuesto a hacerle tal favor.
Vespasiano sonrió ante lo irónico de la situación. Incluso el astuto Narciso tenía su punto flaco. Le había entregado en bandeja a Vitelio un móvil y una coartada.
—Pero cuando me habló del carro, no me dijo dónde estaba. Por eso tenía que ver el mapa que había en aquel pergamino. Pero, desgraciadamente, alguien se me adelantó. No sólo eso, sino que esa misma persona me tendió una trampa para incriminarme en el robo. Pero a Pulcher le fue fácil seguir a sus hombres hasta las marismas y enviar a buscar ayuda en cuanto empezaron a cavar. Le aseguro que quería evitar un derramamiento de sangre; es decir, entre mis hombres. Si hubiera logrado convencer a Macro para que me diera el arcón, sólo tendríamos que haberlos matado. Pero el centurión demostró tener una afición inoportuna por aplicar la estrategia propia de un soldado en circunstancias adversas. Así que el arcón se recuperó para Claudio.
—Pero ¿para que querías el arcón? —Preguntó Vespasiano—. Te habría sido casi imposible manejar tanto valor sin llamar la atención.
—Por supuesto. Espero que no crea que soy tan estúpido, señor. Nunca tuve la intención de gastar ese dinero en mí mismo.
—¿Y por qué llegar a ese extremo para conseguirlo?
—Por la misma razón que el emperador. El oro es poder; y con toda esa riqueza podría haber comprado la lealtad de cualquier hombre.
—Claro —asintió Vespasiano—. Y ello te habría convertido en el traidor del que Narciso me había advertido. Nunca habría pensado que el espía imperial y el traidor fueran la misma persona. Creo que Narciso quedará igual de sorprendido cuando se lo diga.
—¿Yo, un traidor? ¿Es eso lo que cree? —Vitelio soltó una risotada—. ¡Imposible! Da la casualidad de que sigo siendo el espía imperial… como siempre lo he sido. Al menos, eso es lo que cree Narciso.
—¿Y por qué intentaste matarlo?
—¿Intentar matarlo? —Vitelio le miró extrañado—. Oh, aquel ataque de camino a Gesoriaco. Me temo que no soy el culpable. Y, de todos modos, ¿qué ganaría yo con su muerte? Le necesitaba para ayudarle a sofocar el motín. Al fin y al cabo, ¿cómo habría podido obtener el arcón si la invasión no se llevaba a cabo? No, aquella emboscada fue cosa de otro. Imagino que la dirigió alguien que pretendía detener la invasión. Usted sabe mejor que nadie la importancia que tiene para Claudio conseguir respaldo para encumbrarse como emperador. Con Narciso muerto, el motín en pleno apogeo, la renuncia a la invasión y, por tanto, al arcón, ¿cuánto cree que habría durado Claudio en el poder? Créame, hasta que no contemplé la posibilidad de hacerme con el arcón, sólo me importaba ayudar al emperador en sus propósitos.
—¿Y entonces, qué? —Preguntó Vespasiano—. No podrías haber conseguido una fortuna tan grande de una vez.
—Por supuesto que no. No la necesito ahora mismo. Sólo pienso en mi futuro. Claudio no estará en el poder eternamente y alguien tendrá que ser emperador…, ¿y por qué no yo mismo algún día?
—¿Tú? —Ahora era Vespasiano el que reía.
—¿Y por qué no? O, de hecho, usted mismo.
—No puede ser que hables en serio.
—Hablo en serio. Muy en serio.
—Pero Claudio tiene herederos, una familia para asegurarse de que alguien le suceda.
—Eso es cierto —reconoció Vitelio—. Pero se habrá percatado con qué facilidad los miembros de la familia imperial sucumben a todo tipo de muertes extrañas. Son gente con una vida trágica. Y si algo ha de ocurrirles, tengo intención de estar allí para cuando se anuncie la vacante del trono. Pero ahora mismo no tengo prisa. Esperaré el momento oportuno, y sólo entraré en acción cuando esté seguro de tener los recursos para comprar el apoyo necesario. Pero por culpa de esos dos de ahí afuera, tendré que esperar un poco más.
Vespasiano estaba asombrado ante la ambición del tribuno. ¿Haría lo que fuera para saciar su ansia de poder? Pero había una pregunta más importante que requería una respuesta inmediata.
—Si tú no eres el espía de los traidores, ¿quién es, entonces?
—Esperaba que hiciera esa pregunta —Vitelio se apoyó contra el respaldo de la silla—. Lo cierto es que me costó averiguarlo. Debía haberlo sabido mucho antes, mucho antes de que Pulcher consiguiera que el cabecilla del motín se lo dijera.
Entonces, Vespasiano recordó la forma en que Plinio había mirado el pergamino que había recuperado de Tito aquella noche en la tienda de mando, así como su interés en distraer a los guardias justo en el momento en que el ladrón rebuscaba entre sus documentos.
—¿Plinio?
—¡Plinio! —Vitelio se rió—. ¿Él? Por favor, señor, seamos serios.
—Si no es Plinio, ¿quién, entonces?
—Yo recelaría de alguien mucho más cercano a usted.
—¿Qué quieres decir? —Vespasiano sintió que se le secaba la garganta.
—Si lo que dice Narciso es cierto, entonces parece ser que alguien trató de echarme la culpa de lo sucedido en la tienda aquella noche.
—¿Niegas haber robado el pergamino?
—No —reconoció Vitelio—. Pero el pergamino que ordené a Pulcher que robara estaba en blanco. Alguien se había encargado de cambiarlo antes de que yo llegara.
—Es imposible que estuviera en blanco, porque es imposible que alguien lo hubiera cambiado. Ya estaba fuera del arcón de seguridad. Flavia lo encontró; dijo que Tito lo había… —Vespasiano sintió que se le helaba la sangre.
—Flavia lo encontró. Qué oportuna —Vitelio sonrió al legado.
—No puede ser.
—Eso mismo pensé yo al principio. Hay que reconocerlo, Flavia es de las que saben conseguir lo que quieren.
—Pero…, pero ¿por qué?
—¿Por qué? No puedo conocer todas sus intenciones. No creo que sea ni la mitad de republicana que aparenta ser. Diría que es más probable que le estuviera facilitando las cosas para fomentar tu carrera.
—¿A mí? —Vespasiano estaba pasmado.
—Querido legado, puede que usted piense que su integridad moral le hace un hombre respetable y que servir al emperador incondicionalmente es su primera obligación como militar, pero no sospechar de su esposa lo convierte en un títere político de lo más útil. Qué mejor candidato para cubrir el vacío de poder que quedará tras la caída de Claudio que un hombre que tuviera la certeza de haber servido al viejo emperador con la máxima dedicación y lealtad. Los plebeyos le adorarían. Apuesto que, a su lado, el panegírico de Marco Antonio a César habría sido una minucia.
—¿Cómo te atreves? —Dijo Vespasiano con serenidad, haciendo un esfuerzo por controlar su ira—. ¿Cómo te atreves a formular una acusación semejante contra Flavia?
—¿Nunca sospechó de ella? Supongo que ése es su mérito como esposo. Estoy seguro de que sería un gran estadista, pero un pésimo político. Los hombres que atacaron a Narciso procedían de una caballería al mando de Gayo Marcelo Dexter, uno de los oficiales de Escriboniano que, casualmente, es un primo lejano de su esposa. Supongo que no creerá que se trata de una coincidencia. Acéptelo, Flavia ha sido casi desenmascarada. Yo de usted hablaría con ella pronto. Convénzala para que deje de inmiscuirse en juegos de poder y tal vez Narciso no tenga en cuenta su intervención en todo esto. Si quiere que su esposa mantenga la salud, le sugiero que procure que yo nunca tenga la necesidad de hablar a nadie de sus actividades extraoficiales. Aún no le he contado a Narciso lo que sé. Usted me da su palabra de que no hablará con nadie de lo que aquí hemos dicho, y yo le entrego la vida de Flavia. Un trato justo, ¿no le parece?
Vespasiano le miró. Su mente intentaba encontrar un modo de negar la evidencia recordando los acontecimientos de los últimos meses. Aquella vez que había buscado a tientas el pergamino que Tito había cogido en la tienda… El legado se daba cuenta ahora de que lo había cambiado con destreza.
—Señor, no espero que acepte mi propuesta ahora mismo. Pero piense en ello. No puedo negar que no he prestado atención a muchos aspectos. Y podría convencer a Narciso de que cualquier acusación que usted pueda hacer contra mí es infundada o, incluso, falta de escrúpulos. Pero la mínima insinuación de que he sido algo más que un sirviente bueno y fiel, como él cree que soy, afectará seguro a mi posición. Es más, me veré obligado a revelar lo que sé sobre Flavia. Estoy seguro de que estará usted de acuerdo en que nos interesa a los dos ser discretos en cuanto a lo sucedido en los últimos meses.
Vitelio esperó una respuesta, pero Vespasiano había bajado la cabeza, sumido en una desesperación creciente, ajeno a los últimos comentarios del tribuno. Se llevó una mano a la cabeza, abatido por aquellas revelaciones.
—Oh, Flavia… —murmuró—. ¿Cómo has podido?
—Y ahora, señor, si me permite retirarme, tengo tareas que atender. —Vitelio se puso en pie para salir de la tienda—. Y confío en que no volveré a oír nada más sobre las acusaciones del centurión Macro contra mí.
Por un momento, Vespasiano hizo un esfuerzo para seguir hablando, para expresar su vergüenza y su miedo…, y su rabia por la soberbia superioridad del tribuno. Quería encontrar palabras para poner a Vitelio en su sitio. Pero no pudo pronunciar una sola y, sencillamente, indicó con la cabeza la salida de la tienda.
Mientras, Cato y Macro estaban sentados sobre un montón de paja para los caballos de los oficiales. Macro se durmió enseguida. Tenía la cabeza sobre el pecho y daba fuertes ronquidos: se había entregado a la absoluta necesidad de descansar. Los ronquidos atraían las miradas de desaprobación de los ordenanzas que entraban y salían del cuartel general. Las ropas sucias de turba, la piel mugrienta y las manos y la cara embadurnadas con la sangre seca de Togodumno habían dejado al centurión en un estado lamentable. Aun así, Cato lo contemplaba con afecto al recordar la honesta alegría que había mostrado Macro al ver que estaba sano y salvo al volver a la segunda legión. Cato pensaba que la sensación de pertenecer a la legión que había experimentado durante la batalla era la que se experimentaba al ser legionario, la unión con sus compañeros y el implacable estilo de vida al que se había visto abocado. Ahora el ejército era su vida. Pertenecía en cuerpo y alma a la segunda legión.
Y así se sentía al mirar a uno de los cientos de britanos que había sentados en silencio en el espacio reservado a los prisioneros, el botín de guerra que enviarían a Roma y venderían como esclavos. Pero, de no ser por la última voluntad de su padre, Cato tal vez aún sería un esclavo, como aquel pobre salvaje. A todos ellos les esperaba una terrible vida de esclavos. Todo lo que un prisionero incivilizado podía esperar eran arduos trabajos agrícolas en alguna finca descomunal, o una muerte rápida en una cadena de presos en una mina de plomo.
Sin embargo, había algo en los ojos de aquel prisionero que revelaban un espíritu indómito, un ansia por seguir luchando a cualquier precio, un fuego que ardería en su interior mientras un solo hombre alzara sus armas contra el invasor.
Cato tenía la certeza de que la campaña para someter a aquel pueblo iba a ser larga; larga y cruenta.
FIN