Desde la cresta de una colina que daba a la parte sur del bosque, Macro miraba a través de las hojas de un gran roble. El camino les había llevado hasta allí, y Macro no podía esperar más para saber cómo iban las cosas en la segunda legión.
—¿Y bien?
—No acabo de verlo bien, señor —le gritó Pírax.
—Dime lo que ves.
—Veo con claridad los carros, pero hay hombres por todas partes…, aunque no veo quién es quién.
Macro cerró la mano en un puño y asestó un golpe de rabia contra el tronco del árbol.
—Eso no es nada bueno —murmuró, y luego se agarró a una rama y trepó. Llegó hasta donde estaba Pírax, que observaba sentado con las piernas a cada lado de una rama perpendicular al tronco—. La próxima vez que quiera información —dijo Macro jadeando—, yo mismo me encargaré de ello y no se lo pediré a alguien que está medio ciego.
Sentado junto a Pírax, Macro vio por primera vez la batalla que se desarrollaba a lo lejos y, para su horror, vio cómo una oleada multicolor de tropas enemigas se abalanzaba sobre las filas rojas de la legión. Sólo la retaguardia parecía mantener cierta organización. Así que Vitelio y Cato habían fracasado en su intento de avisar al legado, y éste, sin saberlo, había conducido a sus hombres a la emboscada. Según parecía, la emboscada estaba a punto de convertirse en una masacre.
—¿Qué hacemos, señor?
—¿Que qué hacemos? ¿Qué podemos hacer?
—Quizá podamos ir a buscar una de las otras legiones, señor. O tal vez regresar a la fortaleza en la costa.
—De hecho, no serviría de mucho unirnos a la batalla —dijo Macro con gravedad, y señaló hacia el bosque con el pulgar—. Pero esperaremos. Puede que pase algo.
—¿Algo como qué, señor?
—No tengo ni puñetera idea. Así que esperaremos.
Esperaron sentados en silencio, observando cómo sus compañeros, hombres que conocían de toda la vida, eran empujados contra los carros. Era una lucha por la supervivencia, que Macro y Pírax sólo podían imaginar. Era más de lo que Macro podía soportar, e intentó dejar de llorar mientras presenciaba la muerte de la segunda legión.
—¿Señor?
—¿Qué?
—Mire allí. —Pírax apuntaba hacia el oeste del bosque forzando los ojos para ver con más claridad. Macro miró hacia donde señalaba y vio una masa oscura de hombres en la que no había reparado cuando trataba de limpiarse las lágrimas. Pero al mirar, el destino fatal se cernía sobre cualquier esperanza que le podía quedar a la segunda legión. Una segunda columna de britanos se aproximaba al bosque para llevar a la legión a su destino final.
Los hombres de la segunda legión, apiñados, se habían visto obligados a ceder terreno al enemigo, y ya casi habían llegado a la parte del bosque donde habían aparecido los arqueros. Cato casi había agotado sus fuerzas; el escudo parecía diez veces más pesado y ya casi ni podía levantarlo del suelo. Las estocadas de su espada eran ahora débiles pinchazos contra la cara de los enemigos y esquivaba a duras penas los golpes que iban dirigidos a él. Pero seguía luchando, resuelto a resistir hasta el final. Y ese momento, pensó, llegaría pronto. Bestia había muerto a manos de tres enemigos que habían saltado a la vez sobre él, y yacía en la hierba sanguinolenta con el cráneo a la vista. El hecho de que el legado estuviera luchando junto a sus hombres era una prueba elocuente de que él también pensaba que la legión iba a ser aniquilada. Las cohortes de la columna principal, separadas de la vanguardia y la retaguardia con la emboscada, luchaban aisladas. El suelo estaba abarrotado de cadáveres, y los gemidos de agonía de los heridos se confundían con los gritos de guerra, los rugidos de ira y los bramidos de aquellos hombres que se habían rendido al ansia de sangre de la batalla. No se oían gritos de los romanos: en cuanto uno caía al suelo a merced de los britanos, moría a manos de éstos, arrebatado por la furia de ser invadido. La hierba estaba cubierta de sangre y resbaladiza, lo que suponía otro peligro para los hombres que libraban la batalla a lo largo de todo el camino del bosque.
A la izquierda de Cato, el legado de la segunda luchaba con un feroz desenfreno que sorprendía a los hombres que tenía alrededor, acostumbrado su austera serenidad. Pero con la muerte tan cerca, Vespasiano no veía ningún sentido a comportarse con decoro. Lo que sus hombres necesitaban ahora no eran las frías órdenes de un superior, sino un ejemplo de espíritu combativo que les alentara a aguantar hasta el final. De modo que se abalanzaba sobre cada enemigo que se le acercaba, y los despedazaba y apuñalaba sin tener en cuenta su propia seguridad. Seguía vivo, tal vez porque había tenido suerte de no recibir ningún golpe, mientras a su alrededor muchos hombres eran abatidos.
Pese a que los romanos no daban muestras de rendirse y a que parecían ganar fuerza cuanto más les hacían retroceder, los britanos empezaban a intuir su victoria. Tras la sorpresa inicial de la emboscada, la legión se había cobrado tantas víctimas que los britanos sólo se contentarían con matarlos a todos. Vespasiano vio venir un carro a toda velocidad detrás de los britanos. En él iba un hombre alto vestido lujosamente que apuntaba una y otra vez con una larga lanza en dirección a las líneas de romanos. Vespasiano pensó que tal vez podría encabezar un grupo de hombres contra el comandante britano, con la esperanza de que, si eliminaban a Togodumno, les haría detener la lucha. Pero todos los romanos estaban entregados al combate y sería imposible formar una fuerza para tal ataque. Vespasiano perdió toda esperanza al ver que el carro pasaba sin sufrir el menor daño, y luego, enardecido por la furia, golpeó con el escudo a un britano enzarzado con un legionario junto a él y le ensartó la espada en el costado. No cabía duda de que Togodumno sería considerado como un héroe por su pueblo al final del día, y esa idea alentó a Vespasiano a seguir luchando con más violencia.
Cuando la línea romana cedió finalmente al empuje britano, la legión perdió la cohesión y quedó dividida en pequeños grupos de combatientes aislados que luchaban por alargar un poco más su vida, y hacer pagar al enemigo el privilegio de vencer.
Cato estaba en un grupo de unos cincuenta hombres que intentaban resistir contra muchos más britanos. Al darse la vuelta para enfrentarse a un britano, se encontró con un hombre gigantesco, desnudo y pintado con extraños dibujos celtas de la cabeza a los pies. Con un rugido, el hombre dirigió a la cabeza de Cato una espada sujeta con las dos manos. Éste reunió todas sus fuerzas y frenó el golpe a tiempo con su escudo. La espada partió el escudo con un golpe estrepitoso que le dejó a Cato el brazo insensible. El escudo se le cayó al suelo, y Cato quedó a merced del altísimo guerrero britano, que se rió en la cara de su víctima indefensa. Dio un brutal empujón al muchacho, que cayó al suelo del impulso, y la espada no le alcanzó. El britano enarboló el arma para asestar el golpe definitivo acompañado de un grito de guerra, pero, antes de que pudiera soltar la espada, Vespasiano se interpuso entre ellos. Con un gruñido, el legado se lanzó a los pies del britano y desvió su espada con el escudo; luego dirigió su arma al cuello del britano, que reaccionó a tiempo y se hizo a un lado con una agilidad que indicaba un dominio del combate cuerpo a cuerpo. Ambos se echaron atrás y se miraron, dispuestos a saltar al ataque de un momento a otro.
Por un instante, una extraña quietud les rodeó; los britanos y romanos a su alrededor les observaban para ver el resultado final de la lucha entre el gigante britano y el legado. Había llegado el momento decisivo de la batalla. Pero a pesar de haberse detenido, oyeron un sonido nuevo: era el estruendo de instrumentos lejanos. Los dos hombres oyeron el ruido a pesar de tener los ojos fijos el uno sobre el otro. Cato, tendido en el suelo y exhausto, pensó que imaginaba oír algo, pero vio que sus compañeros habían reaccionado como él. ¿Era posible?
El sonido se repitió al instante, y Vespasiano sintió que el corazón le daba un vuelco: no cabía duda, la trompeta llamaba a relevo. Llegaban refuerzos, pero ¿de quién? Vespasiano dejó de pensar en ello enseguida, cuando el guerrero dio un paso atrás de forma instintiva, al igual que el resto de britanos, que interrumpieron el contacto con su enemigo al ser asaltados por primera vez por la duda. Vespasiano aprovechó la ocasión y clavó su espada en la garganta de su enemigo, para retirarla a continuación con un movimiento enérgico. El guerrero britano dejó caer su arma y se llevó la mano a la herida en un intento de contener el flujo de sangre. Vespasiano no le hizo el menor caso, e intentó averiguar de dónde procedían las trompetas que estaban cada vez más cerca. Sobre los britanos, a lo lejos, en el camino, apareció una línea de hombres a caballo con capas rojas, encabezados por la inconfundible silueta de un portaestandarte romano. Y en dirección contraria venía la retaguardia de la segunda legión, que volvía al ataque al otro extremo del camino que conducía al bosque.
Los britanos empezaron a mostrarse inquietos al ver a la caballería aparecer por los flancos. Un puñado de hombres empezó a retirarse hacia la parte sur del bosque. Mientras otros seguían su ejemplo, el carro en el que iba Togodumno avanzaba velozmente por la línea, y éste ordenaba a gritos a sus hombres que aguantaran, pero el miedo se había contagiado entre los britanos, empezó a cundir el pánico y muchos empezaron a huir. Al ver que algunos britanos incondicionales no cedían terreno, Vespasiano alzó la espada en alto. No era necesario un discurso elocuente, así que rugió:
—¡A por ellos! ¡A por ellos!
La línea romana salió en tropel tras los hombres que momentos antes creían tener la victoria asegurada. Ahora corrían como conejos asustados hacia el bosque para ponerse a salvo, perdida así, en un instante, toda la confianza. Cato, que seguía tendido en el suelo, no podía más que maravillarse del cambio repentino de situación.
Vespasiano no perdía de vista a Togodumno. El legado se rodeó de un grupo de hombres para lanzarse en persecución del carro, pero el jefe de los britanos no era del todo idiota y sabía cuándo había perdido el control de una batalla. Gritó una orden al auriga y, con un latigazo, el carro dio media vuelta y se lanzó a toda velocidad por el camino del bosque, alejándose así de la caballería que se acercaba. Vespasiano se limitó a mirar con rabia cómo el carro se distanciaba a toda prisa; el auriga atropellaba todo lo que se interponía en su paso para asegurarse de que Togodumno llegara a su destino sano y salvo.
El legado ordenó a sus hombres que se detuvieran junto a los carros de avituallamiento y subió al más próximo para tener una perspectiva general de la batalla. Allá donde mirara, los britanos huían corriendo y, al oeste, la caballería que había visto pocos momentos antes avanzaba por el camino aniquilando sin piedad a todos los enemigos que encontraba. Al acercarse éstos, una persona alta sobre un caballo blanco se desvió de la persecución y se dirigió hacia Vespasiano.
—¿Vitelio? —murmuró Vespasiano para sí, sin estar del todo convencido.
Pero enseguida se confirmó su suposición, y el legado movió la cabeza en señal de sorpresa. Vitelio se detuvo junto al carro y saludó.
—¿Qué demonios haces tú aquí, tribuno?
—Es una larga historia, señor.
—Seguro que sí. Y una vez todo esto termine, quiero una explicación detallada.
En lo alto de la colina desde la que se dominaba el bosque, Macro casi cayó del árbol de excitación. No paraba de moverse arriba y abajo sentado en la rama, golpeándose una mano con el puño al ver llegar a los elementos de la decimocuarta (porque sólo podía ser la decimocuarta) y abalanzarse sobre el enemigo que rodeaba a la vanguardia de la segunda, al tiempo que la retaguardia de ésta se precipitaba sobre el otro flanco de los britanos que huían. En cuanto el enemigo empezó a batirse en retirada, la caballería inició una persecución despiadada; los soldados de caballería arrasaban con todos los enemigos a su paso, y éstos huían en tropel del campo de batalla.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! —Le dio una palmada a Pírax en el hombro.
—¡Cuidado, señor! —le gritó Pírax, que estuvo a punto de caerse de la rama.
Macro se limitó a sonreírle y siguió disfrutando de su júbilo.
—¡Esos malditos bellacos están por todas partes! ¡Mira cómo corren por el bosque! ¡Habrán salido disparados entre los árboles a toda prisa!
—¡Algunos corren hacia aquí, señor! —observó Pírax en voz baja.
—Claro, van a tratar de llegar hasta las marismas, si pueden. Oh… —Macro miró entre las ramas hacia el camino que conducía al bosque en una dirección y a las marismas en la otra—. Ya sé qué quieres decir.
—Será mejor que no estemos aquí cuando pasen. No creo que se alegren mucho de encontrar a más romanos.
—Entiendo lo que quieres decir. —Macro hizo una señal con la cabeza apuntando hacia los hombres que había tumbados en la hierba junto al roble—. Baja y hazlos subir. Y suelta a los caballos; ya no nos sirven.
—Sí, señor.
Pírax bajó del árbol con rapidez, y dejó a Macro observando la última fase de la lucha que se desplegaba ante él con una perspectiva panorámica. La caballería y las tropas de retaguardia salían del bosque para dar caza a los britanos que quedaban rezagados y que se lanzaban al suelo en un intento de protegerse. Algunos soltaban las armas y se abandonaban a la merced de sus perseguidores, pero a pocos les perdonaban la vida. A los que apresaban vivos se les rodeaba y apiñaba bajo la mirada atenta de un puñado de hombres robustos a quienes se había encargado la vigilancia. Pírax tenía razón: muchos de los hombres que huían de los romanos se dirigían hacia el camino que conducía a las marismas, el mismo que habían utilizado para flanquear a la segunda legión, y en pocos momentos pasarían por debajo del árbol. Macro miró abajo y vio a sus hombres encaramarse por el roble; los heridos eran ayudados por los compañeros que habían corrido mejor suerte, hasta que todos estuvieron escondidos entre las ramas frondosas.
Una vez a salvo de los britanos, Macro siguió mirando la persecución. Entonces le llamó la atención un movimiento en la linde del bosque, cerca de lo que había sido la zona de marcha de la segunda legión, y vio cómo un carro daba media vuelta al final de la línea de árboles y se dirigía cuesta arriba por la colina, en dirección al camino. Mientras el auriga apremiaba a los caballos, Macro se fijó en que el hombre que iba sentado atrás, asido a unos agarraderos de mimbre, era un individuo muy corpulento que lucía unas ropas lujosas y un casco de bronce resplandeciente. Era evidente que se trataba de un guerrero importante. Un par de jinetes romanos tomaron una posición ventajosa junto al carro y cargaron contra él. El britano desvió con agilidad la estocada de la lanza y clavó la suya en la cara del jinete, que cayó del caballo. El otro jinete fue igual de temerario y también perdió la vida cuando el jefe britano lo atravesó con facilidad con su lanza, que luego arrancó.
El carro siguió ascendiendo pesadamente la colina, y Macro advirtió que pasaría por debajo del roble.
—¡Vamos a coger a ese bellaco!
Macro señaló al carro y ordenó a los hombres ilesos de su patrulla que aún tenían armas que bajaran con él. Respirando con dificultad, con las espadas desenvainadas, se agacharon y esperaron. Algunos hombres de la infantería britana pasaron a paso ligero, pero se pusieron a correr a toda prisa al ver la expresión macabra de las caras de los legionarios, que sostenían brillantes espadas cortas. A éstos les siguió el ruido de cascos y ruedas que anunciaba la aproximación del carro, y Macro se preparó para saltar. Entre el barullo se oían los gritos agudos del auriga, y Macro se arriesgó a asomar la cabeza desde el árbol para calcular bien la distancia y el momento del asalto.
—¿Listos, chicos? Primero id por el auriga y los caballos. Luego nos encargaremos del grandullón. —Esperó a que el carro estuviera al nivel del árbol—. ¡Ahora! ¡A por ellos, muchachos!
Macro salió corriendo siguiendo la trayectoria de los caballos y agarró los tirantes del arnés. Los hombres del carro no se lo esperaban, y no tuvieron tiempo de esquivar a los romanos. Macro tiró fuerte y detuvo a los caballos bruscamente. Pírax tiró abajo al auriga con una rápida estocada, antes de que éste soltara las riendas. Cayó al suelo junto al carro y una de las ruedas le aplastó la cabeza cuando los caballos se hicieron a un lado. El jefe reaccionó y bajó del carro de un salto, con la lanza en una mano, y se dirigió hacia el tronco del árbol. Se dio la vuelta y, con una carcajada, retó a los romanos con la lanza. Macro le miró con admiración; aquel tipo estaba realmente dispuesto a luchar, pese a jugar con desventaja.
—¡Desdoblaos! —Ordenó a sus hombres—. ¡Y tened cuidado con esa lanza!
El britano no dejaba de mover la lanza contra cada uno de ellos a medida que se cerraba el semicírculo de soldados. Uno de los hombres soltó un alarido al ser alcanzado por la lanza en el vientre y se desplomó sangrando abundantemente.
—¡De acuerdo! —Gritó Macro sin apartar los ojos del britano—. Nos abalanzaremos sobre él. ¿Listos? ¡Ahora!
Seis hombres se lanzaron sobre el britano que, con una fortísima estocada, alcanzó a uno de ellos en la pierna, mientras los demás se precipitaban sobre él y lo echaban al suelo. Pero ante la desesperación de ser uno contra varios, el britano arrojó a dos hombres a un lado, se hizo con una espada romana, y se puso en pie con las rodillas flexionadas dispuesto a enfrentarse a sus enemigos con aquella extraña espada.
—¡Dejádmelo a mí! —Macro hizo una señal con la mano—. Si este cretino quiere pelea, se las tendrá que ver conmigo.
Con su espada lista, Macro flexionó las rodillas y empezó a moverse de un lado a otro frente al britano sin dejar de mirarlo. Éste tampoco dejaba de mirarle, y también calculaba las posibilidades del bajo y fornido romano.
—Te las das de valiente, ¿verdad? —Dijo Macro en voz baja—. Puede que seas muy grande, cretino, pero no tienes ni idea de manejar esa espada. Está diseñada para dar estocadas, no para rajar.
Macro hizo amago de avanzar, y, tal como esperaba, el britano enarboló la espada y se precipitó hacia Macro con un salvaje rugido de furia. Macro se limitó a dejarse caer sobre las rodillas, extendió el brazo, y dejó que el impulso del mismo britano hiciera el resto. El hombre dio un gruñido y se dobló sobre la espada, al tiempo que estiraba los brazos hacia delante para agarrar con las manos el cuello de su enemigo. Macro cayó sobre la hierba con el britano encima, que cada vez le apretaba con más fuerza la garganta. Sus caras estaban a menos de treinta centímetros, y Macro pudo ver el brillo victorioso de los ojos de su oponente, que apretaba los dientes y ceñía cada vez más las manos a la garganta del romano. Macro no había soltado la espada y la movió con fuerza contra el britano, tratando de tocar algún órgano vital. Sentía que le iba a estallar la cabeza hasta que, por fin, el fuego de los ojos del britano se apagó, tuvo un último espasmo y aflojó las manos. Macro las retiró del cuello y tomó aire desesperadamente. Apartó el cuerpo de su oponente a un lado y se puso de pie antes de dedicar a sus hombres una mirada furiosa.
—¿Por qué diablos no me habéis ayudado?
—Nos dijo que no lo hiciéramos, señor —protestó Pírax.
Macro se frotó el cuello y se estremeció al sentir todavía dolor.
—La próxima vez tened algo de iniciativa, maldita sea. Si un cretino está a punto de cargarse a vuestro centurión, entráis en juego y lo evitáis, independientemente de lo que os hayan ordenado. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor.
—Bien, entonces, será mejor que aprovechemos el carro para algo. Subid en él a los heridos, y a este cretino a uno de los caballos. Muchachos, volvamos a la segunda legión y, si esta noche alguien aguanta despierto, yo pago una ronda.