La segunda legión se había adentrado bastante en el bosque, y la vanguardia y los portaestandartes avanzaban lentamente por el sendero hacia donde estaba el general Plautio y las otras tres legiones. La artillería y el equipaje también avanzaban, y las dos divisiones que los flanqueaban formaban una fila de marcha de unos cuatrocientos metros a cada lado de los carros y carretas tirados por animales. A pesar de ir avanzando, Vespasiano sabía que el orden de la marcha se alteraría de un momento a otro. Más adelante, los árboles estrechaban el camino a una anchura inferior a treinta pasos. Vespasiano había previsto el problema y había ordenado a cada centurión superior de cada división que estrechara las divisiones de flanqueo para facilitar el paso por la zona de árboles. Tal vez dejara al descubierto a la centuria cierto tiempo, pero de lo contrario tendrían que perder tiempo circundando el bosque, y Plautio había dado instrucciones a los legados de llevar las legiones al frente por la ruta más corta. Así, durante el avance de la vanguardia por el bosque, las cohortes de flanqueo recibieron la orden de formarse en columnas de dos para evitar enredarse con el tren de bagaje.
La maniobra se llevó a cabo sin problema, y Vespasiano disfrutó al ver cómo las tropas operaban con la facilidad propia de una unidad de élite sin dejar de avanzar bosque adentro. Pese a que los ingenieros de Plautio habían hecho un buen trabajo al retirar el follaje del camino, no habían tenido tiempo de despejarlo con la distancia reglamentaria de un tiro de flecha. Una vez salieran del bosque, desharían la doble fila, formarían columnas de apoyo con la anchura normal y seguirían adelante para esperar al resto de la legión. Dado que estaban haciendo maniobras de rutina, y los legionarios habían hecho muchas durante las marchas de instrucción, el hecho de que estuvieran en territorio hostil provocaba un estado de tensión en los oficiales que les hacía apremiar a sus hombres para salir cuanto antes del bosque, ansiosos por que sus unidades recuperaran una formación más segura.
A pesar de estar en pleno verano —y, por tanto, el bosque debía de rebosar de vida salvaje—, un silencio lóbrego se cernía entre los árboles y las sombras de sus ramas. Vespasiano se fijó en ese detalle al avanzar hasta el frente de la columna para asegurarse de que sus unidades mantenían la cohesión.
Cuando Vespasiano llegó al frente de la columna, se alegró de ver que todo iba más o menos bien. Se permitió relajarse un poco, confiando en que la marcha de aquel día sería una simple formalidad. Hasta los legionarios se habían animado, y algunos le saludaban al pasar a caballo. El cielo era de un azul que le recordaba el color del Mediterráneo; nubes blancas y lustrosas coronaban el horizonte, y el sol resplandecía sobre las miles de flores junto al camino. Más allá de las filas de hombres, los árboles brillaban bajo la luz del sol y la suave brisa mecía las ramas más altas en un susurro agradable. Daba gusto estar vivo para presenciar un día así, y Vespasiano sintió una emoción que le recorrió todo el cuerpo; tanto era así, que se complació de ver un ciervo aparecer entre los árboles y detenerse a observar a los hombres que avanzaban hacia él por el camino del bosque.
—¡Mirad! —Vespasiano lo señaló con el dedo, revelando así un arrebato infantil.
Sus hombres, que habían sufrido su malhumor a lo largo de la mañana, se alegraban de ver el cambio en su estado de ánimo y miraron hacia donde señalaba. El ciervo alzó los cuernos y olisqueó el aire antes de decidir qué camino tomar. Vespasiano estaba fascinado ante la gracia del animal y el aire altivo de superioridad natural que adoptaba.
—De ese ciervo saldrían unos buenos filetes —dijo uno de los oficiales—. ¿Me permite, señor?
Vespasiano asintió; era una pena romper el encanto del momento, pero, al fin al cabo, los encantos no alimentaban, y la idea de cenar venado era demasiado atractiva para dejarla pasar.
El oficial espoleó a su caballo y tiró de las riendas para dirigirse hacia el venado. Los legionarios se apartaron para dejarle paso, y el oficial sólo se detuvo para coger una jabalina que le ofreció uno de los soldados, y se fue directo hacia el animal. Éste se quedó inmóvil un instante, pero de repente dio un salto y se metió entre los árboles. El oficial lanzó un grito de caza, al tiempo que desaparecía entre las sombras tras el venado. Vespasiano sonrió al oír crujir las ramas de la maleza que pisaba el oficial.
Pero los gritos entusiastas del joven se interrumpieron de súbito y, tras oírse un último crujido, el bosque quedó en silencio de nuevo. Los otros oficiales intercambiaron miradas de alerta. Vespasiano miró hacia la penumbra del bosque.
—¿Voy a buscarle? —se ofreció alguien.
Pero Vespasiano ya no escuchaba. Tenía la vista fija en las gruesas ramas de los árboles. Entre éstos se movían sombras. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el corazón le dio un vuelco, y supo enseguida que él y sus hombres corrían un gravísimo peligro. Y, como prueba de la estúpida alineación de la legión, el enemigo salió del bosque a plena luz del día, con un silencio aún más desconcertante. Antes de que Vespasiano pudiera reaccionar, sonó un cuerno y los britanos lanzaron una descarga de flechas en forma de parábola hacia el cielo, que cayó describiendo una curva sobre los romanos. Éstos soltaron enseguida los yugos y cogieron rápidamente los escudos que llevaban a la espalda. Algunos fueron demasiado lentos y se cayeron sobre sus rodillas al ser alcanzados por la lluvia de flechas, que repiqueteó sobre escudos y carros y atravesó los cuerpos desprotegidos. Entonces estuvieron unos momentos fuera de peligro, mientras los britanos preparaban las flechas para la siguiente carga. Vespasiano se volvió desde su caballo para ver que, milagrosamente, sus oficiales estaban ilesos. Los centuriones y otros oficiales ya gritaban a sus hombres que formaran filas y se enfrentaran al enemigo. La interminable instrucción había servido para algo, pues los legionarios cambiaron la formación de fila a columna rápidamente y expusieron al enemigo sus anchos escudos rectangulares, a pesar de caer sobre la legión una segunda descarga desordenada. Los hombres y animales que habían sido alcanzados la primera vez estaban en el suelo desprotegidos, y muchos fueron alcanzados por segunda vez y murieron al instante. En el espacio entre la cohorte y el bagaje yacían los cuerpos inertes de los muertos y los cuerpos de los hombres y animales heridos que se retorcían y gritaban de dolor. Pero los soldados que se habían formado en fila y ahora se protegían tras los escudos estaban relativamente a salvo.
Vespasiano dio órdenes a la cohorte de cara al norte para prepararse a avanzar, y los oficiales se acercaron al galope a cada extremo de la división. Al mirar al otro lado del tren de bagaje, donde estaban las otras cohortes, Vespasiano sintió un alivio al ver que los oficiales ya las habían formado y cubrían los espacios entre el bagaje para que los soldados pudieran pasar al otro lado. Con los legionarios en sus puestos, pronto acabarían con los arqueros. Ya superada la impresión inicial, Vespasiano quedó a la espera de la inminente lucha e inevitable victoria.
Fue entonces cuando los britanos lanzaron su auténtico ataque.
Justo en el momento en que las cohortes de la parte sur se abrían paso entre el bagaje, el cuerno emitió desde el bosque una nota grave, que otros cuernos repitieron hasta que se oyó uno junto al camino. Con un rugido ensordecedor, los britanos irrumpieron del bosque hacia las cohortes desorganizadas, cuyos hombres se habían quedado inmóviles al oír los cuernos y miraban con terror, boquiabiertos, la inminencia de su muerte. Algunos centuriones con aplomo gritaron una serie de órdenes para que los soldados se abalanzaran en masa para afrontar la carga enemiga, pero la línea de batalla ordenada, tan característica del ejército romano, sencillamente se había desintegrado. Vespasiano observó la escena horrorizado: una oleada de britanos se lanzaba contra sus hombres con un estrépito atronador. El impacto empujó a los legionarios otra vez hasta el bagaje, y los hombres caían a veintenas en manos de los britanos al intentar huir por los espacios que había entre los vehículos. Los que se enfrentaban al enemigo quedaron aislados, y al ver que del bosque salían más y más britanos, el legado se dio cuenta de que, al ser superiores en número, los enemigos masacrarían a sus hombres, a menos que organizaran una línea de batalla enseguida.
—¡Apártate de en medio! —gritó Cato desesperadamente, a la vez que esquivaba a un legionario que se interponía en su camino. Al frente, vio a Vespasiano con sus oficiales. El grupo se había detenido y miraba hacia los árboles de su derecha. De repente, Cato advirtió movimiento entre los árboles y vio salir de las sombras a los britanos. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo al darse cuenta de que llegaba demasiado tarde.
Se oyó retumbar un cuerno y a éste siguió un rugido. Antes de que Cato pudiera reaccionar, su caballo soltó un relincho agudo, y lo tiró al suelo. Cato se apartó del animal, y al mirar atrás vio que éste había sido alcanzado en el cuello con dos flechas y ahora se retorcía de dolor. Otras flechas alcanzaron a varios hombres que había a su alrededor. Algunos hombres habían soltado sus yugos y corrían en dirección al campamento.
Pero Cato no tenía intención de huir. Se agachó y miró a su alrededor. Se sintió vulnerable sin armadura y se acercó a un legionario muerto para quitarle a toda prisa el escudo, el casco y la espada. Un poco más protegido, Cato se introdujo en el grupo de hombres más cercano, que trataba por todos los medios de organizarse para resistir al enemigo. Era una lucha desigual, pues los legionarios no habían formado filas y se enfrentaban cara a cara con un mayor número de hombres. Sólo aquellos que habían conseguido colocarse en pequeños grupos con los escudos alzados se mantenían en pie frente a los golpes arrolladores y contundentes de las largas espadas britanas. Dos estilos de combate completamente distintos se enfrentaban, y mientras los britanos mantuvieran una lucha disgregada, las espadas más cortas de los legionarios servirían de poco.
Cato se integró en la batalla con un grito salvaje al que casi era ajeno. Agotado hasta el delirio y plenamente consciente de que aquella era una lucha por sobrevivir, buscó al enemigo más próximo. Un hombre de su altura, con colmillos pintados alrededor de la boca, se le puso delante con la espada en alto. Cato se agachó y paró el golpe con el escudo y le hundió su espada en el estómago. El britano se desplomó con un grito agudo, y Cato le arrancó la cuchilla y lo remató con el tachón del escudo. El joven miró a su alrededor para localizar a su segunda víctima. Frente a él había un britano de pie ante un legionario tendido boca abajo que casi había perdido el brazo que sostenía la espada. El britano se dispuso a alzar su espada para acabar con su enemigo, pero Cato le alcanzó por la espalda. Desconcertado, el hombre cayó a un lado de la víctima frustrada.
—¡Vamos! —Cato cogió al legionario de la mano ilesa y, acogiéndolo bajo su escudo, lo arrastró hasta un grupo de romanos que había formado una fila cerrada de espaldas a dos carros. En el centro de la fila estaba Bestia, que daba ánimos a sus hombres con el mismo vozarrón empleado en la instrucción. Cato dejó al hombre que había salvado con los otros heridos y se volvió para tomar posición entre los legionarios.
—¡Cato! —gritó Bestia, mirándole de soslayo—. Es hora de que me enseñes lo que vales.
Cato asintió con una expresión grave al dirigirse hacia el enemigo, dispuesto a enfrentase a cualquier britano más próximo a él, desviando los golpes de aquellas extrañas espadas que caían con el impulso suficiente para arrancarle a un hombre la cabeza de una vez. De hecho, mientras luchaba codo con codo con sus compañeros, Cato vio a un romano agacharse para rematar a un enemigo herido, ajeno, en su momento triunfal, al britano que tenía al lado con la espada alzada. Ésta cayó de lleno sobre el cuello del legionario, y la punta se quedó clavada entre la hierba ensangrentada del camino. La cabeza del legionario salió disparada hacia delante y cayó al suelo con un ruido sordo, al tiempo que del cuello arrancado brotaban chorros de sangre escarlata.
Aquello sucedió en un instante, y Cato seguía apuñalando a los britanos que rodeaban el pequeño grupo de romanos. Ahora que el impulso inicial de la carga había remitido, a ambos lados se desataba una lucha cuerpo a cuerpo de miles de hombres; una lucha cuyos detalles quedarían grabados en la mente de aquellos que sobrevivieran: el centurión Bestia propinando golpes de espada con la eficiencia propia de un veterano, la expresión angustiada en la cara de un enemigo, los dibujos exóticos que cubrían el cuerpo de los britanos, el pelo tieso de punta y los extraños tatuajes. Todo ello quedaba grabado en la mente, aunque fueran detalles nimios. Cato sentía una serenidad interior; su mente ya no dirigía su cuerpo, y ya luchaba por instinto. Por primera vez sentía pertenecer a la segunda legión. Si la retaguardia llegaba a tiempo, tal vez podría disfrutar de aquella sensación.
La batalla no iba a su favor, y Vespasiano vio que la línea sur de las cohortes —si podía considerarse una línea— se desintegraría de un momento a otro a menos que se reforzara. Dos de las cohortes habían recibido la orden de avanzar contra los arqueros para despejar la línea de árboles y negar al enemigo toda posibilidad de acribillar a los romanos. Las dos cohortes restantes de la fuerza principal, unos ochocientos hombres, eran todo lo que le quedaba y las formó rápidamente en una línea de cara. Así, mientras sus compañeros entraban en la maraña de carros y animales de tiro, entre las líneas quedaban espacios para permitirles pasar a la parte trasera de la línea, donde los oficiales se apresuraban a formar nuevas filas de reserva con los supervivientes de las cohortes de la sección sur.
Tal como iban las cosas, Vespasiano sabía que la batalla sólo podía tener un desenlace. Con pocos hombres y con la pérdida de un tercio de los suyos, los britanos acabarían por arrollar hasta la defensa más resistente. Por un momento pensó en ordenar a sus hombres romper filas y huir hacia el norte por el bosque, pero, dispersos y perdidos, serían presa fácil para el enemigo, que, inevitablemente, saldría a su caza. La legión sería aniquilada antes si mantenía su posición, pero de aquel modo también morirían más enemigos. Así, al menos, salvarían su reputación, y el nombre de Vespasiano no se relacionaría con el de Varo, que años atrás había llevado a la misma suerte a sus tres legiones en los lúgubres bosques germanos.
La línea de reserva se mantenía firme, mientras el enemigo obligaba a sus compañeros a retroceder, cediendo terreno poco a poco a la matanza del enemigo. Una vez los romanos retrocedieron hasta una línea segura, a punto con sus jabalinas, Vespasiano hizo una señal al trompeta con la cabeza, y éste hizo sonar la orden concertada. Los hombres de las dos cohortes prepararon las jabalinas.
—¡Lanzad! —gritó Vespasiano, y los centuriones repitieron al instante la orden.
Ochocientos brazos arrojaron sus jabalinas en un arco abierto sobre sus compañeros, en dirección al otro lado de los carros, y éstas cayeron sobre los cuerpos poco protegidos de los britanos que se concentraban al otro extremo. Los romanos supieron que habían tocado al enemigo al oír los gritos y alaridos, e intercambiaron sonrisas de satisfacción mientras preparaban sus últimas jabalinas. Con la segunda descarga se oyeron más alaridos. Los legionarios desenvainaron sus espadas, a la espera de que los britanos volvieran a la carga contra las filas romanas. La legión había echado el resto y ahora se preparaba para reiniciar el cruento cuerpo a cuerpo definitivo.
Vespasiano bajó del caballo, se desabrochó el pasador del hombro y dejó caer su capa de legado en un montón desordenado. Un ordenanza le ofreció un escudo, y Vespasiano pasó la mano izquierda por la correa, cogió con fuerza la empuñadura de hierro y agarró su espada para desenvainarla. Entonces se irguió y se abrió paso entre los hombres hasta llegar al centro de la primera fila de hombres que se enfrentaba al enemigo. Si aquel era el día de su muerte, caería luchando, como le dictaba su honor y respeto por la tradición romana: dando la cara al enemigo y empuñando la espada.