Vespasiano había dado órdenes de que le despertaran bastante antes del amanecer; la segunda legión iba a marchar a través de territorio enemigo, y aunque los oficiales administrativos habían dado ya sus órdenes a cada unidad, aún quedaban muchos detalles que requerían su atención personal. Aquello, pensó con una sonrisa, era lo más pesado de su trabajo; el pueblo de Roma imaginaba a sus generales como los amos del campo de batalla, como héroes que cargaban contra el enemigo en circunstancias adversas, al frente de la legión. La cantidad de papeleo y las tareas de carácter burocrático que también formaban parte del trabajo eran invisibles a los ojos de la gente, cuando esta dedicación a mantener una disciplina y un orden era lo que hacía que un ejército funcionara. Pese a lo que el pueblo dijera, el secreto de ser un buen general residía en tener un buen ejército, y los mejores ejércitos los constituían hombres capaces de hacer la guerra con una eficiencia metódica.
Vespasiano se levantó de la cama, se puso una túnica y se sentó a su mesa. Su esclavo personal le había dejado una taza de vino caliente y pan con aceite de oliva en una pequeña bandeja de plata, y Vespasiano se tomó gustoso el desayuno mientras trabajaba en los últimos papeles que había recibido. Puso sus iniciales en las cifras de la centuria y las dejó a un lado para ojear algunas peticiones que esperaban su aprobación. Por último, leyó el diario nocturno. Aún no había rastro de Togodumno, y las patrullas de caballería ya habían recorrido el norte y el sur. Era desconcertante, a menos que tal columna no existiera. Cabía la posibilidad, pero Vespasiano se negaba a descartar todavía que pudieran encontrarla en algún momento. Así que mantendría las órdenes de marchar cerrados, por mucho que los hombres se quejaran. Era preferible ser prudente que insensato…, como aquel idiota de Vitelio, que había salido y desaparecido con sus exploradores y un escuadrón de caballería auxiliar, que buena falta le hacía. Seguro que no hacía más que dar vueltas por la oscuridad, muerto de miedo. Se lo merecía.
Al acabar con los trámites burocráticos hizo llamar a su armero. El legado se quedó quieto, pensativo, mientras el armero le abrochaba el peto y ataba las cintas de la parte delantera. Luego terminó de preparar cuidadosamente el resto del equipo, y el legado miró el camafeo de su esposa y su hijo que tenía sobre la mesa, y un leve sentimiento de culpa le hizo fruncir el ceño. Habían pasado unos días desde la última vez que se había parado a pensar en ellos; el volumen de peticiones que debía atender un comandante de legión en campaña no dejaba tiempo para pensar en su vida privada. Entonces se dio cuenta de cuánto les echaba de menos. Sólo hacía diez días que les había visto partir en el convoy de carros hacia Roma, y parecía que había pasado mucho más tiempo; y la perspectiva de una larga campaña tal vez no le permitiera verles durante años. Para entonces, Tito ya no sería un niño pequeño que balbuceaba frases extrañas y no dejaba de moverse. ¿Y Flavia? ¿Cómo sería Flavia? Quizá tendría más canas y más arrugas alrededor de los ojos y la boca al sonreír. De repente, sintió la imperiosa necesidad de abrazarlos y no soltarlos nunca; sintió un escozor en los ojos, y parpadeó antes de que las lágrimas revelaran sus sentimientos.
—¿Está demasiado apretado, señor?
—¿Qué? Oh, no, está bien. Puedes marcharte.
—Sí, señor.
Una vez a solas, Vespasiano se pellizcó el brazo. Por poco: de haberse recreado en su añoranza mucho más, habría derramado lágrimas en presencia de un miserable esclavo. Se sonrojó ante la idea de que el esclavo les contara a sus amigotes el momento de sentimentalismo del legado. Entonces no le habría servido de nada todo el esfuerzo por crear la imagen de un comandante duro y disciplinado, con un corazón de piedra y distante con sus subordinados. Estaba perdido si volvía a suceder. Agarró con rabia los retratos de Flavia y de Tito para retirarlos de la mesa, y se dijo que ordenaría a un esclavo guardarlos en el fondo de un arcón de viaje mientras durara la campaña.
Después del amanecer aún le duraba el malhumor, y la hosquedad con que daba las órdenes no se debía sólo a un intento de reparar su momento de debilidad. Cuando entraron a ordenar la tienda del legado, nadie osaba mirarle a la cara, tal era la sombría expresión que le daba el ceño fruncido y los labios apretados.
Tras un desayuno rápido de gachas de cebada, los legionarios se apresuraron a preparar su equipo. Con la luz del sol en el horizonte, los hombres formaron fila en sus centurias correspondientes, listos para la marcha.
La orden de avance se extendió por todas las centurias y los soldados se quejaron en silencio. Vespasiano decidió que marcharían en dos divisiones, una a cada lado del tren de bagaje, con media cohorte a cada extremo de éste, una de vanguardia y otra de retaguardia. Los veteranos maldecían para sí la exagerada prudencia de su comandante y explicaban a los novatos que, a pesar de que el tren de bagaje tuviera espacio de sobra en el camino, los pobres desgraciados de los flancos tendrían que sortear los obstáculos naturales que se fueran encontrando. Al final del día, los hombres de las columnas laterales acabarían llenos de arañazos, cansados y mojados, y todo porque el legado estaba preocupado por unos pocos britanos de mierda.
—Y no te detengas para nada, ¿entendido?
Cato asintió y trató de mantener quieto al caballo.
—Acude a Vespasiano y dile que es una trampa. Cuéntale que son muchos y dile cuándo fue la última vez que les viste entrar en ese bosque.
Macro tenía serias dudas de enviar al muchacho a la legión, pero ningún otro hombre estaba por la labor.
—¿Y usted, señor?
—No te preocupes por mí, muchacho. Sólo ve y avisa a Vespasiano. ¿Qué carajo esperas? ¡¡Vamos!!
Macro dio una fuerte palmada en la grupa del caballo, que salió disparado y casi tiró a Cato. El optio se aferró a las riendas y apretó tobillos y muslos contra el animal, aguantó sobre él a su manera. Tras echar una última mirada atrás al puñado de hombres que le miraban con cierta preocupación, Cato condujo al caballo cuesta abajo en dirección al campamento romano. Cato nunca había sido muy buen jinete, y ahora se agarraba a las crines largas y sueltas y tiraba con fuerza de las riendas para cambiar de dirección. El animal respondía mejor de lo esperado a su nuevo jinete, aunque no fácilmente, de modo que hombre y caballo avanzaron a galope lento mirándose el uno al otro con antipatía.
Al llegar al pie de la colina, Cato levantó la vista aterrorizado al haber perdido el campamento. Pero se orientó con el sol, y la posición del terreno le acabó de convencer de que iba en la dirección correcta, de modo que espoleó con los talones. Mientras cabalgaba, se preguntaba si Vitelio habría llegado al campamento, y si aquel galope desenfrenado iba a servir de algo. Pero por muy desagradable que le resultara aquella carrera, Cato debía avisar a Vespasiano del peligro inminente. Mientras avanzaba al trote, asido a las crines, Cato imaginó la gratitud con que se recibiría la noticia que traía.
Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Se horrorizó al ver a varios jinetes con el atuendo salvaje de los britanos galopando hacia él para interceptarlo. Estaban a apenas unos cuatrocientos metros de él, y espoleaban a sus caballos para cortarle el camino antes de que llegara a la cima de la siguiente colina. Cato gritó y espoleó al caballo para que corriera más, para que fuera veloz como el viento, para que corriera como si le fuera la vida en ello. El animal sintió la urgencia del jinete, hizo atrás las orejas y bajó el lomo para galopar a toda velocidad colina arriba. Cato miró a su izquierda y vio que los britanos estaban más cerca. Se dio cuenta entonces de que no lo conseguiría: el campamento estaba demasiado lejos y en poco tiempo ya estaría muerto… Se imaginó la sensación de una lanza clavada en la espalda.
La cima de la colina estaba a trescientos metros escasos de distancia, y Cato urgió al caballo para que fuera más veloz aún. Pero el caballo ya corría con sus últimas reservas de fuerza. Cato miró hacia atrás. Tenía a los perseguidores en los talones; estaban lo bastante cerca para poder distinguir su feroz expresión de triunfo al darse cuenta de que el muchacho no tenía escapatoria. Lo alcanzarían en cuestión de momentos. El caballo de Cato consiguió llegar hasta lo alto de la colina; el campamento romano se extendía a sus pies a unos dos kilómetros de distancia, a demasiada distancia. Cato soltó una mano de las crines para coger su espada. Ya no sentía miedo, ahora sentía rabia y frustración. Iba de camino a una muerte segura, pero no permitiría que le mataran sin hacer el esfuerzo de luchar.
Cato volvió a mirar atrás, esperando ver a los britanos con las lanzas preparadas, pero, para su asombro, estaban refrenando, y el jinete que los encabezaba señalaba hacia Cato. Éste miró al frente y vio lo que los britanos acababan de advertir. A los pies de la colina, una pequeña patrulla marchaba en dirección al campamento. A Cato le empezó a latir con fuerza el corazón de júbilo, y dio un golpe al caballo en la grupa con la espada, y el animal se precipitó colina abajo. Al mirar atrás, le sorprendió ver que los britanos habían desaparecido por la otra vertiente de la colina.
Los soldados de la patrulla oyeron acercarse los cascos y se dieron la vuelta al instante, cubiertos con el escudo y con la jabalina en ristre. Cato refrenó el caballo a pocos pasos de los últimos hombres. Descendió del caballo y corrió hacia ellos.
—¿Quién demonios eres tú? —preguntó el optio al mando.
—No importa —respondió Cato jadeando—. ¡Tengo que ver al legado enseguida!
—¿Quién eres?
—Quinto Licinio Cato, optio, sexta centuria, cuarta cohorte. Debo informar a Vespasiano.
—¿Informarle de qué?
—El enemigo está preparando una emboscada.
El optio negó con la cabeza.
—¡Pero si estaban ahí mismo! —Cato apuntó hacia la colina—. Justo detrás de mí. ¡Tenéis que haberlos visto!
Los soldados le miraban en silencio y miraron con incredulidad hacia donde señalaba.
—¿Cómo puede ser que no los hayáis visto? Escuchad, tengo que ver al legado.
Se dio la vuelta y cogió las riendas del caballo, e iba a disponerse a montar cuando el optio lo agarró del brazo y lo apartó del caballo.
—¡No tan deprisa! Vienes con nosotros.
—¿Qué? ¡No me habéis entendido! ¡Debo advertir a Vespasiano!
—Lo siento, pero cumplo órdenes. Vas a tener que acompañarnos.
Cato no podía creerlo. El optio ordenó a uno de los soldados que se hiciera cargo del caballo; luego empujaron a Cato en medio de la patrulla y le obligaron a marchar con dos hombres detrás para vigilarlo.
—¿Qué carajo pasa aquí? —le espetó al optio.
Éste se acercó a Cato para que los otros no le oyeran.
—No puedes hablar con nadie hasta que no lleguemos al campamento.
—¿Por qué? ¿Qué está pasando?
—El cuartel ha ordenado a todas las patrullas buscaros a ti y a tus hombres, y traeros de vuelta con discreción. Entre tú y yo, parece que estáis bien jodidos. No empeores la situación. Una palabra más, y te daré un golpe en la cabeza y te llevaré al campamento montado en el caballo. ¿Ha quedado claro?
Cato abrió la boca para quejarse, pero el optio levantó las cejas en señal de aviso, y el joven bajó la cabeza.
Cuando la patrulla se acercaba al campamento, Cato vio que el grueso de legionarios ya se dirigía hacia el bosque. Sólo quedaba la retaguardia, que ya estaba formada, lista para salir. A menos que Vespasiano hubiera sido advertido de que los britanos estaban al acecho, el desastre sería inevitable. Cato buscó al legado con la mirada, pero entre la aglomeración de soldados, carros de artillería y de equipaje, no había ni rastro del comandante de la legión. La patrulla se abrió paso entre la confusión para informar al oficial al frente de la retaguardia. El tribuno Plinio levantó la vista de su mesa de campaña al acercarse la patrulla.
—¿Qué tenemos aquí?
—Hemos capturado a un desertor, señor —contestó el optio—. Se acercó a nosotros con un caballo que habrá robado.
—¡No soy un desertor!
—Parece que el chico niega la acusación. ¿Y bien?
—No somos desertores, señor —dijo Cato con serenidad—. Estábamos en una misión secreta bajo las órdenes del legado.
—¿Una misión secreta? Ya veo. —El tribuno Plinio no disimuló la gracia que le hizo oír aquello—. De modo que estabais en una misión secreta, ¿no? ¿Y qué tipo de misión?
—Eso no importa, señor. Debo avisar al legado. ¡Antes de que sea demasiado tarde!
—¿Demasiado tarde para qué?
—Están preparando una emboscada, señor, justo aquí delante, en el bosque. —Cato señaló desesperadamente hacia la columna de legionarios que desaparecía entre los árboles—. Togodumno y su columna están esperándonos. Son miles de hombres, señor. ¡Debemos advertir a Vespasiano enseguida!
El tribuno Plinio le miró en silencio unos instantes, sopesando la información. No tenía por qué creerse aquel cuento descabellado. ¿Cómo podía Togodumno haber sorteado las patrullas?
—¿Has visto a esos britanos con tus propios ojos?
—¡Sí, señor! Le ruego que informe al legado…
—¡Silencio!
Fuera lo que fuera lo que había visto el chico, le había asustado bastante para que estuviera tan alterado, razonó Plinio. ¿Pero y si se trataba de una falsa alarma? ¿Cómo repercutiría en su carrera? Por otra parte, ¿cómo repercutiría en caso de que la información fuera cierta? No podía anteponer su reputación a la seguridad de la legión.
—Muy bien, coge el caballo y ve hasta el legado lo más deprisa que puedas. Dile que voy a preparar a la retaguardia para el combate y que nos reuniremos con él cuanto antes.
—¡Sí, señor! —Cato sintió un alivio y se apresuró a recuperar el caballo.
—¡Una última cosa! —le gritó Plinio.
—¿Señor?
—Si es una falsa alarma, me encargaré de crucificarte personalmente en el árbol más próximo.