Sabían que los britanos les alcanzarían antes de llegar a la cima de la colina. No había posibilidad de dejar al enemigo atrás, se dijo Macro al tiempo que recorría con la vista la zona y pensaba en una alternativa.
—¡Por allí! —señaló hacia uno de los pliegues más grandes del terreno a la izquierda del camino. Bajo la tenue luz de la luna llena, la niebla que se estaba formando en la hondonada no era precisamente acogedora, pero ofrecía la única posibilidad de ocultarse—. ¡Desviad el carro lo más rápido que podáis!
Mientras los hombres conducían a los caballos entre la hierba y corrían cuesta abajo hacia la hondonada, Macro les seguía tratando de cubrir los surcos más pronunciados de las ruedas sobre la hierba mojada. Rezando por que las marcas pasaran desapercibidas con la falta de luz, y por miedo a que los britanos aparecieran en cualquier momento, Macro salió corriendo tras la carreta, que ya estaba en el borde de la depresión, donde los soldados la estaban bajando por la pendiente. El sonido de cascos herrados cada vez más próximos hizo apretar el paso a Macro, y en cuanto llegó a la hondonada, se lanzó al suelo y se quedó allí, tumbado, jadeando.
La cuesta era empinada y la carreta estaba muy por debajo del nivel del banco de niebla, que cubría el suelo con una capa espesa y perfecta. Cato ordenó a los demás que se quedaran donde estaban y procuraran mantener callados a los animales y a los heridos, y subió la cuesta para unirse al centurión.
—Hemos tenido suerte, señor. El carro casi se vuelca al bajar por ahí —señaló con el dedo hacia la pendiente.
—¿Ah, sí? —dijo Macro, y bostezó sin poder evitarlo—. Luego se dio la vuelta y se apoyó la barbilla en las manos. Mantente agachado y no hagas nada…, absolutamente nada. Sólo cuando yo te lo ordene.
Cato bajó la cabeza y se quedó lo más quieto que pudo, a la espera de ver al enemigo aparecer entre las marismas. Y de repente, a apenas cien pasos de ellos, una pequeña columna de hombres y caballos surgió bajo la luz de la luna. Cato se sorprendió al ver la caballería britana, pues César afirmaba que éstos preferían emplear los animales como bestias de carga. César estaba equivocado, o bien los britanos habían descubierto la utilidad de la caballería. Los jinetes se abrieron en abanico para subir colina arriba. El explorador, en el extremo izquierdo, pasó a unos quince metros de su escondrijo, y Macro y su optio se pegaron al suelo sin atreverse a respirar. Forzaron la vista para ver si el jinete descubría el rastro de la carreta, pero éste pasó sin detener el paso.
Procedente de las marismas, oyeron un tintineo, y una oscura masa de carros e infantería apareció en el camino y subió colina arriba. Las voces que hablaban en aquella extraña lengua llegaron hasta los aterrados romanos, y a Cato le pareció agradable comparada con la dureza de la lengua germana a la que estaba acostumbrado. Alguien dio una orden estricta al paso de un carro por la fila, y la columna obedeció y quedó en silencio hasta que el carro hubo adelantado a la línea de exploradores y pasado por la cima de la colina. Luego se oyeron risas y se reanudaron las charlas.
El río de hombres que venía de las marismas parecía interminable, y ya había rebasado la colina. No dejaban de salir hombres, hasta que, por fin, la retaguardia apareció en el camino. Macro y Cato observaron la escena hasta que las últimas filas del enemigo desaparecieron tras la colina, en la oscuridad de la noche.
—¿Cuántos cree que había, señor? —susurró Cato como si temiera que le oyeran los britanos.
Macro miró las piedrecillas que tenía en la mano, e hizo un cálculo.
—Digamos que el equivalente a veinte cohortes, es decir…
—¡Nueve mil! —Cato dio un silbido.
Macro hizo las cuentas y asintió.
—Más que suficientes para que Vespasiano deba preocuparse. Sin contar con la fuerza de carros de guerra. Si le ganan ventaja al legado…
—Entonces todo dependerá de Vitelio.
—Sí —contestó Macro—, Vitelio… Vamos, será mejor que nos pongamos en marcha. Si toda esa gente entra en escena, será mejor que abandonemos la carreta. Enterrad el arcón aquí, esconded el carro en algún sitio y utilizad los caballos para rodear a la columna y llegar antes que ellos a la legión.
—¿Que enterremos el arcón? ¿Después de todo lo que hemos pasado?
—¿Quieres que nos lo quiten? O peor, ¿quieres que te capturen con él?
—No, señor.
—Pues tendremos que dejarlo aquí y volver a buscarlo si llegamos a la segunda sanos y salvos.
Era evidente que el caballo estaba agotado y se desplomaría de un momento a otro. Vitelio se desvió del camino y desmontó en la penumbra de una arboleda frondosa. Mientras el caballo resollaba y echaba vaho en el aire frío de la noche, Vitelio maldijo de rabia y frustración. Casi había conseguido hacerse con aquel maldito arcón. El soborno del emperador: suficiente para financiar las carreras políticas más prometedoras; una fuente inagotable para comprar el favor de senadores y soldados de la misma calaña. Quizá bastante para ganarse la lealtad de la guardia pretoriana. No cabía duda de que el espía pretoriano, Pulcher, había sido bien remunerado, y el oro le había impresionado lo bastante para alejar cualquier inconveniente. Y comprar los servicios de los sirios había sido fácil, haciéndose pasar por un amigo íntimo de Escriboniano.
Era asombroso hasta qué punto la riqueza podía hacer cambiar los intereses de un hombre. Hasta hacía pocos meses, había sido leal al emperador, tan leal que hasta Narciso le había hecho partícipe de algunos secretos (más de los necesarios, o aconsejables). Pero en cuanto Narciso le habló del arcón, sus ambiciones más ocultas empezaron a emerger. La recuperación del arcón debía ser la prueba de lealtad de Vespasiano hacia Claudio, y Vitelio cumplía órdenes de observar al legado y descubrir posibles signos de traición. Sin embargo, Vespasiano había actuado de forma impecable, y era en este estricto cumplimiento del deber donde Vitelio había encontrado su oportunidad. Ante la certidumbre de que el legado haría todo lo posible para llevar a buen término sus órdenes, Vitelio sólo tenía que presentar informes sospechosos a Narciso. Una vez el tesoro hubiera desaparecido, la culpa recaería sin lugar a dudas sobre Vespasiano, que acababa de inculparse al declararse inocente. Y Vitelio, armado de una fortuna, esperaría en silencio su oportunidad.
Aquél era su plan hasta momentos antes. Sus sueños se habían truncado. Al darse cuenta, gritó una sarta de injurias y enseguida miró a su alrededor por miedo a que alguien le hubiera oído; pero la noche estaba en silencio. Vitelio suspiró. Había fracasado y, peor, había testigos de su fracaso. En cuanto aquel retaco de centurión y su optio aventajado volvieran a la legión, estaría en un apuro. Si hubiera una forma de conseguir que nunca volvieran… Cabía la posibilidad de que la columna de britanos que había visto en las marismas ya se hubiera encontrado con la carreta y masacrado a Macro y sus hombres; Vitelio deseaba sinceramente que así fuera. Pero sabía que era absurdo contar con ello: aquel tipo, Macro, tenía bastante suerte y era lo bastante astuto para mantenerse a flote en cualquier situación de peligro. Entonces acudió a su mente el recuerdo del enfrentamiento en el poblado germano: en concreto, el de Macro sangrando de una salvaje herida de lanza. ¡Ojala aquel maldito germano hubiera tenido más puntería!
Mientras Vitelio pensaba en su situación, su caballo se había recuperado lo suficiente para ponerse a pastar tranquilamente bajo las ramas de un roble. De repente, éste levantó la cabeza y miró fijamente hacia la oscuridad. Al momento, el tribuno se dio cuenta de la inquietud del caballo; se acercó a éste y posó una mano sobre el lomo del animal para apaciguarlo. El caballo se estremeció.
—¿Qué te pasa, muchacho?
El animal resopló, movió las orejas y retrocedió unos pasos entre las sombras. Al mirar en la misma dirección, Vitelio divisó una línea de hombres a caballo que se acercaban por el camino bordeado de árboles, a apenas cien pasos de él.
El corazón se le aceleró e intentó montar al caballo, pero éste estaba nervioso y se hizo atrás con un fuerte relincho.
—¡Maldito estúpido!
Vitelio dio un fuerte tirón a las riendas para inmovilizar al caballo y se subió al lomo. Ya se oían los gritos, y Vitelio espoleó al animal en la ijada para que se alejara de los hombres que venían hacia él. El pánico y el deseo de huir se apoderaron de Vitelio, y salió a galope en la oscuridad de la noche, sabiendo que la dirección que tomaba le alejaba de la segunda legión. En tal caso, pensó, intentaría llegar hasta la decimocuarta para reunirse con Plautio. Vespasiano tendría que enfrentarse por su cuenta a los britanos, y Vitelio sobreviviría para ser un héroe, algún día.
A los pies del roble donde se había cobijado el tribuno, sus perseguidores le vieron huir al galope; desde allí, oían los cascos del caballo.
—¿Quién demonios era? —Preguntó uno de los legionarios—. Parecía unos de los nuestros.
—Sería un mensajero idiota —contestó su decurión—. Seguramente se habrá perdido.
—¿Vamos tras él, señor?
El decurión dudó un instante y luego dijo:
—¡No! No vale la pena. Si es uno de los nuestros, tarde o temprano encontrará el camino.
—¿Y si es uno de ellos, señor?
—En ese caso ha tenido suerte de huir. No vamos arriesgar el cuello en una persecución en plena noche. Volvamos a la legión.
El decurión hizo dar media vuelta a su escuadrón y los encabezó en dirección a la segunda legión, algo preocupado por el informe poco alentador que tenía que ofrecer a Vespasiano. No había rastro de Togodumno y sus fuerzas. Lo cierto era que el decurión dudaba de que hubiera una columna enemiga con intención de flanquear al ejército. Seguramente, todo vendría de algún oficial administrativo paranoico que exageraba. El decurión se encogió de hombros con un gesto cansado. Hasta ese momento, la campaña había sido bastante decepcionante; no había enemigos, ni botín ni mujeres. No valía la pena haber ido hasta allí, y ya se había resignado al hecho de que Plautio y las legiones de vanguardia vencerían a los britanos antes de que la segunda legión pudiera entrar en acción.
Lástima, pensó. Una batalla no habría estado mal, sobre todo en vista de las oportunidades de ascenso a las que daban lugar las bajas en combate. Pero no habría batalla, porque no había un britano en kilómetros a la redonda.
Para Macro y sus hombres, el viaje de noche estaba resultando un desastre. Los caballos sirios eran inquietos; tal vez fueran útiles para correr entre las filas de una batalla mientras los jinetes disparaban flechas, pero no servían para llevar a más de un hombre a cuestas. Al final, tras insultarlos y espolearlos numerosas veces, Macro ordenó a sus hombres desmontar y emplear a los caballos para llevar sólo a los heridos. De todas formas, sus hombres preferían ir andando.
El grupo avanzó en silencio, tratando de seguir un camino que circundara a la columna britana y les llevara hasta la segunda legión antes que a los enemigos. Macro había decidido mantener su grupo en el lado del mar con respecto a los britanos, para estar lo más cerca posible de la cabeza de playa fortificada. Con suerte, encontrarían una patrulla que les escoltaría de vuelta a la legión.
Vitelio ya debía de haber llegado a la legión y dado la señal de alarma, así que, al menos, sus compañeros estarían advertidos de un posible ataque sorpresa. Aun así, un sexto sentido le decía a Macro que Vitelio les estaba preparando una sorpresa desagradable a su regreso, y se maldijo por haberle dejado escapar. Tenían que haberle cortado el cuello y haber tirado su cuerpo en las aguas pantanosas. Era más de lo que se merecía aquel bellaco traidor. La pregunta que no dejaba de hacerse Macro era por qué les había atacado el tribuno. Vespasiano le había asegurado que el auténtico objetivo de la misión era un secreto muy bien guardado. Y no sólo Vitelio lo sabía, sino que, además, había tenido tiempo de reunir una banda de colaboradores, seguramente, los mismos sirios que habían asaltado a la centuria de Macro en el camino hacia Gesoriaco. Alguien se traía algo muy serio entre manos, y él no era más que una pieza de una intrincada confabulación.
Trató de concentrarse: no era el mejor momento para dudar. Tenía que poner sus cinco sentidos en procurar que sus hombres volvieran a la legión sanos y salvos. Vio que estaban agotados; tenía que tener los ojos bien abiertos al cruzar aquel territorio hostil. Pese a pensar esto, sentía un suave dolor en las piernas provocado por el cansancio. Entonces supo que, de un momento a otro, la cabeza empezaría a darle vueltas. Se frotó los ojos y se tambaleó, pero Cato lo agarró del codo.
—¡Cuidado, señor! —Le susurró Cato—. Casi se cae. Tiene que descansar.
—No…, estoy bien.
—¿Por qué no sube a uno de los caballos y yo le llevaré un rato, señor?
—He dicho que no. No puedo hacer eso.
Macro quería explicar que un oficial no podía ni pensar en hacer tal cosa, pero fue incapaz de pronunciar siquiera las palabras; se limitó a murmurar unas palabras de agradecimiento y se soltó del brazo.
A medida que avanzaba la noche, el pequeño destacamento de legionarios se abría paso entre las sombras del paisaje ondulado. No osaban detenerse, no fuera que el sueño les invadiera. Todos ellos eran conscientes del peligro de la situación: estaban aislados en pleno territorio enemigo. Llegaron hasta lo alto de una colina. A lo lejos ya se divisaba la extensión de hogueras del campamento de la legión romana. En el resplandor de la lejanía, se veían pequeñas figuras de hombres que se movían de un lado a otro en una actividad frenética.
—Parece que hemos llegado justo a tiempo —sonrió Macro con aire cansado—. Parece que ya están en marcha. Vespasiano siempre ha sido un hombre despierto. Me temo que hoy no podremos descansar.
Cato le sonrió. Pero Macro ya no miraba en dirección al campamento. Miraba fijamente hacia el horizonte, por donde empezaba a salir el sol. Desde la espesura del bosque que atravesaba la línea de marcha de la legión, se cernía sobre ellos una masa oscura de hombres, caballos y carros de guerra que avanzaban con el sigilo de una serpiente al acecho de su presa.