La noche empezaba a caer y aún no había señal alguna de la fuerza de Togodumno. A la caballería de exploradores de tres legiones se habían unido cohortes auxiliares a caballo, y los alrededores ya habían sido reconocidos sin encontrar rastro de los britanos. La segunda legión estaría en peligro hasta que no la localizaran, y Vespasiano se resistía a abandonar una posición fortificada mientras se desconociera el paradero y la magnitud de la fuerza enemiga. Le vino a la mente una imagen de las repercusiones que sufrirían sus hombres, de ser atacados, al desplegarse en retirada. Un ataque bien calculado podría desmoronar a la segunda. Por eso Vespasiano había enviado a los exploradores bajo las órdenes de Vitelio, que se había adentrado en los campos britanos bajo la orden de no volver hasta haber localizado a Togodumno.
Mientras, el general Plautio seguía ganando terreno al enemigo y había enviado mensajeros a la retaguardia para llamar a filas a dos nuevas legiones (la segunda y la decimocuarta) para que se situaran al frente para mantener el impulso de la ofensiva. En su informe decía que hacía falta un impulso veloz y aplastante. Si las cuatro legiones podían alcanzar a los britanos antes de que pudieran interponer un río importante entre ellos, el combate final desembocaría en la total destrucción del campo de batalla enemigo. Después, sólo sería cuestión de liquidar el extraño poblado fortificado y reducir las fuerzas resistentes. El legado sonrió con dureza al leer aquello. Lo que el general no había mencionado —o, tal vez, previsto— era la guerra de guerrillas que se sucedería en los próximos años antes de que pudiera considerarse la nueva provincia un lugar pacificado.
A Vespasiano le habría gustado compartir la seguridad del general respecto al desarrollo de la campaña. Pero las órdenes eran órdenes, y Plautio quería desplazar a la segunda legión al día siguiente al alba. Vespasiano sólo podía pensar que el general era consciente del riesgo que tomaban.
Según lo que Vespasiano había oído de los últimos informes, en los caminos al oeste del frente no había rastro de enemigos, y hacia el sur los exploradores sólo habían llegado hasta las marismas, que, según los refugiados britanos, eran impracticables para una fuerza de cualquier tamaño, pues las ciénagas habían cubierto con los años los senderos que allí había. Con lo que sólo quedaba la región frondosa al norte de la línea de combate: una ondulada masa de árboles y matorrales entrecruzada por numerosos senderos que los nativos conocían muy bien. De haber un ataque, sólo podía venir de aquella dirección.
El sol se ponía entre los bancos de neblina cuando Macro y sus hombres ya habían retirado buena parte de la turba maloliente que cubría el carro. El cieno les llegaba a la cintura y tenían barro endurecido por todo el cuerpo. Al fin habían encontrado el arcón. Una vez quitaron todo el barro que lo cubría, Macro examinó con entusiasmo la pesada caja de madera reforzada con hierro. Aparte de las manchas y la humedad de la madera, el arcón estaba en muy buenas condiciones, y el grueso cerrojo seguía cerrado. Los demás hombres compartían el entusiasmo al ver el resultado de su esfuerzo, y ayudaron gustosos a arrastrar el arcón hasta una parte del suelo más firme. Éste resultó ser más pesado de lo previsto y estuvo a punto de volver a hundirse en el barro varias veces antes de llegar a la orilla.
—Muy bien, muchachos; no hay tiempo que perder. Debemos cargarlo en la carreta y volver con la legión.
Cato miró al cielo.
—Pronto oscurecerá. No llegaremos antes de que anochezca, señor.
—No, pero al menos saldremos de este sitio. —Macro agarró una de las asas de hierro—. ¡Vamos! ¡Arriba!
Los doce hombres rodearon el arcón y lo levantaron. Luego, con un último esfuerzo acompañado de resoplidos, subieron el arcón a la parte posterior de la carreta, que crujió con el peso. Los hombres se apoyaron a los lados de ésta para recuperar el aliento. Cato temblaba, había sometido su cuerpo a un esfuerzo excesivo. Le dolían los músculos de brazos y piernas, y empezaba a sentirse mareado tras el trabajo extenuante de las últimas horas. Al mirar a los demás, vio que estaban agotados y que conseguir sacar la carreta de las marismas antes del anochecer estaba más allá de sus posibilidades físicas.
Macro tenía los brazos sobre el arcón. Estaba cansado, pero a la vez eufórico por el éxito de la misión. Una vez el arcón estuviera a salvo, Macro podría estar seguro de que tendría al menos un amigo en las altas esferas, que quizá le ayudara en sus futuros ascensos. Había alcanzado la cúspide de una carrera sólo con su competencia y aptitudes. Y los siguientes ascensos de rango dependerían de su astucia, inteligencia y contactos personales. Macro sabía muy bien que carecía de las dos primeras; los contactos, acababa de conseguirlos. Dio unas palmadas cariñosas al arcón.
—¡Bien hecho, centurión! —gritó una voz entre la cada vez más espesa y oscura neblina.
Macro se dio la vuelta, llevando la mano a la empuñadura de su espada. Sus hombres se pusieron en pie enseguida, alerta, algunos con las espadas desenvainadas.
Una silueta imprecisa apareció lentamente entre la neblina y vieron a un oficial romano: el tribuno Vitelio, acompañado de hombres sirios a caballo. Al verlos, Cato sintió un escalofrío al reconocer el atuendo, y desenvainó lentamente su espada. Allí, sujetando las bridas del caballo del tribuno, estaba Pulcher.
Vitelio se acercó a pie y se detuvo a unos diez pasos de la carreta.
—Supongo que es el arcón que debíais recuperar.
Macro aún no se había recuperado del susto ante la aparición del tribuno. Frunció el ceño en un gesto de sospecha, pero no respondió.
—¿Y bien, centurión? ¿Es éste el arcón? —Sí, señor. ¿Pero qué…?
—Has hecho un muy buen trabajo. Te felicito a ti y a tus hombres.
—Gracias, señor…
—Yo me encargaré de esto ahora. Hay que devolver el arcón al legado cuanto antes. —Vitelio se volvió hacia los jinetes—. ¡Los dos primeros hombres, aquí!
Vitelio dio unos pasos alrededor del arcón y le dio una palmada con una sonrisa en los labios.
—Debéis de estar cansados. Supongo que os alegrará el relevo. Descansad un poco antes de seguirnos hasta la legión.
Macro asintió sin decir nada, mientras medía con cuidado las palabras que le dirigiría al tribuno. Iba a perder todo el mérito del éxito de la misión.
—Señor, nos dieron órdenes de entregar el arcón al legado personalmente.
—Lo sé. Pero las órdenes han cambiado.
—El legado fue bastante claro, señor: personalmente.
—¿Estás poniendo en duda mi autoridad, centurión? —Preguntó Vitelio con frialdad—. Te digo que las órdenes han cambiado. Entregarás la carreta a mis hombres, ¿entendido?
Macro le miró fijamente con ojos fríos, llenos de resentimiento al ver que un superior iba a arrebatarle el premio de las manos.
—Ordene a sus hombres que se aparten de la carreta, señor —dijo Macro con serenidad.
—¿Qué?
—Dígales que se retiren. No os vais a llevar el arcón.
—Centurión —Vitelio trató de resultar razonable—, no puedes hacer nada al respecto. Cumplo órdenes directas de Vespasiano.
—Yo cumplo órdenes de Aulo Plautio —mintió Macro—. No soltaremos el arcón hasta recibir nuevas órdenes del general en persona.
Vitelio le miró sin decir palabra, y sus hombres, al ver que estaban ante un enfrentamiento incipiente, se detuvieron cerca de la carreta. Luego Vitelio sonrió y retrocedió unos pasos, diciendo:
—Muy bien, centurión. De momento, quédate con el arcón, pero este asunto no quedará así…, te lo juro.
Se dio la vuelta e hizo una seña a sus hombres para que le siguieran hasta los jinetes. Mientras Cato los observaba, vio al tribuno desplazarse a un lado del camino, como si se apartara de la línea imaginaria entre sus hombres y la carreta. Un movimiento repentino de los hombres entre la neblina alarmó a Cato, que volvió a mirar al tribuno. Vitelio había desenvainado su espada y miraba en dirección al carro. Cato se dio cuenta entonces del peligro inminente.
—¡Abajo! ¡Agachaos!
Cato se lanzó sobre el centurión y ambos rodaron por el suelo fangoso, tras la carreta. Los otros legionarios hicieron lo mismo, al tiempo que una lluvia de flechas caía en su dirección. Uno de los hombres reaccionó demasiado tarde, y una flecha le alcanzó en el cuello con un golpe sordo. El legionario cayó de rodillas, ahogado en su sangre, intentando desesperadamente arrancarse la flecha. Dos flechas de la siguiente descarga le alcanzaron en la cara y el pecho, y cayó al suelo con un grito.
—¡Detrás de la carreta! —Gritó Macro—. ¡Poneos detrás de la carreta!
Los legionarios se acercaron a ésta agazapados, entre las flechas que caían a su alrededor. Dos hombres fueron heridos y emitieron gritos ahogados al intentar arrancarse las flechas.
—¡Dejadlas! —les gritó Macro al ver que se harían más daño al extraerlas.
Si sobrevivían, un cirujano tendría que cortar las puntas de las flechas. Si sobrevivían.
Los sirios empezaban a abrirse en abanico a los lados del camino, hasta donde el borde les permitía, para reducir el efecto protector de la carreta. Los legionarios se apiñaron lo más que pudieron. Habían dejado los escudos en la hierba de la orilla, sólo dos soldados los habían apoyado en la carreta. Y ahora los habían colocado a cada lado del grupo para desviar las flechas. A pesar de ello, alguna que otra flecha se abría camino, y otro hombre fue alcanzado por una en la pierna.
—¿Qué carajo están haciendo? —Preguntó Pírax—. Son de los nuestros.
—Parece que no —dijo Cato a su vez—. Haya lo que haya en ese arcón, tiene un gran valor.
—¿Cuántos son? —Preguntó Macro—. ¿Alguien lo sabe?
—He contado ocho —contestó Cato—. Vitelio, Pulcher y seis sirios.
—Entonces estamos a la par. Podríamos atacarles.
—¿Atacarles? —repitió Pírax horrorizado—. Señor, nos reducirían antes de acercarnos a ellos.
—Hasta que se les acaben las flechas.
—Si aguantamos hasta entonces.
Un chillido repentino sobresaltó a Cato. Habían alcanzado a una mula en el costado; soltaba estridentes relinchos de dolor y se movía adelante y atrás. Por un instante pareció que el animal echaría a correr con la carreta que protegía a los legionarios, pero la otra mula estaba espantada y se quedó inmóvil, mirando aterrorizada a su semejante.
—¡Id con cuidado, idiotas! —Gritó Vitelio—. Les habéis dado a las mulas. Apuntad bien: ¡sólo a los hombres!
—Gracias, tribuno —dijo Macro con dureza, mientras seguían chocando flechas contra el carro.
Miró a Cato y le hizo una señal con el pulgar.
—Me estoy empezando a hartar de estos sirios. Ya es hora de que hagamos algo con ellos.
—Pero no ahora, señor —le imploró Cato—. Espere a que tengamos más posibilidades.
Seguían cayendo flechas, pero cada vez menos, ya que los sirios dosificaban las municiones. Pero la estrecha franja del montículo les impedía alcanzar a los legionarios, y, al rato, pareció que se igualaban las condiciones. Los legionarios, sin armaduras y con sólo dos escudos, no se atrevían a atacar a los arqueros; y éstos, escasos de municiones, no osaban enfrentarse cuerpo a cuerpo con una infantería pesada muy bien preparada. Los sirios sólo esperaban haber reducido la fuerza de Macro a un número lo bastante inferior.
La carga de flechas se había interrumpido, pero los legionarios siguieron a cubierto por si era una artimaña.
—¡Macro! —Gritó Vitelio—. ¡Macro! ¿Sigues vivo?
—¡Sí, señor! —respondió el centurión al instante.
—Bien. Escucha, Macro, al final el arcón será mío, lo quieras o no. Estás atrapado y he mandado ir a buscar más hombres. Tardarán un poco en llegar. Podemos esperarles contemplándonos el uno al otro, o bien me das el arcón y te dejaré marchar con tus hombres.
—¡Que le jodan, señor! —Le espetó Macro—. ¡Si lo quiere, tendrá que luchar!
—¡Escúchame bien, centurión! Si me haces esperar, no tendré piedad. Seremos muchos más en número y moriréis. Dame el arcón ahora y viviréis. Tienes mi palabra.
—¿Su palabra? —Cato alzó las cejas—. ¿Qué se cree, que somos idiotas?
—Eso mismo pienso yo, optio —le dijo Macro.
—¡Macro! —Volvió a llamar el tribuno—. Te daré un momento para que tú y tus hombres lleguéis a una decisión. Está en vuestras manos retrasar lo inevitable y morir, o darme el arcón y salir de aquí con vida.
Macro miró a sus hombres.
—¿Y bien?
—Nos va a matar igualmente —dijo Pírax firmemente—. No importa qué decidamos.
—Tienes razón —asintió Macro—. ¿Entonces qué hacemos? Cargar contra ellos parece descartado.
—A menos que los ataquemos por dos flancos —sugirió Cato—. ¿Y cómo lo hacemos?
Cato se acercó y se apoyó sobre un codo para poder dar indicaciones mientras hablaba.
—Algunos vamos hasta el camino. La hierba es alta a los dos lados, y si nos agachamos bastante nos ocultará. Luego entramos en el agua y nadamos formando un arco hasta la parte del camino que tienen detrás, y atacamos por ambos lados. Si hay suerte, la sorpresa bastará para desconcertarlos el tiempo suficiente. —Cato terminó de hablar, pero los demás le miraban a la espera de oír algo más—. Lo siento, eso es todo.
—¿Eso es un plan?
Cato asintió.
—Está bien. O eso o morir, supongo —dijo Macro, y miró a los supervivientes de su escuadrón—. Bien, tú te llevas a Pírax, Lentulo y Piso. Cuando lleguéis a sus espaldas, cargad contra ellos y haced todo el ruido que podáis.
Cato dijo entonces, avergonzado:
—Lo siento, señor, pero alguien tendrá que encabezar el otro grupo.
—¿Por qué?
—No sé nadar.
—Le dijiste a Vespasiano que sí sabías…, la misma noche que llegaste a la legión.
—Me temo que exageraba, señor. Lo siento.
—Que mentías, quieres decir.
—Sí.
Macro lo miró un instante.
—Eso es fantástico, optio. Ahora me tocará a mí hacerlo.
—Sí, señor. Me aseguraré de aprender en cuanto volvamos a la legión.
—Bien.
Macro se desabrochó el pasador de la capa e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Se aseguraron de tener bien sujetas al cinturón las espadas y dagas, y Macro les encabezó por el sendero, lo más pegados que podían al suelo fangoso. Una vez se deslizaron en el agua pantanosa, se pusieron a nadar entre la neblina, y Cato se atrevió a mirar a un lado del carro. Los sirios se mantenían en la misma posición, Vitelio estaba sentado en lo alto de un montículo, junto al que Pulcher sostenía el caballo.
Una flecha pasó volando cerca de Cato, que retiró la cabeza. Los otros tres, aún ilesos, sujetaban con fuerza sus espadas y permanecían agazapados, a la espera.
—Se acabó el tiempo, centurión. Entregar el arcón ahora o morir, ¿qué habéis decidido?
Cato miró a los otros legionarios.
—¿Qué dices, centurión?
—¡Di algo! —siseó uno de los soldados.
—¿Qué? ¿Qué digo? —les preguntó Cato desesperado.
—Cualquier cosa, idiota.
—Se acabó —dijo Vitelio en tono resuelto—. Vais a morir todos y ahora mismo.
Con un bramido de furia, Macro y sus cuatro hombres surgieron de la penumbra detrás de la fila de arqueros y se precipitaron por el camino. El ruido también sorprendió a Cato al oírlo, pero enseguida reaccionó y se levantó para atacar al sirio más próximo a él, gritando a su grupo que le siguiera. Al ver a Cato correr hacia él con la cara descompuesta en un furioso gesto de ataque, el sirio soltó el arco y fue a coger el sable que tenía a un lado. Cato gritó con todas sus fuerzas, y el otro echó a correr dejando su arma en el suelo. Cato apuntó su espada a la espalda del sirio, pero apenas penetró en la capa y fue a clavarse en las nalgas. El hombre soltó un grito sin dejar de correr a toda prisa, y al encontrarse con Macro y su grupo matando a los suyos, hizo un desesperado movimiento para esquivarlos.
Ante la huida de su enemigo, Cato miró a su alrededor en busca de otro enemigo y vio a Pulcher ayudando a montar a Vitelio al caballo.
—¡Aquí! —Gritó Cato—. ¡No le dejéis escapar! ¡Deprisa!
Sin esperar a los demás, se lanzó hacia Pulcher con la espada en alto. En el último momento, éste desenvainó su arma con una rapidez inesperada.
Sin ceder terreno, el rechoncho legionario apuntó su espada a la garganta de su atacante. Cato trató de esquivar la cuchilla y, ante su horror, sus pies resbalaron en el fango. Cayó sobre las rodillas, bajo la espada de Pulcher, tratando de clavarle la suya en el estómago. Con el impulso, cayó sobre las piernas del otro y ambos se fueron al suelo. Cato consiguió levantarse con la espada aún limpia de sangre en la mano. La espada no había conseguido atravesar la armadura de Pulcher, sólo lo había dejado sin aliento, y ahora estaba en el suelo intentando recuperarlo. Antes de poder acabar con Pulcher, Cato se agachó al oír un silbido cerca de su cabeza. Vitelio se alzaba sobre él con la espada en alto. Entonces la dejó caer, y Cato levantó a tiempo la suya para parar el golpe.
—¡Aquí! ¡Deprisa!
Vitelio estaba a punto de matarlo, cuando oyó varios gritos de alerta. Soltó un reniego y se abalanzó a caballo contra Cato. El optio se tiró a un lado, pero no lo bastante rápido para evitar un golpe del caballo, que lo lanzó al suelo con un golpe de ijada al pasar.
El caballo, que se mantenía en pie a duras penas bajo el suelo resbaladizo, consiguió atravesar la fila de legionarios y pasó retumbando junto a la carreta, donde la mula herida todavía relinchaba de dolor, y Vespasiano desapareció en la oscuridad de la niebla.
Macro corrió hasta donde estaba Cato y lo incorporó.
—¿Estás bien?
—Lo estaré…, en cuanto recupere el aliento. ¿Los tenemos?
—Casi. Cinco han caído y tres se han largado. Es una lástima no haber pillado a ese cretino de Vitelio.
Cato miró alrededor y vio que tampoco había rastro de Pulcher.
—Sí, señor —Cato respiró hondo y se puso una mano en el pecho; aparte de los moratones, parecía estar bien—. ¿Qué vamos a hacer?
—No tiene ningún sentido ir en su busca, si a eso te refieres. Debemos llevarle el arcón a Vespasiano lo antes posible. Antes de que el tribuno acuda con más hombres.
Una vez los legionarios engancharon a cuatro de los caballos a la carreta, amarraron a los demás, junto con la otra mula, a la parte posterior. Preocupado por que la mula herida llamara la atención con sus relinchos, Macro la había llevado a un lado del camino para cortarle la garganta y echarla en el cieno. Cuando ya habían subido a los heridos a la carreta, el pequeño grupo volvió a recorrer el camino hasta el límite de las marismas. La noche cayó sobre ellos en el camino; gracias a los caballos, no tenían que detenerse cada dos por tres para liberar las ruedas del lodo.
Al aproximarse al confín de las marismas, divisaron la oscura extensión de colinas que se alzaba sobre la bruma; Macro oyó los cascos de un caballo que se acercaba.
—¡Alto! —Dijo en voz baja—. Coged los escudos y las lanzas y seguidme.
Macro los condujo por el sendero y les ordenó que se escondieran cuatro a cada lado de éste en línea, para asegurarse de que el jinete que se aproximaba no tuviera posibilidad de huir. Cato se agachó, demasiado cansado para preocuparse. Instantes después surgió de la neblina la figura oscura de un hombre a caballo.
—¡Ahora! —gritó Macro, y ocho sombras salieron de entre la hierba a cada lado del camino para impedir el paso del jinete. El caballo, desconcertado ante el movimiento repentino, caracoleó y soltó un agudo relincho de pánico, y el jinete, tras un intento de recuperar el control del animal, cayó al suelo. Macro se abalanzó sobre él, le dio un puñetazo en la cara y lo obligó a ponerse en pie.
—¡Vaya! —Dijo con una risotada—. ¡Qué sorpresa verle otra vez, señor!
Vitelio se limpió la sangre con el revés de la mano.
—¡Quítame las manos de encima, centurión!
—¿Que le quite las manos de encima?
—Tienes que soltarme. Debo volver a la legión.
—Escúchame bien, bellaco. Si crees que…
—¡No hay tiempo para esto! —Gritó Vitelio—. Se acerca un ejército por el camino. Casi me doy de bruces con ellos. No creo que me hayan visto, pero pronto estarán aquí. ¡Debo avisar a Vespasiano!
—Miente, señor —gruñó Pírax—. Matémosle y marchémonos.
—¡Esperad! —Interrumpió Cato—. Ni siquiera sabemos qué buscaba.
Pírax levantó su espada.
—¿Quién quiere saberlo?
—¡Baja esa espada, legionario! —Ordenó Macro—. ¡Ahora mismo!
—¡Por favor! —Suplicó Vitelio—. Debéis soltarme. Debo avisar a Vespasiano. ¡Hemos encontrado a Togodumno! Si esta columna de hombres sorprende a la legión, perderemos a miles de hombres. A miles de compañeros.
—¡Compañeros! —Pírax le escupió—. ¡Los compañeros no se matan entre ellos!
Se hizo un silencio, un momento de indecisión: Vitelio de rodillas, Macro con el puño asido con fuerza a la capa del tribuno, con una seria expresión de desdén.
—Si se acerca tal columna —dijo Cato pausadamente—, el legado debe ser avisado.
—¡No existe tal columna enemiga! —Pírax clavó la espada en el suelo—. Sólo intenta salvar él pellejo.
—¿Y por qué ha dado media vuelta?
—Se extravió. ¿Por qué estamos perdiendo tiempo con esto? —Le dijo Pírax a Macro—. ¡Acabe con él de una vez, señor!
Macro miró un instante al tribuno, y su expresión se endureció con la indignación y resentimiento que le provocó el dilema que éste había creado al regresar. Luego le dio un puñetazo en el pecho a Vitelio, que cayó de espaldas en el barro.
—Ve y avisa a la legión. Pero no te quepa la menor duda de que, en cuanto esto termine, me encargaré de explicar al general lo que hiciste. Creo que le gustará saber por qué un oficial superior ha querido matar a sus propios hombres para hacerse con el arcón. ¡Vete! ¡Vete, maldito bellaco, antes de que cambie de opinión!
Vitelio se levantó apresuradamente, montó de nuevo y agarró las riendas que sostenía uno de los legionarios. Sin demorarse, espoleó al caballo y salió al galope por el camino, dejó atrás la carreta y desapareció en la oscuridad de la noche.
—¡Muy bien! En marcha. Si nos ha dicho la verdad, no hay tiempo que perder. ¡En marcha!
—¡Por supuesto que no ha dicho la verdad! —masculló Pírax.
—¿Vas a discutir mi decisión? —preguntó Macro con frialdad.
—Teníamos que haberlo matado.
—¡Cuando te dirijas a mí, llámame señor!
—¡Silencio! —Cato levantó la mano—. ¡Escuchad!
El pequeño grupo se quedó inmóvil, y todos aguzaron el oído hacia donde señalaba Cato. Por un momento, no oyeron nada aparte de los sonidos propios de la noche. Luego se oyó un relincho en la lejanía, y otro, seguido de un latigazo y un grito en lengua celta, cerca del camino que tenían a sus espaldas.