Durante la noche se levantó una niebla húmeda y pegajosa y el suelo se cubrió de un manto blanco. Contra la luz roja de las hogueras se dibujaba la silueta de Vitelio y su guardaespaldas, Pulcher. El tribuno le dio a Macro una pequeña pizarra.
—Aquí tienes la autorización. También está firmada por el general, de modo que no tendrás ningún problema con los piquetes, aunque dudo que esto sirva para controlar a algún britano que os podáis encontrar en el camino.
Macro no sonrió al meter la pizarra en su mochila. Era típico que un maldito oficial se riera de hombres a los que tal vez enviara a una muerte segura.
—Bien, centurión, confío en que tengas éxito en tu misión…, sea ésta la que sea.
Macro asintió sin decir nada.
—Buena suerte.
Macro saludó y volvió con sus hombres, que le esperaban quietos en la niebla fantasmal. El último siseaba insultos a las dos mulas de la carreta. Tras descansar de un viaje desconcertante por mar, las mulas estaban inquietas y no dejaban de mover las orejas. Macro dio la señal de ponerse en marcha, y el arriero pinchó a la mula delantera en la grupa con la punta de la jabalina. Las mulas tiraron de los arreos con un gruñido. La carreta no llevaba ninguna pieza suelta y los ejes estaban bien engrasados, de modo que el único ruido que hacía era el de la presión que ejercían las ruedas sobre el suelo. La niebla ahogaba los ruidos de la noche, y el de los pasos del destacamento al marchar sobre la hierba mojada les parecía anormalmente fuerte. A sus espaldas fueron quedando las hogueras de la segunda legión, que se desvanecieron en la nada, y al poco ellos fueron los únicos que provocaban un ruido propiamente humano en la noche.
Para Cato, que había nacido y crecido en la ciudad más grande del mundo, el silencio era agobiante: su imaginación convertía cualquier ululato de un búho, cualquier susurro entre la hierba, en un britano al acecho, a la espera del momento ideal para atacarles. Marchaba tras su centurión y no era la primera vez que envidiaba el aire confiado e invulnerable que tenía Macro al andar, lo cual no dejaba de ser irónico, dadas las cicatrices que tenía.
La pequeña columna al mando de Macro marchaba en silencio hasta que éste fue interrumpido con el grito de la contraseña que les pidió el centinela del piquete, y que observó con curiosidad la carreta que llevaban al final. Luego la extraña patrulla se perdió en la niebla, que pronto engulló el sonido de la carreta.
Con el relevo del centinela, se conoció la existencia del extraño destacamento en el cuartel general. Vespasiano se encontró ante un oficial superior de guardia desconcertado que quería confirmar que Macro actuaba bajo órdenes.
—¿Doce hombres y una carreta, dices? —preguntó Vespasiano enfurecido, pues tenía un asunto más urgente que atender.
—Sí, señor.
—Es muy extraño. No parece que sea una patrulla de reconocimiento.
—No, señor. Eso pensé —afirmó el oficial de guardia—. ¿Quiere que envíe una patrulla a caballo?
—No tendría ningún sentido. Ahora mismo no podemos prescindir de muchos hombres. Los exploradores han perdido la pista de una columna britana: nos hacen falta todos los soldados de caballería para localizarla.
—Entiendo. ¿Qué hago entonces, señor?
—Apuntarlo en el registro de guardia, por supuesto. Hasta que sepamos algo más, los consideraremos desertores.
—¿Desertores? —El oficial casi se rió ante una idea tan ridícula—. Pero si morirán en manos de los primeros britanos que se crucen con ellos, señor.
El legado le lanzó una mirada glacial que le invitaba a no decir nada más.
—He dicho desertores. Y si los cogen, quiero que los traigan ante mí cuanto antes. Nadie debe verlos ni hablar con ellos.
—Sí, señor.
Una vez solo, Vespasiano frunció el ceño. Se sentía algo culpable por tildar a Macro y a sus hombres de desertores. Pero si fracasaban en su misión, tendrían que ser acallados para evitar que nadie supiera de la existencia del arcón. El legado trató de no pensar más en el centurión y la misión especial. En ese momento, los movimientos de los britanos eran algo más grave de lo que preocuparse. Tan pronto había desembarcado la fuerza invasora, Plautio había enviado a su unidad de exploradores de caballería para localizar al ejército enemigo y controlar así, con información precisa, su magnitud y posición. Con la espesa niebla de la noche anterior y la bruma, una importante fuerza britana de carros de combate e infantería de nueve o diez mil hombres había conseguido despistar a los exploradores romanos, y el comandante de caballería había intentado restablecer contacto desesperadamente a lo largo de toda la noche. Vespasiano se había enterado de que la columna que había desaparecido tal vez estaba al mando de Togodumno, hermano de Carataco, el jefe de las fuerzas britanas, y, si los refugiados britanos estaban en lo cierto, era un buen estratega.
Un rayo de luz naranja cayó sobre los papeles que Vespasiano tenía frente a él, y alzó la vista para ver que el sol de la mañana entraba por una rendija de la tienda. Iba a ser un día difícil, pero en cuanto tuviera tiempo, alguien iba a darle explicaciones sobre la chapuza de tienda que habían montado.
Con los primeros rayos de luz en el horizonte, Macro dio la orden de alto, y los hombres se dejaron caer a los lados del camino. Después de la tensión acumulada durante la marcha nocturna, se alegraban de que la oscuridad comenzara a disiparse al despuntar el alba. Tras dejar atrás los piquetes, tuvieron que apretar el paso en dos ocasiones al oír acercarse caballos, sin saber si los cascos que pasaban junto a ellos en la oscuridad eran exploradores romanos o britanos. El resto de la noche habían seguido adelante guardando el mayor silencio posible, a la espera de ser atacados de un momento a otro. Bajo los primeros rayos de luz, Cato, agotado, mordisqueaba una tira seca de cerdo. Se volvió hacia Macro.
—¿Queda mucho, señor?
—Deberíamos llegar al anochecer. Allí —apuntó hacia la campiña, donde una extensión plana todavía estaba cubierta con un manto de niebla, a los pies de un extraño montículo que se alzaba como un islote en un mar de leche—, allí empiezan las marismas.
—¿Y cómo se supone que vamos a encontrar el carro en un lugar tan vasto, señor?
—Seguiremos este sendero hasta encontrar una depresión en el camino que lleva a un bosquecillo. El carro está hundido en el cieno, junto a un tocón de roble quemado. No deberíamos tener ningún problema para encontrarlo.
Al mirar hacia donde el camino desaparecía entre la niebla, Cato dudó que la búsqueda fuera tan fácil como Macro la pintaba. Las marismas les esperaban con sus frías aguas, inertes y estancadas, y Cato sintió un miedo irracional. Aquella era la imagen del infierno que su padre le había descrito cuando era pequeño. Espectros lúgubres que se alzaban entre las siluetas oscuras de los árboles y la neblina sinuosa.
Macro miró atentamente hacia en el camino y luego echó una mirada por la campiña que les rodeaba en busca de algún indicio de actividad. A la izquierda, se extendía el campo a los lejos, se veía el resplandor del mar, y a la derecha, las tierras de labranza daban paso a un bosque. Nada se movía. Los britanos se habían asegurado de no dejar animales de granja a merced de los invasores y, asimismo, habían quemado cualquier depósito de grano. Bien, decidió Macro, avanzar era seguro. Se puso de pie.
—Levantaos, vagos. Hay trabajo que hacer.
Los hombres se levantaron de la hierba con actitud cansada y formaron fila. El centurión empezó a marchar por el camino, y ellos le siguieron cansados y tensos. El camino bajaba en pendiente hacia las marismas y tuvieron que frenar con fuerza a las mulas para evitar que el carro se precipitara. Allí donde empezaban las marismas, el camino se estrechaba, de modo que las ruedas del carro aplastaban la hierba a cada lado. El suelo a sus pies era blando, y Cato notaba cómo se hundía un poco bajo las botas al avanzar entre la neblina. Al rato desapareció el paisaje de la campiña britana y un inmenso horizonte blanco les rodeaba. A sus espaldas, el sol apenas iluminaba entre la densa blancura y el aire era frío y pegajoso. Nadie hablaba; los únicos sonidos procedían de los resoplidos de las mulas al tirar del carro en el suelo de turba donde se hundían las ruedas de la carreta.
El estrecho sendero se abría camino entre las marismas. Allí donde el suelo era demasiado blando para el paso de vehículos, se había colocado una pasarela de troncos cubiertos con guijarros. A pesar de ello, las ruedas de la carreta se atascaban en el lodo de vez en cuando. Los soldados tenían que dejar espadas y escudos en el suelo para empujar la rueda con todas sus fuerzas y hacerla girar otra vez y poder seguir avanzando. Macro les dio un descanso y se dejaron caer sobre un montículo cubierto de musgo rodeado de una extensión poco profunda de agua. Por la posición del pálido sol que la niebla engullía, Macro se dio cuenta de que era casi mediodía, y al ver a los hombres tan exhaustos, supo que no podía esperar que marcharan mucho más y que, además, extrajeran el carro del barro una vez lo encontraran. Debían de estar cerca, si el mapa era correcto.
Un resplandor repentino le hizo mirar al cielo y vio que el sol empezaba a hacerse notar. La luz empezó a adentrarse en forma de rayos en la niebla, que empezaba a disiparse.
—¡Cato!
—¿Señor?
—Sube a aquel montículo de allí y dime si ves el tronco que buscamos.
Macro señalaba en dirección a un otero cubierto de musgo que había junto al camino, y Cato se levantó a regañadientes para obedecer. Puso un pie con cuidado sobre la superficie verde para saber si aguantaría su peso.
—¡No hagas el tonto, muchacho! —le dijo crispado—. Levántate.
Con los brazos en cruz para controlar su caída, Cato se levantó poco a poco. La superficie bajo el musgo era sorprendentemente firme, y Cato se irguió para contemplar el paisaje inquietante que tenían delante. Al frente, el camino bajaba en pendiente y desaparecía entre una ciénaga inmunda. Incluso a primera vista, era evidente que la carreta no podía seguir avanzando. A Macro no le gustaría oír aquello.
—¿Ves algo parecido al tronco que buscamos?
—No, señor.
—¿Y eso de allí? —Macro señalaba hacia un espacio despejado de niebla donde había algunos árboles muertos completamente negros y retorcidos.
—No estoy seguro, señor.
—¡Pues presta más atención, maldita sea!
Cato entornó sus ojos, pero era difícil distinguirlos bien, y la niebla volvía a cerrarse alrededor de los árboles otra vez. Se incorporó hacia delante para ver mejor. Con un crujido apagado, la tierra del musgo se vino abajo y Cato cayó de cabeza al suelo del camino con los brazos extendidos. Se dio un buen golpe, que casi le dejó sin respiración unos momentos.
—¿Estás bien? —Macro se inclinó para ayudarle a levantarse.
—Sí, señor.
—Cato —le dijo Macro con una sonrisa—, he llegado a conocer soldados patosos en mi vida, pero tú…
—No fue culpa mía, señor. El maldito suelo cedió.
—Ya. —Macro miró hacia el lugar de donde Cato había caído. Un buen trozo de musgo había cedido para dejar al descubierto una masa de vegetación putrefacta que se desmoronaba.
—Allí, señor. ¿Lo ve? —Se quejó Cato, herido en su orgullo—. Está todo podrido.
Se calló un instante y arrancó por curiosidad un terrón de musgo, y otro y otro, lanzándolos a un lado con afán. Macro sonrió de nuevo.
—No hay necesidad de que te lo tomes tan a pecho.
Cato no le hizo caso y siguió arrancando musgo hasta que aparecieron los restos podridos de un tocón. Cato se puso en pie y miró a su alrededor; había varios montículos cubiertos de musgo a cada lado del camino. Se acercó al más próximo y arrancó el musgo para descubrir bajo él los restos de tocón, y luego miró a Macro con una sonrisa burlona.
—¿Qué demonios haces? —El centurión estaba desconcertado por el comportamiento excéntrico del joven.
—¡Señor! ¿No lo ve?
—Veo que te has vuelto loco de remate.
—¡Son tocones, señor! ¡Tocones!
Cato hizo una pausa, esperando la reacción a sus palabras con una sonrisa de lado a lado en su rostro salpicado de fango. Macro no pudo evitar sentir cierta ternura hacia el chico. Cato parecía un niño pequeño: era imposible enfadarse con él.
—¿Tocones? —Respondió Macro—. Sí, ya veo que son tocones. Seguramente cortaron los árboles para usarlos en el camino.
—¡Exacto, señor! Exacto, los cortaron. ¿Cuántos diría que hay?
Macro miró a su alrededor.
—Unos diez o doce, más o menos.
—¿Cree que diez o doce árboles bastan para formar un bosquecillo?
Macro se lo quedó mirando y sintió un escalofrío en la nuca que reconoció de otras veces.
—¡Todo el mundo en píe!
Los legionarios, cansados y sucios, podían haber mostrado incluso menos entusiasmo ante la idea de hacer un esfuerzo, pero se levantaron.
—El optio cree que estamos en el lugar correcto. Empezad a buscar los restos del carro a los lados del camino.
Los legionarios miraron la gris y lúgubre ciénaga que les rodeaba, y luego al centurión, a la espera de indicaciones más útiles.
—¡Vamos, empezad! —Dijo Macro con firmeza—. ¡No va a aparecer por su cuenta!
Sin esperar a los demás, el centurión empezó a arrancar terrones de musgo del montículo más próximo a un lado del camino. Los otros hicieron lo mismo a desgana, y pronto, el montículo estuvo completamente deshecho. Los legionarios fueron lanzando al aire terrones de musgo y tierra y se ensuciaron todavía más. El sol descendía poco a poco, y cada vez perdía más fuerza entre la niebla posada en la vasta extensión cenagosa. Los legionarios no habían encontrado nada, y fueron sentándose uno a uno para investigar los restos negros y marrones de turba y madera podrida, todo cuanto habían obtenido de su esfuerzo. Macro dejó que se detuvieran sin pronunciar palabra y se puso de cuclillas para lanzarle a Cato una mirada acusadora.
—Yo sólo he dicho que podría tratarse del lugar que buscamos —dijo Cato con un tono de culpabilidad—. Es decir, que es una suposición razonable, teniendo en cuenta cómo están las cosas.
—¿Una suposición? —murmuró Pírax crispado—. ¡Antes parecías muy seguro de lo que decías, maldita sea!
—Tal vez me equivocara —Cato se encogió de hombros—. ¿Pero dónde, sino, puede estar el carro? No puede haber avanzado en el camino y, por otro lado, ¿cuántos más árboles hemos pasado? Ninguno. Tiene que estar cerca.
—¿Dónde, entonces? —Macro extendió un brazo para mostrar las excavaciones—. Ya hemos buscado.
—Entonces aún no lo hemos encontrado.
—¡Mierda! —Pírax se puso en pie furioso—. Mira, centurión, es obvio que el carro no está aquí. Cualquier idiota se daría cuenta. O lo pasamos de largo, o nunca ha estado enterrado en este lugar. ¿Por qué no volvemos con la legión?
Los demás legionarios murmuraron en señal de apoyo.
Macro miró al suelo y reflexionó un momento antes de ponerse en pie.
—No. Al menos, no todavía. El muchacho tiene razón. Si ese carro existe, ha de estar aquí. Descansaremos y volveremos a cavar. Si al anochecer no hemos encontrado nada, volveremos.
Pírax soltó una maldición y escupió a los pies de Cato con el puño cerrado.
—Es mi decisión, Pírax —intervino Macro con severidad—. Siéntate y descansa. Es una orden. ¿Me has oído?
Pírax se quedó mirando fijamente al optio sin decir nada. Luego se volvió hacia Macro y asintió con la cabeza.
—¡Te he preguntado si me has oído!
—¡Sí, señor!
—Bien, pues siéntate.
Tras mirar antes al optio, Pírax se dio la vuelta y se sentó junto a los otros legionarios, que también miraban a Cato con rabia.
Era más de lo que Cato podía soportar en ese momento, y se fue andando hasta el borde de la ciénaga para evadirse de la hostilidad que se cernía sobre él. Los restos de un árbol joven sobresalían de la superficie pantanosa al borde del montículo y colgaban formando un ángulo con el sendero. Con un suspiro de frustración, Cato fue a reclinarse contra el árbol para intentar distraer sus pensamientos y contemplar el paisaje que tenía delante. En cuanto su cuerpo se apoyó contra el tronco, éste cedió con un fuerte crujido y cayó sobre la hierba a la orilla del montículo. Por un momento, Cato casi se cayó otra vez, pero recuperó el equilibrio con un movimiento ágil.
—¡Cato! —Gritó Macro—. ¡Maldita sea! ¿Es que no puedes estar de pie sin caerte cada dos por tres? Te juro que he visto marineros borrachos menos patosos que tú.
—Lo siento, señor. Pensé que el árbol aguantaría mi peso.
—¿Qué árbol? —Preguntó Macro al mirar entre la hierba hacia donde señalaba el joven—. Eso no es un árbol.
Se agachó para examinar la larga vara de madera. Bajo el liquen, la suciedad y el musgo, la madera era demasiado fina y regular para ser un árbol. Limpió el extremo de la vara y apareció una chapa de hierro. Frotó un poco más y apareció una abrazadera de hierro de unos treinta centímetros, con dos mangos a cada lado del palo.
—Muy bien, Cato —empezó a decir—, puede que no seas el tipo más hábil que haya pasado por la legión, pero tu torpeza tiene sus buenos momentos. ¿Sabes qué es esto?
Cato negó con la cabeza, algo desconcertado ante la idea de que el árbol pudiera tener una pieza de hierro.
—Es el extremo de la vara de un carro. Y donde hay una vara de carro, debe haber un carro. Veamos.
Macro cogió la vara de madera, la alzó en alto y la siguió con la vista hasta donde desaparecía entre el cieno. Tiró de ella para ver qué sucedía, pero, pese a que la vara subía y bajaba, había algo que la sujetaba en la base. Macro la dejó caer en la hierba y se dio la vuelta para dirigirse a los otros legionarios, que le observaban con una curiosidad cansina.
—¡Por última vez, muchachos! En pie. Parece que al final el optio estaba en lo cierto. Sabía que podía confiar en él.
De no ser porque atacar a un oficial de rango superior se consideraba una gran infracción, Cato le habría pegado.