El sol de poniente se vertía sobre la cubierta y recortaba la silueta del mástil y las jarcias de la embarcación militar. En la proa, un marinero echaba una pesada cuerda por la borda para medir la profundidad. El barco avanzaba, con lentitud canal adentro cuando el capitán ordenó colocar dos rizos más en la vela. Mientras los marineros trepaban por las jarcias y el peñol, Cato se acercó cuidadosamente a la base del bauprés.
Cato había empezado a marearse tan pronto habían zarpado de Gesoriaco y el barco había empezado a mecerse en el vaivén de las aguas del canal. Se había encontrado con varios hombres en la borda para vomitar en el mar espumoso por el que avanzaba el navío. Macro se dio el gusto de comerse unos pasteles que había comprado en el mercado del puerto poco antes de embarcar. No pudo resistirse a ofrecer el último al optio, y soltó una carcajada al ver la mirada de odio que le dedicó el muchacho ante la invitación.
Tan pronto la nave entró en las aguas abrigadas del fondeadero, Cato empezó a sentir que las náuseas remitían y, sin soltar el estay, miró hacia el frente, donde la flota invasora estaba anclada. Cientos de barcos abarrotaban la reluciente superficie del mar: los elegante navíos de guerra con almenas que descollaban sobre las hileras de remos a cada lado, los enormes buques de transporte de tropas de bajo calado se bamboleaban cerca de la orilla, y las embarcaciones más pequeñas que llevaban suministros y equipo procedentes de Galia.
Los legionarios se agolparon junto a las bordas para ver mejor la escena, para exasperación de los marineros, que los apartaban y maldecían, pues aún tenían que dirigir el barco, que entraba pesadamente entre la brisa. La isla de Britania, misteriosa y siempre envuelta en niebla, con costumbres tan distintas de las romanas, se les revelaba con una costa sombría en el calor de un día de verano. La expectación de los hombres devino entonces decepción al ver las granjas, el campo y el paisaje que desaparecía tierra adentro entre la niebla. Por todas partes había pequeñas columnas de legionarios, y más allá se veía el tenue rastro de polvo de la retaguardia de las dos primeras legiones, que seguían avanzando isla adentro.
Durante los dos últimos días, los hombres sólo habían oído algún que otro detalle sobre los progresos de la invasión. La tripulación del barco que había vuelto para formar parte de la segunda división sólo había dicho que las dos primeras legiones habían desembarcado sin problema. Cato vio que no había indicios de lucha violenta, ni hogueras funerarias para los compañeros caídos, ni grupos de enemigos; no había ni rastro de los britanos. Era difícil de creer. Las crónicas de César hablaban del terrible peligro que suponía invadir Britania, así como de la fuerte resistencia del enemigo durante el primer desembarco, que esperó a los romanos en la playa y casi los venció en un enfrentamiento sangriento en la costa. En cambio, esta vez aquello se parecía más a los ejercicios anfibios con los que Plautio había instruido a sus soldados en la costa de Galia dos semana antes: muchos romanos, pero ni un solo enemigo.
A un grito del capitán, el barco cambió el rumbo. Colocaron la vela mayor en ángulo con la cubierta, y la proa se meció en medio del canal. Los barcos se detuvieron en un espacio en la línea de barcos cerca de la costa señalada con grandes gallardetes rojos que se fueron izando lentamente en la brisa. Unos cuantos barcos cargados con elementos de la segunda legión ya habían desembarcado, y Cato vio a un grupo de jinetes dirigirse hacia la playa y hacia un prado junto a ésta. Se trataba de Vespasiano y su destacamento, que se disponían a señalizar la zona donde se reuniría la segunda legión para pasar la noche antes de trasladarse tras la llegada de la vigésima y novena legiones.
Aunque Cato no se uniría a ellos, pensó el muchacho con un repentino escalofrío de miedo y excitación. Él formaría parte de un reducido destacamento al mando de Macro para desempeñar una misión especial, mientras el resto de la legión debería enfrentarse al enemigo. Pero el centurión aún no les había confiado los detalles de la misión, y estaba sentado lejos de sus hombres, en la popa del navío, inclinado sobre el mar cenagoso. Escupió en el agua, se dio la vuelta y vio que su subordinado le miraba. Esperó un momento y se dirigió hacia la proa abriéndose paso entre la multitud apiñada en la sección central del barco.
—Al final resulta que no es tan aterradora, ¿no? —Señaló la costa con la mano.
—No, señor —contestó Cato—. De hecho, es bastante agradable. Parece que tiene buenas tierras de labranza para cuando nos asentemos.
—¿Y qué sabrá un chico de palacio sobre agricultura?
—No mucho —admitió Cato—. Lo poco que sé es por Virgilio. Hace que la agricultura parezca algo fascinante.
—Algo fascinante —le imitó Macro—. La vida en el campo es muy dura…, no tiene nada de poético. Sólo a un tipo de ciudad que viene a hacer la visita de turno a sus fincas puede parecerle fascinante —Macro se arrepintió enseguida de la severidad de sus palabras y sonrió al darle una palmadita en el hombro—. Perdona, eso ha estado fuera de lugar. Es que tengo muchas cosas en la cabeza.
—¿Qué cosas, señor?
—Cosas que sólo atañen a personas de rango superior al tuyo. Lo siento, Cato. No puedo decir nada hasta que no estemos lejos de la legión. Son órdenes.
—¿Y órdenes de quién?, me pregunto —dijo Cato en voz baja—. ¿De nuestro comandante? ¿O de Narciso, quizás?
—No vas a sacarme nada. No puedo decirte ni una palabra. Ten paciencia. Pensaba que al menos ya habrías aprendido eso en el ejército.
Cato frunció el ceño y dirigió la mirada hacia fortificaciones que se alzaban en la playa y alrededores.
Vespasiano había dado la orden estricta de guardar en secreto el objetivo de la misión. De los once hombres que Macro había seleccionado para ésta, sólo se le había dicho a Cato, y aun así, sólo sabía que le habían destacado para desempeñar una peligrosa labor. Mientras Macro observaba la costa cada vez más próxima, recordó la noche anterior en la tienda de Vespasiano, a la luz de la lámpara de aceite, entre el golpeteo de la lluvia sobre la lona.
—Te hará falta una carreta para el viaje de vuelta.
—Sí, señor.
—Así que procura conseguir una de la flota de transportes… Encargaré a alguien para que haga las gestiones necesarias. —Vespasiano apuró su copa y observó al centurión—. Confío en que entiendes la importancia que tiene esta misión.
—Sí, señor. Con esa cantidad de dinero le hace falta alguien en quien poder confiar, señor.
—Sí, sí, claro —asintió Vespasiano—. Pero no se trata sólo de eso. El emperador necesita todo el oro y plata que pueda encontrar. Lo único que le mantiene en el poder en estos momentos es el apoyo del ejército, y, en concreto, esos cabrones ambiciosos de la guardia pretoriana. Claudio mantendrá el poder mientras haya dinero con el que pagar a las tropas. ¿Entiendes?
—Sí, señor.
—De modo que es fundamental encontrar el arcón —Vespasiano prosiguió con un tono más enfático—, y los hombres que has seleccionado no deben saber nada en absoluto. Es posible que los enemigos del emperador ya se hayan enterado de esto, y es preferible no llamar demasiado la atención. Si esta información llega a oídos equivocados, no seréis los únicos en busca del arcón. Antes debéis localizarlo. Creo que los nativos ya supondrán bastante peligro para no tener que preocuparos de los nuestros.
—¿Me permite preguntar de quién en concreto no tengo que preocuparme, señor?
Vespasiano negó con la cabeza.
—Sospecho de algunos de nuestros compañeros de armas, pero ahora mismo no tengo pruebas.
—Ya veo.
Macro lo veía claramente. Era evidente que aquella misión tenía un segundo objetivo: desenmascarar a los miembros de la legión que suponían una amenaza para el emperador, aunque para ello fuera necesario utilizarle a él y a sus hombres de cebo.
—¿Y qué pasará cuando…?
—Qué pasará si…
—¿Si nos encontramos con ellos? ¿Qué ocurriría entonces, señor?
—Me demostrarías que escogí al hombre adecuado para el trabajo. Saldrás beneficiado en un caso o en el otro, y te prometo que yo y el Emperador seremos generosos contigo.
Macro abrió un poco la boca como muestra de agradecimiento. Entonces sería una misión sumamente peligrosa, pero le pagarían bien si seguían el sencillo plan que Vespasiano había diseñado. Demasiado sencillo, reflexionó Macro. Tendría que conducir a un destacamento de pocos hombres al sur de las marismas, lejos de la protección del cuerpo principal del ejército. Tendrían que evitar todo contacto con los nativos y los exploradores del ejército romano. Una vez en las marismas, tendría que seguir el mapa que Vespasiano le había proporcionado para ayudarle a localizar los restos del carro hundido en un cenagal hacía casi cien años. Una vez encontrado el carro, el destacamento tendría que recuperar el arcón y cargarlo en la carreta, y volver hasta la legión, donde deberían entregarlo al legado en persona. El arcón no debería abrirse bajo ninguna circunstancia. La visión del tesoro que encerraba podía corromper la mente de los legionarios. Y si no había bastante con tener que enfrentarse a la curiosidad de sus hombres, tenía que abrirse camino en territorio enemigo, tal vez tendrían que enfrentarse a nativos, y a romanos que formaban parte de un entramado político.
—¿Hay algo más que quieras saber, centurión?
—Una cosa, señor. ¿Qué ocurre si no conseguimos localizar el carro?
—Ni se te ocurra pensarlo —le advirtió Vespasiano.
—Ya.
El legado se alegraba de que Macro no fuera consciente. Si la misión fracasaba, el arcón se quedaría en las marismas, a la espera de ser localizado por alguien. Nada le garantizaba que el mapa original que le había dado Narciso fuera el único, y ahora que le había confiado una copia a Macro, nada le garantizaba que no se fueran a hacer más copias. Si la misión fracasaba, no era conveniente tener un puñado de soldados por las marismas con la mínima idea de lo que había bajo el cieno. Pero ya había pensado en eso.
—¿Es todo, centurión? —preguntó Vespasiano, y Macro asintió—. Pues más vale que empieces a preparar a tus hombres. No volveremos a hablar hasta que no vuelvas a la legión con el arcón.
—Sí, señor.
—Buena suerte. Y adiós.
Al salir de la tienda, Macro dobló el mapa y se lo metió dentro del arnés; estaba algo incómodo por el tono tajante con el que el legado le había despedido. Pero la misión ya estaba en marcha, no había vuelta atrás.
El capitán del barco gritó a la tripulación que soltaran las escotas y recogieron la vela que quedaba. El navío tenía bastante espacio para avanzar deslizándose en el agua a poca distancia de la costa, y en la cubierta se sintió un temblor. Desde popa, el capitán ahuecó las manos y gritó:
—¡Rampa de desembarque!
Los legionarios se apartaron para que los marineros pudieran sacar una rampa larga llena de bisagras, y desplegarla a pocos metros de la orilla. Un marinero dio la señal y soltaron la rampa, que cayó sobre el agua con un fuerte estrépito. Entonces atravesaron la parte trasera de la rampa con dos barras de hierro que se clavaron en dos cavidades de la cubierta del barco.
—¡Aquí está! —El capitán dio a Macro una fuerte palmada en el hombro—. Un servidor ya os ha transportado al otro lado del océano sanos y salvos. Espero que hayáis tenido un buen viaje.
—No ha estado mal —contestó Macro sin entusiasmo.
Al igual que muchos soldados, Macro pensaba que la tierra era el lugar que correspondía a los hombres, y el mar, a los peces e idiotas que se molestaban en cruzarlo.
—Gracias de todos modos.
—Ha sido un placer. Procurad darles una paliza a esos britanos.
—Se hará lo que se pueda.
—Ahora le agradecería que hiciera desembarcar a sus hombres. Volvemos a Galia enseguida. Esta noche hay que traer algunos caballos de una cohorte siria.
—¿Esta noche? —Macro se extrañó—. Pensaba que si podíais evitarlo, los marineros nunca viajabais de noche.
—Por lo general, no —el capitán esbozó una sonrisa afable—. Pero nos pagan por hacerlo y el dinero no nos sobra. Así que, si no le importa…
Macro miró a los ojos expectantes del capitán.
—Muy bien, muchachos, ya podéis bajar. Procurad no dejaros nada a bordo o no lo recuperaréis.
En fila de uno, los legionarios descendieron por la rampa de desembarque y, con el agua por la cintura y los pertrechos en alto, avanzaron en tropel hasta la playa. Para cuando Macro y Cato ya habían llegado hasta la zona del agua con guijarros, ya habían recogido la rampa y los marineros hacían fuerza con unos maderos en el agua para empezar a mover el barco.
—¿Por qué tienen tanta prisa? —Cato señaló el barco con la cabeza.
—Dinero.
—¡Qué hombre no haría algo por dinero! —Rió Cato—. Como si fuera lo más importante del mundo.
—Lo es.
La dura expresión del centurión sorprendió al muchacho, que se lo quedó mirando mientras Macro empezaba a gritar órdenes a la centuria. Era normal que estuviera tenso, como todos los oficiales lo estaban tras la lenta desintegración del motín. La espléndida actuación de Narciso había llegado a oídos de todas las legiones, que recibían con hilaridad cualquier imitación improvisada de la fanfarronada del burócrata. Como había pretendido el astuto liberto, todo el mundo había participado en la broma, y el clima de desconfianza y traición pronto se evaporó ante la misteriosa desaparición del tribuno Aurelio y sus colaboradores. Plautio había favorecido la situación invitando al séquito de jefes y príncipes britanos exiliados a contar historias sobre las riquezas que les esperaban en Britania: oro, plata, esclavos y mujeres que esperaban ser rescatados de los salvajes ignorantes que se empeñaban en luchar desnudos. Su terrible aspecto (cuerpos pintados y cabellos blancos en punta) y sus constantes alaridos no tenían la menor repercusión en la lucha. Los grandes guerreros de las legiones los vencerían y alcanzarían la victoria sin problema. Durante las semanas previas a la invasión, los legionarios ganaron confianza ante la perspectiva de la lucha, aquello para lo que más preparados estaban.
Poco después de caer la noche, se levantó la última tienda y los hombres de la centuria se sentaron a cenar unas gachas de cebada y algo de pan de Galia que todavía estaba fresco. Las conversaciones que se desarrollaban alrededor de las hogueras eran sobre los progresos de la campaña, que se conocían gracias a la poca información obtenida de los mensajeros y ordenanzas encargados de abastecer a las líneas de vanguardia que volvían del frente. Pese a que el único contacto con el enemigo había sido alguna que otra escaramuza entre exploradores, hasta ese momento los aurigas britanos habían vencido a la caballería romana. Los más veteranos decían malhumorados a los nuevos reclutas que una vez llegara la infantería pesada y se enfrentara a los britanos, aquello sería otra historia.
En la tienda del centurión, Macro daba instrucciones, sin levantar mucho la voz, a los hombres que había escogido para desempeñar la misión que Vespasiano había encargado. Aparte de Cato, había seleccionado a los diez mejores legionarios de su centuria, que, sentados sobre la hierba, escuchaban las explicaciones sobre la tarea especial para la que se les había destacado.
—Como habréis observado algunos, nuestra legión ha sido honrada con la presencia de algunos miembros de la realeza, que se han aprovechado de la hospitalidad de Roma a lo largo de los últimos años debido a algún malentendido con sus súbditos.
Los soldados sonrieron ante aquella descripción de los clientes del Emperador. Sucedía lo mismo en todo el Imperio; los pueblos echaban a los déspotas que les oprimían, y éstos acudían a Roma para abogar en su favor y descubrir que Roma les concedía asilo a un precio muy alto: la eterna obediencia.
—Y así —prosiguió Macro—, uno de nuestros amigos, de nombre Cogidubno, fue algo imprudente en sus comienzos cuando llegó por vez primera a Roma para negociar un tratado. Al parecer, le impresionó tanto lo que vio que prometió entregar su nación al Emperador si el Imperio se extendía hasta Britania. Bien, como podéis observar, ya lo ha hecho. Pero Cogidubno parece haber olvidado aquellas primeras buenas intenciones y espera que Roma le ofrezca un tratado mejor. Para su desgracia, cuando su pueblo lo echó, el carro en el que iban sus documentos personales se perdió en una ciénaga cerca de aquí. Por suerte, los espías del general han descubierto el paradero del carro, y nuestro trabajo consiste en recuperar el arcón con esos documentos y traerlos hasta la legión. Una vez Plautio tenga el documento que acredite la promesa inicial de Cogidubno de vender su pueblo a Roma, el general podrá hacerle cumplir su palabra. Si nos diera algún problema, siempre podríamos amenazarle con hacer ver a su pueblo el concepto que tiene de él. Sería ponerle en un compromiso, ¿no os parece?
Macro hizo una pausa, satisfecho de haber conseguido que aquella invención fuera tan convincente.
—Pero antes hay que recuperar esos documentos. Y ahí es donde intervenimos nosotros. Nos han destacado a los doce para recuperar el arcón.
—¡Señor! —Uno de los legionarios alzó la mano.
—¿Sí?
—¿De verdad esperan que doce hombres se metan en territorio hostil por su cuenta? —El soldado escupió al suelo con desprecio—. Sería una auténtico suicidio.
—Esperemos que no. —Macro les dedicó una sonrisa tranquilizadora—. Vespasiano dice que los exploradores han encontrado poca resistencia desde que desembarcaron las dos primeras legiones. No tiene por qué pasarnos nada si lo encontramos enseguida. Un par de días bastarán.
—¿Cuándo saldremos, señor?
—Esta noche. En cuanto salga la luna.