Pocos días después, las cohortes de las tres legiones amotinadas estaban reunidas en el anfiteatro de turba construido junto al campamento. Plautio y Narciso, que ocupaban el palco junto a Vespasiano y otros oficiales superiores, habían costeado para estas legiones un espectáculo de gladiadores en nombre del emperador. A lo largo del día pasaron por la arena hombres y bestias en una espléndida exhibición de sangre. El vino ofrecido al público había contribuido a la animación del público, que se mostró animado y bullicioso hasta el final.
En la arena, la última lucha de gladiadores llegaba a su inevitable desenlace. Como casi siempre, el reciario había dominado la situación y estaba de pie ante su víctima, con el tridente sobre el cuello del mirmidón, atrapado en la red. El reciario miró a la audiencia para conocer su decisión. A pesar de las pocas posibilidades de ganar, el mirmidón había ofrecido un buen espectáculo y el público alzó su dedo para perdonarle la vida. Narciso vaciló un momento y bajó el pulgar. La multitud le abucheó y se volvió hacia la arena, donde el reciario hizo una reverencia. ¡El muy estúpido! Si los legionarios sospecharan por un momento que todo estaba amañado…, pero habían bebido mucho vino y todos tenían la mente lo bastante embotada para no darse cuenta de la actuación que tenían ante ellos.
De repente, Narciso se puso en pie y, sin previo aviso, saltó del palco para ir hasta el centro de la arena. Alzó las manos para pedir silencio.
Los legionarios no esperaban aquello y enseguida se callaron, llenos de curiosidad, todavía animados. Se oyeron algunos murmullos que fueron acallados por sus compañeros, mientras Narciso esperaba a que se hiciera un silencio absoluto.
—¡Amigos míos! ¡Romanos! ¡Legionarios! ¡Escuchadme! —les dijo con voz solemne—. Todos me conocéis. Soy el secretario del emperador y, si bien no hablo en nombre de Claudio y no soy más que un liberto, me considero tan romano como cualquiera de vosotros.
Al no tener en cuenta la importante distinción entre ciudadano romano y liberto, el público murmuró en señal de desaprobación.
—¡Repito que mi corazón es tan romano como el de cualquier hombre aquí presente!
Al decir esto, se rasgó la túnica y mostró al público su pecho blanco y enjuto. Hubo quien no pudo contener una risilla ante la imagen.
—Y como soy romano en todo menos de nombre, he venido a deciros que yo, Narciso, estoy indignado con lo que veo. ¡La sangre se me hiela al ver cómo hombres a los que considero amigos romanos se alzan en rebelión contra los heroicos generales de Roma, a quienes tenéis el privilegio de servir y a quienes deberíais honrar con vuestras vidas! ¡Lloro al ver cómo un hombre tan grande, un hombre de nuestras más grandes familias…, Aulo Plautio —Narciso tendió la mano hacia el general—, ha de sufrir la vergüenza, el oprobio de semejante alzamiento a traición!
Narciso echó la cara a un lado, la cubrió con la túnica y estalló en sollozos. Algunos hombres ya no pudieron controlar la risa ante el histrionismo del liberto.
Con lágrimas en los ojos, respiró hondo y dio unos pasos precipitados alrededor para encararse a los espectadores.
—¡¡Cobardes!! ¡Sois unos cobardes desagradecidos que osáis haceros llamar romanos! ¡Si no vais a seguir a un hombre valiente y honrado como Plautio, entregad las armas a un hombre que lo hará! ¡Invadiré Britania! ¡Solo, si es preciso! ¡Así que entregadme las armas!
El secretario abrió los brazos implorando a la audiencia que le entregara las armas.
—¡Toma, maldito cretino!
Un legionario se levantó y le tiró su espada a Narciso, que se agachó asustado. Acto seguido, otros hicieron lo mismo, y a la arena empezaron a caer espadas y dagas, al tiempo que Narciso se hizo atrás para protegerse, se pisó el borde de la túnica y cayó al suelo. Los legionarios se rieron a carcajadas.
Vespasiano sonrió y se controló para no reír al ver cómo el secretario volvía a caer. Rojo de furia y vergüenza, Narciso se puso de pie y agarró una de las espadas.
—¿Os reís de mí? ¿Osáis reíros de mí? Soy el único que está preparado para la lucha. No estoy sentado sobre un culo gordo sin hacer nada. ¡Soy el único aquí presente digno de llevar la espada y el águila gloriosa en la lucha contra las hordas bárbaras!
Algunos hombres lloraban de la risa ante el patético espectáculo, y Narciso se abalanzó hasta el frente del escenario para blandir la espada hacia ellos, calculando mal el golpe. El impulso le hizo dar vueltas y la espada se clavó a sus pies en la arena. Intentó recuperar el aliento entre resuellos.
—Mi naturaleza es débil por servir tantos años a Roma y, aun así, yo me enfrentaría a lo que vosotros teméis. ¡Y os hacéis llamar romanos! No debería pediros que volvierais con vuestros oficiales. Ni siquiera debería molestarme. No…, os ordeno que este motín llegue a su fin. ¡Os lo ordeno!
Aquello fue demasiado para las tropas, que se desternillaban de risa. Entre la multitud, se oyó una voz gritar «¡Saturnales! ¡Saturnales!». Otros legionarios vocearon el nombre de la fiesta popular según la que los rangos sociales se invertían, y enseguida se extendió al resto del público, que empezó a lanzar a la arena todo tipo de cosas. Narciso agitó el puño y soltó un grito inaudible de desafío, para luego dar media vuelta y salir corriendo del escenario. Los legionarios siguieron gritando «¡Saturnales!» hasta que Narciso abandonó la arena. Entonces la multitud empezó a dispersarse poco a poco para salir del anfiteatro, de vuelta al campamento principal.
—Bueno, espero que haya surtido efecto —dijo Plautio.
—Ha sido una excelente forma de fomentar el espíritu de equipo —opinó Vespasiano en tono reflexivo—. Será interesante ver si Narciso ha logrado avergonzarlos y les hace volver a su trabajo. ¿Puede imaginarse cómo reaccionará el resto del ejército cuando corra la voz de que un liberto se ha dirigido a ellos de esa manera? Y ahora, si me permite, señor.
—¿Qué? Oh, sí, claro. Toma lo que quieras. Yo también necesito beber algo.
Vespasiano descendió hasta las rejas de separación que había a un lado del anfiteatro.
—¿Alguien ha visto al secretario imperial?
—Aquí estoy —se oyó un voz, y Narciso salió de un rincón oscuro—. ¿Estoy fuera de peligro?
—¡Justo a tiempo! —Exclamó Vespasiano—. Una actuación ejemplar.
—Gracias.
—Sólo por curiosidad; ¿hay algo por lo que no te humillarías para favorecer tu causa?
—¿Mi causa? Esa humillación que acabas de presenciar no ha sido por mí. Lo he hecho por el emperador y por Roma. Un día aprenderás, Vespasiano —añadió Narciso con severidad—. Un día te darás cuenta de que lo único que mantiene en pie un estado son los burócratas que están dispuestos a tragarse la mierda para que siga en pie. Tal es la magnitud de su compromiso. Y la magnitud de su éxito reside en que nunca serán mencionados por los historiadores. Vale la pena que lo recuerdes.
—Lo recordaré. Pero, dime, ¿qué te hizo pensar en esta estrategia?
—Corren tiempos cínicos —contestó Narciso—. Una llamada al patriotismo demasiado directa estaba sentenciada al fracaso, así que hacía falta un acercamiento distinto. Pido a los dioses que con esto sea suficiente. ¿Crees que funcionará?
—Habrá que esperar.
—Sí. ¿Puedo quedarme en tu campamento esta noche?
—Nadie más te acogería —dijo Vespasiano con una mueca—. ¿Quieres una escolta para ir hasta allí?
—Antes debo hablar con alguien. Hay un asunto sin importancia que debo zanjar. Hasta luego.
El secretario se cubrió la ropa rasgada con una túnica militar y se dirigió hacia la entrada principal del campamento. Vespasiano volvió a su tienda e hizo llamar a Macro.
Poco después tenía cuadrado ante su mesa a un centurión que se había vestido a toda prisa.
—Centurión Macro, en vista de las cualidades que has demostrado tener para la lucha y para la discreción en la misión de escolta, el jefe imperial y yo te hemos designado para un trabajo concreto en Britania…
El ambiente festivo que siguió a lo sucedido aquella tarde en el anfiteatro se mantuvo hasta entrada la noche, hasta que el desenfreno de los soldados agotó la bebida en todo el campamento, y todo el mundo se fue a dormir la borrachera. Hubo quien no fue capaz de andar hasta su tienda y se quedó dormido en cualquier rincón. De modo que pocas horas antes del amanecer, pocos quedaron para presenciar lo que sucedería.
Un pequeño destacamento de centuriones con un carro, encabezados por Vitelio y Pulcher, fue arrestando por todo el campamento a los soldados cuyo nombre aparecía en una lista que Narciso había elaborado. La mayoría de ellos eran veteranos que habían luchado en el ejército durante los últimos años del reinado de Augusto y despreciaban el declive moral que siguió con la llegada al trono de Tiberio, primero, y de Calígula después. La mayoría estaban demasiado cansados o borrachos para resistirse a ser arrastrados fuera de sus tiendas. Pulcher se encargaba de atarlos bien antes de lanzarlos a la parte trasera del carro. Cuando uno de ellos intentó gritar para pedir ayuda, Pulcher lo degolló y amenazó a los demás con hacer lo mismo si se les ocurría abrir la boca. Y así, cuando el sol empezaba a iluminar el este, la pequeña procesión salió del campamento para dirigirse hacia un bosque lo bastante lejano para que nadie pudiera oírles.
Mientras Vitelio volvía a encontrarse con Narciso para informarle, hicieron bajar a los soldados prisioneros del carro y los dispusieron en una fila irregular. Se arrodillaron temerosos de Pulcher, al que no perdían de vista en su ir y venir a lo largo de la hilera, con una sonrisa aterradora que le descomponía la cara cicatrizada. Una vez acabada de formar la fila, Pulcher desenvainó su daga con tranquilidad.
—Muy bien, traidores, ya os habéis divertido bastante. Ahora me toca a mí. Quiero nombres. Quiero saber quién os da órdenes desde Roma. Como supongo que muchos no sabréis nada, me da igual. Si me dais nombres viviréis; si no, moriréis. Así de claro.
Pulcher se acercó a un veterano canoso al final de la fila.
—Tú primero. ¿Algún nombre?
El hombre apretó los labios y escupió en la cara de Pulcher. Sin vacilar un segundo, éste lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. La daga le segó la garganta y un chorro de sangre se vertió sobre el suelo. Pulcher lo soltó y el soldado se desplomó, se estremeció, y dejó de moverse.
—Muy bien, ¿quién será el siguiente?
Poco después de salir el sol, Pulcher volvió al campamento de la segunda legión para encontrarse con el tribuno Vitelio. Le dio una tablilla de cera con una lista de nombres. Vitelio pasó el dedo por la lista con una expresión sombría (había pocas sorpresas), hasta que detuvo el dedo.
—¿Estás seguro de éste? —preguntó con firmeza.
—Eso dijo aquel hombre.
—Eso explica cómo se enteró tan pronto la oposición de la visita de Narciso. ¿Quién te dio este nombre?
—Aurelio, el tribuno superior de la novena. Tiene buenos contactos en Roma.
—Eso ya lo sé, gracias —respondió Vitelio irritado—. Imagino que no hay posibilidad de hablar con el tribuno Aurelio.
Pulcher negó con la cabeza.
—Usted dijo que debía eliminarlos. Me temo que he sido tan aplicado como siempre.
—Lástima. Me habría gustado confirmar este nombre personalmente. Pero tendremos que fiarnos de la información que nos dio Aurelio.
—¿Debernos comunicárselo a Narciso?
—No. Creo que no. Al menos, por ahora.
—De acuerdo. Entonces será mejor que vuelva al bosque. Tengo que cavar un rato.
Bajo el sol de media mañana, los centinelas de la entrada principal al campamento vieron salir un carro del inmenso bosque que se extendía, a lo lejos, de la costa hacia el interior. El carro iba escoltado por un par de adustos centuriones, y Pulcher silbaba contento desde el lado del auriga. Al entrar en el campamento, los centinelas no vieron más que unos picos y unas palas, y una mancha oscura sobre los tablones de madera.