—¡Cato! ¿Cómo demonios has entrado aquí?
—He venido a traer un informe para mi centurión al cuartel general, mi señora. Me he perdido buscando la salida, y aquí estoy.
Flavia se rió y se levantó del suelo. Había estado ocupada preparando un arcón de campaña para su marido y el suelo de madera estaba lleno de pilas ordenadas de ropa bien plegada.
—Tienes un aspecto horrible. ¿Has pasado una mala noche?
—Sí, mi señora. Fui hasta Gesoriaco.
—Los jóvenes nunca aprenderéis. Pero no me creo que hayas venido hasta aquí para darme explicaciones. ¿Quieres ir a ver cómo avanza la construcción de la guardería que he mandado hacer para Tito?
—¿Señora?
—He puesto a Lavinia al mando de algunos esclavos para arreglar el cuarto. Quiere hablar contigo. Y creo que a ti no te importaría volver a verla —Flavia le guiñó un ojo—. Ve y déjame seguir con esto. Sal por ese faldón, es la tercera a la izquierda. Ah, y procura que nadie te vea aquí dentro.
Varios pensamientos le asaltaron al salir en la dirección que le había indicado Flavia. Pese a estar desesperado por ver a Lavinia, todavía había preguntas sin contestar sobre aquella noche en la tienda del legado. Tenía que saber si la joven había hablado con alguien sobre él. No había duda de que Flavia sabía que había estado allí, pero ¿alguien más? Cato se detuvo ante la entrada del que sería el cuarto de juegos de Tito.
Se armó de valor y entró. El lugar estaba lleno de juguetes y ropa de niño. Entre el desorden había varios esclavos de Flavia agachados, esforzándose por crear un lugar agradable para jugar. Sentada a un lado del cuarto, Lavinia pintaba risueña una granja de animales sobre una pequeña mampara. No había visto a Cato, y saltó cuando él la llamó.
—Mira qué me has hecho hacer —le dijo riendo, señalando con el pincel la mampara—. Le he pintado una cola en la cabeza a mi vaca.
—¿Es una vaca? —Cato habría jurado que era un caballo.
Lavinia se dio la vuelta hacia él. Por un instante, puso una cara seria y a él le dio un vuelco el corazón. Luego ella extendió los brazos para cogerle las manos y le sonrió.
—Estaba preocupada por ti después de saber lo del centinela.
—¿Por qué no regresaste?
—No pude. Cuando entré en mi cuarto, mi señora Flavia me dijo que me necesitaba; dijo que Tito estaba enfermo. Yo no vi que le pasara nada malo, pero me dijo que me quedara con él mientras ella iba a buscar alguna medicina. Para cuando volvió, todo el mundo gritaba. Me alegro de que te marcharas antes de que tuviera lugar aquel suceso tan desagradable con el centinela. No sabes lo preocupada que he estado. Me sentía muy mal por haberte dejado solo en la tienda. Lo siento mucho, de verdad que lo siento.
Cato le apretó las manos.
—No pasa nada. Me alegro de que estuvieras a salvo. Cuando aquel hombre entró en la tienda, temí que te lo encontraras de cara al volver. Creo que te habría matado.
—¿Había otro hombre?
—Claro. ¿No creerás que yo ataqué al centinela?
—No…, pero ¿quien, si no?
—No lo sé. Cuando me descubrió en la tienda, fue a por mí. Grité pidiendo ayuda y, cuando entró el centinela, aquel hombre lo atacó y desapareció. Yo salí de allí lo más rápidamente posible.
—Vaya.
—En fin, me alegró tanto saber que estabas bien cuando te vi bajar de los carros.
—¿Te alegraste? ¿De verdad?
—Por supuesto.
—Eres un encanto —Lavinia se incorporó y le dio un beso en los labios—. Te preocupas por mí, ¿verdad?
Él no contestó y le devolvió un beso más largo; su corazón empezó a palpitar contra el suave calor de sus pechos. Cuando se despegaron sus labios, la miró a los ojos y se sintió un poco rastrero por lo que iba a preguntar:
—¿Ha identificado a alguien el centinela?
—Está muerto. Murió en Durocortoro. Mi ama lo ha sabido esta mañana. Nunca llegó a decir nada…, así que estás a salvo.
—¿Hay alguien más, aparte de Flavia, que sepa que yo estuve allí aquella noche?
—No. Pero el legado sabe que yo estuve allí. Encontró mi lazo.
—¿Qué le dijiste? —Cato sintió un escalofrío.
—Le dije que iba a encontrarme con otra persona y, como no llegó a aparecer, me fui a la cama. Es todo lo que le dije. Lo juro.
—Te creo. ¿Con quién dijiste que te ibas a encontrar?
—Con el tribuno Vitelio.
—¿Por qué él? —Cato se sintió algo incómodo al involucrar a Vitelio en aquel asunto.
Le vino a la mente una imagen de Vitelio dando órdenes entre las llamas del poblado germano. Era un golpe bajo ponerlo bajo sospecha.
—Porque mi ama así me lo ordenó. Al parecer, a su marido no le gusta el tribuno y cree que es algo sospechoso. Ella dijo que era la alternativa más natural.
—No parece muy correcto —empezó a decir Cato, pero Lavinia lo atrajo hacia sí y volvió a besarlo.
—¡Calla! No importa mientras nadie sospeche de ti. Eso es lo único que a mí me importa.
Lo condujo a una parte escondida entre cortinas que hacía las veces de vestidor y añadió:
—No tenemos mucho tiempo y tenemos que ponernos al día.
—Espera. ¿A qué te refieres con que no tenemos mucho tiempo?
—Mi ama volverá pronto a Roma y me llevará con ella.
Cato sintió desfallecer.
—Intentaré esperarte en Roma —dijo ella en tono cariñoso.
—Puede que nunca vuelva. Y aunque no sea así, puede que pasen años.
—Puede…, o puede que no. De uno u otro modo, no podemos hacer nada al respecto —Lavinia le tomó la mano suavemente—. Falta poco para separarnos, así que ven conmigo.
—¿Y qué hay de ellos? —Cato señaló con la cabeza a los otros esclavos.
—No nos echarán en falta.
Tiró de Cato y pasaron al dormitorio de Tito, situado tras unas cortinas que corrieron al entrar. Sobre las tablas del suelo había dispuesto un lecho improvisado de mantas sobre el que Lavinia echó delicadamente a Cato. Acostado sobre el suelo, el corazón le latía; sus ojos se deslizaron por el cuerpo de la muchacha hasta llegar a las manos que levantaban la túnica que la cubría.
—Dime —dijo Lavinia—, ¿dónde nos habíamos quedado?