Mientras los hombres de la sexta centuria observaban cómo el resto de la legión se instalaba, Cato abandonó la fila de tiendas y se apresuró entre la multitud de soldados, animales y carros de transporte, y se dirigió hacia la zona donde se situaba el cuartel del legado. El personal del cuartel general y los carros asignados a Vespasiano estaban adentrándose en la zona junto a la tienda destinada a los vehículos. Dado que el verano no tardaría en llegar y la legión sólo acamparía durante dos meses antes de la invasión, el personal administrativo del ejército había señalizado el campamento para el levantamiento de tiendas, más que de barracones.
Cato se mantuvo a una distancia suficiente de los carros para evitar llamar la atención, y buscó algún indicio de Lavinia. Los arrieros conducían los carros entre resoplidos y quejas. Los pasajeros bajaban de éstos para iniciar el pesado proceso de descargar los arcones de viaje para trasladarlos a las grandes tiendas que los legionarios estaban montando. A Cato se le iluminaron los ojos al ver los carros de Vespasiano, y su mirada desesperada y expectante dio con la gratificante visión de Lavinia bajando del carro particular del legado con Tito en brazos. Cato se controló para no saludarla o llamarla, y trató de pasar desapercibido entre los legionarios que trabajaban con esfuerzo. Observó a Lavinia seguir a su dueña: ambas entraron en una tienda que ya estaba levantada. Cato se quedó mirando la entrada de ésta un buen rato antes de irse andando poco a poco.
Merodeó por la legión hasta el anochecer, cuando llamaron para la cena y se dio cuenta de que tenía hambre. Al mediodía no había comido, pues estaba nervioso ante la inminente llegada del resto de la legión con Lavinia y el centinela herido; era una mezcla extraña de pena y terror que resultaba algo dolorosa. Cuando volvió a su centuria, el sol se había puesto y las figuras de hombres y tiendas ya eran indistinguibles contra el horizonte. Se habían encendido hogueras para cocinar, y el aire fresco ya transportaba el olor de guisos. A Cato se le había asignado la segunda guardia y quería tener el estómago lleno antes de empezar las rondas detrás del oficial de guardia, para recoger las señales que cada puesto había dejado en paredes y puertas. Macro, sentado junto al fuego de su sección, rebañaba su plato con pan recién horneado. Miró de soslayo a Cato y le preguntó:
—¿Dónde has estado?
—He ido a dar un paseo, señor.
—Conque un paseo, ¿eh? Imagino que no habrás pasado por delante del cuartel del general.
Cato sonrió.
—Imagino que es esa mujercita. ¿Todavía estás pendiente de esa chica? —Macro meneó la cabeza—. ¿Qué te dije sobre todo este asunto en la base? Un soldado que permite que sus sentimientos empañen sus pensamientos es un soldado distraído, y el ejército no puede permitirse ese lujo. Quítatela de la cabeza, chico. De hecho, tal vez pueda ayudarte con eso. Yo y algunos muchachos vamos a ir a la ciudad más tarde… Me las he arreglado para conseguir un pase para comprar provisiones de cebada para la cohorte. Nos han dicho dónde podemos encontrar una posada modesta, pero agradable, que ofrece algo más rico que la bebida del lugar. Si quieres, reúnete con nosotros una vez hayas terminado la guardia.
—¿Es una orden, señor?
Macro lo miró con dureza.
—Pues que te jodan, enamorado. Sólo intento ayudarte. Pero si prefieres quedarte ahí enfurruñado a tomarte unos tragos con los amigos y olvidar los problemas, estás perdido.
Cato sabía que tenía razón. La respuesta cortante del centurión había sido una reacción impulsiva, y el muchacho lamentaba haberle ofendido.
—Señor, le agradezco su invitación, pero ahora mismo no me apetece acompañarle. No puedo evitarlo.
—No puedes evitarlo, ¿eh? —Le espetó Macro—. ¡Pues haz lo que te dé la gana!
Se puso de pie y se precipitó furioso hacia su tienda, no sin antes dedicarle una mirada iracunda al muchacho.
Mientras esperaba a que se hiciera la hora del cambio de guardia, Cato se hundió en su desesperación. Quizás el centurión estaba en lo cierto. ¿Qué historia de amor podía tener con una chica a la que apenas tenía ocasión de ver? Además, era peligroso relacionarse con ella, dado que podía testificar que él había estado en la tienda del legado aquella noche. Si por cualquier motivo fuera indiscreta, ambos tendrían que enfrentarse a Vespasiano. Y la verdad de lo sucedido sería difícil de creer. Lo mejor que podía hacer era olvidarla, olvidarse del amor y seguir adelante. Tal vez, después de todo, se reuniría con Macro y los demás.
Poco después del cambio de la segunda guardia, cuando todos dormían menos algún que otro desvelado, el centinela de la entrada principal vislumbró a dos personas que se acercaban por el camino en dirección al campamento. Pidió la contraseña y, al no recibir respuesta inmediata, apuntó con la jabalina y les volvió a preguntar.
—¡Tranquilo, soldado! —Gritó una voz—. ¡Somos amigos!
—¡La contraseña!
—¡Somos amigos te digo! Del campamento de al lado.
—¡Guardad la maldita distancia! —les gritó el centinela, algo aliviado al ver que hablaban latín.
—Queremos hablar con tu comandante. Tenemos una autorización firmada por el general Plautio. Déjanos entrar.
—¡No! ¡Quedaos donde estáis! —el centinela más fornido dio un paso atrás y apuntó con la jabalina a las dos figuras, a diez pasos escasos de él. Con la tenue luz del cielo estrellado pudo ver entonces que uno de los hombres era alto y delgado y vestía una capa oscura con capucha. El otro era un hombre gigantesco y llevaba una espada envainada.
—¡Optio! ¡Optio de guardia! ¡Venga, deprisa!
La puerta lateral se abrió y el optio entró con un trozo de pan mojado en vino en la boca.
—¿Qué ocurre? Espero que no sea otra falsa alarma, porque aún estoy comiendo.
—Este hombre quiere hablar con el legado.
—¿Ha dado ya la contraseña?
—No, señor.
—Pues dile que se largue…, a estas alturas deberías conocer las normas.
—Si me permiten interrumpirles… —el hombre más alto dio dos pasos adelante.
—Quédate donde estás, amigo —gruñó el optio.
—Tengo que hablar con el legado —insistió el hombre, y luego se sacó una tablilla de debajo de la capa—. Aquí tenéis: tengo una autorización de entrada firmada por Aulo Plautio.
El optio se acercó con cautela y cogió rápidamente la pizarra que le mostraba y se dirigió a la puerta lateral, donde había bastante luz para leer lo escrito en ella. El pase era auténtico, y el sello circular marcado sobre la cera presentaba el águila de un general. Aun así, el optio contempló la posibilidad de que fuera falso. Dada la rigurosidad que se estaba aplicando a las normas del campamento y las restricciones de entrada y salida, era evidente que el legado y los oficiales superiores estaban nerviosos por algo.
El optio se detuvo a pensar un momento: una persona que traía una autorización de entrada firmada por el propio Plautio debía de ser alguien de alto rango.
—Por favor, espere aquí, señor.
—Tenéis una seguridad digna de elogio —dijo Narciso algo más tarde, al aceptar la copa que le ofrecía Vespasiano—. Fue muy difícil convencer al oficial de guardia para dejarnos entrar a verte, incluso con la autorización del general. Tus soldados se ciñen a las normas.
—Sin normas no habría orden; sin orden no habría civilización; sin civilización, Roma no existiría. —Vespasiano citó de memoria el antiguo adagio y alzó su vaso—. Pero me alegro de que hayas venido, sea por la razón que sea. Tengo que hablar contigo a solas.
—En ese caso, el interés es mutuo.
—¿Y qué hay de éste? —Vespasiano señaló con la cabeza al guardaespaldas, que estaba de pie en la penumbra, quieto y callado.
—Haz como si no estuviera —dijo Narciso—. Aquí dentro estamos seguros, ¿no?
—Por supuesto. Las entradas están bien vigiladas.
—¿Ah, sí? —Narciso dio un trago a su copa y miró a Vespasiano fijamente a los ojos.
—Eso no es lo que me han comunicado mis fuentes.
Vespasiano se ruborizó.
—¿Tu espía te ha informado?
—Me informaron de que un intruso hirió a un centinela. Me dijeron que no robaron nada. Es decir, nada importante.
—Nada —dijo Vespasiano con firmeza, haciendo un esfuerzo por aguantar la mirada de Narciso.
—¿Y qué sucedió?
—Que yo sepa, una esclava tenía que encontrarse con su amante en mi tienda de mando. Él no acudió a la cita, ella esperó un rato y luego se marchó. Poco después, los guardias encontraron a alguien en la tienda, que hirió a un centinela y huyó. Una antorcha cayó al suelo y prendió fuego a la tienda, pero conseguimos apagarlo antes de que causara demasiados desperfectos. Y eso es todo lo que ocurrió.
Sin dejar de mirarle, Narciso tomó otro trago.
—¿Torturaste a la chica?
—No fue necesario.
—¿Ah, no? Algunos oficiales disfrutan de lo lindo con esas cosas.
—Si crees que… —Vespasiano hizo ademán de levantarse y el gigante en la penumbra se adelantó enseguida.
Narciso ordenó con la mano al guardaespaldas que volviera a su sitio.
—No creo nada. Solamente me preguntaba si conseguiste sonsacarle más información.
—Sólo lo que acabo de contarte.
—¿Y el nombre del amante en cuestión?
—Mira, Narciso, yo dirijo mi legión, y si hay que solucionar algún asunto, yo me encargo. Tú no eres más que un liberto y no puedes darle órdenes a un legado. Esto no son las fiestas Saturnales, ¿sabes?
Narciso le dedicó una sonrisa extraña.
—Es curioso que digas eso. Pero no importa…, quiero saber quién es ese hombre.
Vespasiano no contestó enseguida. Por mucho que no le gustara Vitelio, no quería dar una información que pudiera destruir a un hombre que tal vez fuera inocente. Un hombre inocente que podría convertirse en un rival político; o en un aliado. No había nada escrito.
—Será mejor que me lo digas ahora —dijo Narciso en voz baja—, o será Politemo quien te lo pregunte.
—¿Cómo te atreves? —Vespasiano se echó atrás indignado—. ¿Me amenazas en mi propia tienda? ¡Ahora mismo podría llamar a mi guardia y haceros crucificar a ti y a este bruto así! —intentó chasquear los dedos, pero al tener la mano húmeda no pudo.
A Narciso no le pasó por alto el fallo y se dio el gusto de sonreír con satisfacción antes de seguir hablando en un tono más conciliador:
—Me temo que malinterpretas el valor distinto que tenemos tú y yo a los ojos del emperador. Un aristócrata con grandes pretensiones políticas vale diez veces más que un sestercio. Hay quien tiene un talento indiscutible (como tú, por ejemplo), pero son casos aislados de su clase. Tantas generaciones de endogamia no han producido más que idiotas ociosos y arrogantes. Nosotros, el emperador, podemos sustituirte por otro sin problema. Yo, en cambio, soy insustituible. ¿Cómo, si no, crees que un mero liberto ha sido capaz de medrar hasta convertirse en la mano derecha del emperador? Sólo en mi dedo hay más inteligencia, más astucia y más crueldad que en todo tu cuerpo. Recuérdalo bien, Vespasiano. Recuérdalo antes de que se te vuelva a ocurrir reprenderme.
Vespasiano mantuvo la boca cerrada para controlar el torrente de ira que le abrasaba. Se asió con fuerza a los brazos de su silla y tragó saliva.
—Perfecto —asintió Narciso—. Es bueno saber que eres lo bastante listo para aceptar una verdad difícil de aceptar como ésta. Acabarás de entender la importancia de esto cuando regreses a Roma. Me alegra saber que no me equivocaba contigo.
—¿Y en qué no te equivocabas? —preguntó Vespasiano entre dientes.
—Tu cerebro está por encima de tus sentimientos, y tu orgullo está donde debe estar. Así que sé bueno y dime quién es el hombre que debía encontrarse con la esclava en tu tienda.
—Vitelio. Dijo que era Vitelio.
—¿Vitelio? Qué interesante, ¿no te parece? Un tribuno que tiene una aventura con una esclava en la tienda de mando del legado, donde hay guardados documentos importantes. Me parece de lo más interesante. Y no digamos sugerente, ¿verdad?
Vespasiano se limitó a mirarlo firmemente.
—¿Guardas todavía la carta?
—Sí.
—¿Tienes claro lo que debes hacer?
—Por supuesto. Pero no será fácil encontrar un carro hundido en una ciénaga desde hace cien años.
—En tal caso, más vale que encuentres a los hombres adecuados para el trabajo. Que no sean demasiados, cuantos menos lo sepan, mejor, y procura que sean discretos.
—Ya he pensado en algunos.
—Bien. Hay que localizar ese arcón, y cuando lo tengas, cuídalo como si fuera tu propia vida. Cuando el emperador llegue con los refuerzos, una unidad especial de la guardia pretoriana trasladará el arcón hasta Roma. Y luego olvidarás que existió. Tanto tú como los hombres destacados para la misión.
Narciso apartó la copa y se levantó.
—Me temo que ahora debo irme. Gracias por tu hospitalidad, Vespasiano. Y tranquilízate, estoy seguro de que el emperador te estará muy agradecido cuando sepa que has colaborado de buena gana.
—Antes de irte, dime una cosa.
—Sí.
—¿Quién es el espía enviado en mi legión? Debo saber en quién puedo confiar cuando llegue a Britania.
—Entonces ya no me serviría para nada.
—¿Para informarte sobre mí, por ejemplo?
—Claro.
—En tal caso, dime al menos quién es el traidor —pidió Vespasiano—. Debo saber a qué atenerme.
Narciso trató de parecer comprensivo.
—No lo sé. Sospecho de alguien, pero aún no estoy seguro… Necesito más pruebas. Si digo algo que te lleve a tratar a la gente que te rodea de forma distinta, el espía contrario se dará cuenta de que estamos cerrando el círculo. No hay que hacer nada que pueda levantar sospechas. No hables con nadie de este asunto. Ni siquiera con tu mujer. ¿Entendido?
Vespasiano asintió.
—Entiendo que pones mi vida en peligro.
—Eres un soldado. Acostúmbrate.
El secretario dio media vuelta para salir de la tienda llamando con un dedo al guardaespaldas. Vespasiano se quedó a solas sufriendo en silencio su rabia y frustración. De momento, se había librado de las consecuencias que habría sufrido por el robo de la carta. Pero no estaba más cerca de encontrar una salida de la escabrosa intriga en la que estaba inmerso.
Una vez fuera, Narciso se detuvo. No parecía que Vespasiano hubiera ordenado que les siguieran. Se volvió hacia el guardaespaldas.
—Asegúrate de que no me siguen. Si te llamo, ven lo antes posible.
Se marchó a toda prisa e, instantes después, el guardaespaldas le siguió, pendiente de cualquier movimiento en la oscuridad y sin perder de vista a su amo. Narciso se dirigió hacia las tiendas de los tribunos y se detuvo ante la entrada de una. Cuando estuvo seguro de que nadie le observaba, entró precipitadamente. Dentro le esperaba el espía enviado del Imperio, como habían convenido a través de un mensaje secreto. Se levantó de la silla de campaña para saludar al secretario imperial.
—¿Todo bien, señor?
Narciso le dio la mano que le tendía y sonrió.
—Sí, Vitelio, muy bien. Debemos charlar un momento sobre ese pergamino del que te hablé hace unos meses. Es más, siento curiosidad por saber por qué no me dijiste que estuviste en la tienda del legado el día que se robó el manuscrito.
Vitelio le miró extrañado.
—Es que no estuve en la tienda.
—Vespasiano no dice lo mismo. Interrogó a una esclava que afirmó haber quedado en verse contigo en la tienda.
—Eso no es cierto. Juro que no es cierto.
Narciso lo miró de cerca y luego asintió con la cabeza en un gesto de satisfacción por la respuesta.
—Muy bien. Te creo…, de momento. Pero si no es cierto, ¿por qué iba a decir eso? ¿O por qué se le ordenaría decirlo?
—¿Ordenarle? ¿Quién?
—Precisamente, estimado Vitelio, se te envió aquí para descubrirlo.