Dos días después la segunda legión llegó al lugar donde se había establecido la sexta centuria, y éste se llenó de soldados que hacían esfuerzos por levantar las tiendas. Según el protocolo militar, la tienda del legado fue la primera en levantarse, y a continuación las de los oficiales superiores. Sólo después se permitió a los soldados rasos montar las suyas, algo más sencillas.
Vespasiano estaba sentado a una mesa pequeña en su tienda de mando, separada de las dependencias de los criados. De ella entraban y salían oficiales del cuartel general, que dejaban las tablas de madera que debían cubrir el suelo y desembalaban muebles y otros objetos. Sobre el ajetreo, oía a Flavia darles órdenes y apremiarlos. Él sabía que su esposa se alegraba de haber terminado el pesado viaje y de poder olvidarse de los apuros que suponía una larga marcha, al menos, durante unas semanas, pues pronto debería emprender un viaje aún más largo hacia el sur, hacia Roma.
Vespasiano no estaba tan animado, pese a que Flavia le había devuelto el manuscrito perdido pocos días atrás. Lo había encontrado entre juguetes en el arcón de viaje de Tito, y vio que el destinatario era su marido. El niño le dijo que lo había encontrado en el suelo; al menos, eso dijo ella, y, dada su temprana edad, era incapaz de ser más explícito. Vespasiano abrazó a Flavia al recuperarlo para luego guardarlo bajo llave en el lugar más oculto de su arcón. Todo apuntaba a que el ladrón había perdido el pergamino al huir de la tienda de mando. Vespasiano se horrorizó ante la idea de haber podido poner en peligro la seguridad del Imperio. ¿Qué habría sucedido si, en vez de Tito, otra persona hubiera encontrado el documento? ¡Por Júpiter! No quería ni pensarlo. Pero la alegría de Vespasiano al recuperar el pergamino estaba empañada con la grave situación que se daba más allá de los confines de su tienda de mando.
A un día de marcha de Gesoriaco, un mensajero enviado por Plautio traía nuevas órdenes. Según la opinión del comandante del ejército —y aquí fue donde Vespasiano advirtió la intervención de Narciso—, no sería prudente que la segunda legión sofocara el motín. Sería más efectivo acallar la rebelión por la vía diplomática que con la acción directa, pues sería imprudente que el ejército iniciara una campaña importante con el reciente recuerdo de una represión cruenta. Tendría que aceptarse un retraso en la salida hacia Britania para poder sofocar el motín.
En lo que incumbía a Vespasiano, la misiva traía peores noticias: la segunda legión no estaría incluida en la primera oleada invasora. Otras dos legiones se habían estado preparando en operaciones anfibias durante los últimos meses y a ellas se concedería el honor de desembarcar y levantar la cabeza de playa para el resto del ejército. Vespasiano sabía que si los britanos decidían ir a la playa al encuentro de los invasores, toda la gloria y el provecho político recaerían sobre los comandantes y oficiales de las unidades en punta de lanza. Previo con pesimismo un largo período de operaciones de limpieza, un desagradable proceso de desgaste sin coronas de laureles que sería una simple anotación en las historias épicas que se contarían por las calles de Roma.
Siempre y cuando se lograra sofocar la rebelión.
Al cruzar la base principal para informar a Plautio, el legado sintió una decepción al presenciar la falta total de disciplina en las otras legiones. Pocos eran los soldados que se molestaban en saludarle al pasar y, aunque ninguno le había dicho nada, sus miradas desafiantes —que le retaban a ejercitar su autoridad— enfurecieron a Vespasiano. Los únicos que todavía vestían el uniforme eran la escolta personal del comandante y los oficiales, que desempeñaban su trabajo hasta donde les era posible.
Vespasiano fue conducido hasta el edificio de madera del cuartel general, situado en el centro del inmenso campamento militar, y donde Narciso estaba sentado, junto al general Plautio, en una mesa con un mapa. Vespasiano había coincidido con Plautio anteriormente en algún acto social, antes de alistarse en el ejército, y le impresionó ver la expresión cansina y hastiada del general.
—Me alegro de verte otra vez —dijo Plautio con una sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo. Habría preferido verte en mejores circunstancias. ¿Conoces a Narciso?
—No, señor, aunque su reputación le precede. Vespasiano asintió con la cabeza para no tener que dar su opinión.
—Debo agradecerte la protección que han ofrecido tus tropas, legado.
—Daré las gracias de su parte a los hombres que las merecen, si no se las ha dado ya usted. —Todo un detalle.
—Si me permiten… Vespasiano, el informe, por favor. —Plautio le invitó a sentarse—. ¿En qué condiciones se encuentra tu legión?
—Todavía reaccionan a las órdenes, si se refiere a eso, señor.
—De momento, quizás. En pocos días, harán como las demás.
—¿Han descubierto ya a los cabecillas del motín? —preguntó Vespasiano.
—Gracias a Narciso tenemos sus nombres. El tribuno Aurelio, dos centuriones y unos veinte legionarios. Todos fueron trasladados de las legiones dálmatas a la novena, con todo en regla, como podrás imaginar.
—¿Han exigido algo?
—Solamente que no se lleve a término la invasión. Han conseguido convencer a los demás de que lo único que pueden encontrar al otro lado del océano son demonios y una muerte segura.
—Tampoco es que sea un gran océano —añadió Narciso—. Pero las palabras tienen cierto efecto depresivo sobre la imaginación de personas como los militares. Sin incluirles a ustedes, por supuesto —sonrió—. Me temo que estamos ante un acto de traición premeditado, señores. Algo más sofisticado de lo que el tribuno Aurelio y su banda de amotinados pudieran urdir. Vespasiano y yo ya hemos decidido que lo mejor sería eliminar a este grupo. Pero antes debemos descubrir la identidad de los instigadores en Roma. Aurelio y sus hombres fueron descubiertos cuando mis espías interceptaron un mensaje que enviaban a sus caudillos de Roma. Desgraciadamente, el mensajero falleció antes de poder dar el nombre del supuesto destinatario. Así es la vida… bueno, no en su caso. Luego existe el asunto de la emboscada en el camino al salir de Durocortoro. Es evidente que los adversarios se enteraron de mis planes de viaje y del propósito de éste. Parece que alguien de «nuestro bando» no es lo que aparenta.
—Me llegó la noticia del ataque que sufristeis. Me han dicho que tenéis prisioneros. ¿Han hablado ya?
—Me temo que no dijeron gran cosa antes de morir —contestó Narciso, lamentando el inconveniente—. Se les interrogó a fondo, pero sólo se pudo averiguar que eran sirios, y, supuestamente, asaltantes de caminos. Es todo lo que les sacamos antes de degollarlos.
—¿Un grupo de asaltantes? —Vespasiano sacudió la cabeza—. Bastante inverosímil; y más si asaltaron a una unidad militar…
—Exactamente —añadió Narciso—. Es casi imposible. Sus cabecillas pueden (o podían) estar orgullosos de su lealtad. Pero hay algo más preocupante todavía. He oído hace unos días que, al parecer, una caballería de arqueros sirios ha desertado de una cohorte auxiliar de Dalmacia para unirse a este ejército.
—¿De Dalmacia? —Preguntó Vespasiano con aire pensativo—. ¿De la orden de Escriboniano?
—Así es.
—Ya veo. ¿De qué unidad?
—De la de Gayo Marcelo Dexter —respondió Narciso mirando de cerca al legado.
—Me suena el nombre; puede que mi mujer lo conozca. ¿Y cree que los hombres que le atacaron pertenecían a esta unidad? —preguntó Vespasiano.
—Pronto lo sabremos. La cohorte llegará dentro de tres días. Guardaremos los cuerpos hasta entonces y alguien los identificará.
—Si pertenecían a esa unidad —añadió Plautio—, la conspiración es más compleja de lo que temíamos. La pregunta es: ¿podremos sofocarla a tiempo para iniciar la invasión este año?
—Debemos, mi querido Plautio —dijo Narciso con firmeza—. No hay alternativa posible. El propio emperador tiene planes de unirse al ejército en Britania.
—¿Ah, sí? —Vespasiano se volvió hacia Plautio—. Pensaba que usted sería el comandante en jefe, señor.
—Parece ser que no —respondió Plautio encogiéndose de hombros—. La mano derecha del emperador, aquí presente, me ha pedido que llame al emperador a nuestro «rescate» una vez el ejército esté preparado en la capital de Trinovante.
—Tranquilo, general —dijo Narciso a la vez que le daba una palmadita en la mano a Plautio, quien la retiró con su otra mano como si la hubiera tocado una serpiente—. Son relaciones públicas necesarias. Usted estará al mando de toda la campaña. Claudio estará presente para figurar, para conducir al ejército victorioso en la capital, para repartir las medallas y volver a Roma para celebrar el triunfo.
—Si el Senado se lo confiere —le recordó Vespasiano.
—Ya está hecho. —Narciso sonrió—. Me gusta hacer planes a largo plazo, facilitar la labor a los historiadores. De modo que Claudio tendrá su triunfo, el Imperio tendrá una nueva provincia, evitaremos una indeseable guerra civil, y nuestras carreras estarán garantizadas para un futuro inmediato, que, cabe decir, no siempre es tan largo como uno desearía. Y todo saldrá tan bien como cabe esperar, siempre y cuando…
—Siempre y cuando sofoquemos el motín y metamos a las legiones en los barcos —terminó Plautio con aire cansino.
—Eso es.
Vespasiano entró en la conversación:
—¿Y cómo lo conseguiremos?
—Tengo un pequeño plan —Narciso se dio un golpecito en la nariz—. No puedo decírselo a nadie si queremos que funcione. Pero confiad en mí, es un plan magnífico.
—¿Y si no funciona? —preguntó Vespasiano.
—En ese caso, os haré sitio en la cruz junto a la mía.
Una vez la segunda legión se instaló para pasar la noche y se dio a los centinelas la orden estricta de no permitir a nadie la entrada ni salida de la base, Vespasiano mandó llamar a Macro para que le presentara un informe completo de lo sucedido. Éste le había dado un informe sucinto previamente, pero dada la atmósfera de secretismo que reinaba en el cuartel general, Vespasiano quería recoger la mayor información posible. Ya entrada la noche, Vespasiano hizo pasar a Macro a su tienda, y éste se cuadró ante la mesa del legado. Vespasiano se estaba poniendo al día con el papeleo a la luz de un par de lámparas de aceite. Una vez se volvió a cerrar el faldón de la entrada a la tienda, el legado soltó el estilo y cerró el tintero.
—He oído que ha sido un viaje muy duro.
—Sí, señor.
—¿Has perdido a muchos hombres?
—Ocho han muerto, y seis de los heridos se están recuperando en el hospital de la novena.
—Las pérdidas se añadirán al fondo común de reclutas.
—Sí, señor.
—Quiero que me cuentes detalladamente cómo sucedió. No pases nada por alto y cuéntamelo tal como ocurrió, sin adornos.
Vespasiano escuchó atentamente a Macro, que, mirando fijamente al fondo de la tienda, pronunció con voz monótona un discurso prosaico que narraba la emboscada sufrida durante la marcha y el final del viaje hasta Gesoriaco. Cuando hubo concluido, Vespasiano le miró con severidad.
—Y no le contaste a nadie el objetivo de tu misión.
—A nadie, señor. Las órdenes eran muy claras.
—¿De modo que podemos estar seguros de que los atacantes no actuaban con conocimiento de información interna?
—Sí, señor —asintió Macro antes de dar su opinión al respecto—. No eran un simple hatajo de ladrones y sinvergüenzas. Esos hombres llevaron a cabo una emboscada planeada y lucharon como militares de carrera. Era muy obvio que iban a por el secretario imperial.
—Ya veo —Vespasiano asintió sin expresar su decepción. Lo que le había contado el centurión no aportaba nada nuevo a lo que ya sabía. Si lo que explicaba Macro era cierto, era claro que los agresores habían obtenido la información del desplazamiento de Narciso a partir de fuentes ajenas a la legión. Si el centurión no mentía, aquello simplificaría las cosas al secretario—. Centurión, ¿puedo pedir tu opinión personal…, en términos estrictamente extraoficiales?
Macro se mostró inquieto. Le habría gustado responder: «Depende»; pero un soldado no podía poner condiciones a un superior, de modo que no tuvo más remedio que asentir, si bien poniendo de manifiesto su reticencia.
—Sí, señor. Supongo que sí.
—¿Crees que la invasión de Britania es acertada?
—Es política de estado, señor —contestó Macro con recelo—. Es un asunto demasiado elevado para mí. Supongo que el Emperador y su gabinete lo han planeado todo detenidamente y han tomado la decisión adecuada. No tengo ninguna opinión al respecto.
—He dicho que sería una opinión extraoficial.
—Sí, señor.
Macro maldijo para sí al legado por ponerle en una situación tan delicada. Nada de lo que pudiera decir un subordinado era del todo «extraoficial» si el oficial cambiaba de opinión en el futuro.
—¿Y bien?
—Sencillamente, no conozco tan bien el asunto como para darle una opinión que le pueda servir de ayuda, señor.
Vespasiano se percató de que aquella táctica de indagación había llegado a un punto muerto. Debía buscar otro procedimiento si quería averiguar algo, un procedimiento que librara al centurión de la responsabilidad de sus palabras.
—¿Qué dicen los hombres?
—¿Los hombres, señor? Bueno, algunos están preocupados. Es normal: a ninguno nos gusta el agua más que para beber. El mar está lleno de peligros. Además, se cuentan historias sobre lo que nos espera al llegar.
—Tu no temes al ejército britano, ¿verdad?
—No al ejército en sí. Eso sólo me preocupa como le preocuparía a cualquier hombre que se enfrenta a un enemigo nuevo. Tiene más que ver con los druidas, señor. Con ellos y los de su clase.
—¿Qué ocurre con los druidas?
—Los hombres han oído decir que tienen el poder de invocar demonios.
—¿Y tú crees en esas cosas?
—Por supuesto que no, señor —respondió Macro, ofendido—. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que eso es una sarta de tonterías. Pero ya sabe cómo son los hombres con las supersticiones.
—Si no me equivoco, hasta hace poco tiempo tú eras uno de ellos.
—Sí, señor.
—¿Y tú no eres supersticioso como ellos?
—No, señor. Dejé todo eso atrás cuando me nombraron centurión. Un centurión no tiene tiempo que perder con ese tipo de cosas.
—¿Dónde han oído hablar tus hombres de los druidas?
—Uno de nuestros mensajeros se encontró ayer con algunos soldados del campamento principal, señor. Le hablaron de los druidas y luego dijeron algo sobre el motín.
—¿Lo llamaron motín? —Preguntó Vespasiano—. ¿Seguro?
—De hecho, no, señor. Dijeron que seguían siendo leales al emperador y que la invasión debía de ser una idea descabellada de Narciso que ningún hombre en su sano juicio apoyaría. Llámese como quiera, pero yo sigo pensando que es un motín, señor.
—¿Y el resto piensa como tú?
—Que yo sepa, sí, señor.
—Muy bien, centurión. Muy bien. —Vespasiano reclinó la espalda sobre la silla.
Al menos, por el momento, la legión era leal al Imperio. Pero a menos que el plan de Narciso produjera un milagro, sería cuestión de tiempo que la segunda legión se contagiara y se dividiera como las demás. Sin embargo, mientras los oficiales como Macro hicieran bien su trabajo, el motín podría contenerse, al menos durante unas semanas.