La sexta centuria avanzaba por la campiña gala, exuberante de flores de primavera. Los legionarios charlaban y bromeaban animados, y de vez en cuando se les oía cantar a gritos canciones subidas de tono para hacer la marcha más amena. Y no decaían a pesar del paso rápido que Macro había ordenado, pues estaba ansioso por llegar al lugar de destino y dejar al secretario imperial antes de que éste le incitara a cometer un acto de violencia. Narciso no había dejado escapar ninguna ocasión para hacer comentarios sarcásticos dirigidos al ejército y sus soldados, y en concreto a Macro. Al centurión le habría encantado partirle la boca de un puñetazo a aquel miserable, aunque sólo fuera una vez, para hacerle entender que no podía comportarse de aquel modo: «Allá donde fueres, haz lo que vieres, de modo que, en el ejército te metes la lengua en el culo y muestras algo de respeto». Macro sonrió ante la idea, pero sabía que nunca podría expresarla, y menos cara a cara, a un amigo íntimo y confidente del emperador. De modo que no tenía otro remedio que aguantar de mala gana el sarcasmo y las críticas con buena cara, el destino de todo aquel sometido a la inseguridad de esta clase de arribistas. El tormento era menor para Cato, dado que su origen común ayudaba a la conversación, a pesar de que Narciso hacía patente que, pese a las circunstancias del pasado, un abismo les separaba por su clase social. Afortunadamente, la única ocasión de conversar surgía durante los descansos de la marcha y al final del día, cuando la centuria acampaba para pasar la noche. Durante la marcha, Macro y Cato encabezaban la columna, aunque un oficial más ambicioso se habría situado junto a la camilla del secretario imperial para darle conversación y habría aprovechado cualquier ocasión para adularlo. Pasado el primer día, Macro se empeñó en inspeccionar los equipos en cada descanso de la marcha. Sus hombres veían con curiosidad el entusiasmo con el que hacía la revisión y movían la cabeza en silencio cuando el centurión tiraba de las correas y se aseguraba de que los soldados mantenían las armas en condiciones.
La noche del tercer día de escolta, Macro calculó que llegarían a la costa al crepúsculo del día siguiente, gracias a la marcha constante de la centuria. Si salían poco antes de nacer el día y aceleraban el paso, podrían reunirse con el cuerpo principal del ejército antes del anochecer.
—Muy bien, centurión —afirmó Narciso con aprobación—. Además, si llegamos de noche llamaremos menos la atención. Dadas las circunstancias, sería lo mejor.
Cato y Macro se miraron: de hecho, las circunstancias eran todo un misterio. Narciso no había dado ningún tipo de información en los tres días que llevaban juntos, y Macro era bastante buen soldado para no discutir sus órdenes. También tenía su orgullo y no concedería al secretario imperial la satisfacción de negarle cualquier información que pidiera. Haría falta una táctica más sutil.
—¿Más vino, señor? —Macro le ofreció el jarro con una sonrisa forzada.
Esta vez fueron Narciso y Cato los que se miraron, sorprendidos ante la transparencia de la invitación. Narciso se rió.
—Sí, por favor, centurión. Pero me temo que haría falta más vino del que tenemos para soltarme la lengua. No tienes más remedio que esperar.
El sonrojo de Macro era visible a pesar del resplandor de la lumbre. Las noches aún eran algo frías, y los hombres agradecían el calor de las hogueras y una cena caliente antes de irse a dormir. Piso se las había arreglado para llevarse comida de la reserva de los oficiales del Estado Mayor, y es que Vespasiano deseaba causar una buena impresión al distinguido invitado. Los comensales rebañaban los platos de argento, que el guardaespaldas de Narciso había sacado de un arcón, en los que se servía el estofado de carne de venado y verduras del tiempo. Macro se sirvió una segunda ración, chasqueó los labios y se los limpió con el dorso de la mano. Ello le valió una mirada de reprobación por parte de los otros dos, pero Macro los contempló con indiferencia y se acabó el vino de la copa de un trago para rellenarla otra vez.
—Da gusto ver a un hombre disfrutar con la comida —señaló Narciso con una sonrisa maliciosa—. Aunque no se trate de un bocado sofisticado como el que se suministra a los soldados rasos. Debo decir que casi me siento uno de los vuestros al compartir las privaciones de la marcha, las raciones de campaña y la vida de exterior entre las tierras salvajes de la Galia agreste.
—¿La Galia agreste? —Macro le miró con asombro—. ¿Qué tiene de agreste?
—¿Has visto algún teatro a nuestro paso por Durocortoro? ¿Hemos pasado ante alguna finca ajardinada? Lo único que he visto ha sido un puñado de granjas en estado lamentable y alguna que otra posada mugrienta. A eso me refiero cuando digo agreste, centurión.
—Las posadas no tienen nada de agreste —replicó Macro con brusquedad.
—No es que sean las posadas en sí, sino ese brebaje asqueroso que venden como vino. Puede que lo devuelva todo antes de ocasionar más malestar a mi pobre estómago.
—Pues tómeselo con calma, señor —dijo Cato con una sonrisa burlona—. Y díganos para qué va a Gesoriaco. No creo que sea para supervisar la invasión…, los planes para ello ya deben de estar hechos desde hace meses. Algo ha ido mal, ¿verdad?
Narciso le miró pensando en qué iba a decir.
—Sí, no puedo decir gran cosa. Pero hay mucho en juego. Debo llegar a Gesoriaco vivo. Tengo que entregar cierta información para el general Plautio. Si algo me ocurriera, dudo que se llevara a cabo la invasión; y si no hubiera invasión, me temo que el emperador tendría sus días contados.
Narciso vio la incredulidad que levantaron sus palabras y se inclinó para hablarles más de cerca, con la mitad de la cara hundida en la penumbra.
—El Imperio está en peligro como jamás lo había estado. Incluso sigue habiendo idiotas en el Senado que se creen capaces de gobernar el Imperio. No hacen más que intentar restar autoridad al emperador…, por eso tengo que ir a Gesoriaco. Muchos dicen que Claudio es un simplón. —Sonrió con tristeza—. Siento mucho que os sorprenda oír esto. Y puede que sea cierto, pero es el único emperador que tenemos y la dinastía Julio-Claudia podría llegar a su fin con él.
—Hay quien afirma que puede que llegue a su fin igualmente —dijo Cato.
—¿Y luego qué? —Preguntó Narciso con amargura—. ¿Vuelta a la República? ¿De qué modo nos beneficiaría? Se repetirían las discusiones en el Senado, que se extenderían a las calles en forma de actos violentos hasta que la guerra civil desgarrara el mundo civilizado. Al leer las tonterías infundadas de los historiadores republicanos, uno diría que en los días de Sila, Julio César, Marco Antonio y los de su clase marcaron una especie de edad de oro. Aquellos «héroes» pasaron a la historia con la sangre de tres generaciones de ciudadanos romanos. Necesitamos emperadores, necesitamos la estabilidad que proporciona una autoridad que domine el estado. Los romanos ya no somos capaces de vivir bajo otras condiciones.
—¿Somos?
—De acuerdo, los romanos y libertos —reconoció Narciso—. Admito que mi destino está vinculado al del emperador. Sin su mecenazgo, algún que otro senador alzaría al populacho y me quitarían de en medio en cuestión de días. Mi aniquilación sería sólo el principio. Incluso los que estáis en la frontera sufriríais las repercusiones.
—A mí no me importa quién esté en el poder —dijo Macro—. Yo no soy más que un soldado. Siempre habrá un ejército, y eso es lo que importa.
—Puede. ¿Pero qué clase de ejército? Si Claudio cae, también entraréis en guerra…, pero contra romanos. Incluso os podrían llamar a luchar contra hombres que ahora consideráis amigos. Pensadlo. Y luego dad las gracias al emperador.
Cato miró a su centurión, a quien los ojos le brillaban con la luz de la hoguera. En la cara del joven se dibujó una sonrisa vacilante, y éste se volvió hacia Narciso.
—Nos estás poniendo a prueba, ¿verdad? Para ver cómo reaccionamos.
—Por supuesto —admitió Narciso inmediatamente—. Un hombre ha de conocer la inclinación de los demás con respecto a cuestiones fundamentales.
—Siempre y cuando haya paz —rió Macro.
—El silencio, centurión, puede ser tan comprometedor como las palabras. Pero dudo que tú o tu optio supongáis una amenaza para el emperador. De modo que estáis a salvo…, de momento.
Macro buscó con inquietud la mirada de su optio para asegurarse de que el secretario imperial bromeaba. Pero la mirada pétrea del joven le bastó para guardarse una risotada complaciente.
—En fin, ya hemos hablado bastante de esto —Narciso se terminó el vino y dejó la copa frente a la jarra de vino—. Un penúltimo trago y a dormir. No sabéis la tranquilidad que me da estar lejos de las intrigas de Roma. Uno podría acostumbrarse a la vida que lleváis aquí. Propongo un brindis —dijo, y Macro llenó hasta la mitad la copa que se le ofrecía y luego se llenó la suya hasta el borde.
—¡Por la buena vida! —Narciso alzó su copa—. ¡Por el ejército, que…!
Una flecha surgió de la oscuridad y el secretario imperial gritó al salir disparada su copa y romperse contra una roca. Narciso se apretó contra el pecho la mano que sostenía la copa y contrajo la expresión en un gesto de agonía.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cato.
—¡A las armas! ¡¡A las armas!! —bramó Macro soltando la copa.
Se puso en pie al instante y corrió a por su espada y escudo, apoyados contra la camilla. Tan sólo un grupo de hombres que había cerca de la hoguera se pusieron de pie, cuando sobre ellos cayó una lluvia de flechas. Muchas iban dirigidas a Narciso, pero afortunadamente no le alcanzaron; algunas cayeron sobre la hierba y otra se clavó en un trozo de madera del fuego, que iluminó por un segundo la oscuridad al saltar las chispas. El secretario imperial reaccionó enseguida y corrió a ponerse a cubierto bajo el carro de equipaje de la centuria, donde se tendió entre las ruedas y permaneció inmóvil.
Cato se apresuró a coger su escudo y desenvainar la espada, cuando un legionario fue alcanzado por la espalda mientras se pasaba por la cabeza la cota de malla. El soldado soltó un resoplido al recibir el impacto y cayó al suelo de bruces, a la vez que sus manos buscaban a tientas el asta hundida en el omoplato.
Cato se cubrió con el escudo y corrió hacia el legionario herido, que empezó a toser y a escupir sangre.
—¡Déjalo! —Gritó Macro, y señaló a los otros soldados—. ¡Dales la orden de formar alrededor del carro!
Con el resplandor rojo de las llamas, Macro se abrió paso entre la centuria obligando a sus hombres a agacharse y empujándoles hacia el carro. Algunos aún estaban aturdidos y se les tenía que poner el escudo y la espada en las manos para que reaccionaran y se precipitaran hacia el carro. Dos hombres más habían sido abatidos cuando Cato hubo formado un perímetro irregular de soldados alrededor del carro bajo el que estaba el secretario, asombrado por la actividad que se desarrollaba ante él. Los legionarios se arrodillaron tras los escudos, como se les había enseñado que debían hacer ante un ataque de proyectiles. Pero no llevaban la armadura, y las túnicas de lana no frenarían las flechas ni las posibles estocadas. La mayoría no habían tenido tiempo de ponerse los cascos y mantenían la cabeza agachada para protegerla de las flechas que surgían zumbando de la oscuridad y chocaban contra los escudos con un chasquido. Cato sabía que, debido a la trayectoria casi horizontal de las flechas, los atacantes estaban cerca, de modo que se preparó para lanzarse contra ellos. Miró a su alrededor y vio unos veinte hombres con él y otros más, encabezados por Macro, que se acercaban con dificultad desde la primera hilera de tiendas.
De repente, la descarga de flechas cesó, y al momento se oyó un fragor de gritos de batalla que salía de la oscuridad para precipitarse sobre ellos. De la penumbra surgieron formas oscuras y, desde no muy lejos, se oyó acercarse un ruido de cascos.
—¡Listos para afrontar a la caballería! —Gritó Cato—. ¡Acercaos a mí y cerrad el círculo!
El pequeño grupo de hombres se apiñó alrededor del carro cuando apareció una veintena de hombres a la refulgente luz de las hogueras, con las caras barbudas descompuestas por los gritos. Vestían gruesas capas negras, cascos puntiagudos y unas espadas con hojas curvas. Se lanzaron al ataque con una ferocidad que pocos romanos habían visto antes. Los tres primeros se estrellaron contra los escudos y cayeron al suelo en una maraña de capas, escudos, brazos y piernas, y, al instante, los romanos que tenían cerca se encargaron de matarlos. Los demás agresores llegaron al tiempo que se iniciaba una lucha desesperada en la luz naranja de las llamas.
La fila romana se disolvió en una masa de enfrentamientos individuales, y Cato, perdido el mando de la unidad del grupo, se encontró ante un enemigo enorme, fornido, cuya expresión se distorsionó al dar un gruñido. Éste vio enseguida a su joven oponente e hizo ademán de abalanzarse sobre él. Cato se estremeció, pero mantuvo su posición, escudo en alto, con la espada a un lado. Al ver que su intento de asustar a Cato no surtió el efecto esperado, soltó una risotada y esgrimió la espada en un arco dirigido a la cabeza de Cato; pero el escudo paró el golpe en un extremo y la cuchilla se desvió al suelo y arrancó un terrón de turba. Cato sintió el impacto desde la yema de los dedos hasta el hombro y gritó. El ímpetu del golpe llevó al hombre al suelo, y Cato cayó sobre una rodilla y se apartó a un lado para no ser aplastado por el enemigo; entonces le ensartó ferozmente la espada en las costillas. Éste se derrumbó con un gemido apagado y retiró la mano del joven de la espada hundida. Cato le dio una patada en la espalda e intentó arrancar la cuchilla sacudiendo a lado y lado el arma con muecas de esfuerzo; el guerrero gemía agonizante. Pero era inútil: la cuchilla estaba hundida entre las costillas y sería difícil recuperarla. Cato miró a su alrededor y vio que la mayor parte de atacantes había caído, junto con algunos romanos.
Cerca de él había un hombre que había perdido su escudo y sólo tenía su brazo alzado para defenderse de la espada que estaba a punto de desplomarse sobre su cabeza. Con un alarido violento, Cato se precipitó con su escudo contra la espalda del agresor, con lo que ambos cayeron sobre la hierba. Cuando se puso en pie, el hombre al que acababa de salvar ya le había abierto la garganta a su agresor con la daga.
Los adversarios se marcharon de forma tan inesperada como habían llegado, y los romanos se quedaron de pie, desconcertados ante la fugacidad de los hechos.
—¿Qué carajo estáis haciendo? —Gritó Macro a la vez que corría hacia el carro con los hombres que quedaban—. ¡Ya habéis oído al optio! ¡Listos para afrontar la caballería!
Por un instante, Cato se había olvidado de los caballos, pero ya estaban cerca, y los legionarios se apresuraron a cerrar filas alrededor del carro con los escudos entrecruzados y las espadas y jabalinas en ristre.
El segundo ataque llegó tan de súbito como el primero: de la oscuridad surgió una fila de jinetes pertrechados como el primer grupo de atacantes (unos con arcos, otros con lanzas bajo el brazo) que se acercaban emitiendo su temible grito de guerra. Macro miró enseguida a Cato para comprobar que estaba ileso.
—¡Coge una espada, imbécil!
Cato se dio cuenta de que estaba desarmado y cogió al instante la primera arma que encontró, uno de los sables enemigos. Al estar acostumbrado al peso y manejo de la espada corta, resultaba extraño asir aquella arma.
—¡Manteneos firmes, muchachos! —Les gritó Macro—. ¡Manteneos firmes y sobreviviremos!
Cuando los jinetes estuvieron lo bastante cerca, los romanos se irguieron: los que llevaban arcos desenvainaron flechas y esperaron a que algún romano estúpido se pusiera a tiro para acribillarlo; los que empuñaban lanzas avanzaron entre el círculo de escudos. Se abalanzaron con los caballos contra el muro de escudos, empujaron a los legionarios contra el carro y empezaron a clavar las largas cuchillas de las lanzas. La fuerza de los caballos y el miedo de los arqueros obligó a los romanos a mantenerse agachados bajo los escudos por puro instinto de conservación. Algunos no perdían ocasión de dar estocadas a todo hombre o caballo a su alcance, y, alguna que otra vez, se oía algún grito o relincho que indicaba que habían sido alcanzados. Pero los romanos no tenían al tiempo de su parte: ya habían caído cuatro hombres alrededor del carro y el suelo era un charco de sangre.
Para Macro era demasiado evidente cuál sería el resultado del enfrentamiento si trataban de defenderse: mermarían en número, y un ataque final eliminaría a los supervivientes. Justo al pensar esto, el destino intervino de una forma curiosa. Dos jinetes descubrieron de pronto al secretario que se escondía bajo el carro y lanzaron los caballos contra los romanos. Desde la montura, se agacharon y dieron estocadas con las lanzas por debajo del carro. Narciso se apartó de éstas con un grito. Macro corrió en su ayuda, con la boca abierta en un gruñido feroz. Agarró a uno de los hombres de un brazo y lo tiró del caballo. Una herida de espada en los ojos lo dejó indefenso, y el centurión se apresuró a recoger la lanza del agresor para hundirla en la espalda del otro.
Mientras, Cato se puso en pie para emprenderla a patadas con el hombre que tenía más cerca.
—¡Arriba y a por ellos! ¡Vamos, arriba! ¡A la carga!
Los romanos se abalanzaron sobre sus atacantes prorrumpiendo en gritos la orden de ataque. Los oponentes, sorprendidos, se detuvieron momentáneamente, lo cual fue un error fatal. La infantería romana se abrió paso entre ellos y empezó a echarlos abajo de los caballos para liquidarlos al caer al suelo. La cruenta escaramuza tardó poco en terminar; sólo quedaron un puñado de enemigos que intentaban huir y otros que ya se escapaban en la oscuridad de la noche.
Cato se apoyó sobre su escudo; las venas le palpitaban y respiraba con dificultad. Entre las hogueras había esparcidos los cuerpos inertes de la refriega. Los legionarios iban rematando a los enemigos heridos que quedaban postrados en el suelo.
—¡No! —gritó Narciso al salir a rastras de debajo del carro—. ¡No los matéis!
El agudo tono de su voz detuvo a los soldados en su truculento empeño, espadas en alto, a la espera de que Macro diera la contraorden de aquella ridícula instrucción.
—¿Que no los matemos? —Macro estaba perplejo—. ¡Estos cabrones han estado a punto de degollarte! ¡A ti y a nosotros!
—¡Centurión, debemos tener prisioneros! Debemos averiguar quién es el responsable del ataque.
Macro se dio cuenta de que Narciso tenía razón. Se limpió la espada en la capa de uno de los atacantes y la envainó.
—¡Muchachos! ¡Si alguno de estos cabrones respira todavía, arrastradlo hasta aquí! ¡Jefes de sección! ¡Pasad lista y comunicad de inmediato el número de bajas al optio!
Poco después el campamento se llenó de gritos y gemidos de los romanos heridos que recibían los primeros auxilios de la mano de sus compañeros inexpertos; Macro miraba con ira a los tres guerreros sentados a sus pies. Cato salió de entre la oscuridad.
—¿Cuál es el recuento de la carnicería?
—Ocho muertos y dieciséis heridos, señor.
—De acuerdo. Quitadles los cascos a los muertos, y destaca a un grupo de hombres para que los entierren.
—¿Y mis camilleros? ¿Y mi guardaespaldas? —preguntó Narciso mientras se curaba una mano herida.
—Uno está muerto, el otro desaparecido, y el guardaespaldas está inconsciente… Alguien ha dicho que lo golpeó un caballo.
—Muy bien, malditos cabrones —bramó Macro, y le dio una patada en el brazo al guerrero que tenía más cerca, quien soltó un fuerte grito de agonía—. Ocho de mis hombres están muertos. Ni se os ocurra pensar que no correréis la misma suerte. Pero podemos acelerar el proceso o bien hacer que sea lento y doloroso. Depende de las respuestas que le deis a este caballero.
Señaló a Narciso con el pulgar y se hizo a un lado. El secretario imperial los miraba con furia, las manos en las caderas, pero a cierta distancia de ellos.
—¿Quién os ordenó matarme?
—¿Matarte? —Preguntó Cato—. Pensaba que eran bandidos.
—¡Bandidos! —Macro soltó una carcajada—. ¿Has oído alguna vez que un grupo de bandidos atacara a una centuria? ¿No? Pues no seas estúpido. Además, fíjate en ellos, fíjate en la ropa y las armaduras. Éstos forman parte de algo más organizado.
—¿Como una unidad del ejército, por ejemplo?
—Por ejemplo.
Narciso alzó una mano para pedir silencio y volvió a hacer la pregunta:
—He dicho ¿quién os ordenó matarme?
Ninguno de los tres levantó la vista, incluso al repetir la pregunta con más energía.
—¿Centurión?
Macro se acercó y propinó otra patada, esta vez a la cabeza. El hombre cayó a un lado sobre el suelo con un grito agudo.
—¿Me lo vas a decir?
El hombre que aún no había recibido ningún golpe les miró y dijo algo en una lengua que ni Macro ni Cato entendieron. Terminó la frase escupiendo a Narciso en el borde de la túnica. Macro hizo ademán de darle una patada.
—¡No! —Narciso alzó la mano—. No hay necesidad. Creo que conozco su lengua. Son sirios. Si son quienes creo que son, tardarán en hablar.
—Yo no me fiaría, señor —dijo Macro a su vez con frialdad—. Hay otras formas de…
—No tengo tiempo. No podemos retrasarnos. Nos llevaremos a estos hombres como prisioneros. Una vez lleguemos a Gesoriaco, se les podrá dedicar tiempo de sobra. Ocupaos de que estén bien atados. Mañana pueden marchar tras mi camilla.
A la mañana siguiente, cuando la centuria se preparaba, se conoció el resultado definitivo de las bajas. Se encontraron doce cuerpos más, entre ellos, más romanos, y los enterraron a todos en una zanja cavada precipitadamente, antes de que la centuria levantara el campamento. Macro había ordenado a sus hombres marchar con el traje de campaña completo, y emprendieron el camino a Gesoriaco con paso cansino, en formación cuadrada alrededor de la camilla de Narciso y el carro que transportaba a los heridos. El centurión no tuvo piedad con los prisioneros, a los que mandó sujetar tobillo con tobillo con la misma cuerda que les ataba a la parte trasera del carro. Pese al agotamiento que arrastraban de la noche anterior, se decidió que no harían ningún descanso hasta no estar a salvo de camino a la costa. De vez en cuando, aparecían en la lejanía un par de jinetes que seguían de cerca a la centuria a la espera frustrada de la ocasión para atacarles. Poco antes del anochecer, los caballos dieron media vuelta y desaparecieron tras una colina que se extendía a lo largo del camino. A medida que caía la noche, el paso de la centuria se aceleraba y los soldados miraban con nerviosismo las sombras que empezaban a formarse a su alrededor, a la espera de una nueva emboscada.
Por fin dejaron atrás la cresta de la última colina, y Cato soltó una exclamación de asombro. A sus pies se extendía un inmenso campamento militar, plagado de miles de hogueras y braseros. En la zona había concentradas cuatro legiones al completo, además del mismo número de cohortes auxiliares de especialistas, ingenieros, constructores navales y oficiales de planificación: unos cincuenta mil hombres en total. Pero al acercarse a las puertas del campamento, Macro se dio cuenta de que algo iba mal. Fuera de la base merodeaban pequeños grupos de hombres, desarmados y sin uniforme, y otros que jugaban a los dados o simplemente estaban sentados bebiendo ajenos a la llegada de la centuria.
Antes de que la sexta centuria fuera anunciada por alguno de los legionarios del campamento, ésta fue interceptada por un oficial a caballo escoltado por varios centuriones que les ordenaron detenerse. Una vez confirmada la identidad del secretario imperial, el oficial dictó la orden inmediata de traslado de los prisioneros a un lugar seguro, y, a continuación, acompañó al enviado del emperador al cuartel general del ejército. Aquella fue la última vez que Macro y Cato vieron a Narciso. Nadie se molestó en darles las gracias por el éxito de la misión, ni se reconocieron las vidas que se perdieron por la causa.
El prefecto del campamento de la novena se presentó para organizar el traslado de los heridos al hospital de la novena legión. Luego condujo al resto de la sexta centuria fuera del campamento, a una zona despejada, a pocos kilómetros del lugar dispuesto para la segunda legión.
La sexta centuria montó las tiendas rápidamente y, una vez colocadas las estacas, los soldados enseguida se durmieron exhaustos.