A mediodía el tren de equipaje y la retaguardia de la segunda legión ya habían entrado en Durocortoro, y Vespasiano ordenó hacer un breve descanso. El avance había sido lento debido a que a unos niños del lugar les había dado por apedrear a los bueyes que tiraban de los carros de artillería. Una piedra lanzada con fuerza había alcanzado a uno de los bueyes más grande en los testículos, con lo que el animal trató de echarse atrás desesperadamente entre mugidos de furia y dolor. Al ver al grupo de golfos responsables, el buey los embistió y volcó la ballesta y el carro que la transportaba. Una vez la bestia se calmó y se recogió el estropicio, hubo que pasar la orden de alto del frente a la retaguardia de la columna. Al final se apartaron a un lado el carro y la ballesta y, mientras un grupo de ingenieros reparaba los desperfectos, la columna reemprendió la marcha.
Vespasiano, que había acudido a caballo hasta el lugar del accidente para conocer el motivo del retraso, maldijo la escasez de animales de carga que les había obligado a comprar machos violentos. El buey, al que un arriero había conseguido tranquilizar, fue llevado hasta una pequeña manada de animales lisiados destinados a servir de alimento a la legión; el niño se llevó una paliza que recordaría para el resto de su vida. Aunque a Vespasiano no le servía de consuelo, pues el retraso ya no tenía solución. Tampoco le agradaba la parada de la legión a mediodía. Sentado a una mesa, dio la orden de traer a una sirvienta de su esposa.
Mientras comía algo de pollo frío adobado con un vino imbebible del lugar —¿cuándo aprenderían a cocinar aquellos galos?— le trajeron a Lavinia. Con la boca llena le indicó que se acercara a la mesa y se la quedó mirando mientras hacía esfuerzos para masticar el pollo. Lo cierto es que era preciosa, pensó, ahora que podía observarla de cerca. Era una pena desaprovecharla como sirvienta; en Roma podría obtenerse una considerable suma si se vendía como cortesana. Tras tomar un trago de vino para aclararse el paladar, se dispuso a hablar con ella. Sacó el lazo de su túnica y lo dejó sobre la mesa. Le alegró ver que la muchacha lo había reconocido al instante.
—¿Es tuyo?
—Sí, mi amo. Pensaba que lo había perdido.
—Y así es: casi se desliza bajo el almohadón de mi triclinio.
Lavinia fue a cogerlo, pero Vespasiano no hizo ademán de dárselo y ella retiró la mano.
—Antes me gustaría saber… —Vespasiano sonrió— por qué estaba allí.
—¿Mi amo?
—¿Qué hacías en mi tienda anoche?
—¿Anoche? —preguntó Lavinia con los ojos abiertos y expresión inocente.
—Eso mismo. El lazo no estaba allí cuando me fui a dormir. Así que dime, Lavinia, y no te andes con rodeos, ¿qué hacías allí?
—¡Nada, señor! Lo juro —Sus ojos suplicaban que la creyera—. Sólo entré para tumbarme un rato. Estaba cansada. Quería descansar en un lugar cómodo. Y el lazo debió de caerse.
Vespasiano la miró inquisitivamente antes de proseguir.
—¿Y sólo querías descansar en mi triclinio? ¿Sólo eso?
Lavinia asintió con la cabeza.
—¿Y no te llevaste nada de la tienda?
—No, mi amo.
—¿Y no viste nada ni a nadie?
—No, mi amo.
—Ya veo. Toma. —Le dio el lazo y se apoyó contra la silla mientras sopesaba los ruegos de la muchacha. Podía estar diciendo la verdad, aunque tal vez pudiera contar algo distinto si se aplicaba alguna forma de persuasión física. Pero descartó enseguida la tortura. No tenía duda alguna de que fuera un método efectivo para soltar la lengua, pero había visto a demasiadas víctimas dar la versión de los hechos que sus torturadores querían oír. No era una forma tan efectiva de descubrir la verdad de lo sucedido. Debía cambiar de táctica.
—Según dice mi esposa, hace poco tiempo que estás de servicio en la casa.
—Sí, señor.
—¿A quién pertenecías antes?
—Al tribuno Plinio, amo.
—¡Plinio! —Vespasiano levantó las cejas, sorprendido.
Aquello cambiaba las cosas. ¿Qué hacía en su casa un antiguo esclavo de Plinio? ¿Era una espía que trataba de acceder a su arcón de seguridad? Pero al mirarla le costaba imaginar que fuera lo bastante astuta para desempeñar semejante cometido. ¿Otra falsa apariencia? A aquellas alturas, Vespasiano era incapaz de asegurarlo.
—¿Por qué te vendió Plinio?
—Se cansó de mí.
—Perdona, pero eso es difícil de creer.
—Es cierto, amo —replicó Lavinia.
—Ha de haber alguna otra razón. Habla, muchacha, y procura decir la verdad.
—Hay alguna otra razón, amo —admitió Lavinia y ladeó la cabeza, como le había dicho Flavia que hiciera, antes de seguir—. El tribuno quería utilizarme…, para otras cosas.
Vespasiano pensó que no era de extrañar.
—Y quería más que eso, quería que sintiera algo por él. Yo no podía sentir algo por él a voluntad, y él se enfadó conmigo. Y cuando descubrió que quería a otro, se encolerizó y me pegó.
Vespasiano chasqueó la lengua en señal de lástima.
—¿Y quién es esa otra persona a la que amas?
—Por favor, amo —Lavinia levantó la vista y tenía los ojos llorosos—. No quiero decirlo.
—Debes decírmelo, Lavinia —Vespasiano se incorporó para darle una palmadita tranquilizadora en el brazo—. Debo saber quién es ese otro hombre. Es muy importante que lo sepa. Puedo obligarte a decírmelo.
—¡Vitelio! —le espetó, y rompió a llorar a la vez que se llevaba las manos a la cara.
Vitelio. De modo que amaba a Vitelio. Era suficiente para que ella hiciera lo que él quisiera. Vespasiano pensó en lo peor.
—¿Te has visto con Vitelio desde que llegaste a nuestra casa?
—¿Mi amo?
—Ya me has oído. ¿Le sigues viendo?
Ella asintió.
—¿Le viste anoche, en mi tienda?
Lavinia le miró con una expresión de espanto y negó con la cabeza.
—Pero pensabais hacerlo, ¿verdad?
—No llegó a aparecer, señor. Le esperé, pero no cumplió con su promesa. De modo que volví a mi cama. No me he dado cuenta de que me faltaba el lazo hasta esta mañana.
—Ya veo. ¿Vitelio te ha pedido alguna vez que le cuentes cosas sobre mí? ¿Te ha preguntado alguna vez algo sobre la casa?
—Hemos hablado alguna vez —respondió Lavinia con suavidad— pero no recuerdo qué dijimos exactamente sobre la señora Flavia y usted, amo.
—¿Y te ha pedido alguna vez que robes algo o que te lleves algo de mi tienda?
—No, mi amo. Jamás.
Vespasiano la miró a los ojos detenidamente, tratando de averiguar si decía la verdad. Lavinia lo miró con franqueza, hasta que ya no pudo sostener su mirada y bajó la vista. Su historia parecía auténtica. Pero si aún amaba a Vitelio, cabía la posibilidad de que él la persuadiera a robar o que ella le preparara el acceso a la tienda, y así el tribuno pudiera entrar y coger el pergamino una vez ella se cansara de esperar y se marchara.
—Puedes irte, Lavinia —Vespasiano agitó la mano—. Pero quiero que recuerdes esto: si Vitelio te pide alguna otra vez información sobre mí o concierta otra cita, quiero saberlo. Y te advierto que, de ahora en adelante, si no me dices la verdad, las repercusiones serán dolorosas. ¿Queda claro?
—Sí, mi amo.
—Bien. Vete.
—¿Cómo ha ido entonces? —preguntó Flavia a Lavinia aquella tarde mientras esperaban a que se terminaran de levantar las tiendas.
—Creo que me creyó, ama. ¿Pero por qué tenía que decir que Vitelio estuvo en la tienda anoche?
—¿Habrías preferido decirle la verdad e implicar a Cato?
—No, ama, claro que no.
—En ese caso, si quitamos a Cato de la escena, alguien debe ocupar su lugar. Vitelio reúne las condiciones perfectas. Para el caso, es el hombre ideal.
Lavinia miró sorprendida a su ama. Era obvio que había algo más aparte de salvarle la piel a Cato. La expresión satisfecha que tenía Flavia al observar inconscientemente a los legionarios tirar de las cuerdas tensoras revelaba algo más que la tranquilidad de salvar al joven optio, y Lavinia no pudo evitar preguntarse si ella y Cato eran sólo las piezas de una trama compleja. Flavia volvió a mirar a la esclava.
—Recuerda que debes procurar no variar la historia que acordamos, Lavinia. Mantén esa versión y todos estaremos a salvo, ¿de acuerdo? Pero no me pidas más explicaciones. Cuanto menos sepas, más honesta parecerás. Confía en mí.
—Sí, ama.