Capítulo XXIII

Vespasiano contempló un instante la noche estrellada, con las manos en las caderas y la cabeza echada hacia atrás, a través de un agujero abierto por el fuego en el techo de su tienda. Luego miró al círculo de hombres que había de pie alrededor de la mesa. Los centinelas agacharon la cabeza avergonzados.

—¿Cómo creéis que el ladrón se las arregló para entrar en esta tienda, si hacíais vuestro trabajo tan bien como aseguráis?

—Señor, vigilábamos con atención, como siempre —explicó el centurión—. Cuatro hombres guardaban la entrada y otros cuatro patrullaban los alrededores de las tiendas. He hecho una inspección y he encontrado dos lugares donde la tienda había sido rajada, señor.

—¿Eso sospecháis, verdad? —Preguntó Vespasiano con cierto disgusto—. Muy agudo por su parte, centurión, muy agudo. Y mientras nuestro hombre entraba en la tienda, ¿dónde estabais los demás?

—Señor, el tribuno nos había llamado.

—¿Qué tribuno?

—Gayo Plinio, señor. El tribuno que hacía la guardia de noche. Se presentó y exigió que se hiciera una inspección detallada.

—¿Y por qué motivo supones que lo hizo?

—Con su permiso, señor, pero hablamos con él sobre la invasión.

—¿De verdad? ¿Y qué dijisteis?

—Bueno… —El centurión se mostró avergonzado—. Algunos muchachos dicen que la isla está habitada por monstruos.

—¿Y dónde han oído esas tonterías? —preguntó Vespasiano, tratando de controlar su nerviosismo.

El centurión se encogió de hombros.

—Son rumores, señores —Vespasiano suspiró—. De modo que mientras Plinio os amonestaba por hablar como un hatajo de viejas, tú crees que el intruso entró en mi tienda, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Muy bien, presentaré cargos contra ti y la guardia. Y tú estás degradado a centurión de fila. Ya os podéis marchar.

Al ver cómo se marchaban arrastrando los pies, Vespasiano pensó que el último castigo era el más acertado, y es que la guardia del cuartel general estaba considerada como una prebenda en circunstancias normales: se comía mejor, el trabajo era menos duro y disfrutaban de una posición bastante segura en la línea de batalla. Y ahora uno de ellos estaba en el hospital herido de gravedad. Estaba inconsciente y la herida no dejaba de sangrar por el cuello y por un lado de la cabeza. Estaba vivo, pero el cirujano dudaba que sobreviviera a aquella noche. Era una lástima, pues el herido seguramente había visto a su atacante y habría podido identificarlo. Y aquello era lo que Vespasiano necesitaba desesperadamente en aquellos momentos.

Al entrar en la sala medio vestido, al igual que los que habían sido despertados por el estrépito de la tienda principal, lo primero que hizo fue comprobar el contenido de su caja. Sólo le hizo falta echar una mirada para darse cuenta de que el manuscrito confidencial con el sello de Claudio había desaparecido. Todo lo demás estaba allí. Aquello significaba que el ladrón sabía exactamente lo que buscaba y lo había encontrado. Alguien en el campamento tenía en sus manos información política valiosísima, que podía emplearse para derrocar al emperador. No es que Vespasiano necesitara el documento, pues hacía tiempo que había memorizado el contenido de éste y trazado sus planes al respecto. Pero ahora alguien más tenía acceso a la información.

¿Y qué sería de él cuando llegara la noticia a Roma, a oídos de Claudio, de que el legado no había podido evitar el robo del pergamino? No cabría excusa alguna, pues la responsabilidad recaía sobre él, y por eso había impuesto un castigo tan duro a los centinelas; tendrían que compartir el sufrimiento que le habían causado.

Al menos sabía que el ladrón tenía que estar cerca. Alguien de la legión, y seguramente se trataba del traidor al que Plautio se refería, en su carta. Quizás aún estaba a tiempo de recuperar el manuscrito antes de que la legión llegara a la costa y se mezclara con las demás unidades reunidas para iniciar la invasión. Habían descubierto unas manchas de sangre cerca del triclinio y alrededor de la mesa que formaban un reguero que se perdía en el camino que se alejaba de la tienda. Todo indicaba que el extraño había sido herido. Y al golpear al centinela al entrar, era evidente que el ladrón había sido sorprendido, lo cual llevaba a pensar que a éste lo había herido un tercero.

¿Qué había ocurrido con Lavinia? A Cato le carcomía el miedo y la preocupación. La muchacha no volvió, pero ¿y si se había cruzado con el intruso mientras él la esperaba tumbado en la tienda? Rezaba por que estuviera viva e ilesa. No podía arriesgarse a ir al cuartel general para verla: el guardia le había visto y no tendría problema en reconocerle. Tendría que contactar con Lavinia a través de Flavia; tenía que enviarle un mensaje cuanto antes, pero ignoraba hasta qué punto la mujer del legado conocía la situación y hasta qué punto podía confiar en ella. Si Vespasiano descubría que había estado en su tienda, todas las pruebas apuntarían en su contra y lo involucrarían al instante en el robo de aquel documento. Se había metido en un serio problema y necesitaba un aliado. Si pudiera ver a Flavia y explicarle todo cuanto había presenciado, tal vez pudiera protegerlo. Se habían hecho amigos y ahora él la necesitaba. Por la mañana, haría lo posible por verla.

Al día siguiente, alguien despertó a Cato sacudiéndole los hombros. Abrió los ojos y, adormilado, vio la cara de Pírax.

—¿Qué…?

—El centurión quiere hablar contigo enseguida.

Cato se incorporó inmediatamente sobre los codos y, al mirar hacia la pared de piel de la tienda, vio que el sol ya estaba alto. Movió la cabeza y se levantó.

—¿Cuánto hace que ha sonado el toque de diana?

—Ya hace un rato —respondió Pírax con cierta indiferencia—. Te has perdido el desayuno y estamos a punto de desmontar las tiendas.

—¿Por qué no me ha despertado nadie?

—Ya eres mayorcito, amigo, ya tienes edad para cuidar de ti mismo.

—¿Dónde está el centurión?

—En su tienda. Yo que tú iría cuanto antes. Macro no parece muy contento… —Pírax bajó la vista—. ¿Qué te ha pasado en la mano?

Cato miró hacia donde Pírax, y vio que tenía sangre seca en el dedo gordo y el índice.

—¡Ah, nada! Unos arrieros me dieron un trozo de carne de un animal que mataron anoche. Me dejaron asarlo en su hoguera.

—Todo un detalle por su parte —dijo Pírax de mala gana—. Pero podías haberte lavado las manos después.

—Lo siento. Tengo que irme.

Se abrió paso entre los faldones de la tienda y se lavó las manos con un poco de agua de un odre que colgaba de la armazón de la tienda. La sangre del ladrón se había secado, y Cato tuvo que rascarla con las uñas para poder quitarla del todo. Pensó con horror que seguramente su daga también tendría restos de sangre, y al sacarla comprobó que estaba completamente sucia. Tardó algo más en limpiarla, y cuando entró en la tienda del centurión éste estaba furioso. Piso estaba de pie al fondo de la tienda y tenía las cejas levantadas en señal de aviso.

—¿Por qué has tardado tanto en llegar? Hace un buen rato que te he hecho llamar.

—Disculpe, señor.

—¿Y bien?

—¿Señor?

—¿Por qué has llegado tarde?

—Estaba en las letrinas, señor… Anoche comí algo que no me sentó bien.

—Pues de ahora en adelante ten más cuidado con lo que comas —dijo Macro con impaciencia—. Tenemos mucho trabajo. El legado ha destacado nuestra centuria de la legión para funciones de escolta. Han dado la orden durante el informe de esta mañana. Debemos adelantarnos a la legión hasta Durocortoro y encontrarnos con algún pez gordo de la administración. Luego tendremos que escoltarlo hasta el cuartel del general Plautio de Gesoriaco. Eso es todo. Y como tendremos que ir por delante de la columna, hay que darse prisa. Ya he dado la orden de cargar el carro y engancharlo. Quiero que requises algo de vino y algunos obsequios para nuestro invitado. El oficial de intendencia ya ha sido avisado. Piso, empieza a poner a los hombres en marcha; quiero que las tiendas estén desarmadas y cargadas, y que cada uno tenga sus cosas listas antes del próximo toque. Vamos, moveos. Los dos.

Una vez afuera, Cato miró a Piso inquisitivamente.

—Ha empezado mal el día —murmuró Piso—. Algún asunto peliagudo en el cuartel general anoche.

—¿Un asunto peliagudo?

—Parece que un ladrón robó al legado, apuñaló a un centinela y se escapó. Ahora Vespasiano está hecho una furia con sus oficiales por no haber sido capaces de que sus hombres hicieran bien la guardia.

—¿Se sabe qué han robado?

—Parece que nada de valor. Pero el pobre diablo que vio al ladrón tiene los días contados.

—Qué mala suerte —Cato intentó parecer preocupado al recibir con desazón la noticia, y luego se imaginó al pobre centinela tumbado con las vendas, al borde de la muerte, y sintió vergüenza y culpa.

—No te lo tomes tan mal, hijo —Piso le puso una mano en el hombro—. Estas cosas pasan. Piensa en la suerte que has tenido de no ser tú.

El tribuno tenía la barbilla apoyada en las palmas de las manos y miraba a Pulcher, que estaba sentado en un taburete plegable curándose la herida. Tenía una herida profunda en la parte superior del muslo que no dejó de sangrar hasta que llegó a la tienda y cortó la hemorragia. Pulcher llegó a la tienda del tribuno cojeando y, una vez allí, se vendó la herida. Por suerte, ésta quedaría oculta bajo los pantalones y nadie tenía por qué descubrir que había sido herido. Pero la marcha del día le resultaría angustiosa, pensó el tribuno con una sonrisa en los labios. Aquello le enseñaría a no fastidiarla la próxima vez…, si había una próxima vez. Vespasiano había dado órdenes de doblar la guardia y el acceso a la tienda principal sería casi imposible. Y Pulcher aún no sabía que tendría que volver a intentarlo.

—Imagino que tendrás ganas de volver a Roma —dijo el tribuno al servirle un poco de vino.

—¡Así es! —Exclamó Pulcher—. Ya he tenido suficiente con estas estúpidas operaciones secretas. Quiero volver a mi trabajo de soldado.

—No creo que el trabajo en la guardia pretoriana pueda considerarse un trabajo propio de un soldado —dijo el tribuno con serenidad.

—Es el trabajo que me gusta.

—Pero te ofreciste voluntario para éste.

—Cierto. Pero con la suma que acordamos, cualquiera se ofrecería voluntario.

—Pero no todo el mundo tiene tu talento para asegurarse de que estas cosas salgan bien, para hacer hablar a los que nunca aflojan la lengua, para hacer desaparecer a la gente…, para este tipo de cosas. Y hablando de esto, ¿estás seguro de que no le viste la cara al hombre que te vio en la tienda, el que consiguió herirte con tanta precisión?

—No —contestó rabioso—. Pero cuando descubra quién fue, le haré sufrir antes de matarlo. Me haré cargo de él por el mismo precio.

—Asegúrate de encontrarlo. Si sabe quién eres, podría hacer que me implicaras.

—Eso es imposible.

—Una tortura bien aplicada es el mejor método para hacer hablar a alguien —le advirtió el tribuno.

Pulcher se limitó a resoplar con desdén, y el tribuno añadió:

—Sin embargo, me temo que tengo malas noticias para ti.

—¿Eh?

—No has hecho tu trabajo.

—¿Qué quieres decir? —Pulcher señaló el pergamino con un dedo—. Eso es lo que querías, y ahí lo tienes.

—Claro que no —dijo a su vez el tribuno—. No creerás que me tomé la molestia de traerte desde Roma para hacerte ir a buscar un pergamino cualquiera.

Extendió el rollo para que Pulcher pudiera leerlo. Pero no había nada escrito, estaba completamente en blanco.

—Parece que alguien nos lleva la delantera. Y que Vespasiano ha sido bastante listo para utilizar su arcón de señuelo. O alguien cogió antes que nosotros el manuscrito y dejó esto en su lugar.