Capítulo XXII

A pesar de que el invierno ya había pasado, las noches de primavera eran frías; Cato se cubrió bien con la capa. En la nota que había recibido de Lavinia o, al menos, de su parte, se decía que debían encontrarse en la parte trasera de las tiendas del cuartel general poco después de que la trompeta tocara el cambio de guardia. Una zona acordonada cercaba los vehículos de equipaje de los oficiales y dos centinelas marchaban pausadamente en derredor. Cato esperó a que éstos pasaran, y avanzó entonces con sigilo sobre la hierba y luego se deslizó por debajo del cordón, para escabullirse entre las formas oscuras de los carros que había por todas partes. En algunas tiendas aún se veía el reflejo opaco de las lámparas de aceite. Cato se adentró en silencio entre los equipajes hasta encontrar ante él un gran muro revestido de piel. Se quedó inmóvil y esperó, maldiciendo los latidos de su corazón, pues no le dejaban prestar atención a algún posible movimiento. Pero no había rastro de la chica. Tal vez ella se había arrepentido, o le habían encargado alguna tarea doméstica. De repente alguien lo cogió del hombro. Cato se dio la vuelta de un salto y soltó un inevitable grito de sorpresa.

—¡Chss! —susurró Lavinia—. ¡Deprisa, ahí debajo!

La joven tiró de su brazo y se situó debajo de un carro. Él la siguió sin rechistar y se colocó a su lado enseguida.

—¿Qué…? —murmuró Cato, pero ella le puso una mano en los labios para hacerlo callar. Él se maravilló ante la suavidad de su piel y sintió el olor de una dulce fragancia.

—¿Quién va? —gritó una voz cercana—. ¡Sal de ahí!

Cato se quedó quieto y aguantó la respiración, asustado y a la vez excitado por la proximidad de Lavinia. Sintió un agradable calor en las ingles.

—¿Qué ocurre? —se oyó otra voz desde un poco más lejos.

—Creo que hay un ladrón. He oído algo por aquí.

Frente al carro aparecieron un par de piernas y una lanza que se detuvieron. Un instante después apareció el otro centinela.

—¿Has encontrado algo?

—Todavía no.

Cato buscó a tientas la mano de Lavinia y al dar con ella la estrechó con fuerza al tiempo que acercaba el cuerpo de la muchacha al suyo con la otra mano. Al principio se puso tensa y se opuso, pero luego se dejó abrazar.

—Todo parece bastante tranquilo.

—Te digo que he oído algo.

—Puede que viniera de una de las tiendas.

—No creo.

Cato pasó sus labios sobre el cabello de la chica y los bajó hasta su mejilla hasta encontrarse con los de ella. Con una sensación delirante de placer, pese al peligro de la situación, Cato la besó con suavidad, fascinado con el calor de su aliento y el latido de su corazón contra sus pechos. Lavinia devolvió el beso con suavidad primero y luego le hundió la lengua. Cato tensó los músculos, extasiado.

—Mira, aquí no hay nadie —dijo el segundo centinela con impaciencia.

—Puede que no.

—No tiene ningún sentido buscar a alguien que ya se ha largado. Podemos chocar contra algo. Olvídalo.

El segundo centinela salió pisando fuerte. El otro, tras quedarse quieto un momento, se alejó del carro con reticencia y, no muy convencido, volvió a su lugar junto a la cuerda farfullando insultos a su compañero.

Bajo uno de los ejes, Cato se deleitaba en una pasión que nunca había experimentado. Su mano derecha se deslizó lentamente sobre la curva sedosa de las caderas de Lavinia hasta llevarla entre los muslos. Ella los cerró y se retorció para apartarse.

—¡No! —dijo ella entre dientes.

—¿Por qué?

—¡Aquí no!

—¿Qué tiene este sitio de malo? —preguntó Cato con desesperación.

—Hace demasiado frío y es incómodo. La señora ha encontrado un sitio donde no nos molestará nadie. —Ella le apretó la mano con fuerza—. Es un lugar más íntimo y agradable para conocernos mejor. Vamos.

—¿Flavia? —Se preguntó Cato en voz alta—. ¿Flavia ha organizado esto? ¿Y por qué?

—¡Chss!

Lavinia tiró de su mano y salieron de entre las ruedas del carro. Se detuvieron al final de la hilera de vehículos para asegurarse de que todo estaba en calma antes de entrar sigilosamente en la parte trasera de una tienda, donde la muchacha había dejado una pequeña abertura en la piel. Una vez dentro, la oscuridad hacía el avance casi impracticable, pero Lavinia conocía muy bien el camino y le llevó de la mano. Bajo sus pies, el suelo era de tablas de madera y Cato tropezó y casi tiró a Lavinia al suelo.

—Perdona —susurró—. ¿Adonde vamos?

—Al lugar más tranquilo que encontramos.

—¿Que encontrasteis? ¿Quiénes?

—La señora y yo. Por aquí…, vamos.

Pasaron por un largo pasillo con los faldones de la tienda bajados que conducía a las secciones acomodadas para dormir y terminaba en un espacio amplio lleno de bultos indistinguibles en la oscuridad. Entonces Cato notó cómo le empujaba sobre un triclinio mullido y, con una risita, Lavinia se echó sobre él. Al instante, él buscó sus labios otra vez y la besó con la ardiente pasión que se extendía por cada extremidad de su cuerpo. Sin dejar de apretarla contra él, Cato le deshizo el lazo de seda que llevaba y pasó los dedos entre la cabellera suelta. De repente, Lavinia se incorporó y quedó sentada sobre el estómago de Cato.

—¿Qué?

—Calla. No te muevas —le apretó los labios con un dedo y con la otra mano buscó a tientas su entrepierna.

Ella soltó una risilla divertida al descubrir la excitación del muchacho.

—¿Quieres hacerlo?

Cato soltó un «sí» ahogado.

—De acuerdo. No tenía previsto permitirlo. Pero antes tengo que ir a buscar algo.

—¿A qué te refieres?

—A algo para evitar que me quede embarazada.

—¿Y ahora tenemos que interrumpir esto? —Preguntó Cato desesperado, sin dejar de acariciarla y apretarle los muslos—. Por favor.

—¡Todos sois iguales!

Ella le dio una palmada en las manos para darle a entender que bromeaba.

—No tengo por qué…, ya sabes, hacerlo dentro —dijo Cato con timidez.

—¡Sí, claro! Eso es lo que todos decís. «De verdad, puedo controlarme…», pero a la hora de la verdad, ¡plop! Y entonces, ¿qué hace la pobre muchacha? Relájate. Volveré enseguida.

Lavinia se puso de pie y le dio un beso con delicadeza para luego marcharse en la oscuridad sin hacer ruido. Cato se quedó tumbado, con los ojos cerrados y el corazón palpitante, recreándose en el último beso y la inesperada excitación que había provocado su mano al tocarle la entrepierna. Quería recordar aquel momento para siempre, de modo que abrió los ojos para memorizar cada detalle de la sala. Sus ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, distinguían mejor el lugar. Con curiosidad, Cato deslizó la mirada sobre todos los objetos propios de mando que había en la sala.

Ya hacía bastante rato que Lavinia se había ido, y a Cato le asaltó un atisbo de duda. Se preguntó si debía ir en su busca. Seguramente no tardaría mucho más. A menos que tuviera la intención de emplear el método de control de natalidad más eficaz y, sencillamente, no volviera. Aquella idea no le hizo mucha gracia. De repente, tuvo la impresión de que había alguien más en la sala. Estuvo a punto de pronunciar el nombre de Lavinia, cuando oyó a alguien hacer a un lado un faldón desde la dirección opuesta a la que había tomado Lavinia.

Se quedó inmóvil, sin osar respirar, y aguzó el oído y la vista hacia el fondo de la tienda, donde un bulto oscuro se adentraba a través de un hueco en la piel. Una vez el bulto estuvo dentro, se quedó un momento quieto, agazapado, listo para actuar. De pronto, Cato temió por Lavinia y por lo que pudiera hacerle el intruso a su regreso. Pero la noche era bastante silenciosa.

Entonces la figura se desplazó a hurtadillas hacia la mesa, cubierta del papeleo de aquella noche. Se situó tras la mesa, y Cato alcanzó a distinguir una capa con una capucha que cubría una silueta rechoncha. Se movía con una precisión felina. En la mano llevaba la inconfundible espada de hoja corta de los legionarios. Cato sólo tenía una daga dentro de una vaina situada bajo el muslo izquierdo. El intruso, a unos diez pasos de él, se agachó y buscó algo a tientas por debajo de la mesa. Encontró algo y tiró de ello. Luego se vio con mayor claridad el extraño peso que empezó a arrastrar; era un arcón, y el hombre hacía una pausa cada vez que la madera del suelo crujía. Cato seguía estando tenso de miedo, sentía la sangre palpitar en los oídos y apenas se atrevía a respirar. El intruso se inclinó sobre el arcón y trató de abrir el cerrojo de hierro con suaves chasquidos hasta que el mecanismo cedió. El hombre rebuscó dentro: era obvio que buscaba algo en concreto.

De repente, Cato se dio cuenta de que el hombre se iba a dar la vuelta de un momento a otro. Era difícil que advirtiera la presencia de un cuerpo tendido sobre el triclinio. Cato deslizó con cuidado la mano por su muslo y tiró de la empuñadura de la daga. Pero estaba aprisionada bajo su cuerpo y hacía falta dar un buen tirón para extraerla, de modo que levantó un poco las nalgas para facilitar el movimiento. Pero no salió bien: al extraer la daga se oyó un ruido áspero de roce. El intruso se dio media vuelta y empuñó su espada, olvidando así un apartado de la instrucción básica: mejor hundir la punta pocos centímetros que asestar un golpe con el filo. La espada cayó de lleno en el borde del triclinio, justo sobre Cato, con un golpe que hizo saltar astillas.

Cato clavó su daga al bulto que se abalanzaba sobre él, y el arma penetró la ropa y algo más blando debajo de ésta.

—¡Mierda! —gritó el hombre con un gruñido, al tiempo que daba un salto hacia atrás.

Chocó contra la mesa. Cato echó a correr a ciegas hacia la izquierda, con intención de salir por el mismo faldón por el que había salido Lavinia, y se dio un golpe en la espinilla contra un taburete. Extendió los brazos al caer de cabeza al suelo. El intruso fue a por él agazapado, tratando de no fallar otra vez. Cato sintió un dolor punzante en la espinilla y se detuvo un instante que duró demasiado antes de intentar ponerse en pie. Su agresor, recobrado de la sorpresa, echó a correr tras él con la espada dirigida a su garganta.

—¡Socorro! —Gritó Cato y se lanzó rodando bajo la mesa—. ¡Socorro!

—¡Calla maldito cabrón! —gritó el hombre entre dientes y, por un momento, Cato estuvo a punto de callar…, pero sólo por un momento.

La espada casi volvió a alcanzarle; se arrastró hasta el triclinio y volvió a gritar:

—¡Socorro! ¡Aquí dentro!

Se oyeron voces soñolientas procedentes de las salas adyacentes al pasillo. Cato sintió cierto alivio al oír que alguien llamaba a la guardia. El intruso también lo oyó y se detuvo para mirar en todas direcciones en busca de una salida. Un resplandor iluminó la parte delantera de la tienda y un centinela gritó:

—¡Por aquí!

El intruso enseguida se hizo a un lado del faldón de la tienda y alzó la espada para atacar a Cato, que se agachó bajo la mesa. La punta de una lanza apartó el faldón y la tienda se iluminó con el resplandor de una antorcha, al entrar un centinela en ella. Desde su izquierda, en la oscuridad, el intruso levantó su espada.

—¡Cuidado! —gritó Cato.

El centinela miró en dirección a la voz de alerta y, al instante, recibió un golpe brutal en el cuello. Lanzó un gruñido y cayó de rodillas para desplomarse de bruces ante la aterrada mirada de Cato. La antorcha en llamas cayó sobre el suelo de madera y rodó hasta una pila ordenada de mapas. Cuando Cato alzó al vista, la luz ya se desvanecía y vio al intruso correr para salir del lugar. Sin pensarlo dos veces, Cato lo siguió y salió a toda prisa de la habitación del legado y se encontró en una antecámara donde había alineadas algunas mesas plegables para los escribas. Al frente, a la derecha, el extraño hizo un corte en el revestimiento exterior de la tienda y se precipitó a través de él. De la izquierda se aproximaban los destellos de las antorchas y los pasos sordos de los hombres que las llevaban. Cato se detuvo bruscamente, respirando con dificultad, presa del pánico.

Volvió corriendo a la habitación del legado y vio que los mapas ardían entre llamas amarillas y naranjas. Desde el otro lado de la tienda oía las voces de los que habían sido despertados con el barullo. Por allí no había escapatoria posible. Se echó al suelo y levantó un faldón. Una estaca se arrancó del suelo y Cato se deslizó por debajo de la piel. Vio que había ido a parar a una zona de cocina con hierba pisoteada. No había tablas de madera para los esclavos. Aterrado ante la proximidad de los gritos a su espalda, Cato cruzó la cocina volando hasta llegar al lado contrario, por donde salió rodando por una parte de la tienda.

Estaba fuera, tumbado en el suelo de cara a las estrellas que titilaban en la profunda serenidad del cielo nocturno. Se levantó y corrió hasta el espacio que había entre las tiendas de los tribunos y los carros de artillería, por donde pasó serpenteando hasta perder de vista la tienda del cuartel general. Se apoyó un momento en un carro de balista para recuperar el aliento. El corazón le palpitaba y respiraba con dificultad. Cerca del cuartel general se veía un reflejo anaranjado y se oían las voces que gritaban pidiendo agua y más guardias para ayudar a apagar el fuego.

Cato se dio cuenta entonces de que era mejor que nadie le viera por allí. Se puso a correr entre la artillería hasta llegar al muro de turba y la empalizada que rodeaba el campamento. Se colocó la capa sobre los hombros, torció a la izquierda y se dirigió hacia las tiendas de su centuria con la esperanza de que fuera un lugar seguro. Si alguien le detenía, sabía perfectamente que no podría dar una explicación coherente de su presencia allí.

Los centinelas que había junto al muro miraban hacia el campamento, pero la distancia y la oscuridad no les permitían distinguir a Cato, de modo que éste siguió su camino tranquilamente. Después de un buen rato de nervios, llegó hasta el estandarte de la cohorte y se apresuró a entrar en las tiendas de la sexta centuria. A lo lejos, se oyó la trompeta que llamaba a la cohorte de guardia. Sin siquiera mirar hacia atrás de reojo, entró en la tienda de su sección de ocho hombres y se tumbó directamente sobre la manta sin quitarse la capa ni las botas.

—Cato, ¿eres tú? —preguntó Pírax medio dormido.

Cato no se movió ni contestó.

—¿Cato?

Era absurdo fingir que no le oía.

—¿Sí?

—¿Qué pasa ahí fuera?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Acabas de entrar, ¿no?

—Sólo he ido a las letrinas. Parece que hay un incendio por el cuartel general.

—Esos idiotas son unos descuidados.

Pírax bostezó.

—Despiértame si llega hasta aquí. Buenas noches.

—Buenas noches —musitó Cato fingiendo una voz soñolienta.

Pero era imposible dormir y se quedó muy quieto mirando el techo de la tienda, presa del miedo.