Vespasiano sonrió a pesar de frotarse la muñeca donde Tito le había hundido los dientes. Debía imponer una fuerte disciplina a aquel niño. Tenía que dejar de morder, de tirar cosas a los demás, de salir corriendo con cosas que tenía prohibido siquiera tocar. Aquella noche, pocas horas antes, aquel diablillo había irrumpido en la tienda donde se desarrollaba el informe nocturno de los tribunos. El niño se había metido bajo la mesa y se había llevado los documentos confidenciales del arcón de seguridad y había echado a correr con los manuscritos de Claudio. Si Plinio no hubiera cortado la salida de la tienda, Tito se habría salido con la suya. El tribuno había cogido al niño para llevarlo en brazos hasta Flavia, quien, avergonzada, acababa de salir de la dependencia privada del legado. Cuando ésta forcejeaba para arrancarle el rollo de pergamino, el niño agitó el brazo y alcanzó a Plinio en la barbilla. La tienda explotó en carcajadas cuando Flavia, exasperada, perdió el manuscrito por un instante entre los pliegues de su toga. Cuando lo encontró, lo devolvió al tribuno agraviado y salió con el niño alborotado en brazos.
—¿Me permites el documento, por favor? —pidió Vespasiano con la mayor serenidad que pudo. Tras echar un discreto y rápido vistazo al manuscrito, Plinio lo devolvió al legado—. Gracias —Vespasiano volvió a guardarlo enseguida en el arcón y prosiguió con su discurso—: Como ya sabéis, caballeros, hay rumores de que el ejército reunido en Gesoriaco está a punto de amotinarse. Esta tarde una esclava doméstica me ha traído un mensaje del general Plautio. Me temo que los rumores tienen algo de cierto.
Alzó la vista y se encontró con las caras sorprendidas y preocupadas de sus oficiales. Se hizo un silencio que sólo interrumpió el ruido que hacía Tito al jugar cerca de allí. Los oficiales estaban inquietos. Eran muchas las carreras que estaban en juego en aquella invasión. Si el plan se truncaba, todos los nombres que se relacionaran con el fracaso se mancharían. O peor, pues para aquellos que se daban cuenta de las implicaciones políticas más amplias que podía comportar la situación, se pondría en tela de juicio la autoridad del propio emperador. Claudio ya había sobrevivido a un intento de golpe de estado, y a pesar de ser aclamado por el pueblo de Roma y apoyado por los ejércitos desplegados por todo el Imperio, su poder se debilitaría. Una invasión victoriosa reuniría un cantidad considerable de tropas y alejaría la atención de las legiones de su desagradable interés en la política.
—Hace seis días una cohorte de la novena legión se negó a subir a bordo de un barco con rumbo a la costa de Britania con la misión de reconocer el terreno. Cuando los centuriones trataron de forzar a sus hombres a subir a bordo, éstos opusieron resistencia y dos centuriones resultaron muertos y otros cuatro heridos.
—¿La noticia se ha extendido al resto del ejército? —preguntó Vitelio.
—Por supuesto —respondió Vespasiano con una sonrisa—. ¿Qué esperabas? He conocido de primera mano la forma que tienen los soldados de guardar secretos.
Algunos tribunos se sonrojaron y Vitelio añadió:
—¿Se conoce el motivo por el que la cohorte se amotinó?
—Parece ser que alguien ha estado removiendo los miedos supersticiosos de las tropas sobre lo que van a encontrarse al llegar a Britania. Las tonterías de siempre sobre monstruos que escupen fuego y otros demonios. Sé que no son más que estupideces, pero, aunque nosotros no nos lo creamos, los legionarios sí. Tal como están las cosas, las tropas se han negado a subir en ningún barco, ni siquiera para realizar ejercicios de instrucción.
—¿Qué medidas se han tomado, señor?
—Nosotros seguiremos avanzando hacia Gesoriaco, pero hemos recibido la orden de detenernos a unos quince kilómetros temporalmente, hasta que el motín haya sido sofocado…, con o sin nuestra intervención. El nuevo jefe de administración del Imperio estaba en Lugduno cuando se supo la noticia. En estos momentos se dirige a toda prisa hacia el lugar de los hechos, y nosotros debemos escoltarle desde Durocortoro. Parece que ha pedido hombres de nuestra unidad porque todavía no se han visto contaminados por el motín.
—¿Contaminados?
—Son sus palabras, tribuno, no las mías.
—¡Señor! —Protestó Plinio—. No insinuaba que…
—No pasa nada. A veces Narciso no es demasiado diplomático, pero así son las cosas.
—¿Narciso? —murmuró Vitelio lo bastante alto para ser oído por los demás.
—Narciso —asintió Vespasiano—. No pareces estar de acuerdo, Vitelio.
—Si me permite, señor, no estoy seguro de estar o no de acuerdo con un hombre cuyo manejo del poder no guarda relación con su posición social.
Algunos otros tribunos, ajenos al origen provinciano del legado, rompieron a reír.
—A lo que me refería —prosiguió Vitelio— es a que no acabo de entender por qué motivo el emperador debe enviar a su liberto…, a su secretario principal, para encargarse de la situación en persona, como si el ejército no pudiera arreglarlo por su cuenta.
—Es una operación importante —dijo a su vez Vespasiano—. Yo diría que Narciso quiere asegurarse de que los hechos se solucionan de la forma más delicada posible, en nombre del emperador.
—Sin embargo, no deja de ser extraño, señor —añadió Plinio al instante.
Vespasiano se echó hacia atrás.
—No hay nada de extraño en eso. Ya sabéis lo que dicen de él: es más torpe que avieso. Narciso será escoltado hasta la costa, y punto. Si sus intenciones van más allá, yo las desconozco. ¿O quizás alguno de vosotros, caballeros, tenga conocimiento de información que a mí no se me revela? ¿Es así?
Nadie osó mirarle a los ojos, ya por ser culpables, ya por miedo a parecerlo. Vespasiano suspiró cansado.
—Estoy empezando a hartarme de la política de las altas esferas, señores. Independientemente de lo que nos depare el futuro, somos soldados que cumplimos órdenes, que yo trato de obedecer dentro de mis posibilidades. Cualquier alternativa debe alejarse de nuestro pensamiento. ¿Ha quedado claro? ¡Bien! No es necesario que os recuerde que este asunto debe mantenerse en secreto. Si entre nuestros hombres corre la voz de que ha habido un motín, el ejército no nos servirá de nada. Júpiter sabe cómo acabará todo. ¿Alguna pregunta?
Los tribunos permanecieron en silencio.
—Antes de la reunión matinal, se os darán las órdenes para mañana. Podéis retiraros.
Más tarde, solo en la tienda, Vespasiano se recostó en el triclinio y cerró los ojos. Desde allí se oían los sonidos de la legión preparándose para la noche: los gritos de los centinelas y los oficiales de servicio, el barullo de los hombres descansando tras un día de ejercicio, e incluso algunas risas. Aquello era algo positivo. Mientras los hombres estuvieran contentos, podía estar seguro de que serían leales a la autoridad que les unía. Un motín era siempre el mayor temor de un comandante. Al fin y al cabo, ¿qué obligaba a miles de hombres a dirigir sus esfuerzos a su voluntad, incluso hasta la muerte? En el momento en que los soldados decidieran desobedecer a sus superiores, el ejército dejaba de existir.
La noticia de lo sucedido en la costa era preocupante, y seguramente ya se había propagado por las carreteras del este. Era solamente cuestión de tiempo que los rumores procedentes de Gesoriaco llegaran hasta la legión. Cuando esto sucediera, tendría que proceder con la mayor prudencia posible; habría que encontrar un equilibrio entre mantener la rigidez disciplinaria de la vida cotidiana en el ejército y no instigar a los soldados a una revuelta. Se preguntó sobre la lealtad de las tropas. Parecía que le respetaban bastante, y, hasta ese momento del viaje, no le habían decepcionado. Un centurión entrecano le había asegurado que apenas había rezagados a pesar de la dura marcha que llevaban. Sin embargo, Vespasiano no podía evitar pensar en cómo actuarían aquellos hombres si tuvieran la ocasión. El motín debía ser sofocado, si querían llevar a término los planes de la invasión. Sería bueno que Narciso demostrara ser tan hábil como se decía de él. Sin duda, Flavia estaba convencida de que éste sería capaz de solventar la situación, según había expresado durante la cena.
Por otra parte, había aquel otro asunto. La segunda parte del mensaje que había recibido aquella tarde corroboraba la presencia de un conspirador en su legión. Pero le tranquilizaba pensar que el espía imperial sería capaz de encargarse del traidor. Su identidad sólo se conocía en el círculo político más próximo al emperador. En el mensaje se explicaba a Vespasiano que no debía preocuparse y que podía concentrarse en su trabajo de dirigir a la legión.
—Como si… —murmuró Vespasiano.
Se dio cuenta de que desde que sabía de la presencia de un traidor, medía cada una de sus palabras cuando hablaba ante sus oficiales superiores por miedo a alarmar al conspirador, o a manifestar alguna idea que incitara a pensar que el espía imperial era desleal. Pese a que tenía sus dudas sobre Vitelio, todavía no tenía pruebas ni indicios manifiestos de que el tribuno conspiraba contra el emperador. Con todo lo que ya sabía, podía ser perfectamente Plinio, aquel ratón de biblioteca. Su actitud de académico distraído podía encubrir sus actividades reales. Aunque por mucho que lo intentara, Vespasiano no conseguía considerar a Plinio como un posible espía. Además, a falta de pruebas, tendría que sospechar de todo el mundo…, y no sólo de sus oficiales superiores.
La presencia del espía imperial no era tranquilizadora, ni mucho menos. Vespasiano sabía que su trabajo consistiría en observar al comandante de la legión muy de cerca, así como en seguir la pista a cualquier posible traidor. Y siguió pensando en quién podía ser el espía; dada la agitación política del momento, éste podía ser cualquier hombre bajo su mando. En realidad, podía ser aquel joven que se había alistado en la legión procedente directamente de palacio. Tomó nota de tener al chico vigilado de cerca y luego gritó un improperio.
¡Cómo iba a hacer eso! ¿Cómo acabaría todo? Una legión dividida por intrigas de hombres espiando a hombres que espiaban. Se imaginó a una legión marchando hacia el combate con los hombres lanzando miradas de sospecha a su vecino, y se rió. Era mejor reservar para otros el espionaje. Él trataría de ocuparse de que su legión luchara como es debido en la campaña. No cabía duda que aquello mejoraría su reputación mucho más que acechar a otros en cada esquina. Se rió de su ingenuidad y se fue a la cama.