Capítulo XX

—¡Alto!

La orden se repitió de inmediato en la columna.

—¡Macutos al suelo!

Los legionarios de la sexta centuria arrastraron los pies hasta el borde del camino para desplomarse sobre la hierba de primavera que allí crecía. Dejaron suficiente espacio en el camino para no obstruir el acceso de cualquier posible mensajero. Con un fuerte suspiro, Macro se dejó caer y se frotó la pierna. Hacía dos días que le habían autorizado, a petición propia, a marchar con la centuria. Los carros de enfermos eran, dentro de lo posible, cómodos, pero a pesar de ello Macro era incapaz de soportar la oscilación constante y las desesperantes sacudidas cada vez que encontraban un bache. La inevitable falta de ejercicio hacía la marcha difícil, pero la obstinada determinación a seguir adelante propia de un centurión le impulsaba a no decaer. Además, después de diez días, ya casi había recuperado su estado de salud. La cicatriz aún era una línea amoratada que le cruzaba el muslo, pero se había cerrado bien y, aparte de tener la pierna algo entumecida y sentir picor, no le suponía más problema que las otras cicatrices que tenía.

—Se acercan los aguadores, señor.

—¿Queda algún rezagado, Cato?

—Dos, señor. A ambos se les han imputado cargos.

—Bien. De acuerdo, muchacho, tómate un descanso con nosotros —dio unas palmadas sobre la hierba a su lado—. El legado está marcando un paso agotador. Es un milagro que no hayan abandonado más soldados; sólo siete desde que salimos.

Cato bajó la vista al ver que Macro se tocaba la pierna.

—¿Cómo está hoy la pierna, señor?

—Bien. Cuesta un poco acostumbrarse, pero nada más.

Un par de esclavos se acercaron a la fila con odres llenos de vino disuelto en agua, para verter en los platos de campaña que los legionarios sostenían con no poca ansiedad. Los aguadores eran un contingente de esclavos que Vespasiano se había traído consigo para prestar servicios de poca importancia para que, la legión no aminorara su marcha hacia la costa. Avanzaban con rapidez y sólo se detenían para llenar cada plato hasta la mitad. Tras servir a Cato, éste sorbió con gusto la amarga mezcla de agua y vino barato. Las piernas le dolían a más no poder y la tira de la que colgaban sus pertrechos y objetos personales era tan pesada que se hacía insoportable. Sólo había hecho el esfuerzo de mantenerse en la fila por miedo a que le vieran como a un ser débil, incapaz de seguir el ritmo de los veteranos, los hombres a los que tenía jerárquicamente por debajo en virtud de su influencia, no de mérito propio.

Macro observó unos instantes al joven dar otro sorbo de su plato de campaña y se enjuagó la boca con él para saborear su sabor refrescante. Cato estaba sentado, inclinado hacia delante, con los antebrazos caídos sobre la rodilla; tenía la mirada perdida y una expresión tensa. Macro se sonrió con un cariño casi paternal por el chico. Pese a su preocupación inicial, Cato había resultado valer mucho. No cabía duda de que tenía valor y sangre fría en situaciones extremas. Y al fin empezaba a actuar como un oficial. Daba órdenes con más naturalidad, si bien con cierta formalidad y con poco brío. Pero con el tiempo, todo llegaría. Estaba demostrando que era un subordinado excelente, que cumplía las órdenes que Macro le daba concienzudamente y tenía iniciativa para hacer frente a circunstancias imprevistas.

Macro le estaba más que agradecido. Al final de cada día, Cato dedicaba su tiempo libre a proseguir con las lecciones de lectura, con la discreción que las condiciones permitían. Macro se alegró de descubrir que aquella broma de aprender a leer era menos complicada de lo que parecía. Aquellos signos horribles, indescifrables, empezaban a desvelarse a los ojos de Macro, que ya era capaz de leer textos sencillos de forma vacilante, siguiendo con el dedo cada letra, que los labios pronunciaban con dificultad para formar palabras.

—¡Macutos a la espalda!

La orden pasó de voz en voz hasta llegar a la sexta centuria, donde Macro la gritó a voz en cuello. La centuria se levantó cansinamente de la linde del camino y cargaron con sus macutos; mientras, otros soldados con suficiente energía volvían corriendo de los campos cercanos con los macutos cargados de fruta o cualquier animal de granja que habían podido comprar (o robar) a los granjeros del lugar. La centuria estaba de pie, alineada, cuando la vanguardia de la columna empezó a avanzar. Volvían a ponerse en marcha, caminando con dificultad sobre el camino pavimentado que iba de Divodoro hasta la Galia occidental.

Cato, por su falta de costumbre, sufría mucho en comparación con los sucios veteranos. La marcha de la tarde fue agoniosa, sobre todo desde que se le habían abierto las ampollas, y todavía se estaba recuperando de los últimos días, que habían sido muy crudos. Había descubierto que la mejor forma de sobrellevar la situación era pensar en otras cosas, contemplar el bonito paisaje que les rodeaba o tratar de mantener la mente ocupada. Y en eso residía el problema. Por mucho empeño que pusiera en centrar su atención en asuntos militares, allí estaba Lavinia, siempre presente en sus pensamientos.

Aquella noche, después de la cena y de los encargos adicionales de algunos superiores, Cato se estaba estirando y bostezaba cuando un esclavo entró en la tienda del centurión, iluminada con la tenue luz de las lámparas de aceite. El esclavo les miró con el mensaje apretado contra el pecho.

Macro levantó la vista desde su escritorio cubierto con el papeleo que ya era capaz de despachar por su cuenta; éste contrarrestaba las ventajas que le proporcionaban los conocimientos de escritura básica recién adquiridos. Extendió el brazo:

—¡Dame!

—Lo siento, señor —dijo a su vez el esclavo, sujetando él pergamino en una actitud protectora—. Es para el optio.

—Bien —repuso Macro.

Observó con mucha curiosidad al muchacho arrancar el sello y desenrollar el pergamino. El contenido del mensaje era breve y Cato se apresuró a mojar la pluma en tinta y garabateó una respuesta, para devolver el rollo al esclavo, al que instó a salir de la tienda.

—Parecía algo muy serio —dijo Macro.

—No era nada, señor.

—¿Nada?

Nada que ver con usted, pensó Cato, pero le sonrió antes de darle una respuesta.

—No es más que un asunto personal, señor. Eso es todo.

—¿Un asunto personal? Ya —Macro asintió con la cabeza, con una expresión divertida que a Cato le resultó exasperante—. Supongo que no tiene nada que ver con esa esclava, ¿verdad?

Cato se ruborizó y se alegró de la poca luz que había en la tienda, pero no abrió la boca.

—¿Has terminado ya tu trabajo de hoy? —preguntó Macro con cierta intención.

—No, señor. Todavía quedan algunas solicitudes de racionamiento por terminar.

—Piso puede acabarlo.

Piso levantó la cabeza bruscamente desde su escritorio con gesto de fastidio.

—Ya puedes irte, Cato. Ahora mismo. Pero no hagas demasiados esfuerzos —Macro le guiñó un ojo—. Recuerda que mañana nos espera otro largo día.

—Sí, señor —Cato forzó una sonrisa y salió disparado de la tienda, muerto de vergüenza.

—Estos chicos, ¿eh? —Macro soltó una carcajada—. Es lo mismo de siempre, desde el principio de los tiempos. Te hace recordar viejos tiempos, ¿verdad, Piso?

—Si usted lo dice, señor —murmuró éste, y luego suspiró al ver todos los rollos de pergamino que tenía enfrente, para después lanzar una mirada de reproche al centurión.