En la víspera de la partida de la legión ya se habían revisado todos los vehículos y ensebado sus ruedas. Estaban dispuestos en largas hileras y cargados con los pertrechos y equipaje variado de la legión. Los animales de granja que había en los corrales junto a la fortaleza se comían con satisfacción el último forraje de invierno. La mayor parte del personal del cuartel general, con el trabajo de las siguientes semanas terminado, estaba de juerga entre las tiendas y los muros mugrientos, donde los habitantes de la zona vendían una bebida alcohólica muy fuerte a la que la guarnición ya se había acostumbrado durante los años que habían pasado en la frontera del Rin. Los veteranos más sobrios estaban ocupados impermeabilizando sus botas y comprobando que los tacos de las mismas estuvieran en buen estado para recorrer los casi quinientos kilómetros que tenían por delante.
En el cuartel general, unos pocos administrativos ultimaban los detalles en grandes salas que retumbaban con una extraña sensación de vacío: todos los documentos ya habían sido ordenados y guardados en arcones de archivo y luego trasladados a los carros. Todavía debían liquidarse algunas deudas contraídas con los comerciantes del lugar y emitir los permisos de viaje para las familias de los oficiales que se dirigían directamente a Italia. Un destacamento de la caballería debía escoltar al convoy hasta Corbumento antes de avanzar hacia el oeste para reunirse con la legión.
Vespasiano pasó junto a una hilera de escritorios sobre los que un equipo de cinco administrativos estaban inclinados escribiendo a la luz escasa y temblorosa de las lámparas de aceite. Miró los papeles que había esparcidos por todas las mesas.
—¿Qué es esto?
—¿Señor? —el administrativo superior se levantó inmediatamente.
—¿En qué estáis trabajando?
—Son copias de una carta que nos ha encargado la señora Flavia, señor. Son para unos tratantes de esclavos de Roma a los que les pide detalles sobre los mentores de niños de que puedan disponer.
—Ya veo.
—Dijo que usted lo había ordenado, señor.
El tono de resentimiento era indiscutible, y Vespasiano sintió una punzada de culpa al ver a aquellos hombres trabajar hasta tarde, cuando sus compañeros estaban dándose el gusto de entregarse al jolgorio.
—Bueno, no creo que un día de retraso altere sus planes. Tú y tus hombres podéis acabar las cartas en otro momento. Marchaos.
—Gracias, señor. Ya habéis oído al legado, chicos.
Ordenaron con entusiasmo los papeles, taparon los botes de tinta, limpiaron las plumas y se levantaron para salir de la sala.
—¡Esperad! —Vespasiano les llamó y ellos se dieron la vuelta para mirarle con inquietud. Rebuscó en el portamonedas que le colgaba del cinturón y lanzó una moneda de oro al jefe—. Para ti y tus hombres… Tomaos unos tragos a mi salud. Habéis hecho un buen trabajo estos últimos días.
Los administrativos murmuraron palabras de agradecimiento y se apresuraron a salir gritando de entusiasmo, dejando a Vespasiano tras ellos mirándoles con cierta nostalgia. Parecía que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pasara una noche de juerga con sus compañeros para celebrar su nombramiento como tribuno. Le asaltaron recuerdos de noches salvajes y resacas espantosas en los antros de perdición de Siria, y le dolió pensar en las delicias de la juventud, que llegaba a su fin cuando parecía que acabara de empezar. Ahora estaba lejos de aquellos hombres por edad y, sobre todo, por rango. Vespasiano se dirigió con un andar pausado hacia la puerta del edificio del cuartel general y tan sólo se detuvo a la puerta del despacho de Vitelio para saludarlo con la cabeza; éste seguía organizando papeles bajo la luz de una lámpara. Vitelio había pasado mucho tiempo en el cuartel general últimamente, más tiempo del que podía ocuparle su trabajo y más que suficiente para despertar la curiosidad de Vespasiano. Pero no podía preguntarle directamente el motivo de su nueva diligencia, pues los tribunos debían ser diligentes y cualquier muestra de sospecha hacia éste podía interpretarse como un síntoma de paranoia, o peor: si Vitelio estaba tramando algo de verdad, la sospecha del legado lo pondría en guardia. Más extraño todavía era que el tribuno hubiera decidido llevar escolta. Su rango le concedía tal derecho, pero nadie lo requería en los tiempos que corrían. Pero allí iba él, haciendo sombra a su superior por toda la base, un hombre rechoncho y fornido con la actitud de un matón profesional. A partir de ese momento, sería más que prudente y no perdería al tribuno Vitelio de vista.
Como Lavinia había sido llevada a la casa de Vespasiano, Cato no había tenido ocasión de hablar siquiera con ella, y sólo tenía la posibilidad de intercambiar fugaces miradas de vez en cuando al merodear por fuera de la casa una vez terminado el trabajo del día. Se las había arreglado para visitar a Flavia unas cuantas veces con la esperanza de que Lavinia estuviera presente mientras ellos recordaban los viejos tiempos en palacio. Pero nunca aparecía, y Cato se resistía a revelar el verdadero propósito de sus visitas, cosa que divertía a la esposa del legado, que apenas lo disimulaba. Al fin, un día Flavia no pudo evitar reírse.
—¡La verdad, Cato, deberías tener más inventiva!
—¿A qué se refiere, mi señora?
—Me refiero a esas excusas que inventas para venir a verme —sonrió—, o para venir a ver a Lavinia.
Cato se ruborizó y farfulló una serie de explicaciones incomprensibles que sólo consiguieron provocar más risas. Frunció el ceño.
—¡Por favor, no te enfades! No me estoy riendo de ti. De verdad que no. Si lo que querías era ver a la chica, sólo tenías que decirlo y yo os habría concertado un encuentro. ¿Quieres verla ahora?
Cato asintió con la cabeza.
—De acuerdo; pero dentro de un momento. Antes tenemos que hablar.
—¿Sobre qué, mi señora?
—Imagino que sabes muy poco de Lavinia.
—La conocí el mismo día que la compró.
—Eso dijo ella.
—El mercader que la vendió me contó que había pertenecido a un tribuno.
—Sí —asintió Flavia—, a Plinio. Un hombre agradable, muy inteligente…, un talento desaprovechado en el ejército.
—¿Por qué la vendió? ¿Por qué no le dejó más que esos andrajos?
—La respuesta a eso depende de quién la da.
—¿Qué quiere decir, mi señora?
—Plinio fue diciendo por ahí que la había vendido porque era una chica inútil como sirvienta. Dijo que era perezosa, deshonesta e incapaz de aprender sus obligaciones. Según dice, el colmo fue que le robara una de sus camisas de dormir de seda. —Flavia se inclinó hacia delante y añadió en voz más baja—: Pero la historia que se cuenta entre las esposas de los oficiales es más interesante. Dicen que Lavinia era algo más que una sirvienta. Con lo guapa que es, habría sido una auténtica lástima no aprovechar la ocasión. Bueno, se dice que Plinio la compró a un comerciante de esclavos y la estaba preparando para amenizar sus noches de invierno.
—¡Una concubina!
—No exactamente. Plinio quería algo más sofisticado que una simple concubina. Quería a alguien con quien pudiera hablar después. De modo que durante los últimos meses tuvo a Lavinia escondida en sus dependencias, enseñándole a leer y escribir para poder iniciarla en la literatura. Al parecer, fue más difícil de lo que esperaba.
—Pero eso no es motivo para echarla.
—Claro.
—Entonces, ¿qué ocurrió?
—Lo de siempre. Entre lección y lección ella se fijó en otro tribuno, por lo visto más guapo y agradable que Plinio. Y sin duda más astuto y versado en el arte del subterfugio y la seducción.
Cato se paró a pensar un momento.
—¿Vitelio?
—¿Quién si no? Tenía que poseer a Lavinia tan pronto sus ojos se posaron en ella. Lavinia, al ser más bien inexperta, cedió con una presteza insolente…, lo cierto es que debió de quedarse prendada de Vitelio. Sea lo que fuere, él la tomó, y bastantes veces, según dicen. Hasta que un día Vitelio se excedió en el número de citas con ella y apareció Plinio, tras un día de trabajo duro, con ganas de relajarse con unas lecciones de gramática. Ya puedes imaginarte la escena y lo que ésta supuso. Vitelio casi la regaló al mercader.
—Pobre Lavinia.
—¿Pobre Lavinia? —Flavia alzó las cejas—. Querido, fue educada para eso. Seguro que conocerías a alguna mujer de su clase en palacio en todos esos años. Eran casi habituales durante el mandato de los dos últimos emperadores.
—Es cierto —admitió Cato—. Pero mi padre hizo todo lo posible por mantenerme alejado de ellas. Me dijo que esperara a encontrar algo mejor.
—¿Ah, sí? ¿Y crees que Lavinia es algo mejor?
—No sé qué es; sólo sé lo que siento por ella. No sé si todo esto tiene sentido, mi señora.
—Claro que sí. Es la primera vez que te encaprichas de una mujer, y parece que te ha dado fuerte…, pero no te preocupes. Se te pasará pronto. Siempre es así.
Cato la miró y dijo en tono afligido:
—¿Todos los adultos pensáis así?
—Por supuesto que no, pero los jóvenes sí. En esto reside su encanto y su maldición —Flavia le sonrió—. Entiendo cómo te sientes, créeme. Dentro de unos años entenderás lo que te digo. Ni ahora ni entonces me lo agradecerás. Pero contemplemos la situación desde otra perspectiva. ¿Qué crees que Lavinia piensa de ti?
—No sé. No ha tenido ocasión de conocerme.
Flavia esbozó una tierna sonrisa y quedó en silencio un momento.
—De acuerdo, mi señora…, yo tampoco he tenido ocasión de conocerla.
—Así me gusta; empiezas a entrar en razón. Es importante que mantengas las ideas claras al respecto. Mi marido piensa que prometes mucho, de modo que no hagas nada imprudente que pueda afectarte el día de mañana. Es lo único que trato de decirte. Dime, entonces, ¿quieres verla otra vez?
—Sí.
Flavia sonrió.
—Como imaginaba.
—La he decepcionado, ¿verdad, mi señora?
—Al contrario. Un hombre que antepone una pasión a la lógica puede confiar en sus principios. Sólo un necio da más importancia a la lógica que a sus sentimientos; los sofistas son capaces de dar todo tipo de argumentos para validar cualquier principio; por tanto, no son de fiar. Tienes sentimientos, pero también cabeza, Cato, sé prudente. Te diré lo que pienso: teniendo en cuenta cómo eres tú y cómo es ella, Lavinia sólo puede hacerte daño. Ya no diré nada más. Yo me encargaré de todo. No será fácil concertar un encuentro; no hay mucha intimidad que digamos en medio de una legión. De todos modos, mi marido tiene ideas muy conservadoras en lo que respecta a sus propiedades.
Al sacar el águila y los demás estandartes de la cámara de la fortaleza, al alba, el legado y sus hombres respiraron con alivio. Dada la naturaleza supersticiosa de los soldados, cualquier movimiento del águila al ser desplazada al principio de una campaña podía interpretarse como una señal de mal augurio. Pero ese día el águila salió sin problemas del cuartel general y marchó por la Vía Pretoria para colocarse en su lugar entre los portaestandartes que encabezaban la primera cohorte. Todos aquellos que alcanzaban a ver el águila presenciaron aquel momento importante: la legión estaba a punto de irse a la guerra por primera vez en años, sin contar refriegas fronterizas de poca importancia. Un silencio expectante se apoderó de la fortaleza mientras soldados, arrieros y prostitutas esperaban la orden de partida. Los únicos que se agitaban eran los animales, ajenos, como siempre, a los asuntos del hombre; los cascos herrados golpeaban los adoquines, las piezas sueltas de los arneses tintinaban y las colas se movían de un lado a otro.
El legado bajó el brazo, y el centurión jefe echó hacia atrás la cabeza para gritar la orden.
—¡Primera centuria! ¡Primera cohorte! ¡Segunda legión! ¡En marcha!
Las filas de capas rojas de la primera cohorte empezaron a avanzar en orden a lo largo de la Vía Pretoria, pasando por delante del parque de vehículos y a través de la puerta oeste, donde los rayos del sol naciente se reflejaron sobre el rojo de las capas como el fuego. A poca distancia de la primera cohorte marchaba la compañía del cuartel general encabezada por Vespasiano y los tribunos, montados sobre lustrosos caballos.
Cato seguía a la cohorte y, tras ésta, las pesadas hileras de carros avanzaban lentamente para colocarse en el lugar que les correspondía en la línea de marcha. La última cohorte, encargada de cubrir la retaguardia, seguía a los carros. De este modo, la legión salió por la puerta oeste, cuesta arriba, dejando atrás la fortaleza. Eran muchos los habitantes del lugar que observaban la marcha de la legión con auténtica tristeza. Echarían de menos a la segunda legión, sobre todo porque la sustituiría un millar de tropas auxiliares: dos cohortes procedentes de Hispania cuya baja categoría les limitaba a servicios de sustitución. Al no tener la ciudadanía romana, estas tropas recibían sólo un tercio de la paga de los legionarios. La economía local recibiría un golpe duro en los años venideros. A pesar de que las últimas filas de la legión ya empezaban a desaparecer en la lejanía, una desanimada columna de civiles ya se encaminaba hacia el sur en busca de nuevos campamentos de los que vivir.