La casa del legado estaba en plena agitación. Había cajas de embalaje por todas las habitaciones y todos los esclavos estaban ocupados colocando entre capas de paja todas los objetos frágiles. Los esclavos, por temor a Flavia —tenía muy mal genio cuando se la provocaba y no le importaba azotar a un esclavo si las circunstancias lo requerían— manejaban la cerámica y la porcelana con el mayor de los cuidados. Aparte de los objetos frágiles, Flavia tuvo que organizar el embalaje de la ropa blanca y objetos personales de madera para enviarlos a la casa de Vespasiano, de Quirinal, en Roma. Flavia y Tito lo acompañarían hasta la costa gala y volverían a casa una vez se emprendiera la campaña. Para entonces, la caza de brujas de los conspiradores que apoyaron a Escriboniano ya habría amainado y la vida social ya habría vuelto a la normalidad. Y Roma era el lugar ideal para la educación de Tito. Vespasiano era partidario de que el niño recibiera una estricta formación profesional en derecho y retórica, y quería que Flavia encontrara un tutor cuanto antes.
Entre la maraña de cajas de embalaje y montones de paja, una sirvienta se movía de un lado a otro para llamar la atención de Flavia.
—¿De qué se trata?
—Alguien ha venido a verla, señora. Un soldado —dijo con evidente desagrado.
—¿Quién?
—Un optio.
—¿Cato?
—Sí, señora. Así dice llamarse.
—Muy bien. Creo que puedo tomarme un descanso.
Un esclavo que había cerca alzó los ojos al cielo.
—Lleva al optio al estudio. Estaré allí en un momento. Haz que se sienta cómodo y ofrécele algo de beber.
—Sí, señora.
—Ahora mismo pensaba en ti —dijo Flavia al entrar en el estudio vestida con una estola de seda fina.
La habitación, como casi todas las habitaciones de la casa del legado, tenía un sistema de calefacción con hipocausto y, momentos antes de entrar Flavia, Cato se estaba recreando con el calor del lugar.
—Tienes suerte de que esos idiotas no hayan desmontado el estudio todavía. Siéntate.
Cato se volvió a sentar, y Flavia se acercó a un aparador repleto de pergaminos muy bien ordenados. Se detuvo un instante y pasó una mano por encima de éstos con cariño antes de dirigirse al optio.
—Puedes llevarte lo que quieras o, al menos, lo que puedas. Puedes llevarte las filípicas, un estilo algo grandilocuente, pero con algún toque ingenioso, y las geórgicas, una lectura bastante imaginativa, y aquí hay algunos volúmenes de Tito Livio. ¿Quieres algo de poesía?
—Sí, mi señora.
Una hora después Cato tenía junto a él un montón de pergaminos y, a su pesar, tuvo que decidir cuáles le cabrían en el macuto. Flavia le observaba pensativamente valorar cada libro antes de decidir en qué montón ponerlo.
—Lavinia te causó muy buena impresión, ¿verdad?
—¿Señora? —Cato levantó la vista con un manuscrito en la mano.
—La esclava que he comprado esta mañana.
—¡Ah, esa chica!
—¡Sí, claro, esa chica! A mí no me engañas, Cato, querido; conozco los signos. La cuestión es: ¿qué quieres hacer al respecto?
Cato sostuvo la mirada. Estaba aturdido: se avergonzaba de que sus sentimientos fueran tan evidentes y, a la vez, ardía en deseos de ver a Lavinia otra vez para poder mirar aquellos ojos esmeralda.
—Bueno, tal vez me haya equivocado —le provocó Flavia—. A lo mejor no quieres volver a verla.
—¡Mi señora! Yo… Yo…
—Me lo imaginaba —Flavia se rió—. Sinceramente, conozco tan bien a los hombres que casi nunca me equivoco. No te preocupes, Cato, no te impediré que la veas…, ni mucho menos, pero dale tiempo para que se adapte a la casa y luego veremos qué puedo hacer.
—Sí, mi señora… Gracias.
—Ahora es mejor que cojas los rollos y te vayas. Me encantaría hablar contigo, pero queda tanto por hacer… Dejémoslo para otra ocasión, y tal vez Lavinia pueda unirse a nosotros.
—Claro que sí, mi señora. Me encantaría.
—¡Seguro que sí!
Al observar a Cato desaparecer por la Vía Pretoria, Flavia sonrió. Un chico encantador, pensó, y demasiado confiado. Si cultivara su amistad con esmero tal vez le sería útil algún día.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Macro con recelo al darle Cato los rollos, cada uno de los cuales estaba bien revestido y catalogado.
—La mayoría son ensayos y tratados de historia.
—¿Nada de poesía?
—No, señor, tal como ordenó —contestó Cato—. En estos manuscritos hay textos bastante interesantes…
—¿Interesantes? Mira, lo único que quiero es algo para leer. Eso es todo, en lo que a mí respecta, ¿de acuerdo?
—Sí, señor. Si eso es lo que quiere… Dígame, señor, ¿cómo le ha ido con las letras que le enseñé?
Macro sacó de debajo de la cama la tabla encerada y la entregó a su subordinado. Cato la abrió y echó una ojeada al contenido. A la izquierda de la tabla había escritas las letras del alfabeto que Cato había escrito cuidadosamente sobre la superficie de cera; junto a éstas había el torpe intento del centurión al copiarlas: líneas y curvas desiguales que de vez en cuando tenían cierto parecido con el original.
—No ha sido fácil escribir sobre el regazo, ¿sabes? —Explicó Macro—. No había manera de mantener esa maldita cosa recta.
—Ya lo veo. Bueno, es una buena forma de empezar. ¿Ha podido recordar cómo suena cada una?
—Por supuesto que sí.
—En ese caso, ¿le importaría repetirlas conmigo? Para practicar. Luego probaremos con algunas palabras.
Macro murmuró:
—¿Crees que no soy capaz de hacerlo?
—Estoy seguro de que sí. Pero la práctica hace al maestro, como usted siempre me dice. ¿Vamos a ello?
Mientras Macro pronunciaba las letras del alfabeto, Cato hacía los comentarios justos, pero a su mente no hacían más que acudir imágenes de Lavinia, que él rechazaba con bastante reticencia. Al final, hasta Macro se dio cuenta de que el joven no estaba por la labor. El centurión cerró la tabla con tal brusquedad que Cato casi se cayó del taburete.
—¿Qué tienes en la cabeza, chico?
—¿Señor?
—Hasta yo sé que he leído mal algunas palabras, y tú estás ahí, dando golpes de cabeza como una gallina. ¿Qué es tan importante que no te deja concentrar?
—Señor, no es nada. No es más que un asunto personal. No volverá a suceder. ¿Seguimos?
—No, si tu problema va a interrumpir el trabajo.
La lección ya empezaba a aburrirle y no tenía ganas de continuar. Además, la reticencia que mostraba el muchacho a explicar lo que le ocurría había despertado la curiosidad del centurión.
—¡Suéltalo ya, muchacho!
—De verdad, señor —se quejó Macro—, no es nada importante.
—Yo juzgaré si es o no importante. Habla. Es una orden. No puedo permitir que mis hombres vayan por ahí con cara de bobos. Los jóvenes pensáis la mayor parte del tiempo en pavonearos y en mujeres. Así que dime de cuál de las dos cosas se trata. ¿Quién la ha tomado contigo?
—Nadie, señor.
—Así ya descartamos una de las dos posibilidades. —Macro le guiñó un ojo con un gesto lujurioso—. ¿Y quién es la mujer en cuestión? Espero que no sea la esposa del legado, porque entonces ya puedes empezar a escribir una nota de suicidio.
—¡No, señor! No es ella —respondió Cato con cara de espanto.
—Entonces ¿quién es? —preguntó Macro.
—Una esclava.
—Y te la quieres llevar a la cama, ¿no?
Cato se lo quedó mirando y luego asintió con la cabeza.
—¿Y dónde está el problema? Ofrécele cuatro cosas ricas y ya está. Nunca he conocido a una esclava que no estuviera dispuesta a abrirse de piernas a cambio de algo bueno. ¿Cómo es?
—Bastante hermosa —contestó Cato en un susurro.
—¡Serás idiota! Me refiero a qué le gusta.
—Ah, ya —Cato se sonrojó—. Tampoco sé tanto de ella.
—Pues descúbrelo. Pregúntale qué quiere a cambio, y ya lo tienes.
—Las cosas no son así, señor. Siento algo más que deseo.
—¿Deseo? ¿Quién habla de deseo? Te la quieres tirar, ¿no? Pues ése es tu objetivo. Lo único que tienes que hacer es desplegar una táctica para llevarla a un terreno que te sea favorable y asegurarte así la conquista. Luego es pan comido.
—¡Señor! —Cato pensaba que ya estaba habituado al humor ordinario del ejército, y aquello le cogió desprevenido y se sonrojó—. No es así, señor.
—¿Cómo que no es así?
Cato intentó explicárselo, pero le resultó terrible hablar de sus sentimientos por Lavinia. El problema no era encontrar las palabras adecuadas —en su mente fluían los versos de diversos poemas—, pero ninguna parecía albergar la esencia del desesperante dolor que le retorcía el estómago y le desgarraba el corazón. Llegó a la determinación de que los poetas no eran más que el burdo reflejo del alma humana, escribientes importantes que se desahogaban con nimiedades para impresionar a sus amigos. Sus sentimientos por Lavinia iban más allá del simple verso. ¿O se equivocaba? Quizá Macro tenía razón y sus motivos eran más prosaicos de lo que él creía.
—¿Qué tiene esta mujer que la haga tan distinta?
—Creo que debería verla para entenderlo.
—Supongo que es guapísima, ¿eh?
—Sí, señor. —Cato sonrió.
—Pues dale a entender que estás interesado en ella y que pagarás lo que sea para conseguir lo que quieres (dentro de lo razonable, claro, no tiene sentido que aumentes su precio para los amigos que vengan detrás de ti); marca un precio y obtendrás lo que quieres.
—Yo pensaba en algo más significativo y duradero.
—¡No seas ridículo, maldita sea!
—Sí, señor —se apresuró a contestar Cato. Se dio cuenta de que no había forma de hablar con aquel hombre de tales asuntos—. ¿Seguimos con las letras, señor? Todavía nos queda mucho por delante.
—Y a algunos les gustaría llegar hasta el final —dijo Macro con una sonrisa de complicidad.
—Sí, señor. Las cartas, señor —Cato le acercó las tablas enceradas.
—¡De acuerdo, maldita sea! Ya veo que no quieres hablar de esa mujer…, es cosa tuya, ¿verdad?
—¿Seguimos con las letras, señor?
—Bueno —contestó Macro enfurruñado—, vamos allá con las condenadas letras.