La entrada a la casa del legado estaba muy iluminada cuando Cato llegó corriendo desde las barracas. Se detuvo un momento para tomar aliento y volver a colocarse la corona cívica en la cabeza. De momento, su condecoración pendía de una cinta atada alrededor del cuello, sobre la parte delantera de la túnica. Más adelante la llevaría sobre su coraza de cota de malla, donde permanecería para el resto de su vida y se enterraría con él. Una vez recobrada la compostura, se encaminó hacia la puerta principal, donde había un criado sentado a una mesa en el porche detrás de dos guardas. Éstos cruzaron lanzas para indicar que Cato debía detenerse.
—¿Su nombre, por favor? —preguntó el criado.
—Quinto Licinio Cato.
—Cato… —murmuró el criado, mientras hacía una señal en la tabla encerada con un estilo—. Llega tarde, Cato, muy tarde. Dejadle pasar.
Las lanzas se separaron, y Cato cruzó la entrada para salir a un patio interior.
—Todo recto. —El criado señaló en dirección a la sala principal y arrugó la nariz y el ceño al pasar Cato por delante.
De las ventanas que había sobre la columnata salía un esplendoroso fulgor; entre el alboroto de las voces se oían risas y música. Era de mala educación llegar tarde a una fiesta, pero era impensable haber rechazado la invitación, del mismo modo que era imposible desobedecer las órdenes de Bestia de fregar y enjuagar los desagües de las letrinas. El castigo de aquella noche había durado más tiempo del habitual, y es que el campamento estaba sufriendo las consecuencias de un virus intestinal que se estaba propagando con rapidez. Apenas le había quedado tiempo a Cato para ponerse su mejor túnica y luego correr a toda prisa hasta la otra punta de la fortaleza para llegar tarde. Ante el temor de ser interrogado inevitablemente sobre su tardanza, Cato se acercó hacia la sala al paso de un hombre condenado a muerte. Llamó a la puerta. Descorrieron el cerrojo al instante, y el mayordomo, casi incapaz de disimular su indignación, le abrió la puerta.
—¡Al fin ha llegado! Será mejor que tenga una buena excusa para el legado.
—Me disculparé en cuanto tenga un momento de tranquilidad —prometió Cato—. ¿Crees que hay forma posible de sentarme en mi sitio discretamente?
—No lo creo, joven. Acompáñeme.
El mayordomo cerró de un portazo y le condujo a través de una pesada cortina que daba a una sala grande. Pese a que era más bien diminuta en comparación con las salas de palacio, pensó Cato, ésta se había dispuesto de la forma más agradable posible. El lugar estaba iluminado por numerosas lámparas de aceite que colgaban de las vigas. Dos bancos largos se extendían a cada lado de la sala y estaban cubiertos de almohadones para la comodidad de los comensales. Cato se sorprendió al ver que todos los tribunos y casi todos los centuriones estaban presentes con sus esposas. En el espacio que quedaba entre las mesas, un par de luchadores estaban unidos en un abrazo, enfrentándose con gruñidos en un intento de encontrar el modo de tumbar al oponente. Al fondo, en un rincón, un grupo de flautistas se esforzaba por hacerse oír sobre el barullo de los invitados. Cato no perdió tiempo y buscó un espacio en el banco más próximo para integrarse lo más sigilosamente posible, pero el mayordomo le hizo señas, y ambos avanzaron lentamente a lo largo de una pared hasta la mesa principal, donde Vespasiano y sus invitados más honorables yacían reclinados. Cato se percató con pavor del claro intercambio de miradas entre Macro y Vespasiano. El legado frunció el ceño al acercarse Cato, y el mayordomo forzó una sonrisa y les dirigió un saludo cuando estuvieron lo bastante cerca.
—¡Optio! Me preguntaba qué había sido de ti.
—Disculpe, señor —se excusó Cato, al tiempo que se acomodaba en el triclinio que había junto a Macro—. Tenía que acabar unos trabajos que se me habían ordenado.
—¿Qué trabajos?
—Prefiero no mencionarlos en la mesa, señor.
—Me temo que no queda mucha comida. ¡Rúfulo! Trae algo de comer para el optio; tal vez quede alguna exquisitez.
—Sí, señor. —El mayordomo hizo una reverencia y dirigió una mirada furiosa a Cato.
—Mientras esperas, prueba uno de estos lirones rellenos —Vespasiano le ofreció una fuente de oro alrededor de la cual había dispuestos los ratoncitos guisados—. Están rellenos de hierbas y queso del lugar. No es exactamente a lo que estabas acostumbrado en palacio, imagino, pero es una buena forma de recordar la gastronomía romana. Toma uno.
Cato obedeció. A pesar de que los ratones estaban demasiado cocidos, eran un manjar de agradecer en comparación con la comida que se daba a los legionarios. Mientras Cato saboreaba gustoso los suculentos ratones, el legado ordenó a un esclavo traer para el recién llegado un surtido de exquisiteces.
—Sírvete vino. —Vespasiano señaló una hilera de licoreras de Samos—. Hay un cécubo aceptable y un másico que no está mal. Guardo el último falerno para un brindis.
Los ojos de Cato brillaron ante la idea.
—Su cocinero ha hecho un magnífico trabajo: propio de Apicio, diría. Gracias por invitarme.
—No hay de qué, hijo. Hiciste un buen trabajo en ese asunto con los del poblado. Pero más vale que te deje terminar la comida antes de que se enfríe. Más tarde quiero presentarte a unas cuantas personas. A algunas ya las debes de conocer —Vespasiano le sonrió—. Mi esposa dice que está muy interesada en ponerse al día con los chismes de palacio. Es decir, si consigo arrancarla del lado de Vitelio.
Hizo un movimiento con la cabeza para señalar en dirección a una de las mesas principales donde Cato vio al tribuno por encima del hombro de una mujer esbelta. Ambos parecían estar muy concentrados en la conversación. De repente, la mujer del legado empezó a reír y Vespasiano puso mala cara. Desvió su atención hacia el optio.
—Como decía, las presentaciones pueden esperar. Pero ahora me temo que debo hablar con el prefecto del campamento sobre asuntos de trabajo. Por favor, discúlpame y disfruta de la cena.
El legado se dio la vuelta, y Cato se concentró en llenar su estómago, aunque primero se regaló la vista con el banquete que tenía ante sí, para luego dar paso a la degustación.
—¿Qué demonios es ese olor? —preguntó Macro en tono acusador.
—Me temo que soy yo, señor —contestó Cato, llenando su copa con tinto másico.
—¿Y qué es? Apestas como una puta barata.
—Porque es un perfume que Pírax compró para una puta barata.
—¿Te has puesto perfume? —Macro se apartó horrorizado.
—No he tenido más remedio, señor. He estado toda la tarde con mierda hasta la rodilla, señor. Me he lavado lo mejor que he podido, pero no hay forma de que el olor se vaya. Así que Pírax me sugirió que lo disimulara con el perfume.
—Y que lo digas.
—Dijo que era preferible oler como una puta que oler como un cerdo, o algo así.
—No sé qué es peor.
—¿Cómo tiene hoy la pierna, señor? —preguntó Cato al coger otro lirón.
—Cada vez mejor. Pero aún quedan unas cuantas semanas antes de que pueda andar. No me apetece pasar un viaje en un carro de transporte.
—¿Sabe algo acerca del lugar adonde envían a la legión?
—¡Chss! Cierra el pico: se supone que aún no lo sabemos. Creo que por eso nos han invitado a todos.
—¿Tú crees?
—¿Por qué, sino, invitar a tanta gente si sólo se trata de una cena sin más para celebrar la investidura? Seguro que hay algo más.
Flavia rió por educación, pero con discreción, la broma del tribuno; había que tener cuidado al hablar del emperador Claudio. Además, quería saber más sobre Vitelio, de modo que siguió mostrándose animada.
—Esa historia es muy buena, Vitelio. Muy buena. Pero dime, ¿tú crees que Claudio sirve para el cargo?
—Me preguntas qué pienso de Claudio —La escudriñó con atención antes de responder—. Creo que es algo pronto para formarse una opinión, ¿no crees?
—Tengo amigos en Roma que me han contado que la gente ya dice que Claudio no durará mucho, que está loco o, al menos, que es un poco simplón. Y que permite que sus libertos gobiernen el Imperio en su nombre; en concreto, un tal Narciso.
—Sí, ya lo he oído —Vitelio sonrió; le hacía gracia la forma en que la gente que hablaba del emperador siempre expresaba su propia opinión poniéndola en boca de amigos anónimos—. Pero acaba de empezar su mandato, es normal que delegue algunos asuntos mientras él aprende cómo funciona todo.
—Supongo que tienes razón —contestó Flavia, cogiendo un pedacito de carne que quedaba en uno de los huesos de su plato—. Pero me pregunto cómo es posible que se espere que un hombre solo sea capaz de gobernar todo un imperio…, es una carga. Sé que no soy más que una mujer con conocimientos limitados sobre asuntos de estado, pero creo que una labor semejante debería estar en manos de más de un hombre. ¿Seguro que hay suficientes mentes sabias en el Senado en las que se pueda confiar para ayudar en el gobierno del Imperio?
—¿Para ayudar al emperador a gobernar? ¿O para gobernar en su lugar? Y luego volver al derramamiento de sangre de la República. Casi todos los políticos se hacen soldados y los soldados, políticos; y una vez se da esta situación, ya no hay elecciones…, sólo guerras.
—No es que ahora vuelva a haber elecciones. —Flavia sonrió.
—No. No tenemos, pero ¿cuánto hace desde que los romanos se enfrentaron en una sangrienta matanza entre ellos en nombre de las ambiciones políticas de su general?
—Que yo recuerde, desde que Augusto eliminó a todos sus rivales e impuso al pueblo su dinastía. Y, no lo neguemos, los emperadores tienen las manos manchadas de sangre. Son muchos romanos los que sufrieron en manos de Augusto, Tiberio y Calígula. ¿Y quién dice que el emperador actual no seguirá la tradición?
—Puede, pero ¿cuántos más habrían muerto si Augusto no se hubiera hecho con el control del ejército desde el Senado y se hubiera puesto al mando?
—¿Entonces se trata de una sencilla cuestión sobre los índices de mortalidad?
—Una pregunta —dijo Vitelio—: ¿Estás sugiriendo que es preferible volver a la República?
—No, no digo eso —Flavia contestó con delicadeza—. Pero todo sea por hablar un poco entre amigos durante una agradable cena… Dime, ¿no crees que la vuelta del gobierno senatorial favorecería la situación actual?
—Interesante pregunta, Flavia. Muy interesante. Por supuesto, creo que hay argumentos en favor de ambos casos. Estoy seguro de que podría recurrirse a una reserva de talento importante si se restituyeran todos los poderes al Senado, pero me temo que hay más senadores con planes de acumular poder para ellos mismos que aquellos que tienen un sincero interés por servir a Roma. No hay más que ver ese asunto escabroso del año pasado en Dalmacia. El pobre Claudio acababa de afirmarse como emperador cuando tuvo se produjo el motín. Si Escriboniano y los conspiradores que le secundaron hubieran recibido el apoyo de unas cuantas legiones más, quién sabe cómo habría acabado. Tenemos suerte de que los espías de Narciso cortaran la rebelión de raíz.
—¿De raíz? —Murmuró Flavia—. Bonito eufemismo para referirte a las docenas de personas que mataron. Perdí a algunos buenos amigos antes de abandonar Roma. Seguro que tú también. Y todavía andan a la caza de los integrantes de la conspiración que sobrevivieron. No corren buenos tiempos.
—Ellos se lo buscaron, Flavia. Antes de participar en ese tipo de asuntos, hay que sopesar lo que está en juego. Es una cuestión de todo o nada. Ellos perdieron y Claudio ganó. ¿Crees que habrían tenido más clemencia con él de haberse dado el caso contrario?
—No, no creo —asintió con un gesto pensativo.
—Tampoco es que tuvieran muchas posibilidades de salirse con la suya —añadió Vitelio—. Los muy estúpidos cometieron el error de apelar al patriotismo de los legionarios, en vez de apelar a sus carteras. En el momento en que Narciso entró en escena con el oro de Claudio se acabó todo.
—Parece —Flavia le miró fijamente a los ojos— que la moraleja de esta historia es que el ejército es más leal al Imperio cuanto más opulento es el erario.
—¡Vaya, Flavia! —Dijo Vitelio con una carcajada—. ¡Yo no podría haberlo expresado mejor! Pero me temo que tienes razón. Al final resulta que todo depende de quién ofrece más dinero a las tropas. Los antecesores, la sabiduría y la integridad ya no significan nada. El dinero es la fuente de todo poder. Si se posee, el mundo está a tu favor; si no, no tienes mucho que hacer.
—En ese caso —Flavia tomó un poco de vino—, espero que nuestro emperador pueda permitirse mantener el cargo. De otro modo, como tú bien dices, es cuestión de tiempo que el ejército busque un patrono más rico.
—Sí —dijo Vitelio—. Sólo es cuestión de tiempo. Pero dejemos de hablar de política. Eres una mujer interesante. Me habría gustado de verdad poder tener una conversación contigo como es debido antes de esta noche.
—Habría sido muy agradable. Pero me temo que Vespasiano procura tenerme bajo llave, teniendo en cuenta cómo son las bases militares.
—Y estoy seguro —Vitelio se inclinó sobre ella— de que eres lo bastante lista para deshacerte de las restricciones, si quieres.
—Sí…, si quiero.
—Y por eso te casaste con él.
Flavia levantó la vista y vio que sus ojos la estaban escrutando descaradamente, mientras los labios esbozaban una sonrisa propia de un seductor.
—No —Flavia negó con la cabeza—. Me casé con Vespasiano porque le quiero. Y tiene más genio del que te puedas imaginar. Más te valdría recordarlo.
El tribuno arrugó el entrecejo y no supo cómo reaccionar al ser rechazado. Entonces se rellenó la copa sin ofrecer vino a Flavia y la alzó.
—Por tu marido —dijo en voz baja—. Puede que lo que dices sobre él sea cierto…, por ahora.
Flavia parpadeó y ofreció una cálida sonrisa a Vespasiano, que se puso en pie. Vitelio enseguida lanzó una mirada sobre su hombro y vio que el legado se acercaba con el optio recién condecorado. Dio un suspiro de renuencia, se calmó y se puso en pie.
—Me preguntaba cuándo ibas a presentarme a ese pobre chico —dijo Flavia con una risa y los brazos extendidos hacia Cato.
El optio reaccionó un poco tarde y tragó saliva.
—¿Flavia?
—La misma. ¿Cómo está mi pequeño Cato? Ya no tan pequeño, parece. ¡Deja que te mire bien!
—Parece que el optio y mi esposa se conocían de su época en palacio —explicó Vespasiano a Vitelio—. De modo que es como un reencuentro.
—El mundo es un pañuelo, señor —dijo a su vez el tribuno con soltura—. Parece que vivimos en una época de coincidencias.
—Sí. Tengo que hablar contigo. Seguro que mi mujer estará encantada de quedarse con el optio y ponerse al día con varios años de chismorreo. ¿Querida?
—Desde luego. —Flavia asintió con gentileza y condujo a Cato hasta la mesa.
—Flavia, no tenía ni idea de que estaba aquí.
—¿Cómo ibas a saberlo? —le sonrió—. A las mujeres de los oficiales se las ve raras veces fuera de sus dependencias. Y sólo una lunática se expondría voluntariamente a los estragos de un invierno germano.
—¿Sabía que yo estaba aquí?
—Claro que sí. No puede haber tantos Gatos de palacio que se unan a la legión. Y en cuanto mi marido se refirió a un tal ¿cómo dijo? «ratón de biblioteca larguirucho», supe que tenías que ser tú. Me moría de ganas de verte otra vez, pero Vespasiano me dijo que primero tenía que dejar que te adaptaras, que lo último que te hacía falta era una mujer que se inmiscuyera y te mimara delante de los otros hombres.
—Sí —Cato se estremeció ante tal imagen—. Mi señora, no puede imaginarse lo contento que estoy de ver una cara familiar en este lugar.
—Ven, sentémonos.
Flavia se sentó sobre el triclinio de su marido e invitó a Cato a sentarse junto a ella. Cato miró a su alrededor, pero nadie parecía prestar demasiada atención. Había pasado bastante tiempo en el ejército para sentirse incómodo con tratos sociales entre rangos muy distintos.
—Cato, tienes que contarme cómo te va todo. Me cuesta aceptar que tú, de entre todos los de palacio, hayas acabado aquí. Debe de ser todo un cambio de estilo de vida, ¿no?
Cato, pendiente de Macro, que estaba sentado junto a él, formuló su respuesta con cuidado.
—Sí, mi señora, todo un cambio. Pero parece una vida bastante buena y debería convertirme en un hombre.
Flavia le miró extrañada.
—Lo cierto es que has cambiado bastante.
—¿Me permite presentarle a mi centurión? —Cato hizo ademán de levantarse para avisar a Macro.
—Señora —Macro agachó la cabeza con educación a la vez que se limpió el aceite de los labios con la mano—, Lucio Cornelio Macro, comandante de la sexta centuria, cuarta cohorte —añadió de forma automática.
—Encantada de conocerle, centurión. Confío en que está cuidando de mi amigo.
—Hum… Ni más ni menos que a cualquiera de mis hombres —contestó Macro algo resentido—. De todos modos, el chico puede cuidarse solo.
—Eso he oído. Bueno, Cato, debes ponerme al día de todo lo que ha sucedido en palacio desde que me fui.
Mientras Cato hablaba, Macro estaba al tanto de la conversación hasta que acabó por aburrirse. Con un gesto de indiferencia siguió comiendo y aprovechó todo lo que pudo el lujo del festín que disfrutaba, algo poco habitual. Flavia, por su parte, escuchaba con atención e interrumpía a Cato a menudo con preguntas sobre el auge y caída constantes de los diversos oficiales de palacio. Finalmente, había obtenido toda la información de Cato, y se reclinó sobre un brazo.
—En fin, el mismo hervidero de escándalos e intrigas de siempre. Eso no ha cambiado.
—Por supuesto; es casi imposible no enterarse de los chismes.
—He de admitir que echo mucho de menos Roma.
—Señora, podía haberse quedado allí. Algunos legados dejan a su esposa en casa cuando están en servicio activo.
—Cierto, pero Roma me parece un lugar desagradable desde lo que pasó con Escriboniano en Dalmacia el año pasado. Demasiada gente preocupada en acusar a los demás de conspiradores. Eso ha apagado mucho la vida social…, no sabes lo difícil que es preparar una cena cuando los espías imperiales te recortan la lista de invitados.
Cato le dio la razón.
—Cuando salí de palacio, oí que Claudio ya había firmado cien sentencias de muerte. No creo que a estas alturas queden muchos conspiradores.
—Parece que Narciso ha estado muy ocupado.
—Y más desde que Claudio le puso al mando del Estado Mayor del Imperio.
—¿Ha cambiado mucho Narciso desde que me marché?
—No demasiado —contestó Cato—. Pero ahora casi todo el mundo mide sus palabras en su presencia…, ahora que es el oído del Emperador.
—¿Tiene el mismo aspecto? —preguntó Flavia con la mirada perdida sobre el borde del manto, que estiraba con los dedos.
Cato se paró a pensar antes de responder.
—Tiene el pelo de las sienes algo más gris, pero no ha cambiado tanto desde la última vez que le visto.
—Ya veo…, ya veo. E imagino que todavía guardamos nuestro secreto, ¿verdad? —preguntó con amabilidad.
Cato esperaba la pregunta desde hacía un rato; asintió con resolución mirándola a los ojos y le contestó:
—El secreto sigue guardado, mi señora. Le di mi palabra. Mi promesa sigue en pie y lo seguirá hasta la muerte.
—Gracias.
Se hizo un silencio embarazoso al recordar ambos la noche en que una terrible tormenta azotó Roma y un niño, muerto de miedo por los truenos y relámpagos, se acurrucó en un rincón de una antesala donde un hombre y una mujer copulaban al resplandor tempestuoso de las ventanas. Más tarde, cuando el hombre se hubo marchado, Flavia descubrió al niño temblando en el rincón. Por un instante lo miró fijamente temerosa de las consecuencias que podía tener presenciar la escena. Lo cogió por los hombros y le hizo jurar que guardaría el secreto. Luego, al ver el terror reflejado en su rostro, Flavia no pudo evitar proteger el cuerpecito del niño de la amenaza de la tormenta. Después, a pesar del abismo social entre ellos, desarrollaría un sentido de la responsabilidad hacia Cato y vería que los otros esclavos de palacio le trataban igual de bien. Más tarde abandonó su hogar imperial y conoció a Vespasiano.
Flavia decidió llevar la conversación a un terreno más seguro.
—Dime, Cato, ¿qué es lo que más echas en falta de Roma?
—Las bibliotecas —respondió sin vacilar—. La mejor lectura que puedo encontrar aquí es un manual del ejército hecho trizas.
Cuando abandoné Roma estaba leyendo obras históricas de Tito Livio.
—¡Obras históricas! —Exclamó Flavia—. ¿Para qué lees obras históricas? Pensaba que a los hombres jóvenes os gustaba la poesía, Lucrecio, Catulo, Ovidio, ese tipo de cosas.
—Ovidio es un poco difícil de conseguir, mi señora —le recordó Cato—. De todas formas, me temo que tengo unos gustos más conservadores. Sólo me ha interesado Virgilio.
—Virgilio es un muermo —se quejó Flavia—. No tiene ni un ápice de emoción, de empatia. Es pura elegancia ampulosa.
—No estoy de acuerdo. A veces me parece magnífico: es capaz de encontrar las palabras precisas para expresar conceptos eternos. Cuando esos poetas baratos de hoy en día que se hacen llamar románticos caigan en el olvido, la influencia de Virgilio seguirá vigente a lo largo de los siglos.
—No podías expresarlo de una forma más poética, Cato, pero ¿hablas del tiempo o del ejército?
—Del ejército, imposible —Cato y la esposa del legado se rieron—. La estética y la literatura no ocupa precisamente un lugar primordial en la mente de estos hombres.
—Pásame los lirones —interrumpió Macro.
—Sí, señor —respondió Cato con cierta culpabilidad—. Aquí tiene, señor.
—¿Lee usted mucho? —Preguntó Flavia a Macro—. Sólo lo pregunto para acabar de convencerme de que Cato está un poco fuera de lugar. Me cuesta creer que los oficiales de mi marido ignoren a las musas.
—¿Señora?
—¿Lee usted poesía, centurión?
—No suelo, señora; estoy demasiado ocupado la mayor parte del tiempo.
—¿Pero lee poesía? —insistió Flavia.
—Por supuesto, señora.
—¿Y quién es su preferido?
—¿Quién es mi preferido? Bueno, déjeme pensar. Seguramente ese tipo del que Cato acaba de hablar.
—¿En serio? —Flavia frunció el ceño—. ¿Y qué obra de Virgilio le merece su mejor opinión?
—Difícil pregunta, señora. Me gusta todo lo que escribe.
—¡Cobarde! —Rió Flavia—. Francamente, dudo que haya leído algo de él, o de cualquier otro poeta. De hecho, dudo que haya leído nada.
Volvió a reírse, pero Macro bajó la mirada, y Cato advirtió que su centurión estaba muy incómodo.
—¡Silencio! —Flavia se llevó un dedo a los labios—. Creo que el legado va a decir algo.
Y así era; Vespasiano terminó el vino de su copa y se puso en pie. Le hizo un guiño al mayordomo para ordenar a los sirvientes distribuir rápidamente las licoreras de falerno en todas las mesas. Entonces éste dio un golpe contra el mosaico del suelo para dar la orden a los sirvientes. La habitación fue quedando en silencio gradualmente y todas las miradas se dirigieron a la mesa principal. Vespasiano esperó a que la sala quedara en absoluto silencio para disponerse a hablar.
—Señoras y señores, seguramente han notado que durante las últimas semanas se han estado haciendo preparativos para el traslado de la legión. Esta noche puedo confirmar que el Estado Mayor del Imperio nos ha dado la orden de desplazamiento. La legión procederá con la debida rapidez hacia la costa oeste de Galia…
Si Vespasiano esperaba ver alguna muestra de emoción se iba a llevar una decepción. Muchos oficiales de la sala miraron a otro lado con inquietud, avergonzados. Una o dos personas educadas hicieron el esfuerzo de seguir mirando al orador y parecer sorprendidas, como si acabaran de oír una novedad, pero Vespasiano se dio cuenta enseguida y siguió el discurso en un tono resentido.
—Una vez allí, nos uniremos a una sección de otras cuatro legiones para la instrucción conjunta de la invasión de Britania. En estos momentos se está reuniendo una flota, y antes de que acabe el año se habrá añadido una nueva provincia al Imperio en nombre de la glorificación de Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico. La legión se pondrá en marcha dentro de dos meses, y será reemplazada durante nuestra ausencia por una cohorte auxiliar mixta de Macedonia. Ya sabéis cómo funciona todo. A partir de mañana, empezad a organizaros. Todo lo que queda por hacer esta noche es brindar. ¡Así que llenad vuestras copas y brindemos por el emperador!
Mientras el ordenanza y Cato ayudaban a Macro a salir de la camilla y entrar en su cama, éste agarró a Cato por la túnica.
—Tú te quedas. Quiero hablar contigo en privado. —Macro tenía una expresión adusta.
A solas con su superior, con la mente despejada gracias al frío de la noche, Cato se preguntaba qué demonios podía haber hecho para que el centurión hubiera sufrido semejante cambio de humor. Por un instante, el centurión Macro miró a Cato atentamente antes de hacer acopio de valor para decir lo que tenía en mente.
—Cato, ¿puedo confiar en ti?
—¿Señor?
—¿Puedo confiarte un secreto? ¿Algo que no me atrevo a contar a nadie más?
Cato tragó saliva, nervioso, y, de forma instintiva, dio un paso atrás para alejarse de la cama del centurión.
—Depende, señor. Es decir, no puedo evitar sentirme halagado, pero ya sabe cómo funciona el asunto: hay hombres que sí y otros que no. Y en mi caso no, señor. Sin ánimo de ofender, señor.
—¿De qué carajo me hablas? —Macro le miró extrañado al tiempo que se apoyaba en el codo—. Si se te ocurre pensar que me gustan los culos te arrancaré la cabeza. ¿Me has oído bien?
—Sí, señor —Cato se relajó—. Entonces ¿cómo puedo ayudarle?
—Puedes ayudarme… Puedes ayudarme enseñándome a leer.
—¿A leer?
—¡Sí, a leer, maldita sea! Ya sabes, todas esas palabras y esas cosas. Quiero saber cómo funcionan. De acuerdo, sé que es mucho. No quiero aprender a leer más que lo básico. La cuestión es que tengo que leer y escribir si quiero seguir siendo centurión. Y esa zorra casi me pesca esta noche. Pero algún día se descubrirá y, cuando eso ocurra, me degradarán a filas. A menos que aprenda a leer.
—Ya. ¿Y quiere que yo le enseñe?
—Sí. Y que me prometas no decírselo a nadie. ¿Lo harás?
Cato lo pensó un momento e, inevitablemente, su carácter bondadoso le hizo responder.
—Por supuesto que le enseñaré, señor.