Capítulo XV

El centurión Bestia les fulminaba a todos con la mirada al pasearse a lo largo de las filas. En muchos sentidos, la inspección era para los reclutas una de las cosas que más aborrecían de la instrucción. La marcha de entrenamiento, la instrucción en sí y el adiestramiento en el uso de armas no requerían nada más que esfuerzo mental mínimo. En cambio, prepararse para una inspección requería algo de talento, cosa que hacía de ello algo casi artístico. Cada objeto del equipo debía estar limpio, abrillantado —y a fondo— y en perfecto estado. Había contados métodos para hacerlo rápidamente y, dado que Bestia los conocía todos, eran pocos los reclutas que recurrían a ellos. Por eso Cato estaba nervioso, cuadrado en su posición en la línea, y pedía a todos los dioses que podían ayudarle en aquella situación que Bestia no apreciara el barniz que había aplicado a su cinturón y sus correas. La visita al hospital no le había dejado tiempo para dar brillo a la piel desgastada, y se había limitado a aplicar el barniz como sustituto, siguiendo el consejo de Pírax. De pie, muy erguido, con la lanza a la derecha apoyada en el suelo y la mano derecha sobre el borde del escudo, Cato estaba muy pendiente del ligero olor a barniz que desprendía. Si a Bestia se le ocurría tocar la piel pegajosa descubriría el engaño de Cato y se presentarían cargos contra él.

Cuatro hombres de la fila le separaban de Bestia cuando, de repente, éste avistó a su presa y les pasó revista de forma superficial.

—¡Ah! Optio —vocalizó la palabra—. Ha hecho muy bien de unirse a nosotros esta mañana.

Como siempre, el sarcasmo del saludo era injusto, pues Cato no tenía otra elección y se le eximía de la instrucción en días alternos según órdenes del cuartel general de la legión.

—Bien. Parece que eres algo así como un héroe de guerra, ¿no es así, señorito Cato?

Cato mantuvo la boca cerrada sin dejar de mirar al frente con los ojos quietos.

—Creo que te he hecho una maldita pregunta —instó Bestia, y luego se dirigió al optio que le acompañaba en la inspección de las filas—. Acabo de hacerle una pregunta, ¿verdad?

—Sí, señor —contestó el optio—. ¡Le ha hecho una maldita pregunta, señor!

—¡Pues contéstame!

—¡Sí, señor! —gritó Cato.

—Sí, señor, ¿qué?

—Sí, soy algo así como un héroe de guerra, señor —contestó Cato con un tono de voz más bajo.

—¡Disculpa, hijo! —Gritó Bestia—. Pero debo de estar sordo, porque no he oído bien qué mierda has dicho. ¡Repítelo! ¡Más alto!

—¡Sí, soy algo así como un héroe de guerra, señor!

—¿Ah, sí? Un joven como tú habrá acojonado a los germanos. Me refiero a que sólo con mirarte ya me estoy poniendo nervioso. Lo siguiente será que envíen malditos fetos al frente.

Los otros reclutas no pudieron contener la risa.

—¡¡Cerrad el maldito pico!! —Bramó Bestia—. No os he dado permiso para reír, señoritas, ¿o sí? He dicho: ¿o sí?

—¡¡No, señor!! —gritaron a coro los reclutas.

—Bien, en ese caso, héroe de guerra, tendrás que estar a la altura. —Bestia se puso muy cerca de la cara de Cato: tanto que éste alcanzaba ver cada arruga y cicatriz de la cara del veterano, así como el borde rosáceo de las aletas de la nariz.

Cato casi soltó un suspiro de alivio cuando el centurión dio un paso atrás, sacó un pañuelo sucio y estornudó.

—¿Qué miras, chico? ¿Nunca has visto a un hombre resfriado?

—Sí, señor.

—No te voy a perder de vista, optio; comete algún error de ahora en adelante, y no tendré piedad contigo. —Bestia gruñó y luego siguió andando con fuertes pasos.

—¿Qué hay? —preguntó Cato entre dientes, una vez el centurión estuvo lo bastante lejos para no oírle.

El optio de Bestia hizo un gesto de desdén al pasar, y Cato palideció. Pero el hombre le guiñó un ojo y se apresuró a alcanzar a Bestia.

Aquella mañana el centurión había cambiado la rutina. En vez del adiestramiento en el uso de armas que tenían programado, los reclutas recibieron lecciones elementales sobre la construcción de un campamento militar y les condujeron fuera de la fortaleza, donde había una zona dispuesta con hileras de banderas de colores que formaban un recuadro con varias subdivisiones. Junto al camino había un carro de suministro; un par de bueyes pacían aburridos mientras miraban a los reclutas reunirse alrededor de Bestia. El centurión había cogido un pico y una pala del carro y los sostuvo en alto.

—Señoritas, ¿alguna de vosotras puede decirme qué tengo en las manos?

Los reclutas no contestaron para no arriesgarse con algo tan evidente.

—Tal como imaginaba: tan inútiles como siempre. Tal vez penséis que estas herramientas son para labores agrícolas, pero son el arma secreta del ejército. De hecho, son el arma más importante que jamás llegaréis a utilizar. Con ellos podréis construir las fortificaciones más monumentales del mundo conocido. Los ejércitos romanos son abatidos de vez en cuando, las fortificaciones romanas… ¡jamás! Puede que algunos hayáis oído rumores de que la legión está a punto de trasladarse.

El anuncio se recibió con un murmullo de entusiasmo: era la primera confirmación oficial de lo que había corrido de mesa en mesa en el comedor durante los últimos diez días. Bestia esperó a que callaran antes de proseguir.

—Por supuesto, señoritas, no se les informará del destino asignado, a diferencia de los oficiales superiores como yo mismo. Basta decir que no sabéis lo que os espera. Pero antes de poderos dejar salir de la base, vais a tener que aprender a construir desde un campo de entrenamiento hasta circunvalaciones dobles.

Aquello no lo entendieron; a excepción de los pocos que habían oído algo sobre la batalla de Alexia en la época de César, los demás no tenían ni remota idea de lo que estaba hablando.

—Señoritas, empezaremos poco a poco, ya que, salvo el héroe de guerra aquí presente, tendremos problemas para entender el potencial de defensa táctica de algo más grande que una zanja. Empezaremos con el campamento de marcha. Cuando la legión hace maniobras por territorio no hostil, se excava una zanja defensiva y una empalizada sobre montones de turba. Se otorgará a cada legionario, y a cada una de ustedes, señoritas, un pico y una pala. Esas banderas amarillas no cosa vuestra: señalan la hilera de tiendas de cada centuria. Las banderas rojas señalan los límites de la zanja de protección. Cavaréis la zanja a partir de esta línea hacia dentro. A cada hombre le corresponde cavar poco más de medio metro de zanja, empezando por el héroe de guerra que está junto a la primera bandera. ¿Las señoritas lo han entendido? Pues recoged las herramientas y a cavar.

Una vez se entregó a cada uno un pico y una pala (que se les descontaría de la paga, cosa que Cato ignoraba) y se situaron a lo largo de la línea de banderas, Bestia dio la orden de empezar a cavar. La tierra bajo la hierba estaba helada, si no congelada, y los reclutas utilizaban los picos para golpearla con todas sus fuerzas, para luego apilar junto a la zanja los pedazos de tierra arcillosa. A medida que avanzó la mañana, los hombres dejaron de sentir frío y empezaron a sudar; las túnicas interiores de lana se les pegaban a la espalda. A pesar de estar acostumbrados a los duros ejercicios de los últimos meses, los reclutas encontraban la labor de atrincherar agotadora, pero Bestia no les concedió ningún descanso y les recordó que, durante la marcha, la legión tendría que construir este tipo de fortificaciones cada día. Las manos doloridas pronto se llenaron de ampollas y, cuando éstas reventaron, las palmas de las manos quedaron en carne viva por la tosca madera de los mangos, que no perdería su aspereza hasta pasados unos meses de trabajo duro. Cato sufría el dolor en absoluto silencio, mientras que aquellos reclutas de origen campesino apenas sentían la herramienta en sus manos callosas. Cato tuvo la mala suerte de ser colocado junto a Pulcher y, cuando los instructores estuvieron lo bastante lejos para no oírles, Pulcher reanudó su campaña de intimidación.

—¿Héroe de guerra? ¿Tú? —masculló—. No te lo crees ni tú, desgraciado. ¿Por quién te dejaste follar para recibir esa mención de honor?

Cato no le contestó, ni siquiera levantó la vista de la zanja.

—¡Eh, que estoy hablando contigo! —Cato no le hizo caso—. ¿Qué carajo es esto? ¿No tienes modales? Y yo que pensaba que eras tan bien educado. Supongo que eres demasiado bueno para hablar con gente como nosotros —se rió del recluta—. Parece que el héroe de guerra se está haciendo ilusiones con su puesto.

—¡Vosotros, callaos! —Les gritó un instructor—. ¡Se trabaja en silencio!

Pulcher volvió al trabajo con un esfuerzo exagerado hasta que estuvo seguro de que ya no le prestaban atención. Luego le lanzó una palada de tierra a Cato en la cara.

—Como vuelvas a hacer ver que no me oyes, muchacho, te…

—¿Qué harás? —Cato se volvió furioso con el pico medio alzado—. ¡Dime qué harás! ¡Vamos, dime, cretino!

Pulcher asió con fuerza la pala, pero al acercarse Bestia, algo le dijo que era mejor seguir cavando.

—¿Qué es esto? Hacemos descansos sin permiso, ¿verdad, héroe de guerra?

—No, señor.

—¿Y por qué estás lleno de tierra, muchacho?

—Señor, me he…

—¡Contesta mi maldita pregunta!

—He resbalado, señor…, mientras arrojaba la tierra fuera de la zanja, señor.

—¿Estás cansado, entonces, muchacho? —preguntó Bestia con falso interés.

—Sí, señor, pero…

—Bien, en ese caso parece que necesitas hacer más ejercicios de entrenamiento. Te dedicarás a limpiar letrinas durante las próximas cinco noches.

—Pero señor, debo asistir a la fiesta del legado después de la investidura.

—Entonces tendrás que limpiar mierda a un ritmo el doble de rápido si quieres llegar a tiempo —Bestia esbozó una dulce sonrisa—. Y procura presentarte bien limpio o Vespasiano presentará cargos contra ti.

Bestia soltó una carcajada al imaginarse la escena. Luego le dio una calurosa palmadita en el hombro y prosiguió su paseo a lo largo de la fila.

—Que se joda, señor —renegó Cato en voz muy baja a la espalda del centurión, que se dio la vuelta inesperadamente ante la aterrada mirada de Cato y apuntó un dedo acusador al chico.

—Has dicho algo, ¿verdad?

—He dicho «gracias, señor».

—¿Me lo dices con sarcasmo?

—No, señor —contestó Cato con cara de inocencia—. Le agradezco que me dé la oportunidad de mejorar para llegar a ser un legionario del que esté orgulloso, señor.

Bestia se lo quedó mirando un momento, y luego se dio la vuelta bruscamente y se marchó. Junto a Cato, Pulcher agitó los hombros con un ataque de risa silencioso.

—Me acordaré de esto —dijo Cato en voz baja.

—¡Oh, me das tanto miedo! ¡Me meo en los pantalones de miedo! —susurró Pulcher.

Cato le miró un instante. Ya no le tenía miedo. Se había cansado de estar pendiente de Pulcher, que no hacía más que buscar nuevas maneras de hacerle la vida imposible. Con un suspiro de rabia contenida, volvió a clavar el pico contra el suelo con más fuerza que nunca y resopló al arrancar otro terrón. Tenía que hacer algo con Pulcher, y pronto.

A mediodía, Bestia les ordenó detenerse, y los hombres se cuadraron mientras él supervisaba sus trabajos. La abrupta interrupción hizo que el sudor que empapaba las túnicas se enfriara y, con la postura quieta que les obligaban a mantener, muchos temblaban mientras el equipo de instrucción iba arriba y abajo criticando la tosquedad de su técnica. La zanja se extendía de forma desigual en su parte interior, dado que bastantes soldados habían olvidado que ésta debía medir dos palas de ancho. Otros no habían conseguido excavar la cantidad de tierra necesaria del suelo helado y su parte no estaba al mismo nivel que la de sus vecinos. Sólo unos doce habían hecho su labor a satisfacción de Bestia, entre ellos, Pulcher y Cato.

—Para serles franco, señoritas, no creo que esos bárbaros tengan miedo de Roma mientras inútiles como vosotros formen la legión. Si consideráis que esto es una zanja de defensa, yo soy una puta griega rastrera. De lo único que nos puede aislar esto es del frío. De modo que, señoritas, lo volveremos a rellenar, haremos una breve pausa para comer algo, y esta tarde haremos otro intento.