El ordenanza del hospital refunfuñaba entre dientes cada vez que oía sonar la campanilla en el pasillo principal de la enfermería de la legión. Aquel paciente era casi insoportable. No hacía más que exigir que le enviaran mensajes, que le trajeran comida y vino, y no dejaba de pedir que le cambiaran la pierna de posición una y otra vez. Si no se hubiera tratado de un centurión y, por tanto, jerárquicamente por encima de todos los enfermos del hospital a excepción del cirujano, el ordenanza le habría quitado la campanilla y le habría dejado sufrir. Pero como era centurión, tenía derecho a estar en una sala aparte y a disponer de una campanilla y de toda la atención del desafortunado ordenanza que estuviera de servicio.
Los soldados heridos en el último altercado con los germanos estaban apretujados en salas de cinco camas y carecían de privilegios, como correspondía a los de rango inferior: se les daba la comida justa y tenían derecho a una visita programada del cirujano o de uno de sus ordenanzas para cambiarles las gasas, vaciar los drenajes y controlar su recuperación. A aquellos a los que las heridas les habían inmovilizado se les proporcionaba orinales que los ordenanzas vaciaban tres veces al día; el centurión tenía el privilegio de que le vaciaran el suyo cada vez que orinaba.
La herida de la pierna habría sido complicada e incluso mortal si Macro no se hubiera aplicado un torniquete en su momento. El cirujano había cosido el músculo rasgado y la piel, y había dejado un pequeño abrojo en la herida para facilitar el drenaje de pus. Había ordenado al centurión que guardara cama hasta que la herida estuviera limpia y empezara a curarse. Luego había sonreído con serenidad ante el consiguiente torrente de improperios del centurión y para tranquilizarlo le había dicho que, en caso necesario, la segunda legión podría arreglárselas sin él unas cuantas semanas. El cirujano le asignó un ordenanza personal y, con un gesto de satisfacción por el propio trabajo realizado, dejó al quejicoso oficial para supervisar la situación de otros pacientes que al tribuno Vitelio le habían parecido lo bastante sanos para reincorporarse. La mayoría se recuperaban en pocos días, algunos morían —para disgusto del cirujano, que asumía cada muerte como una afrenta personal de sus conocimientos— y otros tardaban más en recuperarse, dada la gravedad de sus lesiones. El cirujano agradecía no tener que atender a ningún germano: los que no se habían suicidado o habían muerto en manos de los suyos, habían sido despachados bajo las órdenes de Vespasiano en un gesto de clemencia. De modo que en el hospital no había ni un solo bárbaro apestoso.
No podía decirse lo mismo del asentamiento en la parte exterior de la fortaleza, que estaba abarrotado con los supervivientes de la aldea. Unos habían tenido la posibilidad de pedir refugio a parientes lejanos y a amigos, que ahora devolvían con ínfulas el mismo desdén que habían sufrido antaño por haberse adaptado al estilo de vida romano. Otros habían corrido menos suerte y se verían obligados a pasar el invierno en un conjunto de tristes cabañas que se estaba levantando en la periferia del asentamiento. Muchos no aguantarían el duro invierno del norte, pero no recibirían ningún tipo de compasión por parte de los romanos ni de aquellos que vivían en el asentamiento.
La campanilla volvió a sonar, esta vez con más intensidad, y el ordenanza disminuyó el paso al acercarse por el pasillo a las habitaciones ventiladas del final, reservadas para oficiales.
—¡Muévete, hombre! —Gritó Macro—. ¡Hace horas que hago sonar esta maldita campanilla!
—Disculpe la espera, señor —dijo el ordenanza—, pero otro paciente estaba a punto de morir y quería asegurarme de que sus efectos personales se entregaran a sus amigos antes de que la diñara.
—¿Y se los entregarán?
—Los muchachos y yo haremos lo que podamos para que se envíe todo.
—Después de coger lo que os interese.
—Por supuesto, señor.
—¡Malditos buitres!
—¿Buitres? —El ordenanza frunció el entrecejo—. No es más que una ventaja del trabajo, señor. Y bien, ¿qué deseaba?
—Llévate esto —Macro le acercó un orinal—, y aviva el fuego. Aquí hace un frío que pela.
—Sí, señor —el ordenanza asintió mientras dejaba el orinal sobre una mesa pequeña—. Hace muy buen día, señor. El cielo está despejado y no sopla viento.
—¿Ah, sí? Gracias por informarme. Pero aquí sigue haciendo frío.
—No es que haga frío, señor. La habitación está bien ventilada: es bueno para usted.
—¿Cómo va a ser bueno? Si la herida no me mata, lo hará el frío.
El ordenanza sonrió ante la reconfortante idea, al tiempo que depositaba más combustible sobre las ascuas del brasero y soplaba para que prendieran fuego.
—De acuerdo. Así está bien. Coge el orinal y lárgate.
—Sí, señor. —El ordenanza obedeció y salió con el bacín. Sin avisar, Cato entró en la habitación, y el ordenanza se hizo a un lado con agilidad sin derramar una sola gota. Dio un chasquido con la lengua dirigido a Cato y cerró la puerta tras él.
El optio se quedó de pie junto a la cama con una sonrisa.
—Me alegro de verle, señor.
—Por primera vez en tres días.
—Hemos tenido mucho trabajo sin usted, señor. He intentado mantener el orden en la centuria hasta que se recupere. ¿Cómo está la pierna?
—Entumecida, y cada vez que intento moverla me duele como si me la metieran por detrás. Pero esos matasanos dicen que me estoy recuperando.
—Tiene mejor aspecto que la última vez.
—No ha sido nada: una infección sin importancia. El cirujano calcula que ya casi está curada.
—¿Cuándo se reincorporará, señor?
El centurión advirtió la incongruencia y la inquietud de sus palabras. Observó a Cato en silencio.
—Pensaba que un joven optio estaba disfrutando con su primera oportunidad de desempeñar funciones de mando.
—Así es, señor.
—¿Pero…? —dijo Macro para sonsacarle más información.
—No sabía que el trabajo era tan arduo. Hay que preparar la instrucción, organizar la inspección de barracas, controlar los equipos, y luego todo el papeleo.
—Déjale el papeleo a Piso. Es lo que yo hago.
—Sí, ha sido de gran ayuda, señor. Insistió en llevarlo él. Pero acabamos de recibir órdenes de realizar un inventario de equipos y artículos personales no transportables. Y para colmo de males, el cuartel general ha dado órdenes de que se recoja toda cantidad superior a diez sestercios a finales de esta semana. ¿El trabajo es siempre tan agobiante, señor? —preguntó Cato con impotencia.
—No.
De modo que la legión tendría que trasladarse más adelante. La orden de restringir la posesión de monedas indicaba que querían limitar la carga de los legionarios al marchar, y se haría un inventario de todos los objetos no transportables, para ser vendidos o almacenados. Si se vendían, lo más probable era que la legión se trasladara a largo plazo. Interesante. Pero en ese caso, caviló Macro, lo más seguro era que los heridos tuvieran que ser trasladados en carros, y la perspectiva de un viaje incómodo con baches y traqueteos lo alarmó. La marcha tal vez fuera agotadora, pero era un buen ejercicio y algo mucho más cómodo que viajar dando tumbos en la cama plana de un carro de transporte de legionarios.
—¿Has oído algo acerca del lugar al que vamos?
—Nada oficial, señor, pero he oído rumores de que vamos a adherirnos a un ejército que han reunido para invadir Britania.
—¡Britania! ¿Qué emperador con la cabeza en su sitio querría anexionar esa basura al Imperio? Ese lugar salvaje, agreste y lleno de ciénagas…, si es cierto lo que he oído. ¡Britania! Es ridículo.
—Es lo que he oído, señor —dijo Cato a la defensiva—. Y de todos modos, ¿qué emperador está en sus cabales hoy en día?
—¡Tienes razón! —Macro se animó—. Mira, respecto a todo ese papeleo del que te quejas… En eso consiste llevar una centuria. No tienes más remedio que arreglártelas; y que Piso te ayude.
—En realidad, no es el papeleo lo que me desanima, señor —dijo Cato algo incómodo.
—¿Qué es entonces?
—Bueno…, es todo lo relacionado con el mando. Simplemente, no parece que yo sirva para dar órdenes a los demás.
—¿A qué te refieres?
Cato se mostró inquieto y avergonzado en su intento de explicar el problema.
—Sé que soy optio y que, por tanto, los hombres deben obedecerme, pero eso no significa que les haga gracia, para ser sincero, que un niño les diga lo que tienen que hacer. No es que no me obedezcan, porque sí lo hacen. Ya nadie me llama cobarde, pero no me respetan demasiado.
—Es normal. Eso no se consigue de un día para otro; hay que ganárselo. A todo oficial nuevo le pasa lo mismo. Ellos acatarán las órdenes porque están acostumbrados a hacerlo. La clave está en conseguir que obedezcan de buena gana, y para ello hace falta ganarse su confianza. Entonces te respetarán.
—¿Pero cómo lo hago, señor?
—Para empezar, deja de quejarte. Y a partir de ahí, empieza a actuar como un optio.
—No puedo, señor.
—¿Qué significa que no puedes? ¡Pues has de poder! ¡Ten voluntad, maldita sea! —Macro se acodó sobre la cama con un gesto de dolor al intentar poner la pierna en una postura más cómoda.
—Sí, señor.
—Muy bien, entonces echa más leña al fuego, la más seca, antes de que se apague. Y cierra esa maldita ventana.
—¿Está seguro, señor? Se supone que el aire fresco acelera la recuperación.
—Puede, pero no un aire tan frío. Lo único que esa ventana abierta puede acelerar es la congelación, así que ciérrala ahora mismo.
—Sí, señor. —Cato se apresuró a cumplir la orden y luego seleccionó la madera más seca para el brasero.
—¿Te has dado cuenta? —preguntó Macro.
—¿De qué, señor?
—De cómo has acatado las órdenes enseguida.
Cato asintió con la cabeza.
—A eso me refiero. Es el tono de voz. Tendrás que practicar y dar muchas órdenes antes de que te salga natural. Pero en cuanto lo consigas, es pan comido…, es tan fácil como respirar.
—Si usted lo dice, señor.
—Así es. Bien, dime: ¿hay novedades? —Macro se tumbó en la cama, con la cabeza apoyada sobre el cabezal.
Con la ventana cerrada, el fulgor rojo del brasero daba algo de luz a la habitación, además de los escasos rayos que se filtraban a través de los postigos.
—Acerca el taburete y ponme al corriente de todo. ¿Qué más has estado haciendo?
Cato se movía intranquilo.
—El legado me ha llamado al cuartel general esta mañana.
—¿Ah, sí? —Macro sonrió—. ¿Y qué tenía que decirte Vespasiano?
—Poca cosa… Me va a otorgar una condecoración, una corona cívica. No sé muy bien por qué.
—Porque yo lo he recomendado —sonrió Macro—. Me salvaste la vida, ¿recuerdas? A pesar de casi perder el estandarte al hacerlo. Te lo mereces, y una vez lleves el galón en el arnés, creo que los hombres te mirarán con otros ojos. Todo buen soldado respeta una condecoración bien merecida. ¿Qué se siente al ser un héroe?
Cato se sonrojó y agradeció que el incómodo rubor de las mejillas se confundiera con el fulgor anaranjado del brasero.
—Francamente, me siento un poco farsante.
—¿Por qué diablos?
—No puedo ser un héroe en virtud de una sola batalla.
—Ni siquiera ha sido una batalla; más bien una escaramuza.
—Exacto, señor. Una escaramuza en la que sólo herí a un enemigo y fue por casualidad. Apenas puede considerase un acto heroico.
—Matar hombres en una batalla no tiene por qué hacer de un hombre un héroe —le dijo Macro con un tono tranquilizador—. Es cierto que sirve de mucho y cuantos más enemigos muertos, mejor. Pero hay otras formas de heroicidad. De todas formas, yo no iría diciendo por ahí que no le has partido la cabeza a ningún germano. Mira, no tenías por qué haber venido a rescatarme, pero lo hiciste…, y a pesar de tenerlo todo en contra. En mi opinión, para hacer eso hay que tener mucho valor, y me alegro de que estés con nosotros.
Cato le miraba tratando de captar algún indicio de ironía en sus palabras.
—¿Habla en serio, señor?
—Por supuesto. ¿Te he dicho alguna vez algo que no fuera en serio?
—No.
—Pues ya lo sabes. Fíate de lo que te digo y no te pongas sentimental. Así que entiendo que habrá una investidura, ¿no?
—Sí, señor. El legado va a celebrar un desfile dentro de dos días. Van a darse unas cuantas condecoraciones; entre ellas, una para Vitelio.
—¿Ah, sí? —Macro le interrumpió con brusquedad—. Estoy seguro de que eso le servirá para engrosar su currículo cuando vuelva a Roma.
—Y luego habrá una cena. Ha invitado a todos los oficiales que sirvieron a la tercera cohorte aquel día en la aldea; es decir, los que sobrevivimos.
—Entonces será de lo más íntimo y acogedor. Es propio de Vespasiano; una cena a lo grande a bajo precio.
—Insistió en que usted también asistiera, señor.
—¿Yo? —Macro se encogió de hombros y señaló la pierna herida—. ¿Y cómo se supone que voy a ir?
—Eso le pregunté yo al legado, señor.
—¿Eso hiciste? ¿Y qué dijo?
—Le enviará una camilla para recogerlo.
—¿Una camilla? Fantástico. Tendré que hacer de inválido toda la noche y, encima, dar conversación. Será una maldita pesadilla.
—En ese caso no vaya, señor.
—¿Que no vaya? —Macro levantó las cejas—. Amigo, una invitación cortés de un comandante de legión es más importante que una orden emitida por Júpiter personalmente.
Cato sonrió y se puso de pie.
—Será mejor que me vaya. ¿Quiere que le traiga algo la próxima vez? ¿Algo para leer tal vez?
—No, gracias. Tengo que descansar la vista. Tráeme en todo caso una jarra de vino y un juego de dados. Debo mejorar la técnica.
Dados… Cato estaba algo decepcionado, pues no tenía un buen concepto de aquellos que se negaban a aceptar que los dados caían al azar (al menos, los dados normales). Bajó la cabeza y se dispuso a salir.
—¡Una cosa más! —le dijo Macro antes de que el muchacho saliera de la sala.
—¿Señor?
—Recuérdale a Piso que me debe cinco sestercios.