Capítulo XIII

Cuando la puerta se vino abajo, Cato pensaba desesperadamente en qué podía hacer. Macro estaba a salvo, de modo que se desplazó a lo largo de la pared y se hundió cuanto pudo en el montón de paja que había agolpado en un rincón, mientras los germanos se adentraban en el granero.

Luego oyó unas voces cerca y, de repente, un aullido procedente del exterior. Cato temió por la vida de su centurión antes de darse cuenta de que ningún ser humano podía emitir semejante alarido. Uno de los germanos soltó una risotada que se interrumpió con un ataque de tos. Cato empezaba a sentir el humo en la garganta, y usó todas sus fuerzas para no toser.

Algo se movió con rapidez entre la paja y se oyó un sonido metálico de algo que chocó contra la pared del granero. El ruido se repitió, esta vez más cerca de Cato, y éste, aterrorizado, cayó en la cuenta de que buscaban entre la paja con las lanzas. Se contuvo para no moverse, muy consciente de que la rendición era un suicidio. Los germanos siguieron hincando las lanzas en la paja a la caza de su presa sin dejar de toser aparatosamente entre el humo cada vez más denso del granero incendiado. Alguien profirió un grito. Al instante la búsqueda cesó y los germanos salieron a toda prisa del edificio en llamas.

Cuando tuvo la certeza de que estaba solo, Cato salió con cautela de entre la paja. La habitación estaba llena de humo, que era menos denso en la parte más próxima al nivel del suelo. Se arrastró boca abajo hacia la parte delantera del edificio, donde la paja que poco antes había quemado había quedado reducida a ascuas. Al otro lado del marco de la puerta destrozada, la calle estaba plagada de germanos. Uno de ellos gritó una serie de órdenes, tras lo cual se desplazaron hacia el centro de la aldea. Cato esperó a que los pasos se alejaran antes de salir a la calle a rastras, y al hacerlo, empezó a toser y a inspirar el aire de la noche, que el fuego había calentado. Sentía dolorosas punzadas en ojos y pulmones y cuando se enjugó las lágrimas vio con claridad la calle que tenía ante él. Pese a que los gritos de los germanos se oían por encima del crepitar de las llamas, estaba solo, sin contar al hombre que momentos antes había dejado sin sentido con el extremo del estandarte.

Cato se acercó a él para comprobar que todavía estaba fuera de combate; en la frente le había salido un terrible chichón negro y azul. Ante el hervidero de germanos y la escasez de romanos, Cato pensó que un cambio de aspecto sería una decisión sensata. Deshizo el cierre de la capa que llevaba el germano y giró al indefenso hombre para estirarla. Al echarla sobre su propia capa, la hedionda mezcla de sudor, suciedad humana y animal y grasa impermeabilizante resultó ser insoportable, y a Cato le dieron arcadas. Tras desabrocharse con no pocas dificultades la hebilla del casco, dejó caer al suelo la engorrosa pieza de hierro y bronce. No podía hacer nada por cambiar el aspecto de soldado romano que le daba el pelo rasurado y, arrugando la nariz en un gesto de desagrado, se colocó el capuchón. Con la espada enfundada bajo la capa, Cato cogió del suelo la lanza y el escudo germanos. Al mirarse pensó que su apariencia, si bien no era en absoluto convincente, al menos le haría parecer menos romano.

Luego se planteó cuál sería el próximo movimiento. El único lugar que parecía brindarle alguna posibilidad de salvarse era la plaza de la aldea donde se encontraba el resto de la cohorte. Cato pensó en dirigirse hacia la parte trasera del granero, que ahora ardía en violentas llamaradas, pero el fuego ocupaba el estrecho callejón por el que debía pasar. La cara le ardía, y se apartó del callejón. Se ajustó bien la capa al cuerpo y la cabeza, respiró hondo y se lanzó de cabeza entre las llamas. El calor y la luz eran espectaculares y enseguida sintió el olor de la grasa impermeabilizante. Cato se encorvó todo lo que pudo sin dejar de correr entre las llamas, que le abrasaban las piernas desnudas, y llegó a la parte trasera del granero, lejos del peligro. La capa entera humeaba, y Cato apagó a manotazos algunas partes que ardían.

La altura del muro que delimitaba la parte trasera del granero era demasiado elevada para escalar, dado el cansancio y el abatimiento. Falto de aliento, Cato se encaramó y sólo fue capaz de asomar la cabeza sobre la irregular pared de piedra. En el patio no parecía haber nada más aparte de un enorme montón de paja.

—¡Señor! —gritó Cato con todas sus fuerzas.

Algo se removió entre la paja, y el joven sintió un gran alivio. De repente oyó un terrible alarido de agonía.

—¡Señor! ¿Está malherido? —gritó Cato, preocupado, y al instante, una forma indefinida se retorció entre el forraje profiriendo chillidos de agonía: un cerdo. ¿Dónde estaba el centurión?

Cato soltó las manos y se descolgó del muro; joven, asustado y solo. Por un momento, sus ojos se llenaron de lágrimas de odio por cómo le habían tratado las parcas. De repente, el techo del granero se vino abajo y el instinto de protección le hizo echarse al suelo. De acuerdo, estaba solo, rodeado por el enemigo y las llamas, pero no iba a entregar su vida sin antes luchar por ella.

Se imaginó un plano de la aldea con la posición aproximada de los romanos, los germanos y el fuego, para decidir la dirección que tomaría, y se apresuró a salir de la parte trasera del granero a través del callejón, con ojos y oídos alerta.

Los cerdos, pensó Macro, podían llegar a tener un sabor exquisito en manos de un buen cocinero, pero vivos apenas eran soportables la mayoría de las veces; y los cerdos germanos, menos. Al avanzar a gatas sobre la inmundicia entre las pocilgas, de donde brotaba la orina y la más amplia variedad de mierda para caer en un canal de desagüe mal cavado, Macro hacía grandes esfuerzos por mantener el estandarte lo más alejado posible de la suciedad. El olor era bastante insoportable, y lo aturdía de tal forma que aceleró, no sin dejar de insultar a cada cerdo junto al que pasaba. Macro se encaramó a una gran verja de mimbre. A través de las mal elaboradas hebras, inspeccionó con cautela la calle al otro lado. Cerca quedaba la zona del mercado, hecha de tenderetes rudimentarios que estaban vacíos por ser invierno. El fuego no había llegado hasta esa parte de la aldea y los habitantes que habían logrado huir de la redada que Vitelio había ordenado se estaban llevando las pocas posesiones de valor que el tiempo del que disponían les permitía, sin dejar de lanzar miradas desesperadas por detrás de Macro, donde las llamas se alzaban en la oscuridad de la noche.

Por lo que había visto desde la salida de ventilación, Macro calculaba que a poca distancia detrás del mercado encontraría la plaza de la aldea. El grupo de aldeanos que había cerca eran mujeres, niños y ancianos; ninguno parecía una amenaza. Si cruzaba cerca de ellos con sigilo, tal vez pasara desapercibido. Luego tendría que andar un trecho corto hasta llegar a la cohorte.

Se puso de pie con dificultad y retiró la estaca que cerraba la verja de mimbre. Se puso a un lado de la calle y mantuvo el extremo del estandarte separado del suelo, en un intento de no hacer ruido y mantener la mayor discreción posible. Avanzaba poco a poco y empezaba a dejar de sentir el dolor de la pierna herida y, lo que era peor, empezaba a sentir el mareo provocado por la pérdida de sangre. Respiró hondo y se obligó a adentrarse en el mercado, entre los puestos vacíos, inadvertido por los aldeanos, que estaban más pendientes de recuperar sus objetos de valor y, de paso, de hacerse con los objetos de valor de los vecinos ausentes. No les interesaba llamar más la atención que a Macro, y aquellos que le habían visto pasar se habían limitado a mirarlo con recelo.

Al salir del mercado, el fragor de la lucha se acentuó y Macro se detuvo para recuperar el aliento en un pronunciado recodo de la calle que daba directamente a la plaza. La visión se le empezaba a nublar y la cabeza a darle vueltas. Se frotó los ojos, volvió a contener las náuseas y recuperó de forma gradual la visión y la claridad mental. El centurión asomó la cabeza.

El germano se le echó encima con tal rapidez que Macro sólo tuvo tiempo de darse cuenta cuando tuvo la espalda contra el suelo y el cielo naranja ante él; se había quedado sin aliento y resollaba para recuperarlo. El germano había caído a su lado, y había dejado caer estrepitosamente la lanza al suelo. Al intentar girar a un lado para coger su puñal, el germano fue más veloz. Se puso de pie al instante y recogió la lanza y dio vueltas alrededor de Macro para amenazarle con la hoja de metal en el cuello. Macro sacó su puñal sabiendo que no pasaría de ser más que un gesto de desafío.

—¡Gracias a Júpiter! —dijo el germano en perfecto latín.

—¿Eh?

El germano bajó la lanza y le ofreció una mano. Macro sólo podía mirar al hombre como si estuviera loco.

—¡Vamos, señor! No tenemos tiempo que perder —le apremió Cato; se echó la capucha hacia atrás y arrugó la nariz—. ¿Qué es ese olor asqueroso?

Macro se apoyó a duras penas contra la pared con una sonrisa de alivio y la pérdida momentánea de resolución fue motivo suficiente para que la cabeza le empezara a dar vueltas otra vez. Pero no le importaba. Cato estaba allí, aquel muchacho… Quería descansar un momento…

—¡Señor!

Unas manos le sacudieron con fuerza, y Macro parpadeó. Cato estaba inclinado sobre él agarrado a las correas del peto.

—¡Arriba! —gritó Cato con los dientes apretados por el esfuerzo que estaba haciendo para poner a Macro de pie. Le aguantaba con un brazo, y se servía del otro para apoyar el peso de ambos sobre la lanza. Macro se aferraba con tozudez al estandarte, que se arrastraba tras ellos al avanzar éstos hacia la parte del mercado, hasta la siguiente esquina. Un vistazo bastó para ver que se acercaban más germanos mientras las primeras filas se abrían paso a la fuerza hacia la plaza de la aldea.

—La situación no es nada buena —dijo Cato—. Andan por todas las calles. Hay que buscar otra alternativa.

—Necesito recuperarme.

—¡No, señor! —Cato lo sacudió hasta que volvió a parpadear y abrir los ojos—. ¡Así! Mucho mejor. Veamos.

Cato abrió una puerta de una patada y arrastró a Macro hasta el interior de una choza. El centurión apenas era consciente de que le llevaban a través de habitaciones y patios sucios antes de que Cato le dejara junto a una pared de mimbre recubierta de tierra. El muchacho desenvainó la espada, se quitó la capa germana y se lanzó contra la pared con todas sus fuerzas.

—¿Qué demonios estás haciendo, muchacho? —preguntó Macro con debilidad.

—Creo que la plaza está al otro lado de esta casa. Si pudiéramos atravesar esta pared.

—Así que puedo descansar.

—Puede descansar, señor.

Cato agarró la espada por la empuñadura y la clavó contra la pared, con lo que se desprendieron grandes pedazos de arcilla, hasta que quedaron expuestas una buena parte de las cañas. Se secó la frente y volvió a asestar a golpes la fina pared de caña con desesperado empeño. Macro le observaba con languidez, sin ya importarle nada, entregado al deseo de dejarse arrastrar por un sueño profundo.

El entramado de cañas era más resistente de lo que parecía, y a Cato le palpitaba el corazón a cada golpe que daba con furia para abrir la pared. Al fin consiguió hacer un hueco lo bastante grande para empezar a arremeter contra la capa compacta de tierra y arcilla que quedaba. Al poco ya la había atravesado y la abertura pronto se hizo más grande. Cuando fue lo bastante grande para pasar por ella levantó al centurión y lo llevó a rastras con cuidado hasta el agujero.

—Tú primero, hijo —se quejó Macro.

—No, señor, es más fácil que pase usted primero que ayudarle a salir después.

—De acuerdo.

Con la ayuda de Cato, Macro pasó la cabeza, los brazos y los hombros a través de la pared, con lo que se desprendió sobre él una lluvia de tierra. Resopló para tratar de recuperar el aliento, se sacudió la tierra de la cabeza y, de repente, alguien le dio una patada en el costado.

—¡Malditos germanos: están entrando por la pared! —gritó alguien.

—¡Tranquilos muchachos! ¡Soy romano!

—¡Oh! ¡Perdona, amigo!

Una mano agarró a Macro. Instantes después, Cato le estaba ayudando a sostenerse y a quitarse la tierra de la cabeza y el uniforme. El legionario que le había golpeado tragaba saliva al percatarse de las medallas del peto.

—Señor, no sabía que…

—No me has hecho daño, hijo. Llévanos hasta el tribuno.

—Por aquí, señor.

Con un brazo sobre los hombros de Cato y el otro sobre los del legionario, el trío se abrió paso entre las filas de la retaguardia que vigilaban las entradas a la plaza de la aldea. Encontraron a Vitelio a la puerta de la cabaña del jefe del poblado, junto con el trompeta y el portaestandarte de la cohorte. De la cabaña salían sonidos de gritos y lloriqueos ahogados.

—Deteneos un momento, amigos —ordenó Macro antes de levantar el brazo que reposaba sobre los hombros de Cato para hacer el saludo a Vitelio.

—¡Ah, de modo que sigues con nosotros, Macro! Me dijeron que los germanos habían acabado contigo y con tu optio.

—Sí, señor.

—Una fea herida. Será mejor limpiarla y vendarla —Vitelio señaló con el dedo pulgar en dirección a la puerta de la cabaña—. Los ordenanzas están algo ocupados ahora, pero puedes llamarlos. Y que te limpien un poco esa mierda mientras te curan.

—¿Dónde está mi centuria, señor?

—Ahora mismo están conteniendo la puerta principal —Vitelio se hizo a un lado para dejar pasar a una nueva baja—. Les hice soltar a los aldeanos entre asaltos. No podemos permitirnos desaprovechar tropas con las guardias.

—¿Cómo va todo?

Vitelio frunció el ceño antes de responder.

—No muy bien. Nos quedan menos de trescientos hombres. Los germanos están intentando abrirse paso a la plaza cinco calles más abajo. El fuego les ha cortado los demás accesos, y todavía estamos conteniendo la puerta y el muro al otro lado de la aldea.

—¿Podremos aguantar hasta que llegue Vespasiano?

—Tal vez —Vitelio se encogió de hombros al tiempo que alzaba la vista al cielo lleno de nieve—. Si el fuego los sigue canalizando hasta unas pocas calles. De momento estamos frenando su avance, pero pueden permitirse el lujo de perder a más hombres, y nosotros no. En cuanto nos superen en número, nos volverán a empujar hasta la plaza. Luego opondremos la última resistencia aquí, con los heridos.

—¿Y si el fuego nos alcanza antes que los germanos?

—Nos veremos obligados a volver a la entrada principal, y luego afuera, a los brazos de la horda germana al acecho.

Cato se preguntó qué sería peor, si morir calcinado por el fuego o destripado por los germanos.

—Que se ocupen de tu herida, Macro —ordenó Vitelio. Hizo una señal al trompeta y al portaestandarte—. ¡Venid!

—¿Y yo, señor? —preguntó Cato.

Vitelio miró a Macro.

—¿Tu chico puede encargarse del estandarte, centurión?

—Sí, señor —Macro esbozó una triste sonrisa y entregó el estandarte de la sexta centuria—. Guarda esto mientras me curan la herida. Yo lo cogeré en cuanto salga.

Una vez Macro fue llevado adentro, una ordenanza se apresuró a examinar la herida. Con un gesto de despreocupación, decidió que no era necesario tomar medidas drásticas. Agitó las manos para hacer salir a Cato de la cabaña. Cuando Cato se dio la vuelta para mirar por última vez a su centurión, el ordenanza estaba limpiando la herida con un trapo lleno de sangre.

Fuera, Cato trató de clavar el estandarte en el suelo a estacazos, pero el suelo estaba helado y todo esfuerzo era en vano. Acabó por desistir y lo dejó reposar sobre el hombro. Pese al alivio que sentía al estar de vuelta con la cohorte, la lucha no les era favorable. Las refriegas aisladas se habían convertido en una escaramuza complicada cuyo vencedor sería la parte que más peso tuviera al final. Sin embargo, espadas y jabalinas iban dejando su huella, y de vez en cuando aparecía algún soldado herido entre las piernas de la muchedumbre. Los que recibían heridas demasiado graves para permitirles salir del tumulto morían pisoteados.

Lenta, aunque inevitablemente, los romanos se vieron forzados a retroceder hacia la plaza. Cato sabía que en el momento en que los germanos se volcaran hacia la plaza, se mezclarían con los romanos, a los que aniquilarían rápidamente. La mayor parte de la noche ya había pasado, pero aún quedaban unas horas antes del alba y, por tanto, medio día antes de la llegada de Vespasiano a la aldea.

Los germanos avanzaban, y el fuego empezaba a ganarles terreno al extenderse entre las viviendas inflamables. Se oyeron cuernos de guerra a lo lejos, y los germanos lanzaron un bramido de rabia y frustración. Los cuernos daban la orden de retirada con mayor insistencia, y los germanos, mal que les pesara, se retiraron no sin antes intercambiar unos cuantos golpes desesperados. Entonces la cohorte quedó a solas. Pero el alivio duró poco. La violencia de los germanos fue sustituida por la ira de Vulcano, y el fuego se fue acercando a la plaza arrasando a su paso hileras enteras de casas. Un horrible resplandor rojo iluminaba a los romanos, que retrocedían, y proyectaba sus sombras alargadas. Pero se debilitó antes de lo esperado, y los romanos volvieron de nuevo a encogerse tras sus escudos.

Un legionario llegó corriendo y con el dedo señalando en dirección a la calle que llevaba a la plaza.

—¡Retirada! ¡Hay que volver a la puerta principal! ¡Ahora mismo!

La cohorte empezó a avanzar con dificultad para salir de la plaza, una columna irregular de hombres agotados, donde algunos ayudaban a caminar a compañeros heridos y otros usaban los escudos a modo de camillas improvisadas para transportar a los heridos que no podían andar. Pero todos iban en silencio, estaban desesperados. Habían muerto demasiados oficiales y la cohesión de la unidad se había deshecho por completo al avanzar con dificultad entre las siluetas rojizas de las cabañas germanas. En la puerta principal, Vitelio organizó un cordón de defensa con los heridos tras las últimas filas. Luego, los restos de la cohorte esperaron en silencio la llegada del fin.

Cato se había vuelto a unir a la sexta centuria después de haber ayudado al centurión a sentirse lo más cómodo posible, y desde la torre de la entrada tenía una buena perspectiva de la inminente fatalidad. El viento favorecía el avance de las llamas, que ya estaban arrasando la otra mitad de la aldea. Al otro lado del muro Cato veía a los aldeanos apiñados mirar la incineración de sus hogares y víveres. Sin comida ni techo pocos sobrevivirían al invierno, y el resplandor del fuego iluminaba la aflicción y el desamparo que mostraban sus caras. Cato sintió una punzada de culpa ante las consecuencias de la guerra, a pesar de saber que no tardaría en morir.

Detrás de los aldeanos, las oscuras filas de guerreros germanos aguardaban tumbadas en la oscuridad de la noche, a la espera de que el fuego desplazara al enemigo fuera de la aldea.

Al acercarse el alba, Cato se sorprendió de ver a los hombres de la cohorte resignados a sucumbir a un fatalismo. Los oficiales que habían sobrevivido y los soldados intercambiaban palabras en voz baja sin tener en cuenta el rango. La muerte cercana eliminaba la condición social. Era reconfortante estar en su compañía justo antes de la salvaje carga final que les relegaría al olvido. Cato sintió que le invadía una cálida sensación de serenidad y se dio cuenta de que sonreía. Su mirada se cruzó momentáneamente con la de un veterano endurecido con una cara inexpresiva, que le devolvió la sonrisa. No intercambiaron palabras; no era necesario.

Al aparecer el primer resplandor del amanecer en el horizonte, el fuego casi les había alcanzado, y Vitelio, tras formar en columna tras la puerta, dio una serie de órdenes a los hombres que quedaban. El tribuno se paró a pensar qué sería de los heridos graves que no tendrían a nadie que les ayudara a caminar. Muchos habían pedido que les dejaran espadas para poder morir luchando o, al menos, para privar a los germanos de la horrible diversión que reservaban a los prisioneros. Vitelio se preguntaba si sería más clemente matarlos a todos antes de que la cohorte los abandonara. Mientras reflexionaba, un centinela de la torre de la puerta le gritó:

—¡Se están moviendo!

Parecía que los germanos se habían dejado llevar por la impaciencia. Vitelio pensó que en ese caso todo acabaría con un breve enfrentamiento en el muro, sin carga final. Subió cansinamente por las escaleras del interior de la torre, salió a la torre de vigilancia donde estaba Cato de pie junto al centinela. El optio parecía confuso, e instantes después el tribuno supo por qué.

Era cierto que los germanos se estaban moviendo, pero en lugar de desplazarse hacia delante, hacia las puertas, se desplazaban a cada lado de la aldea, lejos del sendero que conducía al bosque.

—¿Qué demonios…? —Vitelio frunció el ceño.

—Señor… ¿Qué están haciendo?

—No tengo ni idea.

Los germanos aceleraron el paso. Cato no acababa de creer lo que sus ojos veían. Luego percibió un sonido nuevo, un sonido que se oía sobre el fragor de las llamas que se agitaban a sus espaldas. El aire del amanecer traía consigo el sonido agudo e inconfundible de las trompetas, y en la cresta de la colina una fila de jinetes cabalgaba hacia ellos; en cabeza, marchaba un destacamento de oficiales con capa roja y cascos con cimera.

Parecía que Vespasiano no había esperado a que rompiera el alba para ir en su rescate.