Capítulo XII

Cato gritaba con todas sus fuerzas al precipitarse hacia los dos germanos que se acercaban a su centurión. En el último momento, bajó el estandarte y lo agitó de un lado a otro. El germano más cercano a Macro se preparó para atacar, alzó la vista al oír los alaridos y se volvió para enfrentarse al nuevo peligro. Macro no dudó ni un segundo y le propinó un puñetazo en la entrepierna. El hombre se dobló y cayó de rodillas retorciéndose de dolor. Cato tropezó con él y cayó a su lado aparatosamente. El otro germano parecía bastante perplejo y, de repente, rompió a reírse a carcajadas. Cato se puso en pie furioso y blandió el estandarte frente a la cara de su enemigo.

—¡No te rías de mí, miserable!

Por unos instantes, ambos se sostuvieron la mirada; el germano mostraba una expresión más fría y calculadora que momentos antes. De pronto, se hizo a un lado, y Cato hizo girar en redondo el estandarte; el germano lo esquivó hacia atrás y empuñó la espada directamente a la axila del joven. El estandarte del ejército, al igual que todo estandarte, se había diseñado para fines estéticos más que bélicos; la parte superior era tan pesada que, al girar, la base del asta se clavó en la cara del germano que corría hacia Cato, y lo interceptó. Con un gemido de asombro, el germano se desplomó sobre el suelo. Cato, que estaba de espaldas, se dio la vuelta con los dientes apretados esperando haber provocado una herida fatal, y, sin dar crédito a sus ojos, se quedó mirando al hombre desplomado en el suelo.

—¿Qué…?

—¡Déjalo! —Le gritó Macro—. ¡Ven aquí, muchacho! ¡Arráncame esta lanza!

—¿Señor?

—¡Haz lo que te digo!

Cato asió con firmeza la lanza con su mano libre, y Macro colocó la pierna en una postura más cómoda.

—¡Ahora!

Cato tiró con todas sus fuerzas, y la punta de la lanza salió de la pierna con un chorro de sangre. Macro dio un alarido de dolor que interrumpió cerrando la boca. Hizo ademán de levantarse, y Cato le ayudó asiéndole del brazo. La herida soltaba sangre, pero afortunadamente ésta fluía, en vez de salir a borbotones, lo que indicaba que no era mortal. Sin embargo el dolor era tan intenso que Macro se mareaba, y tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para pasar el brazo sobre el hombre del joven, que lo llevó hasta la abertura entre los edificios derrumbados, donde esperaba el resto de la centuria. Detrás de ellos, sobre el rugido de las llamas, Cato oyó pasos atronadores que se acercaban, y miró atrás para ver a los germanos que se les echaban encima gritando, sedientos de sangre romana. Cato redobló sus esfuerzos y casi arrastraba al centurión consigo. Tropezaron y Macro cayó de rodillas; gritó al caer sobre la pierna herida. Los soldados que les esperaban mostraban una clara desesperación, pues era evidente que no conseguirían llegar antes que los germanos.

—¡Vete! —Resopló Macro—. ¡Es una orden!

—No le oigo, señor.

—Salva el estandarte.

En aquel momento, Castor hizo un gesto de contrariedad y dio la orden de echar abajo el edificio. Los legionarios vacilaron un instante hasta que el veterano repitió la orden a voz en grito y las cuerdas se tensaron para hacer caer el muro con la paja en llamas.

—¡Mierda!

Cato se detuvo y lanzó una mirada rápida hacia atrás. Casi tenían encima a los germanos. A su derecha había una pared de piedra con una sólida puerta de madera. Descorrió el cerrojo a toda prisa, dio un golpe a la puerta, que se abrió hacia dentro, y arrojó estandarte y centurión adentro. Entró agachado en un movimiento ágil y cerró de un portazo para echar el cerrojo. Al otro lado, los primeros germanos aporrearon la puerta de tal forma que los golpes retumbaron en toda la habitación. Ésta era oscura, pero la luz de las llamas entraba por los bordes de los postigos y los huecos de los aleros. La única ventana de la habitación daba a la calle, pero, por suerte, estaba cerrada y atrancada, aunque ahora los germanos daban sacudidas contra ella.

—Averigua si hay otra salida —dijo Macro mientras se palpaba la herida para comprobar su estado.

Seguía sangrando, y Macro no quería perder más sangre de la necesaria si quería estar alerta. Se desabrochó la correa de la espada y sacó la vaina para atarla sobre la herida ciñéndola lo más que pudo. Cuando Cato volvió, instantes después, de la herida apenas manaba sangre.

—¿Y bien?

—Parece un granero; en la parte trasera hay algo de paja y una salida de ventilación, pero nada más.

Las sacudidas de la puerta eran cada vez más constantes y, de repente, un golpe asestado en la ventana hizo saltar una tablilla. En el lugar del golpe vieron un objeto negro clavado que enseguida desapareció para descargarse otra vez sobre el postigo. De la madera se desprendieron astillas, y entró un haz de luz anaranjada que atravesó la penumbra.

—No podemos quedarnos aquí.

—No —respondió Cato—. ¡Mire allí!

Alzaron la vista y vieron un resplandor amarillo sobre el techo de paja, y luego otro que empezó a prenderse rápidamente en llamas cada vez más violentas.

Y los postigos seguían rompiéndose a golpes.

—Tendremos que utilizar la salida de ventilación —decidió Cato—. Hay una escalera, pero con su pierna será difícil.

—No tenemos otra opción.

—No. Pero tenemos que retrasarlos cuanto más podamos. ¿Puede vigilar la ventana, señor?

—Sí, pero… —Por favor, señor, no hay tiempo para explicaciones.

—De acuerdo —asintió Macro—. Ayúdame a levantarme y dame tu espada.

Apoyándose sobre la pierna indemne, Macro se reclinó contra la pared junto a la ventana, mientras Cato desaparecía en la parte posterior del granero. De pronto, se rompió un buen trozo del postigo y cayó al suelo. Una lanza entró por el hueco y un germano aferró las manos al marco de la ventana para entrar. Macro dejó caer la espada sobre la mano que más cerca tenía, y los dedos amputados saltaron en el aire al tiempo que el germano se retiraba a gritos.

—¡Adelante, bellacos! —Gritó Macro—. ¿Quién quiere más?

El ataque a la puerta se hizo más violento y la madera empezó a ceder. Vigilar la ventana no era cosa fácil, pero vigilar la puerta era imposible.

—¡Cato! ¡Sea lo que sea lo que estés haciendo, acaba ya!

—¡Ya voy, señor! —dijo Cato resoplando.

Se acercó tambaleándose hacia la parte delantera del granero, cargado con una masa informe de paja clavada en una horca. La echó en el suelo entre la puerta y la ventana y la esparció rápidamente. Luego empleó la horca para hacer caer parte de la paja incendiada del techo, cubriéndose la cara con el brazo para protegerla de las chispas que se desprendían. Empezó a salir un humo espeso, el fuego prendió y, justo al ceder la puerta, las llamas y el humo asfixiante invadieron aquella parte del granero.

—¡Por aquí! —gritó Cato al tiempo que tosía violentamente al inhalar el asqueroso humo.

El joven ayudó como pudo a Macro a levantarse con la mano que tenía libre, y cargó con él medio a rastras hasta la parte posterior del granero, donde había una escalera que subía a una parte oscura.

—Suba usted primero, señor. Coja el estandarte y déme la espada. Dé un grito en cuanto esté arriba.

Macro no discutió las órdenes del muchacho y se dispuso a subir las escaleras maldiciendo tanto su herida como el estandarte. El humo del techo incendiado era cada vez más espeso a medida que entraba en el granero. Macro lo sentía en los pulmones, y los ojos le picaban mientras ascendía por la escalera hacia la salida de ventilación, que estaba auna distancia escasa pero desesperante. Dio un golpe para abrirla y sacó enseguida la cabeza en busca de aire puro. Desde su elevada posición, Macro veía cómo aquella parte de la aldea era consumida por rugientes llamaradas que se extendían con rapidez gracias a una ligera brisa que avivaba el fuego. Para evitar el fuego, los germanos avanzaban con cuidado entre las sinuosas callejuelas en dirección a la plaza de la aldea, donde los restos de la cohorte se preparaban para luchar por su vida.

La ventana daba a un corral donde dos cerdos iban de un lado a otro, presas del pánico. Justo debajo de Macro había un montón de forraje, de modo que lanzó el estandarte por la ventana. Entonces un fuerte estrépito retumbó en el granero. La puerta acababa de ceder, y un torrente de pies y fuertes gritos invadió el lugar.

—¡Cato!

—¡Salga, señor! —Gritó el chico—. ¡Salga ya!

Los germanos se adentraron en el granero tosiendo, decididos a cazar a su presa romana de una vez por todas, y Macro se apresuró a salir por la ventana. Se agachó para sacar el cuerpo y se colgó sobre la pared para soltarse inmediatamente. La caída fue más suave de lo que esperaba, pues uno de los cerdos había decidido que el forraje sería un buen lugar donde refugiarse del estrépito del mundo exterior. Pero lo último que el cerdo podía esperar era que un soldado de infantería se desplomara sobre él. Se oyó entonces un chillido de terror y un taco al forcejear ambos por liberarse de la maraña. Macro atizó una patada al animal para hacerlo a un lado y se sentó sobre la paja respirando con dificultad, aunque ileso. El cerdo no había corrido la misma suerte; tenía la espalda partida y se arrastraba por el sucio patio haciendo patéticos esfuerzos con las patas delanteras intentando huir del peligro. Todo ello sin dejar de soltar unos chillidos agudos y estridentes que Macro temía llamaran la atención.

Procedentes del granero, oía a los germanos gritar furiosos arrasar con todo cuanto encontraban, ávidos de carne romana. A continuación se oyó un alarido y, al instante, el roce de la escalera. Macro colocó el estandarte junto a él, se cubrió con brazadas de paja y se quedó inmóvil. Macro miraba entre las hebras con inquietud. De repente vio aparecer del muro una cabeza oscura que contrastaba con el color anaranjado del cielo. El germano miró hacia abajo durante un momento que se hizo eterno, y luego, tras un intercambio de toscas e incomprensibles palabras, se retiró. Macro se quedó quieto mientras escuchaba atentamente las voces en el granero, que acabaron por desvanecerse entre los estridentes gruñidos del cerdo malherido. Cuando consideró que estaba a salvo, se incorporó y se sacudió la hedionda paja. Una parte del corral parecía dar a una calle, pero al otro lado del muro se oían retumbar los pasos de los germanos. En comparación la otra parte era más tranquila, de modo que Macro se agarró la pierna para enderezarse un poco y atisbo por encima del muro. Justo detrás de éste había una gran superficie llena de pocilgas de mimbre donde se oía gruñir a los cerdos.

Macro volvió a tumbarse, esperó a que el ruido de la calle disminuyera un poco y entonces llamó a Cato a la ventana.

No hubo respuesta. Volvió a llamarle, pero tampoco oyó nada.

Maldito chico. ¿Por qué no había subido por la escalera al romperse la puerta? Sin embargo, con cierto sentimiento de culpa Macro se dio cuenta de que los germanos le habrían seguido al oírle. Cato debía de saberlo y se sacrificó para salvarle a él y estandarte.

Los chillidos del cerdo habían alcanzado un tono más aterrado y desesperante, y Macro no pudo contenerse y le atizó con fuerza en la cabeza.

—¡Deja ya de chillar, maldito cerdo! —Volvió a darle una patada—. ¿Quieres que me descubran?

Pero todo lo que el cerdo hizo fue agudizar los chillidos despavorido. De forma inevitable, unos germanos que pasaban por la calle se detuvieron para averiguar la procedencia del ruido. Macro no lo pensó dos veces. Lanzó el estandarte por encima del muro que daba a las pocilgas para luego saltar él; resbaló y cayó de lado sobre un montón de estiércol acumulado, procedente de los corrales más próximos. Agarró el estandarte y, agachado lo más cerca del suelo que pudo, avanzó a gatas entre las pocilgas en dirección al centro de la aldea, tratando de no imaginar con qué se iba encontrar aunque llegara hasta la cohorte.