Capítulo XI

—¿Has visto a Tito hoy?

—¿Cómo? —Vespasiano alzó la vista desde su escritorio móvil—. ¿Qué has dicho?

—Tu hijo, Tito. ¿Le has visto hoy? —Flavia le dio un golpecito con el dedo sobre el hombro—. ¿O es que has estado demasiado ocupado para acordarte de que tienes un hijo?

—Querida, no he tenido tiempo para nada.

—Eso dices siempre. Siempre. Estos horribles papeles absorben toda tu vida. —Miró dentro del arcón de los documentos—. ¿No crees que deberías pasar más tiempo con tu hijo?

Vespasiano soltó la pluma y la miró detenidamente con sentimiento de culpa. Tras dos abortos y un hijo muerto al nacer, Tito había sido como un milagro. El difícil parto casi había acabado con la vida de Flavia y del niño. Desde su nacimiento en Roma, hacía dos años, el niño había sido tratado como un objeto valioso, siempre estaba envuelto en paños de lana y con su madre al lado. Vespasiano había dedicado grandes esfuerzos para dar todo el apoyo posible por su parte, siempre consciente de que el tiempo que pasaba con su familia era tiempo alejado de la política y de su carrera, cosa que a la larga jugaría a favor de Tito, se decía convencido.

Aceptar su nombramiento para el cargo en la legión no había sido una elección fácil. Flavia se había mostrado muy reacia a abandonar Roma, pese a haberle animado de forma diligente a aceptar el cargo. Como toda mujer con respeto por la tradición, ella le había acompañado cuando Vespasiano asumió sus nuevas funciones de mando. Pese a que el aire fresco era un cambio agradable respecto al cargado hedor de Roma, no había sido beneficioso para Tito. Desde que habían llegado al campamento base, al niño le había atacado una enfermedad tras otra. El frío y húmedo clima era perjudicial para una complexión frágil, y tantas noches seguidas en vela junto a la cuna habían acabado por agotar a Flavia. La idea de perder a Tito les aterrorizaba, pero Flavia no contaba con la distracción que tenía Vespasiano de trabajar el día entero. Flavia había sido apartada de su círculo social, y ahora estaba aislada en el mundo asfixiante de una base militar con sólo un puñado de compañeras, las esposas de los otros oficiales. No era de extrañar, pues, que hubiera volcado toda su atención en su hijo.

Como suele suceder con los niños, Tito lograba ser la causa de preocupación para desesperación de su madre y de los criados. No había un estante, un borde de mesa o puerta contra el que no se hubiera golpeado la cabeza, ni silla ni arcón contra los que no hubiera tropezado, ni alfombra ni estera que no le hubiera hecho caer al suelo. Debido a la curiosidad exagerada del niño, ningún intento de condicionar sus dependencias de forma segura bastaba, pues Tito siempre encontraba algo peligroso o sucio que llevarse a la boca o que meterse en el ojo; y cuando se le antojaba, que era a menudo, siempre encontraba algo que meter en el ojo de algún esclavo desafortunado. Sus niñeras tenían que enfrentarse a los afilados dientes del niño, que mordían cualquier parte del cuerpo que se pusiera a tiro.

Vespasiano se sonreía ante la idea de que, al menos, su hijo tuviera mucha energía.

—¿Qué? —preguntó Flavia.

—¿Eh?

—¿Por qué sonríes? ¿En qué estás pensando?

—Estoy pensando que va siendo hora de que pase más tiempo con mi hijo —Vespasiano se apartó del escritorio y se puso en pie—. Ven.

Al salir del despacho y entrar por el pasillo cubierto que rodeaba el atrio de la casa de Vespasiano, éste miró al cielo. Sobre la tenue luz de las antorchas del patio, la noche helada empezaba a ofrecer sus primeros copos de nieve. Pensó que Vitelio aún no había vuelto, y pensó que la imagen del engreído tribuno volviendo de la aldea bajo una terrible tormenta de nieve sería grata, aunque no para los pobres hombres que tenía bajo su mando.

Al abrirse la puerta de la pequeña habitación el niño se volvió para ver quién entraba, y con un grito de placer se puso de pie apartando a su niñera a un lado para correr hacia sus padres.

—¡Papá! —Gritó antes de abrazar las piernas de su padre, e inclinó hacia atrás la cabeza con los ojos muy abiertos y una sonrisa—. ¡Aúpa! ¡Aúpa! ¡Aúpa!

Vespasiano se inclinó hacia delante y cogió con fuerza al niño por debajo de los brazos y lo levantó sobre su cabeza, cosa que llevó al niño a volver a dar gritos de entusiasmo.

—¿Cómo está mi soldado? ¿Eh? ¿Cómo está mi niño hoy? —Vespasiano sonrió y miró a su mujer—. Crece deprisa. Dentro de poco ya podrá ponerse su primera toga.

—No es más que un niño todavía —se quejó Flavia—. Todavía es mi niñito. ¿Verdad que sí?

Tito miró a su madre con una expresión indignada y la empujó para apartarla de él. Vespasiano se rió y se inclinó para despeinarle el pelo.

—¡Éste es mi soldadito!

—¡No es un soldado! —Exclamó Flavia con seguridad—. Y no será soldado. Al menos no lo será hasta que sea absolutamente necesario. Si yo puedo tener voz en esto, se quedará en Roma donde yo pueda cuidarle.

—Un día tendremos que dejarle decidir por sí mismo —dijo a su vez Vespasiano en tono amable—. El ejército es una buena forma de vida para un hombre.

—¡No lo es! El ejército es un lugar peligroso e incómodo en el que sólo hay patanes ordinarios.

—Te refieres a provincianos como yo…

—Oh, no quería…

—Sólo bromeo. Pero, fuera bromas, si Tito quiere forjarse una carrera en el Senado, antes debe servir en las legiones.

—Podrías procurar que le destinaran cerca de casa.

—Ya hemos hablado de esto. Los nombramientos los hace el Estado Mayor del Imperio. Yo no tengo influencia sobre esto, al menos no de momento. Si quieres que tu hijo tenga éxito en su carrera, antes debe servir en el ejército. Sabes perfectamente que así son las cosas.

—Sí —Flavia asintió apenada y besó a Tito en la frente. El niño se dio cuenta del estado de ánimo de su madre, y de repente le dio un fuerte abrazo hundiendo la carita en el hombro de ésta—. Me gustaría tanto tenerle a esta edad durante más tiempo…

—Ya lo sé. De verdad te entiendo. Quizás algún día vengan más niños. Cuando estés preparada.

Flavia levantó la vista para mirarle con sus ojos oscuros, llenos de recuerdos dolorosos, a punto de llenarse de lágrimas. Parpadeó y forzó una sonrisa para evitar el temblor de sus labios.

—Oh, eso espero. Quiero tantos y tantos niños. Y quiero tenerlos contigo. ¿Me prometes que tendrás cuidado?

—¿Cuidado?

—En esta nueva campaña a Britania. Ten mucho cuidado.

—¡Britania! ¿Cómo demonios…? —Vespasiano frunció el ceño, enfadado—. Se supone que eso es un secreto. ¿Dónde lo has oído?

—Las esposas de los oficiales… —Flavia se rió al ver su reacción—. Los hombres tenéis mucho que aprender sobre guardar secretos, la verdad.

—Típico —dijo Vespasiano entre dientes—. ¡No podía ser de otra forma! Hago prometer a mis oficiales superiores que guarden absoluta discreción, y lo siguiente que sé es que una información confidencial se ha convertido en chismorreo. ¡Ya no se respeta nada!

Tito se reía y movía la cabeza de un lado a otro.

—No te preocupes, querido —Flavia le dio una palmadita en el brazo—. Estoy segura de que nadie más lo sabe. Pero no cambiemos de tema. Hablaba de Britania.

—Y de eso parece que habla el resto de la gente —refunfuñó Vespasiano.

—Debes prometerme que tendrás cuidado. Quiero tu palabra.

Ahora mismo.

—Te lo prometo.

—Ya estoy más tranquila —asintió con la cabeza, en un ademán de satisfacción—. Dale un beso al niño y acuéstalo.

Vespasiano llevó al niño en brazos hasta la cuna que había en un rincón de la habitación. Se inclinó para apartar con una mano las mantas de lana mullida y quitó el ladrillo que calentaba la cama. Al bajar a la cuna, Tito protestó y se agarró con fuerza a los pliegues de la túnica de su padre.

—¡Dormir no! ¡Dormir no!

—Ahora debes irte a dormir —le dijo Vespasiano con delicadeza, a la vez que trataba de soltarle las manos de la túnica.

Las manos del niño la asían con una fuerza sorprendente, y su padre tuvo que hacer un esfuerzo para soltarlas mientras al niño se le llenaban los ojos de lágrimas de rabia y frustración. Cuando Vespasiano ya había conseguido soltar al niño, Tito mordió a su padre en los nudillos. Antes de poder hacer nada, Vespasiano juró en voz alta.

—¡Ese lenguaje! —Le censuró Flavia entre dientes—. ¿Quieres que a su edad diga esas palabras?

Vespasiano pensó que cualquier niño que creciera en una plaza militar aprendería un vocabulario bastante más amplio, impropio de los círculos de Roma.

—Este niño —añadió Vespasiano— tiene una buena dentadura.

—Eso es bueno.

—¿Tú crees? —Vespasiano se miró con las cejas levantadas la pequeña media luna que le había hincado su hijo en la mano.

—Es señal de que tiene carácter. —Flavia colocó en la cuna al niño, que aún forcejeaba, y lo arropó con la manta.

—Es señal de que tiene dientes —murmuró su marido.

Tito lloriqueó un rato más hasta que sucumbió a su sentido de la rutina y se tumbó boca abajo, cerró los ojos y, tras balbucear algunas cosas sin sentido, se durmió. Sus padres se lo quedaron mirando unos instantes, maravillados ante la serena y perfecta carita y los últimos movimientos de sus dedos regordetes a la luz titilante de las lámparas de aceite.

Alguien llamó a la puerta. Tito se movió y abrió los ojos un momento.

—¿Quién demonios es?

—Hazlos callar enseguida —le dijo Flavia entre dientes—. Antes de que despierten a Tito.

Vespasiano abrió la puerta que daba al patio y se encontró con el centurión de guardia acompañado de un legionario que tiritaba.

—¡Señor! —gritó el centurión en el más puro estilo militar—. Si me permite, le informamos que…

—Silencio… Baja la voz. Mi hijo está durmiendo.

El centurión se quedó con la boca abierta un segundo antes de hacer un esfuerzo para seguir hablando en un susurro.

—Si me permite, le informamos de un incendio.

—¿Un incendio? ¿Dónde?

—En dirección al bosque, señor, hacia el Rin.

Vespasiano se quedó mirando con impaciencia al centurión.

—¿Y crees que eso es lo bastante importante para molestarme?

—Este centinela dice que es un incendio muy grande, señor.

—¿Grande? ¿Cómo de grande?

—No sé, señor —contestó el legionario—. No se ve el incendio en sí; sólo el resplandor en el horizonte.

El legado tuvo un mal presentimiento.

—¿Ha vuelto ya la tercera cohorte?

—No, señor —negó el centurión con la cabeza—. Todavía no han llegado.

—De acuerdo, ahora voy. Os podéis retirar.

Flavia se acercó a él a pasos cortos y silenciosos.

—¿Problemas?

—Puede. Voy a inspeccionar. Volveré pronto. Tú vete a la cama.

Cuando Vespasiano llegó a la torre sobre la puerta este, el parapeto había desaparecido bajo una fina y curva capa de nieve.

Al otro lado del muro de la fortaleza se extendía un paisaje en el que se alcanzaba a ver el límite del bosque, apenas visible entre la nieve que caía formando remolinos. Sin embargo, el centurión de guardia había hecho bien en llamarle: desde allí se veía un reflejo que teñía de naranja las nubes en la lejanía. El fuego tenía que ser considerable, pensó Vespasiano. Además, el incendio estaba a la misma altura que el poblado germano. Se dirigió al centurión de guardia:

—¿Vitelio no ha vuelto todavía?

—No, señor.

Preocupante, muy preocupante. ¿En qué problema habría metido Vitelio a la tercera cohorte? En los últimos informes secretos no había indicios de ánimo de rebelión entre los habitantes del lugar. Aun así, la cohorte ya debería estar de vuelta a aquellas horas. Y la intensidad del resplandor indicaba la presencia de un incendio de grandes proporciones. Vespasiano reflexionó sobre el daño que sufriría su reputación si daba la señal de alarma enseguida; no le costaba imaginar las risotadas de sus hombres. Pero este pensamiento se alejó en cuanto lo desestimó. Su orgullo quedó en segundo lugar para dar paso a su sentido de la responsabilidad al frente de la legión. Se dio la vuelta y le dijo al centurión de guardia:

—Llama al escuadrón de caballería. Que hagan un reconocimiento de la ruta que la tercera cohorte siguió hasta la aldea. Que me informen en persona en cuanto descubran algo. Luego llama a la legión. Quiero a todos los oficiales superiores en el cuartel general inmediatamente. Que los centuriones den a sus hombres la orden de batalla, listos para ponerse en marcha. Excepto la primera cohorte, que se quedará en la base. ¿Entendido? —Sí, señor.

—Pues en marcha. ¡Y corre!

Cuando el centurión de guardia se hubo ido, Vespasiano volvió a mirar el incendio en la lejanía. A menos que Vitelio se hubiera perdido al volver a la fortaleza, el fuego debía de estar relacionado con la ausencia de la cohorte.

—¿Señor?

Al levantar la vista, Vespasiano vio la cara de preocupación del joven centinela.

—¿Qué ocurre, soldado?

—¿Cree que nuestros compañeros tienen problemas?

A sus espaldas se oyó por toda la base el primer grito de llamada a las armas, que otros repitieron a su vez, y vieron salir a la oscuridad de la noche la silueta de los soldados de la segunda legión. Vespasiano hizo un esfuerzo por sonreír.

—Más vale que tengan problemas o, de lo contrario, acabo de movilizar a cuatro mil hombres para nada. Y eso no estaría bien, ¿verdad?