Sobre la aldea germana el día empezaba a oscurecer al declinar el sol bajo un cielo gris. Una vez se hubo calmado la lucha, el calor desatado y el ardor empleado en la batalla se fueron desvaneciendo y los legionarios en estado de alerta junto al muro temblaban por el frío de la oscuridad invernal. Para colmo, empezó a nevar. La emboscada inicial había fracasado y los germanos, en retirada a falta de jabalinas, lanzaban insultos dirigidos a la aldea en su áspera lengua. Otros estaban ocupados atando haces de leña y arrancando ramas de los pinos jóvenes para construir rudimentarias escaleras. Los romanos observaban intranquilos desde el muro, y de vez en cuando dirigían miradas de desespero hacia el lugar donde se encontraba la fortaleza, apenas a trece kilómetros de distancia. Más alarmante todavía era para los legionarios de la sexta centuria ver cómo los germanos habían echado abajo un árbol de considerable tamaño para utilizarlo como ariete.
Macro tampoco había perdido el tiempo. Había ordenado a un grupo de hombres amontonar rocas pequeñas sobre el muro para compensar la falta de jabalinas, y a otro, amontonar rocas más grandes y tierra contra las puertas para amortiguar el impacto del ariete. Eran buenas contramedidas, pero si los germanos conseguían coordinar con precisión su ataque, la delgada fila de romanos que cubría el muro de la aldea sería sin duda aniquilada. Macro explicaba esto pacientemente a su joven optio, mientras éste le vendaba el corte del antebrazo.
—Entonces ¿qué?
—¿Tú qué crees? —Preguntó Macro con una leve sonrisa, y dio una patada contra el suelo—. Se nos echarán encima sin dejarnos ninguna salida. Nos harán pedazos.
—Por favor, no se mueva, señor. ¿Harán prisioneros?
—Mejor no pensar en ello —dijo Macro amablemente—. Créeme: es preferible estar muerto.
—¿En serio?
—En serio.
—El tribuno dijo que Vespasiano enviaría ayuda en cuanto supiera que teníamos problemas. Si podemos esperar hasta entonces…
—Eso es mucho decir —replicó Macro—. Pero tal vez podamos. Tú procura hacer lo tuyo.
—Eso haré. —Cato rasgó el trozo sobrante de la basta gasa y ató con firmeza los extremos—. Ya está, señor. ¿Cómo la siente?
—No está mal —Macro dobló el brazo e hizo un gesto de dolor al sentir una punzada en el codo—. Servirá. Es menos grave que otras veces.
—¿Ya le habían herido alguna otra vez, señor?
—Es normal cuando entras en el ejército. Pronto te acostumbrarás.
—Si sobrevivimos.
—Todavía tenemos posibilidades —Macro intentó adoptar un tono tranquilizador, y a continuación, al ver la expresión sombría del joven, le dio un puñetazo en el hombro—. ¡Arriba ese ánimo, muchacho! Aún no estamos muertos. No por mucho tiempo. Pero si morimos…, en fin, en ese caso no podremos hacer nada por evitarlo, así que más vale no preocuparse, ¿de acuerdo? Vamos a ver qué están haciendo esos bellacos.
Macro echó un vistazo a las filas germanas bajo los copos de nieve y la oscuridad creciente del anochecer. No vio ningún cambio importante, y el ruido apagado de los golpes de hacha sobre la madera era constante. Convencido de que la aldea estaba a salvo por el momento, Macro se dio la vuelta hacia Cato.
—Voy a hablar con los demás muchachos. A animarlos. Mientras me ausento, quiero que vayas con dos hombres más a buscar algo que comer y beber. Tengo hambre. Es mejor que comamos algo mientras esperamos a que Herman se ponga en movimiento.
Tras buscar por las cabañas más cercanas, encontraron un buen botín de carne seca, pan fresco y varias jarras de cerveza germana.
—Id con cuidado con eso —avisó Macro, que hablaba por propia experiencia—. Procurad que nadie se ponga como una cuba, o presentarán cargos contra ellos al volver al campamento base.
Cato miró a lo lejos, sobre el hombro del centurión.
—¡Señor! El tribuno…
Vitelio y una escolta de cuatro hombres corpulentos aparecieron por una calle en penumbra y subieron rampa arriba hasta la puerta. Macro se irguió y estuvo a punto de llamar a la centuria a firmes pero Vitelio le indicó con la cabeza que no lo hiciera.
—Deja descansar a los hombres, centurión. Se lo merecen.
—Sí, señor. Gracias.
—¿Cómo van las cosas?
—Bueno, como puede ver —Macro extendió el brazo para mostrar el anillo de germanos que rodeaba la aldea—, no podremos contener a todos esos germanos con setenta hombres, señor. No han dejado de atar haces de leña y hacer escaleras de asalto desde el último ataque. Y allí casi han terminado de construir un ariete. En cuanto nos embistan con eso…
—Ya veo —Vitelio se rascó la barbilla con un gesto de reflexión—. Tendréis que frenar su avance cuanto podáis.
—Sí, señor… ¿Cómo está el resto de la cohorte?
—Nuestra posición no está mal. Tenemos controlado el muro y a todos los aldeanos que no están heridos. La centuria de Cuádrate es la que peor lo ha pasado. Esa zorra, la mujer del jefe, abrió una rejilla de desagüe. Veinte de los suyos atacaron por la espalda a los hombres de Cuadrato antes de descubrirla. Los fueron eliminando mientras trataban de mantener a los germanos alejados del muro. Perdimos casi media centuria antes de poder hacerlos salir.
—Puede confiar en Cuadrato, señor —Macro sonrió.
—Ya no: un germano le clavó una pica en el estómago.
—No puede ser…
—Me temo que sí, centurión. Y también han matado a su optio. Por eso he venido. ¿Tienes a alguien que pueda sustituir a Cuádrate y se haga cargo de sus hombres?
A cinco pasos de ellos, Cato les oía, y la sangre se le heló a la expectativa de oír su nombre. Hizo un gran esfuerzo por no mirar a Macro y dirigió la mirada sobre el muro para observar con resolución a los germanos reunidos alrededor de las hogueras. Cato adoptó una pose que esperaba fuera la propia de un veterano despreocupado y siguió a la escucha con el corazón palpitante.
—Hum —caviló Macro mirando a su alrededor, y Cato casi sintió el peso de su mirada sobre él.
—¿Qué te parece tu optio? —Preguntó Vitelio—. ¿Es un buen hombre?
—Apenas es un hombre, señor. No es más que un muchacho nuevo. No puedo dejarlo solo. Está bien predispuesto, pero no está preparado para lo que quieres.
—Lástima.
Cato sintió cómo el aplastante peso del rechazo le envolvía el corazón. Apretó los dientes con fuerza y trató de contener lágrimas de humillación.
—¿Tienes a alguien más?
—Sí, señor. El portaestandarte es bueno. Lléveselo.
—De acuerdo. —Vitelio asintió con la cabeza—. Ya sabe lo que hay que hacer, centurión. Aguante las puertas pase lo que pase. Si podemos resistir la noche, Vespasiano debería enviarnos ayuda por la mañana. Cuento contigo. Adelante.
—Gracias, señor. —Macro llevó la mano al pecho para saludarle y luego vio al tribuno irse con sus hombres hacia el lugar donde el estandarte de la centuria reposaba sobre el muro.
—¡Mamón! —Maldijo Macro en voz baja—. «Cuento contigo…», como si Macro no conociera su trabajo.
Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie más había oído la indiscreción. La pose rígida del joven, con la mirada fija sobre el muro, era claramente poco natural.
—¡Cato!
—¿Señor? —la voz sonaba ofendida.
—¿Algún indicio de movimiento?
—No.
—Mantén los ojos abiertos.
—Sí, señor.
El tribuno y su pequeño pelotón volvieron a la puerta a lo largo del muro con el portaestandarte a la zaga. Vitelio asintió con un brusco golpe de cabeza al tiempo que él y sus hombres se detenían.
—Cuídese, señor —dijo el portaestandarte.
—Tú también. —Macro le sonrió—. Cuidaremos del estandarte mientras no estés, Porcio.
El portaestandarte se detuvo y posó una mirada apenada sobre el estandarte de la Sexta, luego le pasó el jirón de madera a Macro tratando de mostrar la menor renuencia posible.
—Aquí tiene.
A continuación desaparecieron entre la fría oscuridad que rodeaba las sucias cabañas germanas, y Macro se quedó con el estandarte en la mano, con el pendón colgando del travesaño puesto en horizontal. Por un instante, Macro sintió una punzada de emoción al recordar los años que había servido de portaestandarte. Le dio la vuelta al asta con cariño y sonrió ante las sensaciones que ésta le había vuelto a despertar, las de un hombre todavía joven, visceral y fascinado, y entonces reparó otra vez en Cato.
—¡Muchacho! —gritó en tono suave—. ¡Ven aquí! Cato se cuadró ante su superior, con la expresión rígida para controlar sus emociones.
—Descansa, hijo. Tienes un nuevo trabajo. Quiero que cuides de esto.
—¿Señor?
—¿Has oído al tribuno?
—Sí, señor.
—Espero que sólo hayas oído eso. Ya no tenemos a Porcio y necesito a un hombre capaz de encargarse del estandarte un rato. ¿Estás dispuesto a ser tú?
Por muy amable que fuera el tono era más una orden que una pregunta, y Cato se sintió eufórico mientras la amarga humillación de un momento antes desaparecía. Sin responder, dejó su escudo en el suelo y asió con fuerza el estandarte con la mano izquierda.
—Es una gran responsabilidad —dijo Macro—. Ya lo sabes.
—Sí, señor. Gracias, señor. Lo defenderé con mi vida.
—Más vale que así sea. Si Porcio encuentra un solo rasguño cuando se lo devolvamos, colgará tus pelotas en la punta la próxima vez que entremos en acción. ¿Lo has entendido?
Cato asintió solemnemente con la cabeza.
—Mantente cerca de mí y, pase lo que pase, no sueltes el estandarte y mantenlo en alto, donde los hombres lo puedan ver en todo momento. ¿Entendido…? ¿Qué está pasando?
Acababa de ver un repentino movimiento de hombres en el muro. Todos los legionarios se habían puesto de pie, con las espadas y los escudos preparados. Cato alzó el estandarte y siguió a Macro hasta la empalizada. Detrás de los muros, los germanos se dirigían hacia la puerta. Se veía una forma irregular entre la multitud allí donde había hombres que arrastraban troncos. Algunos cargaban con antorchas, que iluminaban con un resplandor anaranjado las caras de los hombres más próximos a éstas.
—Bien, recordad, muchachos —gritó Macro a sus soldados mientras desenvainaba la espada—: si llegan a entrar, la cohorte está perdida. Así que haced todo lo que esté en vuestras manos.
Un fuerte gritó se propagó por toda la horda de germanos, y enseguida se convirtió en una rugiente ovación de rabia y arrogancia. Algunos legionarios contestaron a su vez con gritos de desafío.
—¡Silencio! —gritó Macro entre el barullo—. ¡No hacen más que gastar aliento! ¡Y nosotros no hemos de demostrarles nada!
A su lado, Cato estaba clavado en el suelo, paralizado ante la amenaza que se aproximaba. Por algún motivo, aquella masa que avanzaba con una feroz resolución parecía mucho más amenazadora en la oscuridad. Su imaginación estaba ocupada magnificando cada ruido y cada forma. A diferencia del ataque de aquella tarde en la aldea, la inminencia de un conflicto irrefrenable daba cabida a que los hombres contemplaran su propio valor, su propia disposición a la lucha, y a imaginar gráficamente las peores consecuencias que pudieran acaecerles. Cato se estremeció, y enseguida se maldijo y miró a los hombres que había en el muro a su alrededor.
—¿Tienes miedo, muchacho? —le preguntó Macro en voz baja.
—Sí, un poco.
Macro sonrió.
—Claro que tienes miedo. Todos tenemos miedo. Pero ahora estamos aquí y no podemos hacer nada al respecto.
—Ya lo sé, señor. Pero eso no hace las cosas más fáciles.
—Sólo debes preocuparte de sujetar bien el estandarte.
Los germanos avanzaban a paso regular, hasta que estuvieron cerca del muro. Entonces se oyó el rugido de un cuerno de guerra en la noche, y luego otros cuernos alrededor de toda la aldea, y una oleada de salvajes gritos guerreros retumbó ante la delgada fila de romanos que guardaba la endeble empalizada. Frente a la puerta, las figuras oscuras trepaban a la zanja y arrojaban los troncos a la profundidad de las sombras, mientras otros lanzaban una lluvia de flechas, lanzas y rocas a los defensores. Con el escudo alzado sobre la cabeza, Macro miraba para saber si la pila de leña estaba llenando la zanja en las dos posiciones, una a cada lado de la puerta. La zanja estaría llena en poco tiempo, con una anchura que permitiría a los germanos hacer subir por el muro al grupo de hombres que cargaban con la escalera. Y peor aún: entre la horda se abría paso el ariete, la peor amenaza para su posición. Mientras los legionarios no perdieran la cabeza, las escaleras podían empujarse para hacerlas caer al suelo, pero un ariete atravesaría la tosca puerta de la aldea. Y entonces Macro y sus hombres no tendrían defensas que les sirvieran de protección y los germanos les arrollarían por inmensa mayoría. El valor temerario de los germanos les había llevado a llenar la zanja rápidamente y, en vez de perpetrar un asalto directo, Macro presenció con sorpresa cómo amontonaban los troncos contra el muro. Los germanos que caían, simplemente lo hacían sobre el montón de leña cada vez más elevado.
De repente la horda enemiga se separó justo a la puerta, y un grupo de hombres fornidos llevaron hasta ésta el ariete, un fuerte tronco de pino con torgos que hacían las veces de asas. Cuando el ariete chocó contra la madera de la puerta, los hombres situados en el muro superior a ésta notaron el impacto. Macro miraba detenidamente tras la puerta cuando se sintió el segundo golpe y vio la barra travesera que los legionarios de guardia, frenéticos, se esforzaban por sujetar. Algunas clavijas ya empezaban a saltar.
—Esto no va nada bien —murmuró Macro, y se dio la vuelta para mirar sobre el muro.
A pesar de que los romanos lanzaran piedras, cada baja quedaba inmediatamente reemplazada, y seguían avanzando.
—Esto no va nada bien.
—¿Hay algo que podamos hacer, señor? —preguntó Cato.
—¡Sí, claro! Si tuviéramos fuego griego los asaríamos a todos.
Cato recordaba vagamente lo poco que había leído sobre aquella arma experimental, y no creía que el hecho de que el elemento ardiera tuviera que ver con una nacionalidad concreta. Pero dada la esperanza que brillaba en los ojos de Macro, la variante griega parecía algo bastante especial.
—¿Servirá fuego germano, señor?
—¿De qué demonios hablas?
—Bueno, señor, es que en una cabaña todavía queda un horno grande encendido. Es una suerte de tahona. Aunque no hay pan. Supongo que estarían preparando los hornos.
Macro fijó en él la mirada unos instantes.
—¿Y no se te había ocurrido informarme antes?
—No, señor. Me ordenó que sólo buscara provisiones.
—De acuerdo, necesitamos fuego inmediatamente, así que ocúpate de eso —dijo a su vez Macro, tratando de ocultar su exasperación—. Encuentra a los hombres con los que habías ido por comida y dales la orden de traer carbón al muro dentro de los escudos. Y luego vuelve aquí.
Una vez Cato se marchó, Macro examinó la puerta a nivel del suelo. Los golpes ya empezaban a abrir huecos en las gruesas vigas de madera, a través de los que podían verse los germanos. Cada nuevo golpe provocaba una nube de polvo y escombros procedentes del muro de arriba, y Macro tuvo que parpadear varias veces para limpiarse los ojos. Corrió de vuelta al muro y ordenó a algunos hombres que utilizaran horcas para recoger paja de las cabañas más cercanas y apilarla en los pasillos sobre la puerta. No fue hasta que el primer destacamento volvió con los escudos alzados llenos de ascuas, cuando Cato se dio cuenta de la intención del centurión.
—¡Ponedlas en la paja!
Los legionarios, sudorosos, inclinaron los escudos para dejar caer las ascuas en la paja y, a pesar de la humedad, el humo y las llamas empezaron a tomar forma. Mientras el fuego se encendía y crepitaba, Macro arrojó más paja, y empezaron a desprenderse nubes de humo, lo que hizo toser a los legionarios que más cerca estaban.
—¡De acuerdo! ¡Arrojadlo por encima del muro! —Gritó Macro—. ¡Utilizad lo que tengáis a mano, pero arrojadlo por encima del muro!
Los romanos hundieron las horcas, las jabalinas restantes y hasta las espadas cortas, y los haces de paja en llamas, chispas crepitantes en la noche, cayeron para arder sobre los desventurados germanos que cargaban con el ariete. Procedentes de abajo se oyeron gritos y alaridos de terror, y los golpes en la puerta cesaron. Macro vio el ariete abandonado en el suelo, a los pies del muro, casi completamente cubierto de paja en llamas. El calor del fuego le azotó la cara y dio un paso atrás. Nadie osaría utilizar aquel ariete durante un buen rato, incluso si no se quemaba del todo.
—¡Ah! ¡Mirad cómo corren! —exclamó Cato con una sonrisa radiante—. No volverán a probarlo esta noche.
—Puede —asintió Macro—. Puede. Pero donde las dan las toman. ¡Mira allí!
Cato se dio la vuelta para mirar en la dirección que indicaba el centurión. Las rampas que el enemigo había construido ya estaban terminadas y, mientras miraba, de las filas germanas lanzaron antorchas que cayeron en una explosión de chispas entre la leña. En cuestión de momentos, las rampas se ardieron y de los muros que rodeaban la aldea brotaron relumbrantes llamaradas anaranjadas que hacían echarse atrás a los legionarios. Un desafortunado soldado iluminado por el resplandor fue alcanzado por varias flechas, y cayó sobre las llamas dando un alarido de horror que cesó de súbito. Cato se estremeció, pero antes de poder pensar más en aquel pobre hombre, apareció de repente una llama pequeña entre un hueco del pasillo.
—¡Oh, no! —Dijo entre dientes, y se dio la vuelta hacia Macro—. ¡Señor! ¡Mire allí!
Macro miró a tiempo para ver otra lengua de fuego, más grande esta vez, agitarse entre la madera del pasillo. La puerta estaba en llamas. Parte de la paja debía de haber caído demasiado cerca.
—¡Maldita sea, estamos apañados! ¡Y por culpa del fuego germano! —Macro lanzó una mirada de reproche a Cato.
—¡Podríamos intentar apagarlo!
—¡Calla! Demasiado tarde. —Macro trataba de pensar en una solución.
Los tres incendios de los muros se estaban extendiendo visiblemente. Ya no podían hacer nada por apagarlos. Y si se quedaban en el muro serían arrasados por el fuego y, a la vez, proporcionarían a los germanos blancos bien iluminados. No había nada que hacer. Tendrían que ceder terreno hasta que el fuego se apagara y pudieran volver a subir para defender el muro. Pero teniendo en cuenta que la puerta era una ruina en llamas y ya se abrían otras dos brechas en el muro, en cuestión de una hora la zona defendida por la sexta centuria a aquel lado de la aldea se vendría abajo como una barata casa de vecinos. Y eso ocurriría bastante antes del alba y antes de que llegara cualquier ayuda.
—¡Atrás! —Bramó Macro para que todos sus hombres pudieran oírle sobre el chasquido y el rugido de las llamas—. ¡Apartaos del muro!
Esperó hasta que el último de sus hombres hubo descendido por las rampas de la puerta, y luego dirigió una última mirada hacia la empalizada, donde las afiladas estacas de madera siseaban y humeaban en el abrasador calor. Al otro lado del muro, las primeras filas de germanos estaban intensamente iluminadas y la expresión triunfante de sus caras brillaba, deformada por el calor del aire. A continuación, Macro corrió a unirse a sus hombres y formó el cuerpo principal en la calle, con dos secciones menores colocadas a cada lado a lo largo del muro incendiado por los germanos.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó Cato.
—Tenemos que esperar…, y confiar en que el fuego dure.