El tribuno llegó con su caballo corriendo al galope por el sendero. Dio un giro brusco para detenerse junto a la última centuria y extendió un brazo para señalar en dirección a la aldea al final de la pendiente del camino.
—¡Macro! ¡Lleva a tus hombres hasta allí enseguida!
—¿Señor? —Macro se sobresaltó con la orden.
Dirigió la vista hacia donde apuntaba el tribuno y dio una rápida mirada a la aldea hacia donde la horda germana se acercaba en masa a través de la llanura.
—¡Vamos, centurión! —gritó Vitelio— ¡Rápido!
—¡Sí, señor!
—Y cuando lleguéis a la aldea, entrad y asegurad la puerta situada al otro extremo.
—¡Sí, señor!
—¡Que nada os detenga! ¿Entendido?
—Señor.
Cuando Macro se dispuso a gritar la orden a la sexta centuria, Vitelio sacudió con fuerza las riendas y espoleó al caballo para volver. La columna ya había dado media vuelta y marchaba a paso ligero hacia la aldea. Macro agarró a Cato del brazo.
—Quédate cerca de mí. Pase lo que pase.
Cato asintió con la cabeza.
—De acuerdo, muchachos, al trote. ¡Seguidme!
Macro condujo pendiente abajo a la centuria, una pequeña columna de legionarios que echaban remolinos de vaho al jadear mientras miraban hacia la parte más lejana del pueblo y calculaban la distancia de la horda germana que se acercaba hacia ellos. Hasta Cato veía que el enemigo estaba seguro de que iba a alcanzar la puerta antes que ellos. ¿Qué ocurriría entonces? Una lucha atroz en las sucias y estrechas calles y la muerte segura. De hecho, si una mínima parte de lo que Posidonio había escrito sobre los germanos era cierto, era preferible morir. Se oía el fuerte tintineo de las correas de arneses y vainas, y Cato, que todavía no había perfeccionado la técnica de correr vestido con el traje de campaña, hacía grandes esfuerzos por sostener la jabalina y el escudo y por que la vaina de la espada no se le metiera entre los muslos. Por si fuera poco, el casco de talla única empezó a deslizarse sobre los ojos al correr, con lo que debía echarlo hacia atrás cada dos por tres.
Macro echó una rápida mirada a sus espaldas y vio que las otras centurias pasaban por la cresta de la loma y empezaban a correr pendiente abajo. Asintió con la cabeza en un gesto de aprobación. El tribuno sabía lo que hacía al no permitirles correr colina abajo hasta la aldea y enfrentarse a los germanos sin poder recuperar el aliento. Macro miró hacia la puerta de la aldea. Un pequeño grupo de germanos, cargados con una variopinta variedad de armas antiguas y herramientas agrícolas de lo más peligrosas, esperaban sin saber muy bien a qué atenerse, sorprendidos de ver a los legionarios volver a toda prisa, sendero abajo. Macro estaba a unos veinte pasos de ellos y vio la expresión de miedo en la cara de aquellos que aún no habían huido. Tomó aire y desenvainó la espada.
—¡¡Grrraaarrr!!
Cato se echó a un lado atónito.
—¡Sigue corriendo, idiota! ¡Era para asustarles a ellos, no a ti!
Y así había sido: los germanos que quedaban, antes de enfrentarse a un centurión agresivo, habían preferido dar media vuelta y echar a correr hacia el interior de la aldea, sin detenerse siquiera a cerrar las puertas de sus casas. Apenas nadie miró al cadáver del romano que yacía desgarbado junto a la puerta cuando los legionarios irrumpieron en la aldea gritando con furia, disfrutando del efecto producido. Sólo Cato se mantuvo en silencio, mirando con gravedad las toscas cabañas a su alrededor, abrumado ante el insoportable hedor del lugar.
—¡Más juntos! —Gritó Macro por encima del hombro—. ¡Y no dejéis de gritar!
La centuria dobló una esquina y se dirigió hacia el primer grupo de adversarios que no había huido: una docena de hombres hirsutos con escudos y lanzas de caza que les cerraban el paso de la calzada. Habían tenido la estúpida idea de colocarse demasiado cerca de la esquina y, antes de que Cato se diera cuenta de su presencia, ya habían sido arrollados. Los que habían sido empujados a un callejón desaparecieron de su vista y sobrevivieron. Los demás habían sido pisoteados y rematados con estocadas de jabalina al paso de la centuria. Cato sólo vio morir a un germano a quien Macro le había golpeado la cara con el borde del escudo. El germano dio un grito estridente que desapareció con la aplastante presión que empujaba a Cato hacia el centro de la aldea. Cualquier posibilidad de sentir miedo había desaparecido ante la necesidad de concentrarse en mantenerse lo más cerca de Macro posible. A un lado, Cato oía al portaestandarte gritar «¡Adelante! ¡Adelante!» con fuerza y una sonrisa en los labios. Por todos los dioses, pensó Cato fugazmente, estos hombres estaban disfrutando. ¡Idiotas! ¿Querían acabar muertos?
De repente, estaban corriendo hacia la plaza frente al edificio del jefe que Cato había visto desde la ladera, cuando los aldeanos empezaron a abalanzarse sobre ellos.
—¡Déjalos! —Ordenó Macro— ¡Sigue conmigo!
Guió a la centuria desde la plaza a través de la ruta más ancha, que seguramente conducía a las puertas de la aldea que daban a la horda de germanos que se acercaba por el otro lado. El camino estaba despejado y la única señal de vida de los habitantes eran las puertas que se cerraban bruscamente al acercarse la centuria. A través de una abertura en los edificios, Cato vio que se acercaban a la otra puerta que se alzaba sobre los techos de paja. Luego oyó un nuevo sonido, el griterío de una multitud, más fuerte incluso que los gritos de los legionarios. A medida que se fueron dando cuenta del ruido, los legionarios se fueron callando, y aflojaron el paso unos momentos.
—¡No aflojéis, malditos vagos! —Gritó Macro—. ¡Vamos! Los legionarios aceleraron el paso en un último intento de asegurar las puertas antes de que pudieran entrar los germanos que se aproximaban. Cato seguía al portaestandarte y a Macro en un desesperado tramo final de la cuesta entre las pestilentes cabañas germanas, y entonces chocó contra la espalda del centurión al detener éste bruscamente la marcha. En el golpe, Cato dejó caer el escudo.
—¡Mierda! —bramó Macro—. ¡Disculpe, señor! No quería…
—¡Formad filas! —Gritó Macro sin prestar atención a Cato—. ¡Jabalinas en ristre!
Cato recogió su escudo, se irguió y se quedó quieto. Tenían la torre de entrada abierta de par en par a cincuenta pasos, y hacia ellos avanzaba el rugido aterrador de los germanos que acababan de avistar al enemigo. Eran los seres más horrorosos que Cato había visto jamás. Eran enormes y desgreñados, tenían la cara desfigurada por el ansia de sangre y la pestilencia animal que desprendían era desconcertante.
—Ponte a un lado, hijo —Macro apartó a Cato al final de la primera fila de legionarios donde el portaestandarte había clavado en el suelo el estandarte y había desenvainado la espada—. ¡Las dos primeras filas! ¡Lanzad jabalinas!
Una docena de jabalinas volaron alto para caer en arco hacia los germanos, y desaparecieron instantes después entre la multitud rabiosa que avanzaba de seis en fondo hacia la calzada. Las primeras filas se detuvieron bruscamente, como si una cuerda hubiera tirado de ellos. Unos habían sido atravesados por las jabalinas romanas otros, al tropezar con los heridos, caían al ser empujados por la presión de atrás.
—¡Las dos siguientes filas, jabalina en ristre! —repitió Macro en un grito claro y sereno.
La segunda carga hizo del frente germano una masa informe de muertos y heridos, y los supervivientes forcejeaban para liberarse de la maraña de cuerpos. Macro sopesó la situación y agitó su espada en lo alto.
—¡Vamos, chicos! ¡A por ellos! ¡A la carga!
Y se abalanzó hacia los germanos con el escudo en alto para protegerse y la espada empuñada hacia la garganta del enemigo más cercano. El centurión lanzó un grito y se precipitó sobre él, y Cato volvió a verse inevitablemente arrastrado por la avalancha de locura. A diferencia de las primeras filas de legionarios, Cato todavía tenía la jabalina y, en vez de cargar la incómoda arma contra el tumulto, prefirió lanzarla lo más lejos posible antes de desenfundar la espada corta. Pero los lanzamientos de jabalina que había practicado en el campamento no tenían nada que ver con lanzar una jabalina en una situación real. Al alzar el brazo derecho para lanzar casi atravesó al legionario que tenía detrás.
—¡Ay! ¡Mira lo que haces, maldito cabrón! —Gritó el hombre furioso mientras se abría paso a empujones para adelantar a Cato—. ¡Vas a hacer daño a alguien!
Cato se sonrojó de vergüenza y enseguida lanzó el arma, que lamentablemente siguió una trayectoria baja, rebotó contra el casco de Macro y cayó en horizontal sobre la bulliciosa multitud de germanos. Cato tragó saliva al ver la mirada furiosa que le lanzó el centurión, que renegó en voz alta y se dio la vuelta para aplacar su ira contra el primer germano que tuviera delante. Cato desenvainó su espada al instante y se adelantó para evitar parecer el responsable del proyectil errado.
Los legionarios del final animaban a gritos a los de las primeras filas, y sólo callaban para rematar a algún que otro germano que presentaba traicioneros signos de vida entre la masa de cuerpos tumbada en el suelo. A Cato le impresionó ver a dos romanos entre los muertos; eran hombres que no conocía. Mientras los legionarios empujaban a los germanos hacia las puertas, aparecieron más cuerpos de romanos; algunos de ellos todavía se miraban las heridas, incrédulos. De los heridos brotaba sangre que se mezclaba bajo las botas con el fango. A medida que iban cayendo más romanos, la línea de ofensiva estaba cada vez más cerca, y Cato se armó de valor para el momento en que tendría que ocupar el espacio de una baja.
Aprisionados contra la puerta, un grupo de germanos trató desesperadamente de ampliar la línea de lucha trepando a los muros que rodeaban las cabañas. Al grito de Macro cayó una lluvia de jabalinas procedente de las últimas filas y los germanos cayeron sobre la turba.
Cato vio el estandarte agitarse al frente de la centuria mientras los legionarios se abrían paso lentamente para llegar a la puerta. Luego, con Macro en cabeza, una nueva oleada de soldados consiguió situar a los romanos entre los gigantes pilares de la puerta.
—¡Quedaos aquí! —ordenó el centurión y, tras ensartar la espada contra la rabiosa turba germana, se separó de la centuria y se abrió paso entre las filas de los legionarios que aguantaban el portalón. Una vez dentro se dirigió a las tropas restantes.
—Vosotros. Subid al muro. Tenemos que dejar espacio libre frente a la puerta. Usad las jabalinas, piedras…, cualquier cosa que encontréis.
Mientras los legionarios subían por las rampas de barro de la entrada, Macro vio a Cato y lo agarró del brazo.
—¡Optio! Quiero que tú y otros seis hombres tengáis a punto esa barra para atrancar la puerta. Cuando dé la orden, metedla en las abrazaderas lo más rápidamente posible. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió Cato, y vio un profundo corte en el brazo con el que Macro empuñaba la espada.
—Bien. Tú te encargas.
Y desapareció abriéndose paso entre empujones por las filas que defendían el portalón, lanzando gritos de ánimo a sus hombres. Cato reaccionó y vio que los hombres más próximos a él le estaban mirando a la espera.
—¡De acuerdo! —Gritó tratando de sonar firme—. Ya le habéis oído. Envainad las espadas y dejad los escudos.
Sin salir de su asombro, Cato vio cómo respondían a la orden, y, liberados del peso de los escudos, se agacharon para agarrar con fuerza la tosca barra de cierre. Cato se quitó la correa del hombro y apoyó su escudo contra la pared de una cabaña, luego se agachó y agarró un extremo de la barra.
—¿Listos? ¡Arriba!
Cato se fue enderezando poco a poco, respirando de forma entrecortada al hacer fuerza para colocarse la barra sobre el hombro.
—Bien —dijo entre dientes—. ¡Acercadla a la puerta; con cuidado!
La acercaron con dificultad poniendo los pies entre los cuerpos postrados de romanos y germanos, y esperaron a un lado de la puerta donde la lucha parecía favorecer al enemigo. Las mermadas filas de legionarios empezaban a verse obligadas a ceder terreno. Gracias a su altura, Cato podía ver a los furiosos germanos al otro lado que gruñían y se arrojaban contra los romanos.
Macro gritó:
—¡Los del muro, ahora! ¡Usad todo lo que encontréis!
Los soldados de arriba lanzaron desesperadamente a los germanos las últimas jabalinas y rocas y piedras que arrancaban de las cabañas más próximas. De forma instintiva, los germanos de la parte delantera se apartaron de la puerta para evitar la escabechina.
—¡A la puerta! —Macro se dio la vuelta y empujó hacia la puerta a los legionarios que tenía cerca. El resto se apresuró a retirarse mostrando los escudos al enemigo. El último soldado en entrar agarró por el borde la pesada puerta de madera y empujó hacia fuera para cerrarla. En el exterior se oyeron los alaridos del enemigo al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y se abalanzaron en masa una vez más, sin tener en cuenta las piedras que se arrojaban desde la parte superior del muro. Al frente de ellos iba un guerrero alto que tenía las facciones desfiguradas por la cólera y el odio. Cuando las puertas se cerraron frente a él, arremetió con su lanza contra el romano más próximo.
—¡No, maldito! ¡No te saldrás con la tuya!
Macro golpeó con su espada la punta de la lanza, y ésta cayó al suelo. Al no poder frenar, el germano entró en el hueco que quedaba por cerrar y Macro le asestó un cabezazo que le aplastó la nariz con un horrible crujido. Macro echó de una patada al germano que no dejaba de dar gritos.
—¡Vete al carajo, cabrón de mierda!
La puerta se cerró con un ruido sordo y, antes de recibir la orden, Cato y sus hombres alzaron la barra rápidamente para introducirla en las abrazaderas, donde la dejaron caer de golpe. Instantes después, las puertas empezaron a abombarse contra la barra, que crujía por la presión. Macro observó un momento para ver si estaban a salvo y luego, tras colocar a un guardia a la puerta, dio la orden de subir al muro a los hombres que quedaban de la centuria.
La muralla de la aldea era una construcción deplorable, alzada sobre todo para protegerse de bandas de saqueadores de la parte salvaje más allá del Rin. Habían amontonado la tierra de la zanja que rodeaba la aldea a partir de un terraplén de la parte interior recubierto de turba para que la tierra no se desmoronara. A lo largo del muro habían construido un pasillo revestido con troncos alineados. Junto al muro había una empalizada de estacas afiladas que llegaba a la altura del pecho, aunque a un hombre bajo como Macro le llegaba a la altura del cuello, por lo que debía ponerse de puntillas para ver mejor la escena que se desarrollaba al otro lado de la puerta.
La furiosa aglomeración de germanos se estaba extendiendo alrededor de la aldea, como dos brazos que rodeaban a los romanos atrapados en su interior. Justo debajo de Macro los germanos se apartaban de la puerta ante una nueva descarga de piedras, y frente a la gruesa madera se desplegaba un gran espacio cubierto de muertos y heridos. Más atrás, Macro vio que se estaban atando fajos de leña que los aldeanos tenían almacenada fuera del pueblo para evitar todo riesgo de incendio. Una vez tuvieron la leña preparada, sería cuestión de tiempo llenar la zanja y acercarse al muro. Al menos, la centuria había ganado tiempo para el resto de la cohorte. Macro se dio la vuelta para ver si había rastro de alguna otra centuria. Por toda la aldea se oían gritos apagados, y de alguna parte procedía un débil sonido de armas enfrentadas. Desde su posición, Macro podía ver a otros legionarios tumbados junto al muro. La aldea parecía un lugar seguro. Bien. Era el momento de hacer un informe.
Con los ojos puestos sobre el manto de cuerpos desparramados al pie de la puerta, Macro calculó que una cuarta parte de sus hombres había muerto o estaba gravemente herida. Alzó la vista y cruzó su mirada con la de Cato, que la desvió al instante hacia el muro con una expresión absorta.
—¡Cato! ¡Esconde la maldita cabeza si no quieres que un germano haga prácticas de tiro con ella!
—Sí, señor.
—Ven aquí. Tienes trabajo.
Encorvado por debajo de la empalizada, Macro se quitó el casco y se limpió la frente con el brazo ileso. Mientras se preparaba para dar los detalles del informe a Cato, se pasaba un dedo sobre una abolladura en la parte superior del casco.
—¿No sabrás quién es el responsable, no? —Cato se sonrojó sin decir nada—. Eso pensaba. Pero si alguien vuelve a lanzarme algo otra vez, le arranco el pellejo a ese cabrón. Bien, quiero que vayas en busca del tribuno. Encuéntrale cuanto antes y dile que estamos aguantando esta puerta. Dile que me quedan unos setenta hombres y que te dé las órdenes. ¿Entendido?
Cato asintió con la cabeza.
—¡Entonces, en marcha! —Macro le dio una palmada en el casco.
El centurión observó a Cato correr rampa abajo hasta la calle y andar con cuidado pero rápidamente entre muertos y heridos. Macro volvió a colocarse el casco y recordó que debía hablar con Bestia si llegaban a salir de allí. Sin duda, aquel chico necesitaba practicar más con la jabalina. Dio un suspiro y miró con cautela sobre la empalizada para ver los adelantos de los germanos con los haces de leña.
Las botas de Cato golpeaban el suelo al correr hacia el lugar de donde había venido la centuria poco antes. Solo, se sentía vulnerable y lanzaba miradas nerviosas a cada lado sin dejar de correr entre las sórdidas hileras de cabañas y edificios germanos. Pero no vio a nadie hasta que estuvo a punto de llegar a la plaza de la aldea. Había dos soldados romanos haciendo guardia. Ante la proximidad de Cato, levantaron sus jabalinas con inquietud y miraron hacia el lugar de donde provenía el chico, pero se tranquilizaron cuando éste se detuvo jadeando.
—¿Dónde está el tribuno?
—¿Qué sucede, optio?
—Nada…, debo hablar con el tribuno…, tengo un mensaje para él.
Uno de los legionarios le indicó hacia atrás.
—Allí, en la cabaña del jefe. ¿Cómo va todo en la otra puerta?
—La están aguantando —gritó Cato al dejarlos atrás.
Cuando salió de la estrecha calle a la plaza, Cato se detuvo ante el asombro. Cientos de germanos de todas las edades daban vueltas en el centro de la plaza. Luego se dio cuenta de que los estaban apiñando unos legionarios, que los empujaban con los escudos y los pinchaban con las jabalinas a fin de reunirlos en grupos más cerrados para facilitar la vigilancia. Algunos acababan de ser traídos de las callejuelas por las que acababa de pasar Cato, que entró en la cabaña del jefe donde Vitelio estaba dando órdenes a un centurión.
—… y si oponen resistencia o intentan hacer algo, matadlos a todos.
—¿Matarlos? —El centurión miró vacilante a los aldeanos, muchos de los cuales no dejaban de llorar—. ¿Matarlos a todos?
—Eso he dicho —dijo bruscamente, y añadió con sorna—: ¿O es que no tenéis valor para hacerlo?
—¡No, señor! —el centurión parecía sorprendido—. Sólo creo que nos llevaría mucho tiempo matarlos a todos, señor.
—Entonces tendréis que hacerlo de forma rápida.
—¡Señor! —interrumpió Cato—. ¡Traigo un mensaje para usted, señor! De Macro.
—¿Qué demonios es esto, soldado? —Gritó Vitelio—. ¿Cómo osas presentarte aquí y hablarme a gritos como si yo fuera un vendedor de mercado? ¡Di lo que tengas que decir correctamente!
—Disculpe, señor —el centurión tosió—. ¿Puedo retirarme?
—¿Qué? Oh, claro. Ya tienes órdenes. Muévete —Vitelio miró a Cato y asintió con un brusco golpe de cabeza—. Ahora tú.
—Señor, el centurión Macro desea informarle de que está aguantando la otra puerta y…
—¿Bajas?
—Unas veinte, señor. Le quedan setenta hombres, señor. El centurión quisiera saber si tiene alguna orden que darle, señor.
—¿Alguna orden? —repitió Vitelio vagamente—. Muy bien. Dile que debe aguantar la puerta. Hemos salvaguardado los muros y el resto de la aldea. Debemos esperar hasta que llegue la ayuda —Vitelio alzó la vista al cielo cada vez más gris—. Esperamos volver al campamento antes del anochecer. El legado pensará en algo tan pronto sepa que tenemos problemas. Si tenemos suerte, será mañana por la mañana. De todos modos, estamos mejor aquí que en ese bosque.
—Sí, señor —convino Cato con entusiasmo.
—Exponle a Macro la situación y dile que tiene que aguantar la puerta a toda costa hasta que sea relevado. ¿Me has entendido, optio?
Cato asintió con la cabeza.
—Entonces, vete.