En cuanto la cohorte salió del campamento aquella mañana, la segunda legión inició su rutina cotidiana. Los reclutas de Bestia iban de un lado a otro dando patadas contra el suelo para entrar en calor durante un descanso de la instrucción. Mientras, el comandante de la quinta cohorte sacaba a sus hombres del campamento para la marcha de entrenamiento que el ejército exigía a sus tropas una vez al mes. Aquel día, el personal administrativo del cuartel general se unió a la cohorte, quejándose de la falta de consideración de Vespasiano hacia ellos, pues su categoría les eximía del servicio.
Vespasiano observaba desde un balcón a la cohorte y los administrativos, apretujados entre la tercera y la cuarta centuria, marchar en fila a lo largo de la Vía Pretoria, cosa que le hizo esbozar una sonrisa incontenible. La Segunda Augusta era la primera legión a su mando y pretendía hacer de ella la mejor, a pesar del disgusto del personal administrativo. Cada hombre y animal de la legión debía estar preparado para la campaña que se avecinaba. Más aún, dada la condición especial de la operación explicada a grandes rasgos en la carta que le había enviado el Estado Mayor del Imperio, los hombres de la segunda legión debían recibir instrucción de tipo anfibio. Sabía muy bien que los soldados rechazaban todo cuanto tenía que ver con el agua, y más aún con el mar. La vida relajada de guarnición que la legión había llevado en los últimos años no iba a ayudarles, pensó Vespasiano al tomar otro trago de vino. Hacía falta un período de adaptación, y los ejercicios de refuerzo del personal administrativo eran la primera fase del programa que había trazado para preparar a las tropas. De ahora en adelante, las marchas de entrenamiento y el adiestramiento en el uso de armas se redoblarían y no se permitiría a ningún oficial ni soldado ningún privilegio en cuanto a exención del servicio.
Tan pronto la cohorte hubo salido de la fortaleza, Vespasiano se encerró en su dependencia privada y cerró los postigos del balcón. Sobre una gran mesa de madera tenía los inventarios que había encargado y una serie de misivas procedentes de Roma en las que se describían los pormenores del traslado de la legión: la ruta que seguirían a través de la Galia, los depósitos de provisiones de los que la segunda legión podría disponer durante la marcha y la notificación de que durante la campaña se incorporarían a sus tropas especialistas en guerra anfibia. El documento responsable de todos los cambios estaba bien guardado con sus documentos confidenciales en un arcón bajo la mesa. De tanto leerlos, se sabía los detalles de memoria. Sin embargo, cogió la llave que llevaba colgada al cuello y abrió el arcón. El despacho estaba enrollado y aún quedaban restos de lacre rojo pegados al pergamino. Junto al rollo había otro documento más pequeño, señalado con una marca que indicaba que sólo él podía leerlo, escrito con un código creado por el propio Emperador. Vespasiano lo contempló un instante con una expresión afligida y volvió a dejarlo en el arcón antes de sacar el rollo más grande. Lo puso sobre la mesa, lo aplanó, sorbió otro poco de vino tibio y lo leyó una vez más.
La segunda legión y las otras tres, junto con las treinta cohortes de tropas auxiliares, invadirían Britania en verano. El administrativo imperial que había redactado el documento exponía el plan así de claramente, sin rodeos. A continuación, tal vez por cierto cargo de conciencia ante su falta de delicadeza, daba al texto un giro de locuacidad y procedía a explicar con un lenguaje refinado la importancia de la campaña. Julio César, decía, apenas había hecho un reconocimiento del suelo britano; una invasión eficaz haría renacer la gloria de Roma y volvería a recordar al mundo civilizado (y al no tan civilizado) la fuerza de Roma y de su nuevo emperador.
Vespasiano se sonrió. El nombramiento de Claudio se debía al apoyo de la guardia pretoriana. Pero para ellos, el nuevo emperador habría muerto en el derramamiento de sangre que siguió al asesinato de Calígula. Claudio tal vez fuera emperador, pero su aptitud para el puesto era objeto de crítica en toda Roma. Incluso los plebeyos no estaban plenamente convencidos de que estuviera a la altura del cargo. El plan de campaña para la conquista de Britania estaba claramente enfocado a dar una imagen heroica de Claudio. Una victoria rápida, un triunfo fastuoso y una prolongada celebración en la capital reafirmarían el aprecio del voluble pueblo de Roma por su emperador.
El administrativo proseguía afirmando que las fuerzas enviadas para la invasión serían más que suficientes. Los servicios de información procedentes de Britania daban a entender que la resistencia armada sería mínima y muy dispersa. La fuerza invasora eliminaría enseguida cualquier forma de oposición concentrada, y el resto de la campaña consistiría sencillamente en reducir las fortalezas tribales por medios diplomáticos o a la fuerza.
—Por medios diplomáticos o a la fuerza —repitió Vespasiano en voz alta.
Sólo un hombre de la administración imperial podía hacer que sonara tan sencillo. Cualquier soldado con experiencia en zona fronteriza sabía cuan difícil era conseguir algo con diplomacia. Vespasiano dudaba que los britanos pudieran siquiera pronunciar la palabra, y menos aún entender su significado.
Según la interpretación libre que el administrativo había hecho del César, los britanos eran chusma indisciplinada de pintorescas costumbres en el empleo de tácticas con cuadriga. Sus poblados fortificados venían a ser poco más que montículos de barro con endebles palizadas. Se preveían pocas bajas y los invasores tendrían grandes oportunidades para enriquecerse con el botín de guerra previsto, sobre todo con esclavos. A Vespasiano se le recordaba que debía dejar claro este aspecto de la campaña a las tropas de la legión, que, por otra parte, podrían verse influenciadas por los oscuros rumores que corrían sobre la neblinosa isla situada más allá de los confines del mundo conocido. Vespasiano suponía que en ese momento del texto el administrativo tomaba conciencia de que se había excedido, y adoptaba de nuevo un estilo más objetivo. Se ordenaba a Vespasiano que tuviera mano de hierro con los que difundían tales rumores y que impusiera el más elevado nivel de disciplina según la mejor tradición del ejército romano. El informe concluía con un programa de instrucción para las tropas en los meses siguientes.
Vespasiano dejó el documento a un lado, dio el último trago a su copa, y miró los papeles que cubrían la mesa. Al menos, sería toda una aventura. La reunión de una gran fuerza y el almacenaje de reservas para el abastecimiento posterior a la llegada a tierra, la construcción de una flota, la instrucción del ejército para operaciones anfibias y, además, la campaña en sí y la fundación de toda una nueva provincia con toda la infraestructura necesaria. ¿Y para qué? La carta hablaba de los grandes recursos de oro, plata y estaño de la isla. Por lo que Vespasiano había oído decir a los comerciantes que pasaban por la fortaleza, la isla era un lugar sórdido sin ciudades ni cultura, de mujeres feas y ridículos peinados. No era un lugar del que Claudio pudiera estar precisamente orgulloso de mostrar al resto del Imperio. Pero era una conquista, y la buena reputación se basaba en el éxito militar. Vespasiano era plenamente consciente de que necesitaba crearse un prestigio político si quería que sus ambiciones se hicieran realidad. Sí, la conquista de Britania sería algo positivo para todos los implicados, excepto para sus habitantes, reflexionó con una sonrisa en los labios.
Había que liquidar algunos asuntos antes de que la legión dejara la fortaleza en manos de la cohorte mixta de Macedonia designada para reemplazar a la Segunda durante la campaña. Había que resolver algunas cuestiones de territorio, así como el desagradable asunto con el recaudador de impuestos, del que se estaba ocupando la tercera cohorte en aquel momento. El recaudador había hecho una petición al gobernador provincial para ser indemnizado, y en ella estipulaba que si no le compensaban con la suma que exigía, sólo se daría por satisfecho si se ejecutaba al jefe de la aldea. Consciente de que la tribu había tenido una mala cosecha aquel año y tal vez necesitara comprar comida para pasar el duro invierno germano, Vespasiano había ofrecido como alternativa, cortarle la lengua al jefe de la aldea. Pero el recaudador de impuestos, un galo zafio con un terrible acento, incapaz de conversar (algo que ya no tenía solución posible), había insistido en recibir su dinero sucio o en dar muerte al jefe. De modo que se había enviado a Vitelio a solucionar el problema, misión que para el tribuno era necesaria para hacer valer la paz del Imperio. A Vespasiano le resultaba bastante difícil ganarse la simpatía de su tribuno, pero no sabía bien por qué. El hombre era bastante ecuánime y muy popular en el comedor. Era un buen bebedor sin llegar a la embriaguez. Era un mujeriego empedernido…, como debía ser, pensó Vespasiano con aprobación. Además, a Vitelio le gustaba el deporte y conducía cuadrigas como si hubiera nacido con las riendas en las manos. Si algún vicio tenía era el juego, e incluso en eso era bueno. Tenía un don especial para saber cuándo los dados iban a su favor o en su contra. También tenía una gracia especial para hacer amigos, sobre todo hombres de influencia política, y tenía un gran futuro por delante. ¿Quién sabía hasta dónde podría llegar aquel hombre? Y con esta pregunta, Vespasiano dio con la clave: el tribuno encarnaba la figura de un posible rival en el futuro.
Y luego había otro asunto: el mensaje cifrado que había entregado el recluta semanas atrás procedente de la oficina personal del emperador con el código acordado entre Claudio y Vespasiano. En él se informaba brevemente a Vespasiano de que algún hombre del campamento había estado implicado en el intento de golpe de estado del año anterior perpetrado por Escriboniano. En cuanto los secuaces que quedaban del golpe facilitaran la identidad del conspirador, ésta se comunicaría a Vespasiano a fin de que pudiera tomar medidas para hacer desaparecer discretamente al cómplice. Bonitos eufemismos, pensó Vespasiano, y en sus labios se dibujó una sonrisa irónica al imaginar las técnicas empleadas por los torturadores imperiales para obtener información y hacer desaparecer gente con la mayor de las discreciones. Como consuelo, el texto le aseguraba que había al menos un espía imperial —no identificado— en el campamento para ayudarle del modo que éste creyera más conveniente.
Todo aquello era un maldito incordio dada la preparación que requería la participación de la legión en una importante campaña de ataque. Un soldado tenía que estar concentrado en objetivos militares, y no en elevados asuntos políticos, para que un ejército actuara de forma efectiva. Y a partir de ese momento, tendría que observar a cada uno de sus oficiales que le infundiera cierta sospecha, al menos hasta que algún pobre desafortunado de la prisión de Mamertina ya no pudiera más y diera un nombre. Vespasiano no podía evitar desear que el nombre fuera el de Vitelio. Sería una buena solución para acabar con muchas de las inquietudes que le atormentaban.
Vespasiano se sirvió más vino de la jarra que había puesto a calentar junto a las ascuas del brasero. Tomó un sorbo, al tiempo que sentía no haber encontrado una empresa más peligrosa que ofrecer a Vitelio que la simple tarea de entrar en una aldea de la zona.