Capítulo VI

Había sido una noche fría y la fortaleza de la segunda legión, envuelta en la neblina y cubierta por un manto de escarcha blanca y brillante, empezaba a iluminarse con la tenue luz del amanecer. Los hombres de la tercera cohorte se iban formando en centurias con eficiencia. Quinientos hombres, vestidos con la armadura y la pesada capa, se habían reunido a la intemperie; se frotaban las manos y daban golpes con los pies contra el suelo en un intento de generar algo de calor en su cuerpo, expuesto al gélido aire de invierno. Se oían las burlas e insultos amistosos dirigidos a los legionarios de otras cohortes, que tenían la suerte de quedarse en la fortaleza aquel día. Los oficiales superiores estaban de pie, algo apartados de las irregulares filas de hombres, de modo que Cato no tuvo ningún problema en localizar al bajo y fornido Macro.

—¿Ése es tu protegido, Macro? —le preguntó el hombre que tenía al lado.

Macro asintió con la cabeza.

—Algo joven para ser optio, ¿no te parece?

—Ya veremos —gruñó Macro, a la vez que miraba de arriba abajo a Cato, que iba vestido con una túnica y una capa que le quedaban mal.

El centurión dio una despaciosa vuelta alrededor del optio para observar de cerca el equipo del joven; dio un tirón de las hebillas y movió hacia atrás la cabeza de Cato para asegurarse de que la correa del casco estaba bien abrochada.

—Así está mejor. Bien, el tiempo que pasemos fuera del campamento quédate a mi lado y haz lo que te diga. Nada de alejarse; no hagas nada sin que yo dé el visto bueno. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Ve y únete a la parte delantera de la última centuria de la fila… Es la sexta centuria. Espérame allí.

—Señor…

—¿Qué ocurre?

—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí de pie? —preguntó Cato temblando de frío.

—Por todos los dioses. Ni siquiera eres capaz de esperar, ¿verdad? —Macro movió la cabeza en un gesto reprobador—. No por mucho tiempo, muchacho; hasta que llegue el tribuno.

Uno de los otros centuriones escupió sobre el suelo helado.

—Seguro que el muy cretino está todavía en la cama.

—No creo —dijo Macro a su vez—. El legado está muy encima de él. Parece que quiere poner a prueba a Vitelio. Pero esta excursión no es más que un ejercicio de mando. Hasta Vitelio haría lo que fuera para fastidiarla.

—Macro, hijo, nunca subestimes la incompetencia de tus superiores. Han nacido y han sido educados para el afrontar todo tipo de desastres…

La conversación quedó atrás a medida que Cato se alejaba hacia el estandarte que se levantaba sobre la sexta centuria. Al acercarse a ésta, algunos le miraron con curiosidad.

—¿Eres el optio de Macro? —le preguntó el portaestandarte.

—Sí.

—Dijo que tenía un muchacho nuevo, pero no sabía que lo decía en un sentido tan literal.

Cato abrió la boca para replicar, pero se contuvo. Luego se sonrojó y se reprimió la furia.

—No te separes del centurión ni de mí, amigo, y no te pasará nada.

Mientras Cato se quedaba en la parte delantera de la centuria, los otros optios ya habían recibido la señal para ordenar a los hombres de sus centurias respectivas en columnas de cuatro, y preparaban las filas, y al poco la cohorte estuvo formada y lista para ponerse en marcha. Cato no pudo evitar darse cuenta de la creciente impaciencia que consumía a los hombres que esperaban de pie. El sol había disipado la niebla del amanecer entre las almenas, y la luz empezaba a teñir la cohorte de un tenue resplandor anaranjado. Esperaron un buen rato más, el suficiente para que el frío empezara a penetrar en sus cuerpos inmóviles.

Al fin, se oyeron acercarse unos cascos procedentes del centro de la fortaleza, y Cato se dio la vuelta para ver acercarse a un oficial con capa roja y casco con penacho, que rebotaba con cada paso del caballo. El grupo de centuriones se deshizo y cada uno volvió a su respectiva centuria. Vitelio pasó a caballo a lo largo de la columna de hombres y se situó al frente de ésta. A continuación, dio una única orden y la centuria emprendió la marcha, cruzó la puerta y avanzó por el camino que les alejaría de la fortaleza. Las demás centurias la siguieron, y en cuanto la retaguardia de la quinta empezó a marchar, Macro contó diez pasos y gritó la orden de abrir la marcha.

La reacción de Cato, gracias a la severa disciplina de Bestia, fue automática, e inició la marcha lenta que se le había enseñado, a dos pasos detrás de Macro, junto al portaestandarte. Atravesaron la puerta entre el eco de las botas que dejaba atrás la cantería y se adentraba en el bosque salvaje de la provincia fronteriza. El sol naciente alargaba las sombras sobre la escarcha acumulada a la izquierda del camino, y en el aire helado se formaban las bocanadas de vaho de los soldados. El mismo camino que semanas antes había estado surcado por las rodadas de los carros en el fango estaba ahora helado. Pese al frío, Cato se sentía bien por alejarse de la legión; tendría todo un día para no pensar en Bestia ni en Pulcher.

El soldado a la cabeza de una de las columnas llegó a la pequeña elevación del terreno, y al descender la sexta centuria por la pendiente, Cato dio una última mirada a la fortaleza que se extendía a lo largo del paisaje: un largo muro de piedra, con el edificio del cuartel general al fondo, coronado de tejas rojas, y al otro extremo, un asentamiento de bares, burdeles y sórdidos tugurios repartidos de forma irregular a los pies de la muralla. Al frente, una línea de árboles delimitaba el camino abierto por la segunda legión y el principio de uno de los antiguos bosques que se extendían por toda Germania. Más allá de los árboles jóvenes que luchaban por recuperar parte del suelo asolado por los ingenieros de la legión, se alzaban pinos y robles enormes, lóbregos e imponentes. Cato se estremeció, en parte por el frío y en parte al recordar el fatal destino de las tres legiones a las que el general Varo había conducido absurdamente a las profundidades de un bosque como éste unos treinta años atrás. Unos quince mil hombres habían muerto masacrados bajo la maraña de ramas de la sombría penumbra; los germanos habían dejado sus cuerpos en el fango, a merced de la putrefacción.

A medida que la columna avanzaba por el camino y los árboles empezaban a cerrarlo a los lados y al frente, los hombres iban callando; algunos miraban con inquietud hacia la profundidad a la que se adentraban. Macro sabía perfectamente cómo se sentían, pues esta remota parte de la frontera del Imperio albergaba algo extraño. No había bosques tan oscuros e impenetrables como éstos en todo el mundo conocido. Incluso las tribus del lugar los temían y contaban historias de cómo los incansables espíritus de los muertos habían sido condenados a vagar en forma de espectros pálidos entre las sombras y la luz verdosa de los árboles. La cohorte avanzaba por el camino que los ingenieros de la legión habían abierto a través del bosque; antes de la llegada de los romanos, los extranjeros preferían rodear el bosque para desplazarse. Algunos se negaban, incluso ahora, a cruzar los bosques. Al parecer, los ingenieros también habían pasado miedo, pues el sendero no era recto, sino que describía una curva que circundaba los árboles de tronco grueso, cosa que indicaba que aquéllos habían querido terminar cuanto antes su trabajo. Una vez la columna se hubo adentrado en el bosque, podían alcanzarse a ver poco más de veinte hombres al frente y otros tantos atrás, y Cato sintió un escalofrío en la espalda.

—¿Señor?

Macro se dio la vuelta sin detenerse en el camino helado.

—¿Qué ocurre, muchacho?

—¿Cuánto queda para el poblado, señor?

—¿Te refieres a cuánto nos queda para salir de este bosque? preguntó Macro con una sonrisa.

—Sí, señor.

—Unos cuantos kilómetros antes de que el camino esté despejado de árboles; deberíamos llegar a la aldea a mediodía. No te preocupes por este lugar: es inofensivo.

—Pero si nos atacaran…

—¿Si nos atacaran? —Preguntó Macro en tono de burla—. ¿Si nos atacara quién? No creo que fueran precisamente esos desgraciados a los que vamos a hacer una visita. Son un hatajo de granjeros simplones. Y el grupo guerrillero germano más cercano está más allá del otro lado del Rin. Así que tranquilízate, chico, estás poniendo nerviosas a las mujeres.

Macro apuntó con el dedo gordo hacia atrás, a los legionarios de la sexta centuria, y se oyó un fuerte abucheo. Cato se ruborizó y se encogió de hombros, sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a los soldados.

Una vez superado el abrumador maleficio del bosque, los soldados dejaron de hablar en susurros, y la columna siguió su camino a través de los árboles con el alborozo de bromas, chistes e insultos propio de los soldados. El espeso ramaje sofocaba en gran parte el bullicio, que sonaba vacío y extraño a sus oídos.

Al fin, la columna salió del bosque para encontrarse ante una clara mañana de invierno en la que el sol bañaba la tierra con un cálido resplandor. Este lado del bosque había sido talado y la cohorte atravesaba ahora una tierra de cultivo tosca, salpicada de las adustas chozas de turba de los pobladores germanos, y de las que salía un hilo de humo. La mayoría de granjeros habían encerrado el ganado, y de los establos de vacas y cerdos, que mugían y gruñían al pasar los soldados, se desprendía vapor. Había pocos signos de vida humana, aparte de alguna cara extraña que observaba en silencio el paso de la columna por el sendero.

—Son gente agradable, ¿eh? —comentó el portaestandarte.

—No parece que les molestemos demasiado —contestó Cato—. Pensaba que iban a mostrar más interés. No es así como imaginaba a los germanos.

—¿Cómo esperabas que fueran?

—Grandes y agresivos…, eso es lo que se dice en Roma.

—Así es como son exactamente cuando luchas contra ellos —explicó el portaestandarte con entusiasmo—. Pero éstos no son más que granjeros. Son como todos los civiles cuando ven pasar un ejército. Procuran no meterse en líos y esperan que no tengamos ninguna excusa para prestarles atención. Tras esa puerta —el portaestandarte apuntó con la cabeza a una choza junto a la que pasaban—, y tras cada puerta hay una familia que reza por que no nos detengamos. Los soldados son malas noticias para ellos.

Desde el frente de la columna se gritó la orden de alto a la cohorte, y, al instante, cada centurión la repitió a sus hombres. Los soldados se detuvieron y esperaron en silencio la siguiente instrucción.

—¡Oficiales al frente!

Macro, el centurión más alejado, se dirigió al trote, a lo largo de la columna, junto a Vitelio, que sobresalía a caballo entre la primera centuria. Desde el final de la cohorte, Cato vio que el sendero pasaba por una loma. Los oficiales se reunieron en torno a Vitelio a la distancia protocolaria de la infantería con respecto a los caballos, y éste dio sus órdenes con las aclaraciones pertinentes. Una vez los oficiales se retiraron, volvieron a su posición, al mando de su centuria respectiva. Macro se sonrió al ver la expresión inquisitiva del portaestandarte y el optio.

—La aldea está justo detrás de esa loma. El tribuno quiere hacerlo con calma. Sólo se lleva a la primera centuria. El resto formaremos a lo largo de la cresta para vigilar la aldea y actuar si es necesario.

—¿Por qué no vamos todos, señor? —Preguntó Cato—. ¿Por qué dividir la cohorte?

—Porque son sus órdenes, amigo —respondió Macro bruscamente, pero entonces bajó el tono, porque se dio cuenta de que el optio había hecho una pregunta sensata—. No quiere que pongamos nerviosos a los del poblado. Sólo vamos a ejecutar el arresto, confiscar los objetos de valor y marcharnos de forma pacífica. El tribuno cree que si entramos todos podemos asustarlos e incitarlos a cometer un error.

—¿Cometer un error?

—¡A saber qué! —Macro se encogió de hombros para quitar importancia a lo dicho—. Yo no me imagino a una horda de granjeros intentando abordarnos. Aun así, son órdenes. ¡Ah! Allá vamos. Vuelve a tu posición, optio.

Vitelio avanzó en cabeza de la primera centuria hacia la cresta de la colina, y los hombres se perdieron de vista al descender al otro lado. Las siguientes centurias se desplazaron a derecha e izquierda a lo largo de la loma. Los centuriones de la segunda y tercera centuria midieron a pasos la fila y señalaron la posición correspondiente a cada centuria, y ordenaron que marcharan en ángulos rectos hacia el camino. El espacio dejado para la sexta se extendía a ambos lados del camino, y Cato, sin separarse del portaestandarte ni de Macro como se le había ordenado, se encontró frente a una hilera de hombres formados en columnas de cuatro en fondo que se prolongaba a unos cien pasos a cada lado. Más adelante, el suelo bajaba en una suave pendiente hasta la aldea, enclavada en un amplio meandro del río que surgía del bosque alrededor de la tierra de cultivo.

Cato se sorprendió ante el tamaño del poblado. Había esperado encontrarse con un grupo de chozas de barro dispersas, encerradas en una empalizada. En cambio, había centenares de cabañas y construcciones más grandes apiñadas, rodeadas por un alto muro de turba y una zanja llena de agua. La puerta principal estaba cerrada, flanqueada por dos torres de piedra achaparradas, desde las que se controlaba el estrecho puente levadizo. Un poco más allá de la entrada, el camino se ensanchaba en una plaza ante el mayor edificio de la aldea.

Había casi un kilómetro de la cresta al puente levadizo, y la primera centuria ya había recorrido casi todo el trecho del camino, mientras que la cohorte ya estaba en formación. Algunas caras se asomaban a los muros para avistar a sus visitantes, aunque la llegada de los soldados no parecía haber causado ninguna reacción, dada la pacífica espera de los lugareños. Mientras las cinco centurias estaban en posición de descanso, se hizo correr la voz de que podían comer, y los hombres fueron sacando las raciones que llevaban en los morrones. Cato sacó una tira seca de carne de vaca, que, aunque dura, era sabrosa. La marcha de la mañana le había dado más hambre de la que creía, y masticaba con ahínco mientras observaba el panorama a sus pies.

De repente, reparó en un movimiento en una parte alejada de la aldea. Tres hombres cargados con escudos y lanzas corrían hacia la línea de árboles que se dibujaba a lo lejos. Una espesa mancha de humo ascendía en remolinos desde una enorme hoguera situada allí donde Cato acababa de ver a los hombres.

—¡Señor! —Gritó Cato a Macro—. ¡Allí!

—¿Qué ocurre?

—Allí, señor —Cato señaló con su jabalina—. Aquellos hombres que corren. ¿Los ha visto?

—Sí, muchacho, ya los veo.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Cato.

—¿Que qué hacemos? —Macro frunció el ceño—. Nada. Están demasiado lejos para poder hacer nada. De todos modos, sólo son tres.

—Tal vez debamos avisar al tribuno —insistió Cato.

—No tendría sentido.

Observaron en silencio a los tres hombres desaparecer entre las tierras de labranza en dirección a los árboles, mientras Vitelio conducía a sus hombres por el sendero que llevaba a la puerta, y les daba la orden de alto delante del puente levadizo. El tribuno agitó el brazo con resolución y, tras una breve pausa, la puerta se abrió para dejar paso a los soldados. La centuria entró en la aldea y, por unos instantes, desapareció de su vista entre las cabañas antes de volver a aparecer en la plaza. Vitelio detuvo a la columna y ordenó a dos hombres que se adelantaran hasta la puerta principal del edificio grande que daba a la plaza. Antes de llamar, la puerta se abrió, y apareció una mujer alta de cabellos largos y rubios. Aunque los que esperaban en la loma no oían y apenas podían ver nada desde su posición, era obvio que Vitelio y la mujer estaban discutiendo.

—Pensaba que se nos había enviado para arrestar al jefe, señor —comentó Cato.

—Así es, chico —dijo Macro con irritación—. No debería perder tiempo. La luz del día dura poco en invierno. —Miró al cielo y vio que el sol ya empezaba a declinar hacia el horizonte—. No es muy agradable marchar de vuelta en la oscuridad.

Cato no pudo evitar mirar hacia el bosque en la distancia. El lugar ya era bastante inquietante durante el día, Júpiter sabía cómo sería en plena noche.

—Si se hace de noche, ¿no sería mejor bordear el bosque, señor?

Macro negó con la cabeza.

—Es demasiada vuelta. Además, si hace falta, podemos encender antorchas. No tendrás miedo, ¿verdad, muchacho?

—No, señor.

—Bien, sigue así —dijo Macro, aliviado de que sus cinco sestercios todavía no estuvieran perdidos.

En la aldea, la discusión concluyó a la fuerza cuando Vitelio hizo un ademán con el brazo que llevó a dos soldados a inmovilizarla sin miramientos, sujetándole los brazos a la espalda. Un pelotón entró por la fuerza al gran edificio, para salir al poco cargado con un arcón. Una vez Vitelio lo hubo vaciado, se dirigieron al siguiente edificio y forzaron la entrada.

—Parece que nuestro hombre ha huido —observó Macro, y bostezó ampulosamente—. El tribuno no debería haber perdido tiempo con la mujer.

—A menos que sea el tipo de mujer que pueda gustarle al tribuno —dijo el portaestandarte entre dientes—. Ya se sabe cómo es Vitelio con las mujeres: no puede resistirse al impulso de galantear.

—Pues tendría que hacerlo a su debido tiempo. Y no hacer perder tiempo al ejército. Y mucho menos al mío. Y menos en un maldito día frío como hoy.

—¡Señor! —Cato le interrumpió—. ¡Mire allí! ¡En la entrada!

La puerta se estaba cerrando lentamente, y, mientras Macro miraba, el pequeño puente levadizo empezó a subir. Le invadió una fría sensación de terror más fría que un escalofrío en un día de invierno. Miró entonces al centro de la aldea, pero Vitelio y sus hombres parecían ajenos a lo que estaba ocurriendo y siguieron asaltando las casas. A lo lejos, más allá de la aldea, un leve movimiento atrajo su mirada. Del bosque salía una sombra, como si el sol se pusiera antes de lo normal. Luego se dio cuenta de que era imposible, ya que el sol estaba detrás de la cohorte.

—¡Cato! Tus ojos son más jóvenes que los míos. ¿Qué está pasando allí, en el límite del bosque? —preguntó Macro con urgencia, apuntando con el dedo.

Cato no estaba seguro de lo que veía. Del suelo se había levantado una nube que ocultaba parte de la vista. Pero la sombra borrosa se descompuso enseguida en formas definidas.

—Creo… Estoy seguro… Es un grupo de hombres. Salen del bosque y se dirigen hacia aquí.

Miró a Macro con los ojos muy abiertos.

—¿Germanos?

—¿Qué, si no?

—Pero, ¿y los que están en el pueblo? —preguntó Cato en tono alarmado—. Ellos no ven nada.

—Ya lo sé, muchacho. Ya lo sé.

Algunos otros soldados vieron el peligro inminente y lo señalaron a sus compañeros. Se oyó un murmureo de desasosiego por toda la fila.

—¡Silencio! —Gritó Macro—. ¡Cerrad el pico y estaos quietos!

Los legionarios obedecieron al instante en cuanto se les recordó la disciplina. El centurión Cuadrato, de la segunda, el oficial superior presente, se acercó pasando junto a la columna.

—¡Macro! ¿Los ves?

—Sí.

—Será mejor que bajemos y nos unamos a ellos.

—Se nos ordenó que nos quedáramos aquí —contestó Macro con firmeza—, a menos que Vitelio nos hiciera la señal para movilizarnos.

—Pero él no los ve acercarse.

Cuadrato apuntó con el dedo a los germanos que se aproximaban, que ya eran centenares y seguían saliendo del bosque en dirección a la aldea.

—Si bajamos, nos acorralarán a todos —dijo Macro—. Sugiero que en vez de bajar, intentemos captar su atención.

Cuadrato miró a Macro un instante y luego asintió con la cabeza. Se dio la vuelta hacia la fila, ahuecó las manos y las acercó a su boca para gritar:

—¡Estandartes! ¡Señal de retirada!

Los cinco portaestandartes que quedaban empezaron a dar vueltas en círculo con las enseñas en alto. Macro miró hacia la aldea donde los soldados de la primera centuria, ajenos al desastre inminente, seguían tomando los objetos de valor fáciles de transportar.

—¡Vamos, vamos! —Murmuró Cuadrato—. Que alguno nos mire… Aquí…

Al fin, vieron a un soldado señalar hacia ellos con su jabalina, y Vitelio hizo dar la vuelta a su caballo. Se quedó inmóvil sobre éste un momento, se dio la vuelta y agitó un brazo frenéticamente. El soldado que los había visto salió corriendo de la plaza y poco después reapareció en lo alto de una de las torres de la puerta. A pesar de ello, del espacio existente entre los edificios de la aldea surgieron algunos hombres que rodearon a Vitelio y sus soldados. La centuria se organizó enseguida en formación cerrada y retrocedió hacia la puerta. Algunos lugareños corrían y lanzaban piedras y trozos de madera a los romanos en retirada. Una inesperada cortina de jabalinas procedentes de la retaguardia cayó sobre los aldeanos, de los que cayeron una media docena y el resto huyó por las callejuelas. Pronto la centuria se perdió de vista tras los edificios de la aldea, en un intento de llegar hasta la puerta.

Desde la loma ya se veía claramente a los germanos aproximarse desde el bosque, y podía adivinarse cuántos eran y a qué velocidad iban.

—Trescientos o cuatrocientos —calculó Cuadrato.

Macro negó con la cabeza.

—No tantos, diría yo.

—Vitelio debería de tener bastante tiempo para salir antes de que lleguen a la aldea.

—No les será difícil. Están a casi kilómetro y medio de la aldea. En cuanto Vitelio pase por la puerta, debería de alcanzar la loma antes de estar más cerca.

—¿Y luego?

—No sé. —Macro se encogió de hombros—. Habrá que esperar nuevas órdenes.

Cato miraba a los dos oficiales con incredulidad. ¿Cómo podían mantener tal sangre fría cuando sus compañeros se enfrentaban a una aniquilación inminente, allí, justo a sus pies? Y después, habría diez veces más germanos que hombres de la cohorte. Sintió un ardiente deseo de instar a gritos a todos los demás a hacer lo mismo. Pero su cuerpo se negó a moverse, en parte por la vergüenza y en parte por el pavor que le causaba la idea de hacer el viaje de vuelta solo por el bosque. Sin moverse, Cato, pendiente del avance de la primera centuria, no dejaba de mirar a los germanos que se aproximaban y a la aldea. Entonces vio un movimiento repentino en una de las torres de la entrada: un grupo de hombres acababa de apresar al legionario enviado por Vitelio; una lanza lo atravesó y el cuerpo cayó en el foso.

—¡Señor!

—Ya lo he visto, muchacho.

Una serie de destellos anunció la llegada de la primera centuria al límite de la aldea y se entabló una breve lucha para tomar el control de la puerta de entrada. Al mismo tiempo, los germanos se acercaban en masa para cerrar la trampa.

—Esto es inminente —dijo Cuádralo para sí—. Lo mejor será prepararse para batirse en retirada. Yo volveré a poner en marcha a las otras centurias. Macro, quiero que te quedes aquí y nos cubras hasta que llegue Vitelio.

—De acuerdo —Macro asintió con la cabeza—. Pero date prisa.

Cuádrate se abrió camino en la fila gritando las órdenes necesarias y, una a una, las centurias que estaban en lo alto de la loma deshicieron la fila para formar una columna y empezaron a marchar en dirección contraria, hacia el sendero. A su vez, Macro ordenaba a la sexta centuria, a diez pasos más abajo, que despejara el camino para Cuadrato. Cato vio que en la aldea la primera centuria había logrado derrotar a los aldeanos de la puerta y los legionarios tiraban de la gruesa puerta de madera para escapar. Con Vitelio al frente en su caballo, la primera centuria se desdobló para subir la colina y unirse al resto de la cohorte. Un reducido grupo de aldeanos les perseguía, hasta que una nueva lluvia de jabalinas descargó sobre ellos. Una vez la centuria estuvo lo bastante lejos de la aldea para estar a salvo, Vitelio espoleó a su caballo para subir la pendiente y ponerse al mando de la cohorte. Se situó junto a Macro. Su caballo resoplaba con fuerza y echaba espuma. Tenía un corte profundo en la ijada y le salía sangre a borbotones.

—¿Qué diablos ocurre aquí, centurión? —gritó Vitelio furioso—. ¿Dónde está el resto?

—Cuadrato los ha llevado al camino, señor —explicó Macro.

—¿Para qué? ¿Tiene miedo de cuatro miserables aldeanos? ¡Voy a entrar ahí con toda la cohorte y vamos a incendiar el poblacho hasta que sólo queden cenizas!

—Señor —le interrumpió Macro—. Mire hacia allí.

—¿Eh? ¿Qué?

—Más allá de la aldea, señor.

Vitelio se quedó paralizado un instante al advertir el auténtico peligro de la situación. Observó el oscuro torrente de germanos que se precipitaba sobre el pueblo y se dio cuenta de lo que ya sabían los otros oficiales: no había posibilidad de enfrentarse a aquella extraña gente.

—Todavía nos separa suficiente distancia. Si podemos llegar hasta el bosque con tiempo, podemos emplear una retaguardia para aguantarlos.

—Creo que eso es lo que Cuadrato pretendía, señor.

—Bien. De acuerdo, vosotros quedaos aquí. En cuanto llegue la primera, dejadles pasar y ordenadles que se coloquen al final de la columna. Esta centuria será la retaguardia. Retiraos una vez la cohorte haya empezado a moverse.

Vitelio volvió a mirar pendiente abajo para calcular la posición de cada bando.

—Tardarán un poco antes de alcanzar la aldea. Con suerte, podremos mantenernos a bastante distancia de ellos. Bien, centurión, ya conoce las órdenes.

—Sí, señor.

Macro saludó, y Vitelio espoleó a su caballo para dirigirse al frente de la columna. Cuando Cato estuvo seguro de que el tribuno no podía oírle, se dio la vuelta y miró a Macro.

—¿Qué va a pasar?

—Lo que ha dicho. Estar de vuelta en el campamento enseguida. Eso es todo.

Cato temía que las cosas no serían tan fáciles. Una angustiosa intuición le hacía pensar que lo peor tenía que llegar, y maldijo a Macro en silencio por obligarle a unirse a la expedición. En vez de practicar el incruento ejercicio que éste le había prometido y de alejarse de Bestia y Pulcher, debía enfrentarse a una horda de germanos despiadados. Hacía apenas cuatro semanas que había iniciado su carrera militar, pensaba con amargura, y ya había personas que hacían cola para matarle.

Los hombres de la primera centuria alcanzaron sin aliento el final de la línea de legionarios que había a los pies de la loma y se les hizo seguir subiendo por el camino. Cuando el último pasó junto a las filas, Macro ordenó a sus hombres retirarse diez pasos de su posición original. La centuria estaba a punto de formarse cuanto oyeron un leve fragor procedente del final de la columna.

Desde el lejano bosque surgió otra turba de germanos que empezó a correr a campo traviesa para cortar la retirada de la cohorte. Cato sólo tuvo que lanzar una fugaz mirada para darse cuenta de que era evidente que los germanos llegarían al sendero antes de que la primera centuria estuviera siquiera cerca de éste. De repente, Cato lo vio todo con claridad: los tres hombres corriendo hacia el bosque, la señal de fuego, la mujer del jefe que provocaría el retraso. Una trampa muy hábil, pensó antes de que el pavor ante la situación le pusiera los pelos de punta. Al mirar a Macro para encontrar una solución, se sorprendió ante la momentánea pérdida de compostura de su expresión. Volvió a mirar la nueva amenaza, y luego se volvió hacia la primera horda de germanos, que ya estaba a menos de un kilómetro de la parte más alejada de la aldea.

—¡Fantástico! —Exclamó Macro entre dientes—. Ahora sí que estamos bien jodidos.