Capítulo IV

Al subir al podio del campo de desfile, Vespasiano vestía el uniforme de comandante de legión. Las grebas plateadas, el peto y el casco reflejaban la luz del sol de mediodía. Un viento ligero agitaba su cimera y capa rojas; tras Vespasiano, estaban los portaestandartes que sostenían en alto el águila dorada de la segunda legión y la imagen del emperador Claudio, de un parecido más bien favorecedor, pensó Cato. La última vez que había visto al emperador había sido en una cena imperial durante la que intentaba mantener una conversación farfullando con comida en la boca. Bajo el águila colgaba una pieza cuadrada de piel roja con un peso en la base, sobre la que había bordada en letras de oro augusta.

Los reclutas estaban de cara al podio en cuatro filas con Bestia y los instructores a cinco pasos al frente. Todos estaban de pie, callados, lanzas y escudos sobre el suelo a cada lado, como se les había enseñado poco antes. Los reclutas sacaban pecho, alzaban las barbillas y mantenían los hombros erguidos, aunque Cato no podía dejar de sentirse algo ridículo con aquellos objetos a cada lado, pues parecían una cesta de mimbre y un juguete de madera. Aun así, sabía comportarse en las grandes ocasiones, e hinchó el pecho para mirar con solemnidad hacia el podio, donde Vespasiano hacía la ofrenda ritual de dos gallos a los dioses. El legado se lavó las manos en el cuenco de ceremonias, las secó en un paño se seda y se dio la vuelta para dirigirse a los reclutas reunidos.

—Yo, Tito Flavio Sabino Vespasiano, legado de la segunda legión Augusta por decreto y por la gracia del emperador Claudio, presagio un buen augurio para aquellos hoy reunidos para alistarse a la segunda legión y, por la presente, pido y exijo a los aquí reunidos que juren lealtad a la legión, al legado, al Senado y al pueblo de Roma, encarnados en la persona del emperador Claudio. Legionarios, levantad las lanzas y haced vuestro juramento conmigo…

Doscientos brazos se alzaron y la luz del sol destelló sobre la punta de las lanzas.

—Juro por los dioses del Capitolio, Júpiter, Juno y Minerva, que acataré las órdenes de mis superiores por voluntad del Senado y del pueblo de Roma encarnados en la persona del emperador Claudio. Y juro por dichos dioses que defenderé los principios de mi legión y mi centuria hasta la última gota de mi sangre. ¡Lo juro!

Al apagarse los últimos ecos, se hizo un silencio mágico por un instante, y Cato sintió un nudo en la garganta. El juramento le había convertido en un hombre distinto. Ya no formaba parte de la sociedad; ahora tenía otra forma de existencia. Si al legado se le antojaba, podían ejecutarlo, y estaba obligado a obedecer. Acababa de entregar su vida para proteger un pedazo de oro inanimado sobre un simple bastón de madera. Cato tenía sus dudas en cuanto a la cordura de hacer semejante juramento. Era una irresponsabilidad sin sentido acatar obediencia incondicional a todo hombre que estuviera por encima de él, ya fuera por destino, nepotismo o mérito propio. Sin embargo, había algo más: una emoción abrumadora y un sentido de pertenencia a un grupo imbuido del misterio de ser una sociedad exclusivamente masculina.

Vespasiano hizo una señal y Bestia ordenó a los reclutas que dejaran las lanzas en el suelo.

—Nuevos reclutas de la segunda legión —empezó el legado—, ahora formáis parte de una unidad con una orgullosa tradición y yo os exijo que honréis dicha tradición a cada instante durante los próximos veintiséis años. Los meses siguientes serán duros, como imagino que ya os habrá comunicado el centurión Bestia —éste sonrió—. Pero son fundamentales para convertiros en soldados de los que me sienta orgulloso. Un legionario es el hombre mejor entrenado, el hombre más duro en combate del mundo…, y esto significa que debemos formaros para ser un tipo de personas muy especial. Los años de experiencia harán el resto. Al miraros desde aquí, veo a hombres de campo y a hombres de ciudad. La mayoría sois voluntarios, algunos sois conscriptos. Vuestro pasado es cosa vuestra, no del ejército. Independientemente de lo que fuerais en vuestra vida de civiles, ahora sois soldados y se os juzgará como tales. Sois hombres afortunados. Habéis entrado a formar parte de la legión en un momento que hará historia —Cato aguzó el oído—. En los próximos años, se os loará por ser conquistadores, por ser hombres que osaron enfrentarse a uno de los mayores enigmas de los confines del mundo conocido. Pensad en esto: que sea vuestra fuente de inspiración durante la instrucción. Estáis en buenas manos. Nadie os podría instruir mejor que el centurión Bestia. Os deseo suerte y confío plenamente vuestro éxito —Cato soltó un gruñido—. Adelante, centurión —con un movimiento de cabeza, Vespasiano instó a Bestia a dirigirse a los reclutas, y acto seguido bajó del podio seguido de los portaestandartes.

—¡Sí, señor! —Bestia se dio la vuelta de cara a los reclutas—. Bien, señoritas, aquí termina la ceremonia de alistamiento. Ahora sois todos míos. Y la instrucción empieza justo después de la comida del mediodía. Para entonces, os quiero aquí. Si llegáis tarde, os azotaré la espalda con mi bastón. ¡Podéis retiraros!

Pasaron la tarde entera haciendo ejercicios básicos sin poder sentarse un momento, y a Cato le dolían terriblemente los brazos y las piernas de sostener el pesado equipo de instrucción. Tenía unas terribles ganas de dormir, de descansar y alejarse del mundo inhumano al que le habían obligado a entrar. Pero no podía dormir. El entorno extraño, los recuerdos del día y la inquietud sobre el futuro se combinaban en un maremagno de actividad mental que le impedía dormir. Se tumbó en la cama en una postura cómoda, pero le molestaban los duros listones de madera que atravesaban la funda desgastada del colchón de lana. A su insomnio contribuían las constantes carcajadas y gritos de los hombres que jugaban a dados en la habitación contigua. Ni siquiera el almohadón que le cubría la cabeza sofocaba el ruido. Al final se durmió panza arriba con la boca abierta y empezó a roncar, cuando dos manos le despertaron bruscamente. Parpadeó para abrir los ojos y vio una mata de pelo oscura y grasienta, unos ojos negros y una boca con dientes rotos que le sonreía con una mueca sádica.

—Pulcher…

—¡Levántate, cretino!

—¿Sabes qué hora…? —empezó a decir Cato con inseguridad.

—A la mierda la hora. Tenemos un asunto pendiente —Pulcher agarró a Cato por el cuello de la túnica y lo hizo caer al suelo desde la litera—. Habría venido antes, pero Bestia me castigó a limpiar letrinas por tu culpa. Te saliste con la tuya, ¿verdad, cretino?

—Lo siento. Fue un accidente.

—Bien, entonces vamos a considerar un accidente lo que voy a hacer contigo. Así quedaremos en paz.

—¿A qué te refieres? —preguntó Cato aturdido, mientras se ponía de pie.

—A esto —Pulcher sacó de su capa un puñal—. A un cortecito para que no te olvides de que conmigo no se juega.

—¡No hace falta! —Gritó Cato—. ¡Te prometo que me mantendré alejado de ti!

—Las promesas se olvidan. Pero las cicatrices no… —Pulcher lanzó al aire el puñal y lo cogió por el mango, con el extremo apuntando a la cara de Cato—. En la mejilla; así también recordarás a los demás que tengan cuidado conmigo.

Cato miró a su alrededor, pero estaba atrapado en el rincón sin posibilidad de huir de la amenaza de Pulcher. Una súbita carcajada procedente de la habitación contigua le hizo mirar hacia la pared.

—¡Si gritas, te destripo ahora mismo! —le amenazó Pulcher entre dientes.

Luego se inclinó sobre el chico.

Cato vio que el ataque era inminente y, en un acto de desesperación, arremetió contra su agresor para cogerle con las dos manos la muñeca. Pulcher no esperaba que aquel joven asustado hiciera un primer movimiento y no consiguió apartar la mano a tiempo. El chico tenía una fuerza sorprendente, y Pulcher no podía soltarse por más que forcejara.

—¡Suelta! —Exigió Pulcher con brusquedad—. ¡Suelta, imbécil!

—Cato no le hizo caso y, en lugar de soltarle, le hincó los dientes en el antebrazo. Pulcher lanzó un alarido y, en un acto reflejo, golpeó con la otra mano a Cato en la cabeza y éste cayó de espaldas contra la litera. Cato lo vio todo blanco durante unos instantes y luego recuperó la visión de la habitación. Pulcher se miraba una señal oscura en el brazo donde Cato le había clavado los dientes.

—¡Estás muerto! —En un movimiento rápido, Pulcher se agachó para coger el puñal—. ¡Estás muerto, maldito!

De repente, la puerta se abrió de par en par y la habitación se iluminó con un rayo de luz del exterior.

—¿Qué carajo pasa aquí? —Gruñó Macro—. ¿Os estáis peleando?

Pulcher se irguió.

—No señor. Sólo le estoy enseñando al muchacho cómo manejar un puñal. Somos amigos, señor.

—¿Amigos? —Preguntó Macro sin convencimiento—. ¿Y entonces cómo te has hecho eso en el brazo?

—El chico se ha dejado llevar, señor. No quería hacerme daño, ¿verdad?

Cato se levantó del suelo. Su primera reacción fue decir la verdad. Pero enseguida se dio cuenta de que un soldado nunca haría eso. Si quería que alguno de sus compañeros le respetara, no podía dar la imagen de acudir a la autoridad para protegerse. Además, si ahora no descubría a Pulcher, tal vez el matón se lo agradecería. A estas alturas, convenía aprovechar cualquier ventaja.

—Sí, señor. Tiene razón. Somos amigos.

—Hum —Macro se rascó la barbilla—. Pues si de verdad sois amigos, no me haría gracia ser vuestro enemigo. Muy bien, optio…, quiero hablar contigo en mi despacho ahora mismo, así que me temo que tu amigo tendrá que marcharse.

—¡Señor! —respondió Pulcher rápidamente—. Te veré mañana, Cato.

—Sí…

—Así podremos seguir con el ejercicio.

Cato esbozó una débil sonrisa, y Pulcher salió de la habitación. Macro estaba sorprendido.

—¿De modo que ése es amigo tuyo?

—Sí, señor.

—Yo iría con más cuidado a la hora de escoger las amistades.

—Sí, señor.

—Bien, tenemos que hablar. Ven conmigo.

Macro le condujo por el pasillo que llevaba a la sección de administración de los barracones donde estaba situado su despacho. Con un ademán amistoso, el centurión le hizo pasar a la sala que tenía dos escritorios a cada lado de la pared. El escritorio más grande estaba completamente vacío, mientras que el pequeño estaba cubierto de pilas de papiro y tablas enceradas en orden.

—Ven —Macro señaló un taburete que había junto a la mesa más grande, y Cato se sentó mientras el centurión colocaba otra silla detrás del escritorio.

—¿Un trago? —Ofreció Macro—. Es un buen vino.

—Gracias, señor.

Macro sirvió a los dos un poco de vino y se dejó caer en la silla. Ya había bebido bastante aquel día, y sentía un bienestar inusual. Por experiencia, debía saber que el bienestar de hoy era la resaca insoportable de mañana…, pero los dioses del vino y la memoria nunca habían hecho buenas migas.

—He de explicarte en qué consistirá tu trabajo como optio. De momento, sólo quiero que ayudes a Piso con los trámites burocráticos. No puedo ponerte al mando de otros hombres en la centuria… Se reirían de ti. Sé que oficialmente eres su superior, pero debes aceptar que, de momento, no puedes ejercer de optio. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor.

—Con el tiempo, una vez hayas recibido instrucción…, ya veremos. Pero de momento me hace falta un ayudante en la administración más que un asistente en la centuria. Piso te enseñará lo que sea necesario por la mañana.

—Sí, señor.

—Ahora imagino que querrás dormir un poco; lo necesitas. Puedes retirarte.

—Gracias, señor.

—Ya avisaré a Piso para que te enseñe cómo funciona todo mañana, después de la instrucción.

—Sí, señor. Con mucho gusto.