Capítulo III

Al día siguiente, al anochecer, cuando la penumbra caía sobre la fortaleza y el helado viento de invierno empezaba a ser cortante, Cato entró en la habitación arrastrando los pies, agotado. La habitación de su sección estaba en silencio, pero al cerrar la puerta se dio cuenta de que no estaba solo. Sintió una punzada de irritación por esa intromisión al momento de intimidad que había esperado encontrar. Pírax estaba sentado en su litera zurciendo una túnica de repuesto a la débil luz del postigo abierto. Alzó la vista cuando Cato se disponía a tumbarse en la litera sin desvestirse.

—Un día duro, ¿eh, novato?

—Sí —gruñó Cato sin ganas de entablar una discusión.

—Pues irá a peor.

—No me digas…

—¿Crees que aguantarás?

—Sí —dijo Cato firmemente—. Aguantaré.

—Seguro que no. —Pírax acompañó su afirmación con un golpe de cabeza—. Eres demasiado blandengue. Te doy un mes.

—¿Un mes? —replicó Cato irritado.

—Pues sí. Un mes si eres sensato… Más, si eres idiota.

—¿De qué estás hablando?

—No tiene sentido que tú estés aquí. No estás hecho para esto…, no eres más que un chaval acoquinado.

—Tengo casi diecisiete años, suficiente edad para ser soldado.

—Demasiado joven todavía. Y no estás en forma. Bestia te va a destrozar en menos que canta un gallo.

—¡No es verdad! Puedes estar seguro. —Cato se dejó llevar de forma imprudente por un arrebato de efusividad adolescente—. Antes moriré.

—Es posible. —Pírax se encogió de hombros—. No creo que lo lamente mucha gente.

—¿A qué te refieres?

—A nada…

Volvió a encogerse de hombros y siguió cosiendo bajo la mirada de Cato, sin hacer caso del bochorno que había provocado en el joven. En vez de prestarle atención, se concentró en coser los puntos rectos. Cato le observaba sin interés alguno: había visto a los esclavos de palacio remendando ropa miles de veces. Sin embargo, el trabajo de hilar, tejer y coser siempre había sido cosa de mujeres, y era novedoso ver a un hombre manejar la aguja con tanta habilidad.

Cato era muy consciente de que su nombramiento como optio estaba siendo la causa de mucha antipatía hacia él. Parecía que ya tenía problemas con Bestia, el centurión encargado de la instrucción. Aún peor, algunos reclutas no disimulaban su hostilidad hacia él, en concreto un grupo de hombres enviados a la legión, procedentes de la prisión de Perusia, que habían hecho todo el viaje unidos por cadenas. Su líder autoproclamado era un hombre que destacaba por ser fornido y feo hasta tal punto, que lo apodaron Pulcher, el bello. Cierto día, durante el viaje, Cato iba justo detrás de Pulcher cuando éste le pidió un trago de su petaca de vino. Era un detalle insignificante, pero el tono empleado era tan amenazador que Cato le pasó la petaca sin pensarlo. Pulcher tomó un buen trago; cuando Cato le pidió la petaca, aquél se la había pasado a sus amigos.

—¿La quieres, muchacho? —preguntó Pulcher con una mueca burlona—. Pues tómala.

—Devuélvemela.

—Oblígame.

Cato se estremeció al recordar aquella situación, y la conciencia volvía a preguntarle si aquella era la actitud propia de un soldado. Un soldado de verdad habría golpeado a aquel hombre y habría recuperado la petaca. Pero el lado racional de su mente se oponía, pues uno tenía que estar hecho de ladrillo para enfrentarse a Pulcher, a sus robustos brazos y a sus manos como palas. Como si le hubiera leído el pensamiento, Pulcher le gruñó y Cato dio un paso hacia atrás instintivamente, cosa que dio pie a que todos se rieran. Se había sonrojado de vergüenza y aún se sonrojaba ahora, a pesar de pensar que retirarse ante una fuerza superior era de lo más razonable; de hecho, era un alarde de sentido común. Un amable soldado de la escolta recuperó la petaca y la lanzó a Cato entre carcajadas. Pulcher escupió en su dirección antes de que el soldado le empujara con el extremo de su lanza para que volviera a colocarse en la fila.

—Te veré en el campamento, chico —gruñó Pulcher, alzando sus cadenas—. En cuanto me libre de esto.

Desde su llegada a la fortaleza, los reclutas habían estado ocupados con los quehaceres del ejército, y Cato esperaba que Pulcher se hubiera olvidado de él. Había tratado por todos los medios de estar lo más lejos posible de él, hasta de su mirada, en un intento de hacerse invisible. Cato había vuelto a los barracones terminada la instrucción. Era imprescindible hacer amigos cuanto antes, pensó. ¿Pero cómo? ¿Y quién? Los otros habían hecho pequeños grupos durante el viaje desde Aventico, mientras él había estado leyendo al maldito Virgilio, se recordó a sí mismo furioso. Daría lo que fuera por volver a iniciar el viaje sabiendo lo que sabía ahora.

Estaba solo y muy lejos de sus amigos de Roma. Por un momento, se sintió muy desgraciado y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se dio la vuelta de cara a la pared y hundió la cara contra la áspera tela del cabezal relleno de paja. Su pecho se estremeció y al instante sintió rabia, rabia de sí mismo, rabia por no ser lo bastante hombre para no llorar y rabia porque la vida no le había preparado para aquellas circunstancias. Todos sus petulantes maestros de griego y su estúpida admiración por la retórica y poesía más selectas…, ¿de qué le servían ahora? ¿Cómo iba a protegerle la poesía de aquel animal, el centurión Bestia? En ese momento habría cambiado todos sus conocimientos por un solo amigo.

Pírax dejó de coser y le miró con la aguja sobre la túnica. Había oído al chico darse la vuelta y había reconocido el sollozo ahogado. Pírax bajó la cabeza con lástima. La mayoría de reclutas eran lo bastante adultos y fuertes para resistir. Luego había los jóvenes como éste, que no debían estar en el ejército. Quizá los curtiera, pero quizá los destrozara.

El muchacho volvió a sollozar intentando ahogar el llanto contra el cabezal.

—¡Eh! —Dijo Pírax con severidad—. ¿Te importa? Me estoy intentando concentrar.

Cato se incorporó.

—Perdona. Creo que me he resfriado.

—Ya —dijo Pirax, y afirmó con la cabeza—. Seguro. Es fácil con este tiempo.

Cato se frotó la cara con el borde de la basta sábana militar para secarse las lágrimas, fingiendo que se sonaba la nariz.

—Ya está.

—¿Mejor?

—Sí, gracias —contestó Cato, agradeciendo que alguien se interesara por él.

Al instante le saltó la preocupación de que alguien pudiera entrar e interrumpir la ocasión de hablar con Pírax.

—¿Dónde están los demás?

—Jugando a los dados en el comedor. Yo iré en cuanto acabe esto. ¿Quieres venir conmigo y conocer a los muchachos?

—No, gracias. Necesito dormir un poco.

—Como quieras.

—Dime —dijo Cato dándose la vuelta y se incorporó—, ese centurión, Bestia, ¿es tan canalla como parece?

—¿Por qué crees que se llama Bestia? Pero no te lo tomes a pecho: trata a todos los reclutas igual.

—Puede —dijo Cato no muy convencido—, pero parece que la haya tomado conmigo.

—¿Qué esperabas? —Replicó Pírax entre dientes, al tiempo que tensaba un nudo y cortaba el hilo sobrante—. Hace una noche que estás en el campamento y ya te han ascendido a un puesto por el que muchos de nosotros hemos de esperar años.

Cato le miró con detenimiento antes de hablar.

—¿Te molesta?

—Por supuesto. No has demostrado tu valía. No eres más que un crío —dijo con indiferencia—. ¿O no?

Cato se ruborizó de vergüenza y de culpa, y agradeció que la tenue luz ocultara parte de su rostro.

—Yo no pedí el puesto.

—No tiene sentido. Los nombramientos directos son para hombres con algo de experiencia en el ejército, pero ¿tú?… Me encantaría saber por qué.

—Es en recompensa a mi padre.

—¡Ah! ¡Ésa es buena! —Ya se había hecho de noche y Pírax dejó la túnica a un lado—. A propósito —Pírax se detuvo en la puerta—, no te quedes dormido en la cama. Tiene que estar limpia para la mañana. Bestia no soporta a los soldados desordenados. Si la ha tomado contigo, no le des ocasión de aprovechar cualquier excusa.

—Gracias.

—Duerme bien, novato.

—Me llamo… —empezó a decir Cato, pero la puerta ya se había cerrado, y su queja se desvaneció en la oscuridad de la habitación.

Se tendió sin moverse unos instantes y casi se durmió, pero la advertencia de Pírax le hizo recuperar la conciencia de repente. Se incorporó y buscó a tientas con los dedos los cabezales junto al jubón de cuero. Los instructores habían mantenido despiertos a los nuevos reclutas desde que rompiera el alba. Lo habían sacado de la cama cuando aún no había luz y lo habían empujado hasta la calle, donde estaban reuniendo a todos los reclutas. En la pálida luz del amanecer, habían sido conducidos medio dormidos, temblando de frío, encogidos bajo la fina llovizna, hasta la intendencia, donde les habían hecho despojarse de sus ropas de civiles para entregarles el uniforme de legionario.

—¡Disculpe! —Gritó Cato—. ¡Disculpe!

El ayudante del intendente volvió la cabeza y le miró por encima del hombro.

—¿Qué ocurre?

—Es que parece que esta túnica me queda un poco grande.

El ayudante soltó una carcajada.

—No, amigo. La talla es la correcta. Tu talla es la que está equivocada. Ahora estás en el ejército. Una misma talla para todos.

—¡Pero mire esto! Es ridículo.

Cato sostuvo la túnica frente a él. Era demasiado ancha para su cuerpo, y con su altura el borde le quedaba sobre las rodillas.

—Se me van a helar los pies. ¿No hay otra cosa?

—No. Ya te adaptarás a la talla.

—¿Qué? —Replicó Cato incrédulo—. Tengo la talla que tengo. No voy a encogerme y a ensancharme de repente. Búsqueme algo más adecuado.

—Ya te lo he dicho. Esto es lo que hay, y te tienes que aguantar.

Sus voces se oían por toda la sala, y los demás reclutas callaron para mirarles. Desde el pequeño despacho que había tras el mostrador, se oyó el chirrido de una silla contra el suelo de losa, y por la puerta apareció un hombre corpulento que les gritó furioso:

—¿Qué es todo este escándalo?

—¿Es usted el encargado? —preguntó Cato, contento de ver a alguien con autoridad a quien dirigir su queja.

Era tan terrible como en las tiendas de Roma. Se contrataba a personal incompetente, personas a quienes no les importaban los artículos ni sabían nada acerca de ellos. Se había visto obligado a reclamar a los encargados tantas veces al hacer compras para palacio, que sabía exactamente qué actitud adoptar.

—Trataba de explicar a este hombre…

—¿Quién demonios eres tú? —rugió el intendente.

—Quinto Licinio Cato, optio de la segunda legión, cuarta cohorte.

El intendente frunció el ceño un instante y luego soltó una risotada.

—¡Ah, ya me han hablado de ti! ¡Optio! ¡Ja! ¡Muy bien, optio! —sonrió—. ¿Qué problema hay?

—Mire. Sólo quiero que este hombre me dé una prenda de mi talla.

—¡¿Me permites?! —el intendente extendió la mano para coger la túnica, y Cato se la ofreció gustosamente.

El intendente examinó detalladamente la túnica; pasó la mano sobre las rudimentarias puntadas y la sostuvo cerca de la luz que venía de los postigos abiertos.

—Sí —dijo finalmente—. Es una túnica normal, en perfecto estado. No tiene ninguna tara.

—Pero…

—Y llámame «señor»…, ¡maldito mocoso advenedizo!

Cato abrió la boca para expresar su indignación, pero se mordió la lengua.

—Sí, señor.

—Vamos. Ve a recoger el resto del equipo.

El intendente se dirigió hacia su despacho, y entonces se dio cuenta de que todo el mundo había interrumpido sus quehaceres para disfrutar del espectáculo.

—¿Qué demonios estáis mirando?

La sala de intendencia recuperó su actividad, y los nuevos reclutas continuaron recogiendo el equipo que se les asignaba. Cato se encogió de hombros, plegó la túnica y se quedó de pie junto al mostrador, a la espera de que el ayudante terminara de apilar su ropa y equipo sobre la abollada superficie de madera. Aparte de la túnica, había un par de pantalones de lana, un jubón de cuero amarillo, una gruesa capa roja impermeabilizada con grasa de animal, unas botas con la suela cubierta de clavos de hierro y un plato de campaña. El ayudante deslizó hacia Cato una tabla.

—Firma aquí o pon tu sello.

—¿Qué es esto?

—Un recibo para tus ropas de civil.

—¿Cómo?

—No está permitido quedarse con la ropa. Me la das a mí después de ponerte el uniforme. Te la vendemos en el mercado y te damos el recaudo obtenido.

—¡Me niego en rotundo! —exclamó Cato.

El ayudante se dio la vuelta hacia el despacho y abrió la boca para llamar.

—¡Espera! —Se adelantó Cato—. Firmaré. Pero ¿es imprescindible venderlos? Quiero quedarme con las botas y la capa de viaje.

—Los reclutas deben llevar uniforme. No puedes ir vestido de cualquier manera. De todas formas, tampoco hay espacio para guardar ropa. Pero te prometo que los venderemos a buen precio.

Por algún motivo, Cato dudaba de que le dieran mucho a cambio de su ropa.

—¿Cómo puedo estar seguro de que me daréis toda la suma?

—¿Me estás acusando de fraudulencia? —replicó a su vez el ayudante, indignado.

Cato se quitó la ropa lentamente y se vistió con la túnica que le habían dado. Le quedaba tan mal como había imaginado, y le recordaba a las túnicas cortas que llevaban las prostitutas de Roma. Los pantalones eran incómodos y se los tenía que atar bien sobre las caderas para evitar que se le cayeran. Y, además, picaban sobremanera. Igual de incómodas eran las pesadas botas militares, hechas de cuero grueso y con cordones duros. Los tacos de hierro de la suela hacían un ruido metálico al andar sobre la losa. Algunos de los reclutas más jóvenes se divertían haciendo saltar chispas al rozar el suelo con las botas, hasta que el intendente asomó la cabeza por la puerta y les gritó que dejaran de hacerlo. Una vez Cato se hubo calzado y atado las botas, se pasó el pesado jubón de cuero por la cabeza y se abrochó las hebillas que había a cada lado. No era tarea fácil, ya que el cuero del jubón nuevo era duro. Era difícil inclinarse hacia delante, y sólo pudo alcanzar a atarse los cordones con un gran esfuerzo. Se dio cuenta de que, por algún motivo, su jubón tenía una pieza de ropa blanca cosida sobre el hombro derecho. Echó una ojeada al resto de reclutas y vio que su jubón era el único que tenía un parche.

La puerta principal que conducía al edificio de intendencia se oscureció un instante, y Cato alzó la vista para ver entrar al centurión Bestia. Éste se plantó justo en el centro de la sala moviendo la cabeza en señal de lástima al contemplar a los nuevos reclutas, al tiempo que daba golpecitos contra sus grebas plateadas con el extremo del bastón.

—¡Estaos quietos! —gritó, y la sala quedó en silencio al instante.

Al empezar a marchar pausadamente a lo largo de la sala, los reclutas fueron apoyándose contra la pared. Entonces Bestia bramó con sorna:

—¡Ja! ¡Nunca había visto semejante grupo de mujeres! Muy bien, chicas…, ¡salid fuera ahora mismo!

La lluvia se había disipado al salir el sol, que brillaba a través de una tenue neblina. Sobre la piel se sentía el frescor del aire frío, y la fortaleza bullía de actividad. A Bestia le encantaba adiestrar a nuevos reclutas. Como buen instructor, había acumulado una serie de invectivas para cualquier situación y había asumido sin problemas el papel de hombre inflexible con cierta preocupación ferviente por los soldados a su cargo. Con el tiempo, despertaría su admiración por él…, aunque tal vez no en todos.

Al pasar la mirada por las filas, Bestia la detuvo en Cato, cuya cabeza sobresalía entre todas y cuya altura se acentuaba al estar a la izquierda de Pulcher.

—¡Tú! ¡Sí, tú, amigo del emperador! —gritó Bestia, al acercarse a Cato y dar un golpe sobre el parche blanco con el bastón—. ¿Qué demonios es esto?

Cato se estremeció.

—No lo sé, señor.

—¡Que no lo sabes! ¿Cuánto tiempo hace que estás en el ejército? ¡Casi medio día, y todavía no sabes reconocer insignias de rango!

De pie justo frente a Cato, le fulminaba con la mirada a poco menos de un palmo de distancia.

—¿Qué clase de soldado eres, maldita sea?

—No lo sé, señor, yo…

—¡No bajes la vista cuando yo te hable! —Bestia le salpicó con saliva al gritar—. ¡Mantén los malditos ojos al frente! Siempre. ¿Me entiendes?

Cato miró al frente enseguida y se cuadró.

—Sí, señor.

—¿Por qué motivo llevas una insignia de optio?

—Porque soy un optio, señor.

—¡Y un carajo! —Gritó Bestia—. No ascendemos a las damas de la noche a la mañana.

—De hecho, fui nombrado optio anoche, señor —explicó Cato.

—De modo que optio hoy, centurión mañana, tribuno pasado mañana… ¡A este paso serás Emperador al final de la semana! ¿Te crees que soy idiota, muchacho?

—Disculpe, señor —dijo uno de los instructores en voz baja detrás de Bestia—. El chico es optio.

—¿Qué? —Bestia señaló a Cato con el dedo gordo—. ¿Éste?

—Eso me temo, señor. Lo nombró el legado. Ha sido incluido en la nueva lista de turnos, señor —el instructor le mostró una tabla encerada y le indicó el nombre de Cato.

—Quinto Licinio Cato, optio —leyó Bestia en voz alta. Luego se volvió a Cato con una mirada amenazante—. ¡Así que eso decía la carta! Amigos en puestos importantes, ¿eh? Pues no te servirá de nada. Puede que seas optio, pero estás en la instrucción básica y recibirás el mismo trato que los demás. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—De hecho —Bestia se acercó a él y le susurró—, te trataré peor. Ya que te han nombrado optio, tendrás que ganarte el puesto.

Entonces se dio la vuelta y se alejó de Cato. Se situó a unos diez pasos de la primera fila de reclutas.

—Primera lección, señoritas. La posición de firmes. Vuestros instructores os han organizado en tres filas, a un paso exacto de distancia del hombre a vuestro lado, y a dos entre filas. Recordad vuestra posición. En adelante, cuando os ordene formar filas, iréis inmediatamente al lugar donde estáis ahora. La postura correcta para cuadrarse sin armas es ésta.

Bestia soltó el bastón y se irguió, sacó pecho, echó los hombros hacia atrás, levantó la barbilla y puso los brazos rectos con las palmas de las manos abiertas, pegadas a los muslos. Hizo una pausa para dirigirse a los reclutas.

—¿Lo veis? Muy bien, a ver cómo lo hacéis.

Con cierta vergüenza, los reclutas hicieron lo que pudieron para adoptar la postura, mientras los instructores pasaban por las filas para corregirlos en caso necesario. Una vez satisfechos, Bestia continuó.

—Lo siguiente. Cuando estéis cuadrados, siempre debéis tener la mirada al frente, pase lo que pase. Y cuando digo pase lo que pase, es pase lo que pase, señoritas. Si Venus en persona pasa a caballo con una corte de cien vírgenes desnudas y veo que alguno de vosotros mueve siquiera un ojo, lo moleré a palos. ¿Entendido? ¡He dicho: ¿entendido?!

Los reclutas se estremecieron antes de contestar azorados con una ola de síes.

—¡Más alto! ¡Esta vez quiero oíros, maldita sea!

—¡¡Sí, señor!! —gritaron los reclutas.

—Mejor… —Bestia sonrió—. Ahora cada uno forma parte de un mismo cuerpo. De ahora en adelante, os moveréis, hablaréis y pensaréis como uno solo… De acuerdo, al armero a buscar vuestras armas. En cuanto yo diga: «Listos para marchar…, ¡en marcha!», abriréis el paso con el pie izquierdo y sin perder la posición. Yo marcaré el paso. Marcharemos a paso lento. Bien, señoritas. ¡Listos para marchar! ¡En marcha! Izquierda. Derecha… Izquierda… Izquierda… Izquierda.

Con el centurión al frente y flanqueados por los instructores, los reclutas iniciaron la marcha a paso lento en una columna desordenada. Cato trataba de seguir el ritmo, pero el recluta que tenía delante, Pulcher, tenía un paso corto, y debía hacer un esfuerzo para acortar el suyo con tal de no chocar con él. Hacía falta mucha fe para creer que dos hombres de tan dispares tamaños pudieran marchar en fila al mismo paso. Como si los dioses hubieran querido comprobarlo, Cato tropezó con el tobillo de Pulcher.

—¡Joder! ¡Ve con cuidado, cretino! —le dijo Pulcher furioso.

—¡Vosotros! ¡No se habla en la fila! —Les gritó un instructor—. ¡Estáis de instrucción! ¡Moveos!

El bajo y fornido recluta miró a Cato con mala cara y recuperó la marcha al instante. Momentos después, Pulcher le dijo entre dientes sin mirar atrás:

—Pagarás por esto, amigo.

—Lo siento —replicó Cato.

—Sentirlo no basta.

—Ha sido sin querer.

—Mala suerte.

—Pero…

—¡Callaos de una maldita vez antes de meterme en un lío!

Cato siguió la marcha detrás de Pulcher, procurando mantener una distancia prudencial de los pies de Pulcher.

Los reclutas parecían confusos, pensó Macro sonriéndose al observarlos desde el escritorio del armero jefe. A todos se les daban los pertrechos que les correspondían tras firmar: el casco, la cota de malla y la daga, y caminaban con aire ufano por el arsenal, como Macro había visto hacer a cientos de reclutas tantas otras veces. La ilusión de vestir un uniforme de soldado por primera vez era normal, y los reclutas se miraban los unos a los otros con admiración. Luego, los armeros empezaron a entregar las pesadas espadas de madera, los grandes escudos de mimbre y las lanzas para la instrucción. Los reclutas miraban las armas atónitos, sosteniéndolas en alto, indignados.

—Siempre igual, ¿verdad? —dijo Macro con una sonrisa.

—La ilusión dura un día —replicó Escévola—. Nunca aprenden. ¿Qué les pasa a los jóvenes de hoy?

—Los problemas de siempre. Tú también pasaste por ello en su momento.

—¡Gilipolleces! —Escévola escupió—. Dime, joven Macro, ¿qué haces tú aquí? Hace un año que no te veía. La última vez, cuando nos tomamos unos tragos tranquilamente, eras un miserable legionario. Y ahora mírate: la maldita legión queda atrás. —Alzó la vista y vio cómo brillaban los ojos del centurión—. Si has venido para acabar conmigo…

—Esta vez no. —Macro le sonrió y alzó su copa—. Sólo he venido a compartir un poco de vino con un veterano y a charlar sobre las extrañas noticias.

—¡Las extrañas noticias! —Exclamó Escévola con desdén—. Ya sé por qué has venido.

—¿Ah, sí?

—No tendrá nada que ver con el maldito inventario que te ha encargado el legado, ¿verdad?

—Por supuesto que no. —Macro alzó el frasco y llenó la copa de Escévola—. ¿Por qué iba a interesarme por eso?

—Serías el único de la legión que no se interesara —Escévola tomó un trago—. En fin, no puedo decir nada: son órdenes.

—Sí, claro —repitió Macro con insidia—. Son órdenes. Me pregunto adonde nos envían. Espero que sea un lugar cálido, para variar. Estoy hasta las narices de Germania. Te congelas en invierno y te asas en verano; y es imposible encontrar un buen vino…, es decir, a buen precio.

Macro enfatizó la última observación. El vino que estaban tomando era de la última garrafa de falerno que Macro guardaba, y era mucho mejor que el brebaje agrio de los galos que vendían los comerciantes de la zona. Esperaba que Escévola apreciara el detalle, y, asimismo, que el vino le hiciera hablar. Macro no sólo lo hacía por curiosidad: un centurión tenía que hacer planes de antemano. Era útil saber adonde iba a ser enviada la legión para poder así preparar el traslado y comprar lo necesario para el viaje antes de que la noticia se hiciera oficial, las provisiones volaran y los comerciantes subieran los precios. Escévola se terminó de un trago la copa, y Macro la rellenó inmediatamente.

—Cualquiera que sea el destino que nos toque, espero que haya buena bebida.

—¡Lo dudo! —Exclamó Escévola con un bufido—. Más vale que aproveches este vino ahora. No habrá mucho que beber allá.

—¿Nada de nada? —Macro fingió pavor.

—Nada —respondió Escévola y, acto seguido, se levantó bruscamente para gritar por detrás de Macro—. ¡A esa maldita espada no le pasa nada! ¡Sujétala bien!

Macro le dio la vuelta al taburete para buscar con la mirada el objeto de la furia de Escévola. Como cabía esperar, allí estaba aquel chico nuevo de mil demonios. Examinaba su espada de madera, que tenía cogida por la punta.

—Pero señor, esta espada no es de verdad: es de madera.

—Claro que es de madera.

Bestia se abrió camino vociferando entre la multitud de reclutas para ver qué era aquel alboroto.

—¿Qué ocurre? ¿Ya vuelves a dar problemas? ¿Qué pasa ahora? ¿La espada no es de tu talla?

—No, señor. Es de madera. No es una espada de verdad, señor.

—¿De madera? Por supuesto. No es una espada de verdad porque tú no eres un soldado de verdad. Si llegas a ser un soldado de verdad, tendrás el juguete de verdad —Bestia respiró hondo para dirigirse a gritos a todos los reclutas—. Como muchos de vosotros os habréis dado cuenta, al igual que este mocoso, las armas que se os han dado no son auténticas. Porque, sencillamente, no os merecéis las auténticas. Si os diéramos armas de verdad, señoritas, os lesionaríais las unas a las otras en un santiamén. Al ejército no le interesa ahorrarle al enemigo el esfuerzo. Antes de poder manejar una espada, debéis aprender a respetarla. Debéis aprender a usarla correctamente. Lo mismo ocurre con la lanza. Puede que las armas os parezcan pesadas. Es porque pesan el doble que las normales. Sois escoria débil e inútil y tenemos que haceros fuertes y convertiros en hombres. Y eso sólo es posible con una buena instrucción y mucho ejercicio, y no será poco, señoritas. De modo que acostumbraos al peso. El cinturón de la espada debe abrocharse con la espada a la derecha, ¡y no a la izquierda! Ahí sólo la llevan los oficiales. Coged la lanza con la mano derecha, el escudo con la izquierda…, y salid en cuatro filas… ¡Inmediatamente!

Los reclutas dejaron en el suelo escudos y lanzas y forcejearon con las duras hebillas de los cinturones antes de recoger su equipo y salir corriendo hacia la puerta.

—Este vino es excelente —observó Escévola—. ¿Nos tomamos otro trago?

Quedaba poco vino en el frasco, y Macro se aseguró de que Escévola se llevara la mejor parte; él se reservaría lo que quedara.

—¿De qué hablábamos? —preguntó Escévola.

—De la bebida. Decías que allí adonde envían a la legión, el vino deja mucho que desear.

—¿Eso he dicho? —Escévola levantó las cejas.

—Imagino que te refieres a Extremo Oriente —siguió diciendo Macro fingiendo indiferencia—. Allí no hay nada que valga la pena. Sólo esa mierda que hacen con leche de cabra fermentada, según he oído. O peor, si nos envían a Judea.

Observó la cara de Escévola para ver si reaccionaba, pero el armero jefe se limitó a dar otro trago de vino y una cabezada.

—Puede que sea Judea… Puede que no.

Macro suspiró frustrado: sacarle información a aquel viejo astuto era más difícil que contraer la gonorrea de una vestal. Decidió indagar por otra vía.

—Dime, ¿has encargado alguna túnica de tela ligera?

—¿Por qué iba a hacerlo? —Se extrañó Escévola—. ¿Por qué demonios iba yo a encargar una túnica de ésas?

Macro respiró hondo para tratar de contener su creciente irritación por la forma soberbia en que Escévola eludía la respuesta que buscaba.

—Mira, Escévola. Dime lo que sabes. Una sola palabra. Tan sólo el nombre del lugar al que vamos. El nombre de la provincia me basta. Y te prometo que no se lo diré a nadie. Tienes mi palabra.

—Sí, claro —Escévola sonrió—. Hasta que alguien te venga con un frasco de vino para soltarte la lengua. Acato órdenes. El legado quiere mantenerlo en secreto el máximo tiempo posible.

—Pero, ¿por qué?

—Digamos que a los hombres no les hará mucha gracia saber adonde nos envían —Escévola apuró su copa—. Ahora debo volver al trabajo. Vespasiano quiere que el inventario se termine lo antes posible.

—Muy bien, gracias —dijo Macro en tono resentido, al levantarse de la mesa—. Gracias por nada.

—¡No hay de qué! —Replicó Escévola con una sonrisa—. Pásate por aquí cuando quieras.

Macro no respondió, y ya de camino a la puerta, Escévola lo llamó:

—¡Ah, Macro, a propósito!

—¿Sí?

—Si pasas por aquí, trae más de ese vino. Macro apretó los dientes de rabia y salió de la armería a grandes pasos.