Los guardias a la puerta del edificio del cuartel general cruzaron las lanzas en cuanto vieron salir a dos personas de la oscuridad: una llevaba el yelmo con cresta propio de un centurión y la otra era un joven desaliñado. Entraron en el pórtico, a la luz de las antorchas sujetas con abrazaderas.
—La contraseña.
—Puerco espín.
—¿De qué se trata, señor?
—Este chico trae un despacho para el legado.
—Un momento, señor.
El guardia se dirigió hacia el patio interior y los dejó bajo la atenta mirada de los otros guardias, tres hombres corpulentos, seleccionados para formar parte de la escolta del legado. Macro se desabrochó la correa de la barbilla y se quitó el casco para sujetarlo bajo el brazo, listo para presentarse ante un superior. Cato dejó caer el suyo sobre la espalda y se apartó las greñas a un lado. Durante la espera, Macro se dio cuenta de que el joven se miraba minuciosamente, a pesar de los escalofríos. Macro se compadeció de él al recordarse a sí mismo a la espera de ser admitido en el ejército: la emoción se mezclaba con el miedo a un mundo completamente desconocido de normas estrictas, peligros y una vida dura, lejos de la comodidad del hogar.
Cato empezó a escurrirse el agua de la capa y pronto se formó un charco a sus pies.
—¡Deja de hacer eso! —saltó Macro—. Lo estás poniendo todo perdido. Ya te secarás después.
Cato le miró con la capa entre las manos. Iba a quejarse cuando se dio cuenta de que los otros soldados le miraban con desaprobación.
—Lo siento mucho —murmuró y soltó la capa.
—Mira, muchacho —dijo Macro lo más amablemente posible—, a nadie le importa que un soldado esté hecho un desastre si no puede evitarlo. Lo que molesta es un soldado que no se está quieto. Eso crispa los nervios. ¿Verdad, chicos?
Se dio la vuelta a los guardias, que asintieron con la cabeza rotundamente.
—Así que, a partir de ahora, estate quieto. Acostúmbrate a no moverte y a esperar. Te darás cuenta de que así es como pasamos la mayor parte del tiempo.
Los guardias suspiraron en un gesto de conformidad. Se acercaron unos pasos procedentes del patio interior y el guardia volvió al pórtico.
—Por favor, señor, sígame. El chico también.
—¿Nos va a recibir el legado?
—No lo sé, señor. Me han ordenado escoltarles hasta el tribuno superior. Por aquí, por favor.
Atravesaron un arco y llegaron a un patio rodeado de un pasillo cubierto. El agua de la lluvia se derramaba por las tejas y caía a chorros por los canalones que la desviaban a la calle. El guardia los llevó a un lado del patio hasta una entrada situada en el lado opuesto al pórtico. Tras la puerta, el edificio se ensanchaba en una gran sala con oficinas a cada lado y, al fondo, una enorme cortina púrpura cubría el altar de la legión. Dos portaestandartes con las espadas desenvainadas estaban cuadrados frente a la cortina. El guardia torció a la izquierda, se detuvo ante una puerta y llamó dos veces.
—Adelante —invitó a entrar una voz, y el guardia abrió la puerta al instante.
Macro entró el primero e hizo señas a Cato para que le siguiera. Era una sala estrecha, pero se prolongaba lo suficiente para albergar una mesa a lo largo de una pared y un estante de pergaminos al fondo. Sentado a la mesa había un tribuno. Macro lo conocía de vista, Aulo Vitelio, un mujeriego de Roma que había decidido decantarse por la carrera política a partir de la administración de la legión. Vitelio era un hombre gordo cuya piel aceitunada revelaba su origen del sur de Italia. Al entrar las visitas, echó su silla hacia atrás y se volvió hacia ellos.
—¿Dónde está esa carta? —Tenía una voz cavernosa y mostraba cierta impaciencia.
Macro se la entregó y dio un paso atrás. Cato permaneció a su lado en silencio, junto al brasero. Sonrió de satisfacción al sentir el calor en el cuerpo y dejó de temblar.
Vitelio echó una mirada rápida a la carta y pasó los dedos por el sello imperial, muerto de curiosidad.
—¿Sabes qué es esto?
—El chico dice que es…
—No te pregunto a ti, centurión… ¿Y bien?
—Creo que se trata de una carta personal del emperador Claudio, señor —contestó Cato.
Al tribuno no le pasó desapercibido el carácter «personal» que recalcó Cato, y aquél clavó una mirada fría sobre el muchacho.
—¿Y qué crees que pueda ser tan personal que el emperador te haya confiado a ti la entrega de la misma?
—No lo sé, señor.
—Exacto. De modo que puedes dejármela e irte tranquilo. Me encargaré de que el legado la reciba a su debido tiempo. Pueden retirarse.
Macro se dirigió de inmediato hacia la puerta, pero el joven recluta vaciló.
—Disculpe, señor. ¿Me permite la carta?
Vitelio levantó la vista atónito, al tiempo que Macro agarraba del brazo al chico.
—Vamonos, muchacho. El tribuno es un hombre ocupado.
—Se me ordenó que lo entregara en persona, señor.
—¿Cómo te atreves? —dijo Vitelio en voz baja juntando las cejas, a la vez que el fuego del brasero se reflejaba sobre unos ojos oscuros.
Por un instante Macro observó el intercambio de expresiones; la ira contenida del tribuno frente al miedo y desafío del muchacho. En un gesto repentino, el tribuno dirigió su mirada al centurión y forzó una sonrisa.
—De acuerdo. En persona será. —Vitelio se levantó con el pergamino en la mano—. Acompáñame.
Vitelio les condujo a través de un corto pasillo en pendiente que desembocaba en una antecámara, donde el secretario del legado trabajaba en una mesa colocada junto a una enorme puerta tachonada. Éste alzó la cabeza al verlos y, ante la presencia de Vitelio, se levantó con aire cansino.
—¿Puedo ver al legado? —preguntó Vitelio en tono firme.
—¿Es urgente, señor?
—Se trata de un envío del emperador.
Vitelio extendió el brazo para mostrar el sello. El secretario llamó enseguida al despacho del legado sin esperar respuesta, entró y cerró la puerta. Se hizo un silencio, y luego la puerta volvió a abrirse. El secretario hizo pasar a Vitelio y ordenó con la mano a los otros que esperaran. Desde fuera, Macro oyó perfectamente a Vespasiano levantar el tono de voz, interrumpido por algún monosílabo de Vitelio. El rapapolvo no duró demasiado, pero el tribuno procuró fulminar con la mirada al centurión al pasar junto a él, de camino a la oficina de la sala de administración.
—El legado les espera —el secretario les hizo una señal con el dedo.
Macro estaba furioso con Bestia. Él se encargaría de aquella maldita carta. Se le había ordenado acompañar al muchacho al cuartel general, y estaba a punto de enfrentarse a la ira del legado por hacerle perder su valioso tiempo. Si el legado podía hacer callar a gritos al tribuno, sólo los dioses sabían qué haría con un humilde centurión. Y todo por culpa del maldito chico. En un acto reflejo, Macro pasó al joven la mirada que había recibido de Vitelio y tragó saliva, nervioso, al cruzar a paso rápido la puerta, ante la presencia del orgulloso secretario. En aquel momento habría preferido luchar él solo contra diez guerreros galos.
Como cabía esperar, el despacho del legado era espacioso. La parte del fondo albergaba una mesa con la parte superior de mármol tras la que se sentaba Tito Flavio Sabino Vespasiano, quien levantó la vista de la carta con el ceño fruncido.
—Bien, centurión. ¿Qué haces aquí?
—¿Señor?
—Deberías estar de guardia.
—Obedezco órdenes, señor. Se me ordenó acompañar a este nuevo recluta al cuartel general y asegurarme de que le llegaba la carta.
—¿Quién te envía?
—Lucio Batacio Bestia. Me está relevando hasta que vuelva, señor.
—¿Te está relevando? —Vespasiano frunció el ceño. Luego miró al joven recluta de pie, junto a Macro, inmóvil para destacar lo menos posible. El legado escrutó de un vistazo al chico para sopesar su potencial—. ¿Tú eres Quinto Licinio Cato?
—Sí, señor.
—¿De palacio? —Sí, señor.
—No es muy normal, que se diga —dijo Vespasiano en tono pensativo—. De palacio no salen demasiados reclutas para las legiones, a excepción de mi esposa; hasta a ella le está costando adaptarse a las míseras estancias privadas del legado. Dudo que nuestro estilo de vida sea de tu agrado, pero ahora eres un soldado, y no hay más.
—Sí, señor.
—Esta carta —Vespasiano agitó el manuscrito— es un mensaje de presentación. Por lo general, mi secretario se encarga de este tipo de asuntos banales porque yo tengo mejores cosas que hacer, como por ejemplo, estar al mando de la legión. De modo que puedes figurarte hasta qué punto me ha irritado que el tribuno perdiera su tiempo y, más todavía, el mío, con este asunto. —Vespasiano hizo una pausa, y los dos subordinados se empequeñecieron bajo su mirada. Luego prosiguió con un tono más moderado—: Sin embargo, dado que esta carta es de Claudio, como bien sabéis, debo respetar su poder para molestar a uno de sus legados con detalles insignificantes. Me dice que en agradecimiento al servicio prestado por tu padre a Roma en sus últimos años de vida te convierte en un hombre libre, y desea que te nombre centurión de mi legión.
—Oh —contestó Cato—. ¿Eso es algo bueno, señor?
Macro resopló de furia por un momento antes de recuperar el control y apretar los puños contra los muslos.
—¿Ocurre algo, centurión? —preguntó Vespasiano.
—No, señor —alcanzó a mascullar Macro entre dientes.
—Bien, Cato —siguió diciendo Vespasiano en tono templado—, a pesar de los deseos del Emperador, no cabe la posibilidad de que yo te nombre centurión. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis, señor. Cumpliré diecisiete el mes que viene.
—Dieciséis… Apenas eres adulto. Es evidente que eres demasiado joven para estar al mando de un grupo de hombres.
—Si me permite, señor, Alejandro sólo tenía dieciséis años cuando dirigió a su primer ejército en una batalla.
Los cejas de Vespasiano se levantaron en un gesto de sorpresa.
—¿Te comparas con Alejandro? ¿Qué sabes de asuntos militares?
—He estudiado sobre el tema, señor. Conozco la obra de Jenofonte, Herodoto, Tito Livio y, por supuesto, Julio César.
—Y ello hace de ti un experto en el ejército romano moderno, ¿verdad? —Vespasiano estaba disfrutando con la desmedida soberbia del joven—. En fin, debo decir que desearía que todos nuestros reclutas fueran tan duchos en el arte de la guerra. Sería toda una novedad que un ejército usara el intelecto en vez de la fuerza. Sería algo realmente distinto, ¿verdad, centurión?
—Sí, señor —contestó Macro—. Tendríamos jaqueca en vez de agujetas, señor.
Vespasiano miró a Macro con sorpresa.
—¿Eso pretendía ser un chiste, centurión? No apruebo que los oficiales subalternos se hagan los graciosos. Esto es el ejército, no una comedia de Plauto.
—Sí, señor. ¿Quién, señor?
—Un dramaturgo —explicó Cato a Macro en tono paciente—. Plauto adaptó obras del teatro griego…
—Ya basta, hijo —interrumpió Vespasiano—. Resérvalo para las tertulias literarias, si es que vuelves algún día a Roma. Y ya está decidido: no serás centurión.
—Pero señor…
Vespasiano alzó una mano para hacerle callar y luego señaló a Macro:
—¿Ves a este hombre? Ahora es centurión. ¿Cómo te crees que llegó a serlo?
Cato se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, señor.
—¿Ni idea? Pues escucha: este hombre, Macro, ha sido legionario muchos años…, ¿cuántos, centurión?
—Catorce años, señor.
—Catorce años. Y en ese tiempo ha recorrido la mitad del mundo conocido. Este hombre ha luchado en sabe Júpiter cuántas batallas y cuántos combates menores. Ha sido adiestrado para usar todas las armas del ejército. Es capaz de recorrer más de trescientos kilómetros en un día cargado con el traje de campaña completo y los pertrechos. Ha sido instruido para nadar, construir caminos, puentes y fuertes. Es capaz de hacer todo esto y mucho más. Este hombre puso a salvo a sus hombres cuando los germanos les cortaron el paso en el otro extremo del Rin. Y entonces, y sólo entonces, se contempló la idea de ascenderle a centurión. Dime, de todo esto, ¿qué eres capaz de hacer tú? Ahora mismo.
Cato se detuvo un instante a pensar.
—Sé nadar, señor…, un poco.
—¿Te has planteado hacer carrera en la armada? —preguntó Vespasiano a la expectativa.
—No. Me mareo.
—Vaya. En fin, me temo que el hecho de saber nadar no te faculta para estar al mando de un grupo de hombres, pero ya que necesitaremos a todos los hombres que podamos adiestrar con vistas al próximo año, te permitiré alistarte en la segunda legión. Retírate… Es la forma de decir en el ejército «por favor, sé un buen muchacho y espera afuera».
—Sí, señor.
Una vez el joven salió por la puerta, Vespasiano movió la cabeza en un ademán de desaprobación.
—¿En qué se está convirtiendo el mundo? ¿Cree que podemos hacer de él un soldado, centurión?
—No, señor —respondió Macro inmediatamente—. El ejército es un lugar demasiado peligroso para críticos teatrales.
—También lo es Roma —suspiró Vespasiano, al recordar a aquellos que habían osado dar una opinión precipitada sobre la producción literaria más tardía de Calígula. Y la situación no había mejorado bajo el gobierno de Claudio, su sucesor.
El nuevo primer secretario, el liberto Narciso, tenía espías por todas partes, encargados de recopilar informes sobre la dudosa lealtad de cualquier romano que supusiera una mínima amenaza para el nuevo régimen. Tras el intento fallido de golpe de estado secundado por Escriboniano, en Roma se respiraba un clima pernicioso, y Vespasiano había sido informado recientemente de que habían detenido a varios amigos de su mujer. Hacía poco que Flavia, atemorizada, se había reunido con él en la base, y Vespasiano deseaba, si bien no por vez primera, que su esposa fuera más prudente al escoger sus amistades. Era lo que cabía esperar, pensaba Vespasiano, al casarse con una mujer que había sido educada en la alta esfera política de la familia imperial. Al igual que sucedía con el joven que esperaba tras la puerta. Vespasiano levantó la vista.
—De acuerdo, centurión, veremos qué se puede hacer respecto al joven Cato. ¿Está recuperada tu centuria? ¿No has perdido recientemente a tu asistente?
—Sí, señor. El optio ha muerto esta mañana.
—Bien, eso facilita las cosas. Alista al muchacho en tu centuria y nómbrale optio.
—¡Pero señor!
—Pero nada. Es una orden. No podemos nombrarle centurión y yo no puedo modificar demasiado un mandato imperial. De modo que es inevitable. Retírate.
—Sí, señor —Macro saludó, dio media vuelta y salió del despacho quejándose entre dientes.
Por tradición, el centurión era el encargado de financiar el puesto de optio, y no costaba poco dinero. Tendría que asegurarse, fuera como fuere, de que el chico no durara demasiado. Al fin y al cabo, un joven endeble de ciudad que no parecía querer estar en el ejército podía ser fácilmente inducido a pedir la baja si se le daba el empujón adecuado.
Cato le esperaba afuera. El muchacho esbozó media sonrisa y Macro se contuvo para no darle una patada.
—¿Qué se ha decidido, señor?
—Cállate y ven conmigo.
—Sí, señor.
—Muchachos, os presento al nuevo optio.
En el oscuro comedor las caras se volvieron hacia el centurión, iluminado con la pálida luz naranja de las pocas lámparas que podían permitirse. Una vez desplazaron la mirada del centurión al joven alto que había junto a él, pocos disimularon su asombro.
—¿Ha dicho…, el nuevo optio, señor? —preguntó alguien.
—Así es, Pírax.
—¿No es un poco…, en fin, joven?
—Parece que no —respondió Macro amargamente—. El emperador ha decretado un nuevo procedimiento de selección de oficiales subalternos. Hay que ser alto y flaco y saber de historia grecolatina. Y aquellos que se han tomado la molestia de leer extrañas obras literarias tienen un trato preferente.
Los hombres le miraban sin comprender nada, pero Macro estaba demasiado contrariado para dar una explicación convincente.
—Bien, aquí lo tenéis. Pírax, quiero que lo lleves ante mi administrativo. Inscríbelo y dale una placa. Formará parte de tu sección.
—Señor, pensaba que sólo los oficiales podían inscribir a los reclutas.
—Ahora estoy demasiado ocupado —bramó Macro—. De todas formas, es una orden. Lo dejo bajo tu responsabilidad. Así que en marcha.
Macro salió a toda prisa del comedor para dirigirse a su cuartel.
Piso esperaba en su pequeña oficina con algunos papeles.
—Señor, si es tan amable de firmar…
—Más tarde. —Macro le apremió agitando una mano y agarró de un tirón una capa seca—. Debo volver a hacer guardia.
Al cerrarse la puerta, Piso se encogió de hombros y volvió a su escritorio.
Algo más tarde, Cato estaba sentado sobre una litera de las habitaciones. Era tan alto que tocaba con la cabeza la paja que había bajo las tejas. Se estremeció al pensar si no habría ratas entre las vigas, y empezó a tocarse con nerviosismo la placa de plomo que le colgaba del cuello. En ella había grabados su nombre, el de la legión y el sello imperial. La llevaría con él hasta el día en que abandonara el ejército o muriera en combate. En tal caso, serviría para identificar su cadáver. Con la barbilla apoyada sobre las rodillas, Cato se preguntaba cómo iba a librarse de aquella espantosa situación. La habitación de su sección, con literas apiñadas para ocho hombres, no era mejor que uno de los establos reservados para los caballos de palacio.
¡Y aquellos hombres! Eran más bien animales. Pírax le había dado una vuelta de presentación por el comedor, y Cato había hecho un gran esfuerzo para disimular el asco que sentía de aquellos legionarios apestosos, borrachos, incapaces de contenerse los pedos y eructos. Por su parte, éstos no parecían saber con qué ojos mirarle, si bien se reflejaba en ellos cierto rencor. Al parecer, eran muchos los que se esforzaban por conseguir el puesto de optio. Nominalmente, Cato era su superior, pero ello no implicaba que fuera a ser tratado como tal.
Las conversaciones se limitaban a discutir sobre quién se había acostado con más mujeres, quién había matado a más bárbaros, quién escupía más lejos, quién se tiraba los pedos más fuerte… Tal vez fuera estimulante para los sentidos, pero no para la mente. Tras esperar un tiempo prudencial, Cato había pedido a Pírax si era tan amable de indicarle dónde estaba su habitación. Al preguntarlo, todo el comedor le miró boquiabierto, sin dar crédito a lo que habían oído. Cato intuyó entonces que había metido la pata, y pensó que si se acostaba temprano las cosas se calmarían.