Capítulo I

Una ráfaga de viento helado entró en la letrina al abrir la puerta el centinela.

—¡Se aproxima un carro, señor!

—¡Cierra la maldita puerta! ¿Algo más?

—Y una columna de pocos hombres.

—¿Soldados?

—Creo que no. —El centinela hizo una mueca—. A menos que haya habido cambios en la instrucción de la marcha.

El centurión de guardia levantó la vista con severidad:

—Creo que no te he pedido tu opinión acerca de las normas, soldado.

—¡No, señor!

El centinela se cuadró ante la mirada de su superior. Tan sólo unos meses antes, Lucio Cornelio Macro era un optio, y todavía no había asimilado el ascenso a centurión. Sus antiguos compañeros de rango aún le trataban como a un igual. Era difícil mostrar respeto por un hombre a quien hacía poco habían visto como una cuba, vomitando vino barato. Pero Macro sabía que, a lo largo de los meses previos al ascenso, los oficiales superiores habían contemplado la posibilidad de que ocupara la primera vacante en la categoría de centurión, y, por tanto, había procurado que sus indiscreciones fueran mínimas. Porque si valoraban sus cualidades en conjunto, Macro era un buen soldado —cuando servía como tal—, aplicado en su deber, digno de confianza y obediente; además, se podía contar con él para resistir en la lucha y motivar a los demás a hacer lo mismo.

De repente, Macro se dio cuenta de que hacía rato que miraba fijamente al centinela, y éste, como es natural, se sentía incómodo, al ser escrutado en silencio por un superior. Y un oficial podía ser un canalla imprevisible, pensó el centinela, inquieto. En cuanto se les otorgaba poder, no sabían qué hacer con él o se limitaban a dar órdenes retorcidas y estúpidas.

—¿Cuál es la orden, señor?

—¿Orden? —Macro frunció el ceño—. De acuerdo. Ahora voy. Vuelve al portón.

—Sí, señor.

El centinela dio media vuelta y salió rápidamente del cuarto de letrinas de los oficiales subalternos, ante la mirada fulminante de media docena de centuriones. Una norma sobreentendida era no permitir bajo ningún concepto la entrada a los soldados durante una reunión en las letrinas. Macro se aplicó el palo con la esponja, se subió los pantalones y se disculpó ante los otros centuriones para salir a toda prisa.

Era una noche desagradable y soplaba un frío viento del norte que traía la lluvia de los bosques germanos. Ésta caía con fuerza sobre todo el Rin y sobre la fortaleza, y entraba en ráfagas de aire helado entre los barracones. Macro sospechaba que no gustaba a sus nuevos compañeros y estaba decidido a demostrar que se equivocaban. Aunque su propósito no estaba surtiendo precisamente el efecto deseado. La tarea de administrar el mando de ochenta hombres se había convertido en una pesadilla: los pormenores de la distribución de las raciones, los turnos para la limpieza de las letrinas, los turnos de guardia, las inspecciones de armas, las inspecciones de barracones, los libros de castigos, los recibos de la adquisición de pertrechos, la distribución del forraje para los caballos de la sección, el control de pagos, ahorros y funerales.

La única ayuda de la que disponía para desempeñar todas estas obligaciones provenía del administrativo de las centurias, un tipo viejo y arrugado llamado Piso, de quien Macro presentía una actitud deshonesta o pura incompetencia. Macro no tenía forma posible de averiguarlo, ya que era casi analfabeto. Tenía conocimientos básicos sobre letras y números, era capaz de reconocer la mayoría de éstos de forma aislada, pero de aquí no pasaba. Y ahora era centurión, un rango que exigía ser letrado. El legado había dado por sentado que Macro sabía leer y escribir al aprobar su nombramiento. Si se descubría que era tan analfabeto como un granjero, sabía que sería degradado de inmediato. Hasta entonces había conseguido sortear el problema delegando en Piso los trámites burocráticos, alegando que sus otras tareas le ocupaban demasiado tiempo pero estaba seguro de que el administrativo empezaba a sospechar la verdad. Meneó la cabeza y se ajustó la capa al acercarse al portón de la fortaleza.

Era una noche cerrada y las nubes bajas oscurecían más el cielo, un claro indicio de que nevaría. Desde la penumbra se oían los sonidos propios de la vida en la fortaleza y que Macro ya conocía desde hacía doce años. Se oía a las mulas rebuznar en los establos al final de cada sección de barracones y a los soldados hablar y gritar desde las ventanas, a la luz temblorosa de las velas. En la barraca junto a la que pasaba, estalló una carcajada seguida de una risa femenina más aguda. Macro detuvo el paso y escuchó. Alguien había conseguido introducir a una mujer en el campamento. Ésta volvió a reír y empezó a hablar en latín con un fuerte acento, y su compañero la hizo callar al instante. Aquello suponía una flagrante violación del reglamento, y Macro se dio la vuelta con brusquedad para disponerse a entrar. Entonces se detuvo. Su deber era irrumpir en el lugar dando gritos de autoridad, enviar al soldado al cuartel militar y echar a la mujer del campamento. Pero esto significaba hacer una anotación en el libro de castigos, y, por tanto, tener que escribir.

Se contuvo, apartó la mano del cerrojo y volvió a la calle en silencio, al tiempo que la mujer soltaba otra risita que le remordió la conciencia. Echó un vistazo a su alrededor a fin de asegurarse de que nadie había presenciado su intento fallido de actuar y se apresuró hacia el portón sur. El maldito soldado se merecía una buena patada, y de haber pertenecido a su centuria se la habría propinado; nada de papeleo, una buena patada en las gónadas para asegurarse de que el castigo se correspondía con el delito. Además, por la voz, sólo podía tratarse de una de esas fulanas germanas del poblado próximo al campamento. Macro se consoló con la idea de que aquel legionario tal vez contrajera la gonorrea.

Pese a la oscuridad que envolvía las calles, Macro se desplazaba por instinto en la dirección correcta, pues todas las bases respondían al mismo plano en campamentos y fortalezas. En cuestión de minutos, llegó a la calle más ancha de la Vía Pretoria y se dirigió hacia al portón, donde la calle atravesaba los muros y se prolongaba hacia la parte sur del campamento base. El centinela que le había interrumpido en las letrinas le esperaba al pie de la escalera. Entró en la sala de guardia y subió la escalera de madera hasta la almena, donde un brasero proyectaba un resplandor cálido e incandescente. Cuatro legionarios jugaban a los dados en cuclillas junto al fuego. Tan pronto apareció la cabeza del centurión por las escaleras, se cuadraron.

—Descansad, muchachos —dijo Macro—. Seguid con lo que hacíais.

Cuando Macro levantó el pestillo, la puerta de la almena se abrió hacia dentro con un golpe de viento y el brasero se inflamó. Macro salió y cerró de un portazo. En el pasillo de guardia, el viento batía con fuerza y le rizaba la capa; tanto, que le arrancó el pasador del hombro izquierdo. Macro se estremeció y lo agarró para sujetarlo con fuerza contra su cuerpo.

—¿Dónde están?

El centinela miró con detenimiento a la oscuridad desde las almenas y apuntó su jabalina en dirección sur, hacia una luz diminuta que parpadeaba en la parte trasera de un carro. Macro forzó la vista y alcanzó a ver el contorno del vehículo y, tras éste, un grupo de hombres caminando a duras penas. Al final de la columna, avanzaba con más orden la escolta, cuyo trabajo consistía en no permitir que los rezagados interrumpieran la marcha. En total había unos doscientos hombres.

—¿Llamo a la guardia, señor?

Macro se dio la vuelta hacia el centinela:

—¿Qué has dicho?

—¿Llamo a la guardia, señor?

Macro le miró cansinamente. Siro era uno de los hombres más jóvenes de la centuria y, aunque Macro se sabía todos los nombres de los soldados bajo su mando, aún no conocía bien su forma de ser ni sabía sobre sus vidas.

—¿Hace tiempo que estás en el ejército?

—No, señor. En diciembre hará un año.

Macro pensó que no hacía mucho que había terminado la instrucción. Era evidente que seguía al pie de la letra las normas y las aplicaba en todo momento. Con el tiempo aprendería; sabría encontrar el punto medio entre atenerse a ellas de forma estricta y hacer lo necesario para salvar una situación.

—¿Por qué tenemos que llamar a la guardia?

—El reglamento lo exige, señor. Si un grupo de hombres no identificado se acerca al campamento, debe alertarse a la centuria de guardia para cubrir el portón y los muros.

Macro frunció el ceño sorprendido. Citaba de memoria. No cabía duda de que Siro se había tomado la instrucción en serio.

—¿Y luego qué?

—¿Señor?

—¿Qué pasa después?

—El centurión de guardia, una vez sopesada la situación, decide si es necesario dar la alerta general —contestó Siró sin variar el tono, y a continuación añadió—: señor.

—Muy bien hecho.

Macro sonrió y el centinela le devolvió la sonrisa aliviado, antes de que aquél se volviera para mirar la columna que se acercaba.

—Dime, ¿hasta qué punto crees que son una amenaza? ¿Te asustan, soldado? ¿Crees que esos doscientos van a cargar contra nosotros, escalar los muros y matar salvajemente a todos los soldados de la segunda legión? ¿Qué crees?

El centinela miró a Macro, miró atentamente hacia las luces unos instantes y se volvió avergonzado al centurión:

—No lo creo.

—No lo creo, señor —dijo Macro con brusquedad, al tiempo que le daba un golpe en el hombro.

—Disculpe, señor.

—Dime, Siro, ¿has prestado atención a las instrucciones para la guardia?

—Por supuesto, señor.

—¿Has prestado atención a cada detalle?

—Creo que sí, señor.

—Entonces recordarás que he dicho que esperábamos la llegada de un convoy de reemplazo, ¿no? Y no tendrías que haberme sacado de la letrina y estropearme una buena cagada.

El centinela estaba abatido y le costaba soportar la expresión de resignación del centurión.

—Lo siento, señor. No volverá a ocurrir.

—Procura que así sea. De lo contrario, te doblaré las guardias de aquí a que acabe el año. Reúne a los demás en el portón. Yo llamaré a filas.

Abochornado, el centinela saludó y volvió a la sala de guardia. Macro oyó a los soldados levantarse y bajar las escaleras de madera para dirigirse hacia el portón principal. Se sonrió. El muchacho era aplicado y se sentía culpable de su error. Lo suficiente para que no se repitiera. Eso estaba bien. Hasta ese punto se podía lograr que un soldado fuera de fiar, pues no se nace soldado, reflexionó Macro.

Una inesperada ráfaga de aire sacudió al centurión, y éste se refugió en la sala de guardia. Se situó junto al brasero y suspiró aliviado cuando el calor invadió su cuerpo. Momentos después, abrió el postigo de la ventana y miró hacia la oscuridad de la noche. El convoy estaba cerca y ya se distinguían el carro y los hombres de la siguiente columna. «Un lamentable grupo de reclutas —pensó—, sin un ápice de espíritu.» A pesar de avistar el refugio, seguían marchando con una penosa apatía.

De repente empezó a llover con más fuerza. Las gotas azotaban su piel, y ni aun así el convoy aligeró el paso. Macro sacudió la cabeza en un ademán de desesperación y empezó con las formalidades. Abrió el postigo principal, sacó la cabeza por la ventana y respiró hondo.

—¡Alto ahí! —gritó—. ¡Identifíquense!

El carro frenó a unos cincuenta metros del muro, y una figura junto al arriero se levantó para contestar:

—Convoy de refuerzo procedente de Aventico y escolta, Lucio Batacio Bestia al mando.

—¿Contraseña? —exigió Macro pese a conocer perfectamente a Bestia, el centurión superior de la segunda legión y, por tanto, muy por encima de su rango.

—Erizo. ¿Permiso para aproximarnos?

—Aproxímate, amigo.

El carretero apremió con el látigo a los bueyes para subir la cuesta que conducía al portalón, y Macro fue hasta el postigo de la fortaleza. Abajo, los centinelas se apiñaban a un lado para refugiarse de la lluvia.

—Abrid las puertas —ordenó Macro.

Uno de los soldados se apresuró a descorrer el cerrojo y los otros apartaron la barra. Las puertas de madera crujieron al abrirse de par en par cuando el carro ya había alcanzado el final de la cuesta y tomaba impulso para entrar en el campamento. Desde la sala de guardia, Macro observó al carro hacerse a un lado. Bestia saltó de su asiento para hacer señas con su bastón de vid a la procesión de nuevos reclutas, que iban cruzando el umbral empapados.

—¡Vamos, cretinos! ¡Moveos! ¡Deprisa! ¡Cuanto antes crucéis la puerta, antes entraréis en calor y antes os podréis secar!

Los reclutas, que habían seguido al carro a lo largo de más de trescientos kilómetros, empezaron a agruparse a su alrededor una vez dentro. La mayoría vestía capas de viaje y llevaba sus pertenencias en un atillo. Los más pobres no llevaban nada; algunos, ni siquiera tenían capas y temblaban bajo la lluvia y el viento helado. Al final había una cadena de presos que habían preferido el ejército a la cárcel.

Bestia enseguida se abrió paso entre la creciente multitud, apartando a los hombres con el bastón para hacerse un lugar entre ellos.

—¡No os quedéis ahí como borregos! Haced sitio para los soldados de verdad. Poneos al final de la calle y alineaos aquí. ¡¡Ahora mismo!!

El último de la fila cruzó a trompicones la entrada y siguió a los demás para ocupar un lugar en la línea irregular que se estaba formando frente al carro. Por último, la escolta de veinte hombres entró marcando el paso y se detuvo sincrónicamente al grito de mando de Bestia. Hizo un pausa para evidenciar la comparación. Mientras, Macro daba a los centinelas la orden de cerrar las puertas y volver a su trabajo. Bestia se volvió hacia los reclutas con las piernas abiertas y las manos sobre las caderas.

—Estos hombres —Bestia los señaló con la cabeza— son miembros de la segunda legión, la legión augusta, la más fuerte de todo el ejército romano, no lo olvidéis. No hay una sola tribu bárbara, por muy remota, que no haya oído hablar de nosotros ni sienta pánico hacia nosotros. La segunda legión es la unidad que ha matado a más escoria germana y la que más territorio suyo ha conquistado. Y todo porque preparamos a nuestros hombres para ser los luchadores más malvados, más despiadados y más duros del mundo civilizado… Vosotros, en cambio, sois un montón de inútiles fofos e insignificantes. Ni siquiera sois hombres. Sois la forma de vida menos digna de llamarse romana. Os desprecio a todos y voy a eliminar toda la escoria para que sólo los mejores entren a formar parte de mi querida segunda legión y sirvan bajo el águila. Os he estado observando desde Aventico y, señoritas, no me han impresionado precisamente. Os alistasteis y ahora sois todos míos. Os instruiré, os curtiré, os haré hombres. Y entonces, si estáis preparados, y cuando yo lo decida, sólo entonces, os permitiré ser legionarios. Si alguno de vosotros no me da hasta la última brizna de energía y dedicación, lo destrozaré con esto —levantó en alto el sarmiento retorcido para que todos lo vieran—. ¿Ha quedado claro, miserables?

Los reclutas asintieron en un murmullo; algunos, de tan cansados, lo hicieron con la cabeza.

—¿Qué se supone que ha sido eso? —Bestia gritó enfadado—. ¡No he oído una mierda!

Se acercó a los reclutas y agarró a uno por el cuello de la capa. Macro se percató de que éste no iba vestido como los demás. El corte de la capa era sin lugar a dudas caro, a pesar del barro endurecido que lo cubría. Era el soldado más alto, aunque delgado y de aspecto delicado: la víctima perfecta para un castigo ejemplar.

—¿Qué mierda es esto? ¿Qué carajo hace un soldado con una capa más cara de lo que yo me puedo permitir? ¿La has robado, muchacho?

—No —contestó el recluta con tranquilidad—. Me la dio un amigo.

Bestia le dio un golpe en el estómago con el bastón, y el recluta se dobló y cayó al suelo sobre un charco. Bestia le miraba con el bastón levantado, a punto para otro golpe.

—¡Cuando te dirijas a mí, di señor! ¿Entendido?

Macro vio cómo el joven respiraba con dificultad al intentar responder. Bestia le atizó un golpe más sobre la espalda, y el muchacho gritó.

—Te he hecho una pregunta.

—¡Sí, señor! —exclamó el recluta.

—¡Más alto!

—¡¡Sí, señor!!

—Eso está mejor. Veamos qué más tienes por aquí.

El centurión le cogió de un tirón la manta que le hacía las veces de bolsa y la abrió. El contenido de ésta se desparramó por el suelo enfangado: algunas mudas, un frasquito, algo de pan, dos pergaminos y un juego de caligrafía encuadernado en piel.

—¿Pero qué…? —el centurión centró la mirada en esto último. Luego la levantó lentamente—. ¿Qué es esto?

—Mis utensilios de escritura, señor.

—¿Utensilios de escritura? ¿Para qué quiere un legionario utensilios de escritura?

—Prometí escribir a mis amigos de Roma, señor.

—¿Tus amigos? —Bestia se sonrió—. ¿No tienes a una madre a la que escribir? ¿Ni a un padre? ¿Eh?

—Murió, señor.

—¿Sabes cómo se llamaba?

—Por supuesto, señor. Era…

—¡Silencio! —Bestia le interrumpió—. Me importa un carajo quién era. Aquí todos sois unos cretinos. Así que dime, cretino, ¿cómo te llamas?

—Quinto Licinio Cato…, señor.

—Bien, Cato, hay dos tipos de legionarios que saben escribir: los espías y los imbéciles que se creen tan buenos que van a llegar a oficiales. ¿A qué grupo perteneces tú?

El recluta le miró con recelo:

—A ninguno de los dos, señor.

—En ese caso, estos bártulos no te harán ninguna falta, ¿verdad? —Bestia dio una patada a los instrumentos y a los pergaminos, que cayeron en un canal de desagüe que había en medio de la calle.

—¡Cuidado, señor!

—¿Qué has dicho? —el centurión se dio la vuelta bruscamente con el bastón preparado—. ¿Qué me has dicho?

—He dicho cuidado, señor. Uno de esos pergaminos es un mensaje personal para el legado.

—¡Un mensaje personal para el legado! Muy bien, en ese caso…

Macro sonrió al ver al centurión vacilar por unos instantes. Había oído todo tipo de excusas y explicaciones, pero era la primera vez que oía una así. ¿Qué demonios hacía un recluta con un mensaje personal para el legado? Un gran misterio que además le había bajado los humos a Bestia. Aunque por poco tiempo: el centurión clavó el bastón en los pergaminos.

—Maldita sea, coge eso y tráelo aquí. Acabas de llegar y ya has puesto patas arriba el campamento. Miserables reclutas —se quejó—. Me dais ganas de vomitar. Ya me has oído. ¡Recógelo!

Mientras el recluta se agachaba a recoger sus pertenencias, Bestia gritó una serie de órdenes para asignar un grupo de reclutas a cada miembro de la escolta para que los condujeran a sus unidades correspondientes.

—¡Moveos! ¡¡Tú no!! —Bestia se refería al recluta solitario que había conseguido guardar sus pertenencias en la manta y ya se encaminaba, bajo la lluvia, hacia el grupo de soldados—. ¡Aquí! ¿Y vosotros qué miráis?

La escolta de legionarios empezó a destacar sus órdenes. Mientras se llamaba y agrupaba a los reclutas, Bestia agarró el pergamino que Cato le ofrecía. Resguardándolo como podía de la lluvia, leyó la dirección del lacre. Comprobó el sello, volvió a comprobar la dirección, e hizo una pausa para pensar en el siguiente paso. Al levantar la vista a la sala de guardia, descubrió a Macro sonriendo. Aquello le hizo tomar una determinación.

—¡Macro! ¡Mueve el culo y baja!

Instantes después Macro estaba cuadrado frente a Bestia, bajo la lluvia, que le hacía guiñar los ojos a cada gota que caía del ala de su casco.

—Parece auténtico. —Bestia sacudió el pergamino bajo la mirada del oficial subalterno—. Quiero que te lleves esto y que escoltes a nuestro amigo hasta el cuartel general.

—Estoy de guardia.

—Te sustituiré hasta que vuelvas. Moveos.

—¡Cretino! —renegó Macro para sí. Bestia no tenía ni idea de la importancia de la carta, ni siquiera de si era auténtica. Pero prefería no arriesgarse. En estos tiempos, las comunicaciones a los legados se transmitían por medios extraños, incluso cuando procedían de altos rangos. Mejor sería que otro cargara con la culpa, en caso de que la carta no tuviera ningún valor.

—Sí, señor —contestó Macro con desgana, al coger el pergamino.

—No tardes demasiado, Macro. Tengo una cama caliente esperándome.

Bestia se encaminó hacia la sala de guardia y subió las escaleras al abrigo del cuarto de centinelas. Macro lo fulminó con la mirada. Luego se dio la vuelta para echar un vistazo al nuevo recluta, el causante de la caminata bajo la lluvia hasta el edificio del cuartel general. Tuvo que alzar la cabeza para escrutar al muchacho, que le sacaba unos treinta centímetros. Bajo la capa de viaje había una mata de pelo negro que la lluvia había aplastado formando hebras desordenadas. Bajo una frente plana, dos ojos penetrantes destellaban a cada lado de una nariz larga y fina. El chico tenía la boca cerrada, pero el labio inferior temblaba ligeramente. Pese a tener la ropa empapada y salpicada de barro tras el largo viaje desde el depósito de Aventico, ésta era de una calidad sorprendente. En cuanto a los utensilios de escritura, los libros y la carta para el legado… Era evidente que aquel recluta tenía algo especial. Sabía qué era el dinero, pero, en tal caso, ¿por qué alistarse en el ejército?

—Cato, ¿verdad?

—Sí.

—A mí también se me llama señor —le dijo Macro con una sonrisa.

Cato se puso erguido en una posición parecida a la de firme y Macro se rió:

—Descansa, muchacho. Descansa. No desfilas hasta mañana por la mañana. Vamos a entregar esta carta.

Macro le dio un suave empujón y se dirigieron hacia el centro de la base, donde se divisaba el imponente edificio del cuartel general. De camino, miró detalladamente la carta por primera vez y soltó un silbido.

—¿Sabes qué significa este sello?

—Sí…, señor. Es el sello imperial.

—¿Y por qué el servicio imperial iba a utilizar a un recluta de mensajero?

—No tengo ni idea, señor —contestó Cato.

—¿De quién es?

—Del emperador.

Macro contuvo una exclamación. Decididamente, el chico había suscitado su interés. ¿Qué diablos hacía el emperador enviando un mensaje a través de un recluta miserable? A no ser que aquel muchacho fuera más importante de lo que parecía. Macro decidió que haría falta un acercamiento diplomático inusual si quería saber algo más.

—Disculpa la pregunta, pero ¿por qué estás aquí?

—¿Por qué estoy aquí, señor? Me he alistado al ejército, señor.

—¿Pero por qué? —insistió Macro.

—Por mi padre, señor. Antes de morir, estuvo en el servicio imperial.

—¿A qué se dedicaba?

Al ver que el chico no contestaba, le miró y vio que tenía la cabeza gacha y una expresión preocupada:

—Di.

—Era un esclavo, señor —la vergüenza al admitirlo era evidente, incluso para un tipo franco como Macro—. Antes de ser liberado por Tiberio. Yo nací poco antes.

—Qué duro —Macro le compadeció; la categoría de liberto no se heredaba—. Entiendo que tú fuiste emancipado poco después. ¿Te compró tu padre?

—No se le permitió, señor. No sé por qué razón, Tiberio no le dejó hacerlo. Mi padre murió hace unos meses. En su testamento pedía que se me liberara a condición de que siguiera sirviendo al Imperio. El emperador Claudio aceptó, siempre y cuando me alistara en el ejército, y aquí estoy.

—Hum. No es un trato excelente que digamos.

—No estoy de acuerdo, señor. Ahora soy libre. Es mejor que ser esclavo.

—¿De verdad lo crees? —Macro sonrió. No parecía un buen cambio de categoría: de las comodidades de palacio a la dura vida en el ejército, y la posibilidad ocasional de arriesgar la vida en la batalla. Macro había oído que algunos de los hombres más ricos y poderosos de Roma estaban entre los esclavos y libertos empleados en el servicio imperial.

—No importa, señor —terminó Cato en tono amargo—. Tampoco tuve ninguna posibilidad de escoger.