43

Había dormido junto a James después de introducirse como un polizón silencioso en la cama casi a las cuatro de la madrugada, sabiendo que debía dormir y temiendo no poder hacerlo debido a la inquietud reinante en su interior. Sin embargo, se había dormido enseguida, y el sueño había tenido la proporción de tibieza y reparo que necesitaba su cuerpo, pero sobre todo su mente. Despertó antes del amanecer, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo serena y centrada. Bajó a la sala, se demoró encendiendo la lumbre en la chimenea, en aquel ritual que había realizado cada mañana desde niña y que hacía tantos años que no repetía. Se sentó frente al fuego, que tímidamente iba avivándose y… Lo consiguió. Reset. «Era un buen consejo, agente analista Dupree», pensó Amaia. Y dio resultados inmediatos.

Fermín Montes despertó en la habitación del hotel Baztán en la que había pasado la noche con Flora. Sobre la almohada, una nota que decía: «Eres maravilloso. Te llamaré más tarde. Flora». La tomó en las manos y la besó con sonoridad. Sonrió, se estiró hasta tocar la cabecera acolchada y canturreando una cancioncilla se metió en la ducha, sin poder dejar de pensar ni un instante en el milagro que suponía haber conocido a esa mujer. Por primera vez desde hacía más de un año la vida cobraba significado para él, porque en los últimos meses, y ahora lo sabía mejor que nunca, había sido un muerto que camina, un zombi esforzado en dar una apariencia de vida ilusoria que ahora no podía parecerle más falsa. Flora era el milagro que lo había resucitado, animando un corazón que no latía, como un desfibrilador humano que sin previo aviso y de una fuerte sacudida lo había puesto a funcionar. Flora había llegado imponiéndose, arrasando, se había instalado en su vida sin pedir permiso y haciéndole recuperar el sentido y la dirección. Le sorprendió su fuerza nada más conocerla, el carácter fuerte e indómito de una mujer que se había hecho a sí misma, que había levantado su negocio y velado por su familia. Sonrió de nuevo al pensar en ella, en su cuerpo cálido entre las sábanas. Casi había temido el momento tanto como lo había ansiado, porque la carga de veneno que su esposa había dejado al abandonarlo se había ido liberando lentamente durante los últimos meses, actuando como una castración química que le había impedido tener sexo con ninguna mujer desde que ella se fue. Su rostro se nubló al rememorar las palabras de la despedida… El patetismo de sus ruegos de entonces casi le hacía enrojecer. Había implorado ante ella, queriendo hacer valer los diez años que llevaban casados, se había arrastrado, había llorado pidiéndole que no se fuera, y en un último acto de desesperación le había pedido explicaciones, le había pedido un porqué, como si llegados a este punto un razonamiento o un motivo pudieran justificar el naufragio de un hombre. Pero la muy zorra había respondido, un último cañonazo, una salva de honor directa a la línea de flotación.

—¿Por qué? ¿Quieres saberlo? Porque me folla como un campeón, y cuando acaba me folla de nuevo.

Después salió dando un portazo y no volvió a verla más que en el juzgado.

Sabía que era hartazgo, despecho, desdén y hastío mezclados a partes iguales, en cierta medida provocados por él mismo en los últimos estertores del amor, pero aun así sus palabras se habían quedado enquistadas y resonaban en su cabeza como acúfenos indeseables. Hasta que conoció a Flora. La sonrisa volvió a sus labios mientras se afeitaba mirándose al espejo de aquel hotel, donde ella había preferido quedarse para no dar que hablar en el pueblo. Una mujer discreta, segura y tan bella que le cortaba el aliento. Se había entregado con pasión en sus brazos y él había respondido.

—Como un machote —se dijo mientras se miraba de nuevo al espejo y pensaba que hacía mucho que no se sentía tan bien, y que quizá cuando se cerrase el caso podía solicitar plaza en Elizondo.

Amaia se abrigó y salió a la calle. Aquella mañana no llovía, pero la niebla cargada de humedad cubría las calles con una pátina de tristeza ancestral que hacía a las gentes caminar inclinadas como si fuesen portadores de una gran carga y buscar refugio en los cálidos cafés. A primera hora había llamado a Donosti para saber cómo iban los análisis.

—Ya los tengo en marcha —había sido la respuesta de Josune—. Oye, podrías haberme avisado de que el subinspector Etxaide era tan guapo y me habría depilado.

Era una broma que habían mantenido entre ellas desde sus tiempos universitarios, aunque percibió que el interés de Josune trascendía a la broma. Estuvo a punto de decirle que perdía el tiempo, pero decidió no hacerlo. La sonrisa le duró un rato después de colgar el teléfono.

Se demoró cuanto pudo antes de ir a comisaría. Primero quiso dar un paseo hasta la iglesia de Santiago, pero encontró el templo cerrado. Paseó entonces por los jardines y el parque infantil desierto en la mañana del lunes. Y admiró la gordura de la caterva de gatos que parecían vivir bajo la iglesia y se colaban a duras penas por los respiraderos de la parte externa. Caminó siguiendo la línea que marcaba la pared y recordando la no tan antigua creencia que describía Barandiaran y que decía que si una mujer daba tres vueltas al perímetro de la iglesia se volvía bruja. Regresó hasta la entrada y observó los esbeltos árboles que competían por ser el punto más alto con la torre del reloj. Pensó en ir hacia el ayuntamiento, pero las fuertes rachas de viento que comenzaban a barrer las nubes bajas traían disuasorias gotas de agua helada. Cambió de dirección y comenzó a subir la calle Santiago hasta las pastelerías donde varias mujeres desayunaban en pequeños grupos de amigas. Al entrar en Malkorra sintió las miradas curiosas cuando se dirigió a la barra. Pidió un café con leche que le pareció el mejor que había tomado en mucho tiempo y antes de salir compró unos trozos de urrakin egiña, el chocolate tradicional de Elizondo, elaborado de manera artesanal con avellanas enteras y que daba fama a aquella confitería.

Amaia intentó guarecerse de la lluvia caminando a buen paso bajo los balcones. Adquirió el Diario de Navarra y el Diario de Noticias y se dirigió al coche, que tenía aparcado en las dependencias de la antigua comisaría, que se encontraba hacia la mitad de la calle. Cedió el paso a una mujer rubia que conducía un coche pequeño y creyó reconocerla de las fotos que Iriarte tenía sobre su mesa. Condujo por las calles a la hora punta de los repartos y por fin, casi a mediodía, se acercó hasta la comisaría.

Sobre su mesa estaban las mismas fotos y un informe del laboratorio que ya había recibido en su PDA, que le contaba lo que hacía dos días le había dicho la doctora Takchenko: que no había coincidencia entre las harinas. Tipo de análisis HPLC. Y una novedad. La mancha oleosa en la piel de cabra extraída del cordel con el que se estranguló a las chicas era óxido con trazas de hidrocarburos y vinagre de vino. Todo muy esclarecedor.

Iriarte y Zabalza estaban fuera; uno de los policías de turno le explicó que se entrevistaban de nuevo con las últimas personas que vieron a las chicas con vida. Desde el hospital de Navarra le informaron de que Freddy evolucionaba favorablemente y su estado se consideraba menos grave. Casi a la una telefoneó Padua.

—Inspectora. Han llegado algunos resultados del caso de Johana y creo que le interesará esto: el corte del brazo fue realizado con un cuchillo eléctrico o una sierra de calar, aunque se inclinan más por el primero debido a la direccionalidad del corte, suponemos que alimentado a baterías, ya que allí no había electricidad. Y la erosión que presenta la herida en la parte superior es un mordisco… Recordará que sacaron un molde en la autopsia.

—Sí.

—Pues resulta que sin lugar a duda son dientes humanos.

—Joder —exclamó ella.

—Ya sé lo que va a decirme, pero ya lo hemos comparado con la dentadura del padre y no coincide.

—Joder —dijo Amaia de nuevo.

—Sí, eso creo yo también —respondió él.

—El entierro y funeral de Johana se celebrarán mañana, la madre me ha pedido que se lo diga.

—Gracias —dijo como si pensara en otra cosa—. Teniente Padua, un informador me ha comunicado que observó actividad sospechosa en la margen derecha del río, en la zona de Arri Zahar. Cruzando el hayedo, hay por lo visto unas cuevas, a unos cuatrocientos metros en la ladera. Seguramente no será nada, pero…

—Lo comunicaré al Seprona.

—Sí, hágalo, gracias.

—Gracias a usted, inspectora —titubeó un poco y bajó la voz, para que nadie oyera lo que iba a decir a continuación—: Gracias por todo, estoy en deuda con usted, me está demostrando ser una buena investigadora. Y también una buena persona. Si alguna vez necesita algo…

—No hay ninguna deuda, estamos en el mismo barco, teniente, pero lo tendré en cuenta.

Colgó y permaneció muy quieta, como si cualquier movimiento obstaculizase el flujo de sus pensamientos, después buscó en Internet una página de consultas y mandó una pregunta al administrador. Se puso un café con leche y se demoró bebiéndolo a pequeños sorbos mientras miraba por la ventana. A mediodía llamó a James.

—¿Te apetece comer con tu mujercita?

—Siempre, ¿vienes a casa?

—Había pensado en comer fuera.

—De acuerdo, y seguro que también has pensado dónde.

—¡Cómo me conoces! A las dos en El Kortarizar, es uno de los favoritos de la tía. Está muy cerca de casa, en la entrada de Elizondo por Irurita, y ya he reservado. Si llegáis primero pedid el vino.

Salió de la comisaría pero vio que aún faltaban casi tres cuartos de hora antes de comer. Tomó el camino de los Alduides y condujo hasta el cementerio. Había otro coche aparcado en la entrada, sin embargo no vio a nadie dentro. Caminó sin prisa entre las sepulturas, mojándose los zapatos con la hierba demasiado alta que crecía entre las tumbas, hasta que halló la que buscaba: estaba marcada por una pequeña cruz de hierro. Observó apenada que uno de los brazos estaba partido. La placa en el centro rezaba: «Familia Aldube Salazar». Tenía siete años cuando murió su abuela Juanita, y no recordaba su rostro, pero sí el olor de su casa, dulce y un poco picante, como a nuez moscada. El olor a naftalina de su armario de la ropa blanca, el olor a plancha de su ropa. Recordaba su pelo blanco, recogido en un moño apretado con horquillas, agujas de plata coronadas por flores engarzadas con pequeñas perlas, y que habían sido la única joya, junto a la delgada alianza de su dedo, que le había visto puesta jamás. Recordaba el rítmico balanceo que imprimía a sus piernas cuando la sentaba en su regazo, como un trote de caballito, y las canciones que cantaba en euskera con voz dulce, tan tristes que a veces la hacían llorar.

Amona —susurró. Y una sonrisa subió a su rostro.

Avanzó hasta la parte superior del camposanto y dibujó mentalmente las líneas imaginarias que partiendo del crucero establecían los caminos subterráneos de aquel inframundo del que hablaba Jonan. Oyó un susurro ronco, pero aunque miró alrededor no vio a nadie. La lluvia repiqueteando en la tela de su paraguas cubrió el sonido por completo, pero al volverse creyó oírlo de nuevo. Cerró el paraguas y escuchó con atención. Aunque sonaba contaminado por el ruido de la lluvia cayendo sobre las tumbas, esta vez fue perfectamente audible. Abrió el paraguas y avanzó en la dirección de la que provenía.

Entonces vio el paraguas. Era rojo, con unas flores en el borde de tonos granates y naranjas. Su colorido resultaba incongruente en aquel lugar donde hasta las incombustibles flores de plástico y tela se veían deslavazadas por efecto de la lluvia. Pero aún resultaba más incongruente por ser un hombre el que lo llevaba. Lo sostenía inclinado, apoyado en el hombro, cubriendo casi toda la parte superior de su cuerpo. Permanecía inmóvil, y aunque la posición del paraguas proyectaba casi todo el sonido de su voz en dirección contraria, pudo distinguir el llanto que no cesaba mientras susurraba algo que resultaba incomprensible.

Retrocedió hasta el crucero y dio la vuelta por la calle superior, desde donde obtuvo una vista mejor del panteón de la familia Elizasu. Las coronas y ramos traídos en el funeral se amontonaban sobre el mármol como formando una pira. Las flores habían tomado una consistencia pastosa y encharcada y los ramos cubiertos con celofán se veían blancos y perlados de gotitas por la condensación de las flores al pudrirse en su interior. Al acercarse pudo distinguir las deportivas blancas y negras del hermano de Ainhoa, que, incapaz de contenerse, sollozaba como una criatura sin dejar de mirar la tumba de su hermana y repitiendo una y otra vez las mismas palabras.

—Lo siento, lo siento, lo siento.

Amaia retrocedió unos pasos decidida a salir sin que la viera, pero el chico pareció percibir su presencia y comenzó a volverse. Tuvo el tiempo justo de taparse con el paraguas. Fingió durante un par de minutos que rezaba frente a la sepultura que tenía delante, hasta que dejó de sentir la mirada penetrante del chico. Se volvió por donde había venido dando un rodeo hasta la puerta y cubriéndose para evitar que la reconociera.

Cuando llegó al restaurante, la tía y James ya habían pedido una botella de Remelluri tinto y charlaban animados. El Kortarizar siempre le había gustado por su ambiente, por las oscuras vigas que surcaban el techo y la chimenea siempre encendida, mezclados con un aroma como a maíz asado que le resultaba familiar y que le hizo sentir hambre en cuanto rebasó la puerta. Aunque estuvo de acuerdo en el bacalao frito y el chuletón de buey, rechazó tomar vino y pidió una jarra de agua.

—¿De verdad no vas a probar este vino? —se extrañó James.

—Sospecho que tendré una tarde movidita y no quiero tener la sensación de modorra que me da el vino.

—¿Significa eso que estás consiguiendo avances?

—No lo sé aún, pero creo que al menos obtendré algunas respuestas. —«Las respuestas no siempre resuelven el enigma. Paso a paso», pensó.

Comieron con apetito, charlaron acerca de la mejoría de Freddy, de la cual todos se alegraron, y disfrutaron con las anécdotas de James sobre sus comienzos en el mundo artístico. Cuando traían el café, el teléfono de Amaia comenzó a sonar. Se levantó y salió a la puerta antes de contestar.

—Jonan, ¿qué me cuentas?

—La harina de la casa de Ros y la harina con la que se elaboró el txatxingorri coinciden en un cien por cien, y la harina S11 y la del pastelito coinciden en un 35 por ciento.

—Da las gracias a Josune, busca un fax y espera a que yo te llame.

Colgó y volvió a entrar para despedirse ante las protestas de James y el café que se quedaba intacto, y esperó a estar fuera para volver a marcar.

—Inspector Iriarte.

—Buenas tardes, iba a llamarla ahora.

—¿Alguna novedad?

—Podría ser, una de las amigas de Ainhoa recordó que cuando ésta esperaba en la parada del autobús ella pasó por la acera de enfrente para reunirse con su hermana, que la esperaba más adelante. Afirma que un coche se detuvo en la parada, y que le pareció que el conductor hablaba a Ainhoa desde el interior, pero después siguió su camino sin que la chica subiera al coche. Dice que no lo había recordado porque no le dio importancia, ni siquiera está segura de que el conductor fuese hombre o mujer, pero dice que desde luego la niña no subió al coche.

—Podría ser alguien que paró para preguntarle algo, o alguien que se ofreció a llevarla.

—También pudo ser el asesino. Quizá se ofreció a llevarla y ella declinó la invitación porque aún albergaba la esperanza de que llegase el autobús, pero al ir pasando los minutos y ver que no venía comenzaría a ponerse nerviosa y él no tendría más que esperar pacientemente hasta que ella estuviera lo bastante angustiada como para aceptar subir al coche. La segunda vez que se lo propusiera no le parecería tan mala opción, incluso hasta una salvación…

—¿Se fijó en el coche?

—Dijo que era de color claro, beis, gris o blanco, con dos puertas, tipo furgoneta pequeña de reparto, y cree que tenía unas letras impresas. Le he mostrado fotos de los ocho modelos más frecuentes de furgoneta y no las distingue. Podemos buscar por el valle propietarios de furgonetas de esas características, pero ya le adelanto que las hay a montones: en casi todas las tiendas, almacenes y caseríos tienen al menos una, y por defecto suelen ser blancas. Es el típico vehículo de trabajo, así que en la mayoría de casos estarán a nombre de varones de entre veinticinco y cuarenta cinco años.

Ella lo sopesó.

—De todos modos lo revisaremos, tampoco tenemos mucho más. Comprobaremos primero si algún familiar o amigo de las víctimas tiene una similar, o alguien recuerda quién tiene una, y empezaremos con la familia de Ainhoa Elizasu. Esta mañana su hermano estaba en el cementerio, pidiendo perdón ante la tumba de su hermana.

—Puede que se sienta culpable por no haber avisado antes a los padres. Lo responsabilizan, yo estuve con ellos tras el funeral y era lastimoso verle… Si continúan presionándolo así no me extrañaría que tuvieran que enterrar a otro hijo.

—A veces esos gestos encierran más de lo que se ve a primera vista. Quizá sean unos cafres, o quizá sospechen algo y el rechazo sea la forma de canalizarlo.

»¿Está usted en la comisaría?

—Ahora iba para allá.

—Esta mañana he visto a su mujer, la reconocí por las fotos…

—¿Sí?

—¿Cree que podría convencerla de que nos preste el coche esta tarde?

—¿El coche de mi mujer?

—Sí, luego se lo explicaré.

—Bueno, si le dejo el mío no creo que haya problema.

—Bien. Tráigalo, pero no lo aparque en la comisaría.

—De acuerdo —aceptó él.

Amaia subió a la sala de reuniones y esperó a que llegase Iriarte repasando las declaraciones de los amigos de Carla y Anne y los vehículos de los familiares.

—Ya veo que ha empezado sin mí —dijo Iriarte.

—Me temo que lo dejaremos enseguida, tengo otro plan para esta tarde.

Él la miró sorprendido, pero no dijo nada, se sentó y se puso a trabajar. Amaia tomó el teléfono y llamó a Jonan.

—¿Has localizado un fax?

—Aquí lo tengo.

—Bien; envíame los resultados a la comisaría de Elizondo.

—Pero…

—Haz lo que te digo y regresa en cuanto acabes.

Cinco minutos más tarde, el subinspector Zabalza se asomaba a la puerta de la sala.

—Acaba de llegar por fax desde el Anatómico Forense de San Sebastián.

Amaia permaneció en su sitio y dejó que fuera Iriarte quien lo leyese primero. Cuando terminó la miró muy serio.

—¿Solicitó usted estos análisis?

—Así es, los doctores que efectuaron las analíticas en Huesca realizaron un segundo análisis de las muestras y hallaron lo que parecía una coincidencia parcial, y sugirieron que quizá se había cambiado de harina y por eso salía mezclada en cantidades muy pequeñas. Ayer por la noche, el subinspector Etxaide tomó una muestra de la harina que se venía utilizando en el obrador Salazar hasta hace un mes y lo envié a San Sebastián, haciendo valer un favor que me debía una colega de la Ertzaintza. Y éstos son los resultados. Los veinte empleados de Mantecadas Salazar tienen acceso a la harina, y es costumbre que cojan la que necesiten para su casa. Así mismo podrían haberla repartido entre familiares y amigos. Es algo que ahora nos toca investigar.

Zabalza salió de la sala y se dirigió a su despacho. Iriarte estaba inusualmente silencioso repasando una y otra vez el informe del análisis. Amaia cerró la puerta.

—Inspectora, ¿se da cuenta de la trascendencia que tiene esto para el caso? Es la pista más fiable que hemos obtenido hasta ahora.

Ella asintió con rotundidad.

—… Y está relacionada con su familia.

—Sé a qué se refiere. En prevención de algo así, el comisario le puso al frente de esta investigación conmigo, y por eso le he llamado —dijo acercándose a la ventana y mirando hacia el exterior—. Ahora necesito que venga aquí y mire esto.

Él se colocó a su lado. Ella consultó su reloj.

—Apenas un cuarto de hora desde que ha llegado el fax y ya está aquí —dijo señalando un coche que acababa de aparcar bajo la ventana y del que descendió el inspector Montes, que, antes de dirigirse a la entrada, elevó la mirada hacia donde se encontraban ellos. Instintivamente dieron un paso atrás.

—No puede vernos, son cristales espejados —dijo Iriarte.

Amaia se asomó a la puerta de la sala a tiempo de ver cómo Fermín Montes entraba en el despacho de Zabalza, para salir unos minutos más tarde llevando un sobre enrollado en forma de tubo.

Observaron por la ventana cómo subía a su coche después de echar una significativa mirada alrededor y salía del aparcamiento.

—Es evidente que las relaciones del inspector Montes con quien está al mando, en este caso usted, dejan mucho que desear, y no debería sacar el informe de la comisaría sin permiso, ni Zabalza debió permitírselo, pero por otro lado forma parte del equipo de investigación y no es raro que quiera seguir informado.

—¿Y no cree que debería asistir a las reuniones, que para eso están? —preguntó Amaia, harta del corporativismo machista con que los hombres siempre intentaban justificar actos que en una mujer serían criticados.

—Pensaba que estaba enfermo, eso me dijo Zabalza.

—Sí, hoy podrá ver con sus ojos lo grave que es el mal que sufre el inspector Montes —dijo visiblemente enfadada—. ¿Ha conseguido que su esposa nos prestara el coche?

—Está aparcado detrás —contestó él, disgustado—. Tal como me indicó —añadió, como para dejar constancia de que él no era el enemigo.

Se sintió un poco mezquina por ser tan dura con él, que le había brindado todo su apoyo desde el principio. Suavizó su gesto y tomó el bolso colgado en el respaldo de la silla.

—Vamos.

El coche de la mujer de Iriarte era un viejo Micra de cuatro puertas y color granate con sillitas para niños en la parte trasera. El inspector le dio las llaves y ella se entretuvo unos segundos en ajustar el asiento y los espejos. Para cuando salieron del aparcamiento no había ni rastro del coche de Montes. Pero no le hizo falta. Sabía de sobra adónde se dirigía. Se demoró conduciendo tranquilamente para darle tiempo a llegar y cuando el inspector Iriarte comenzaba a impacientarse salió de Elizondo en dirección a Pamplona. Cinco kilómetros más adelante detuvo el coche en el aparcamiento del hotel Baztán. Iriarte iba a preguntar cuándo reconoció el coche de Montes aparcado cerca de la entrada del restaurante. Amaia aparcó enfrente y permaneció en silencio hasta que vio llegar el Mercedes de Flora, que miró repetidamente a su alrededor antes de entrar al local.

—Por eso necesitaba este coche, ahora lo entiendo —dijo Iriarte.

Sin decir una palabra, Amaia le hizo un gesto y ambos bajaron del vehículo. Había oscurecido por completo, y aunque por lo temprana de la hora no había tantos coches en el aparcamiento como el día anterior, pudieron acercarse lo suficiente como para ver bastante bien el comedor a través de la cristalera. Montes estaba sentado más cerca de la ventana y no veían su rostro. Flora se sentó frente a él y le besó en los labios. Él le tendió el sobre enrollado, que ella abrió.

El cambio experimentado en la expresión de su cara fue evidente hasta en la distancia. Intentó sonreír, aunque en su rostro sólo se dibujó un rictus lejanamente parecido a lo que pretendía ser. Dijo algo mientras se ponía de pie. Montes la imitó, pero ella le puso una mano en el pecho y le instó a sentarse de nuevo. Se inclinó para besarle otra vez y salió del restaurante rápidamente.

Flora bajó los tres escalones que la separaban del exterior llevando el sobre en la mano y las llaves del coche en la otra. Se acercó a su Mercedes y accionó la apertura.

Amaia la abordó saliendo de detrás del coche.

—¿Sabes que apropiarse de pruebas relativas a una investigación es delito?

Su hermana se quedó parada en seco, llevándose una mano al pecho y con el rostro demudado.

—¡Qué susto me has dado!

—¿No vas a contestarme, Flora?

—¿Qué? ¿Esto? —dijo levantando el sobre—. Me lo acabo de encontrar en el suelo, ni siquiera lo he mirado, no sé lo que es. Iba a entregarlo en la policía municipal. Dices que son pruebas, se le habrán caído al inspector Montes. Seguro que él te dice lo mismo.

—Flora, lo has abierto y lo has leído, tus huellas están en cada página y yo acabo de ver cómo Montes te lo entregaba.

Flora sonrió restándole importancia y abrió la puerta del coche.

—¿Adónde vas, Flora? —dijo la inspectora empujando la puerta del coche—. Ya sabes que hay coincidencia, debemos hablar y tendrás que acompañarme.

—Lo que me faltaba por oír —chilló—. ¿Tan desesperada estás que vas a detener a toda tu familia? Freddy, Ros, ahora yo… ¿Vas a encerrarme como a la ama?

Algunas personas que entraban en la cafetería se volvieron a mirar. Amaia sintió crecer su rabia contra Montes: Freddy y Ros, ¿es que aquel incauto de mierda le había contado cada paso de la investigación a su hermana?

—No te estoy deteniendo, pero sabes por Montes que la harina salió del obrador.

—Cualquier trabajador ha podido llevársela.

—Tienes razón, por eso necesito tu ayuda. Eso, y que me expliques por qué no me dijiste que habías cambiado de harina.

—Ocurrió hace meses, no creí que tuviera importancia, casi ni me acordaba.

—Hace meses no, la harina que Ros tiene en casa es de hace un mes. Y coincide.

Flora se pasó una mano, nerviosa, por la cara, pero recuperó enseguida el control.

—Esta conversación ha terminado: o me detienes, o no pienso seguir hablando contigo.

—No, Flora, la conversación acabará cuando lo diga yo. No me obligues a citarte en la comisaría, porque lo haré.

—¡Qué mala eres! —le espetó su hermana mayor.

No se esperaba aquello.

—Que yo soy mala… No, Flora, sólo hago mi trabajo, pero tú sí que eres mala. Tu existencia no tiene otra razón que hacer daño, soltar veneno, cargar con reproche y culpa a todos los que están a tu alrededor. A mí me la traes al fresco, hermana, porque estoy hasta los cojones de tratar con gentuza, pero hay otros a los que haces daño a conciencia hasta que los destruyes, minando su confianza como a Ros o rompiéndole el corazón como al pobre Víctor cuando te vio ayer con Montes.

La sonrisa cínica que había mantenido en su cara mientras Amaia hablaba se vio mudada en sorpresa con sus últimas palabras. Amaia supo que había dado en el blanco.

—Os vio ayer —repitió.

—Tengo que hablar con él.

Flora volvió a abrir la puerta del coche decidida a irse.

—No hace falta, Flora. Le quedó todo muy claro cuando os vio besaros.

—Por eso no responde a mis llamadas —dijo ella para sí.

—Cómo quieres que reaccione si un día pregonas que es tu esposo y al siguiente te ve besarte con otro hombre.

—No seas necia —dijo recuperando la compostura—, Montes no significa nada.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Víctor es el hombre con el que me casé. Él es y será el único hombre para mí.

Amaia negó, incrédula.

—Flora, yo estaba aquí con él, te vi besarle.

Flora sonrió pagada de sí misma.

—No entiendes nada…

De repente Amaia lo vio todo claro. Demasiado claro.

—Sólo le has estado utilizando, has usado la información que él te daba, como ahora —dijo Amaia mirando el sobre.

—Un mal necesario —respondió ella. Un gemido roncó se oyó a su espalda.

El inspector Montes, con el rostro desencajado y macilento, se detuvo a dos metros de ella y comenzó a temblar mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. La desolación más absoluta se abatió sobre él y Amaia comprendió que lo había oído, si no todo, sí al menos las últimas palabras de Flora. Ésta se volvió hacia él y compuso un gesto de disgusto que lo mismo habría podido valer para un tacón roto o para una rozadura en su Mercedes.

—Fermín —llamó Amaia, preocupada por cómo se estaba desmoronando Montes.

Pero él no la escuchó, se volvió buscando los ojos de Flora. Amaia vio que llevaba su arma en la mano sosteniéndola desmayadamente. Amaia empezó a gritar cuando él levantó el brazo, lo alzó muy despacio, sin dejar de mirar a Flora, apuntó a su pecho un par de segundos, entonces la torció, la apoyó en su propia cabeza y apuntó a la sien. Los ojos estaban vacíos como los de un muerto.

—Fermín, no —gritó Amaia con todas sus fuerzas.

Iriarte lo agarró por debajo de las axilas arrastrándolo un metro hacia atrás y arrebatándole el arma, que quedó tirada en el suelo. Amaia corrió hacia ellos ayudando a Iriarte a reducir a su compañero. Montes no se resistió, cayó al suelo como un árbol herido de muerte por un rayo y quedó allí, entre los charcos, con el rostro contra el suelo llorando como un chiquillo, con Amaia arrodillada sobre él. Cuando se sintió con fuerzas para levantar la mirada vio los ojos de Iriarte, que proclamaban sin palabras que habría preferido tener que hacer cualquier cosa antes que aquello, y vio también que el Mercedes de Flora ya no estaba.

—Me cago en su puta madre —dijo poniéndose de pie—. Quédese con él, por favor. No le deje solo —rogó la inspectora.

Iriarte asintió y puso una mano sobre la cabeza de Fermín.

—Váyase ya. Y esté tranquila, yo cuidaré de él —le dijo.

Amaia se inclinó a recoger el arma de Montes y se la colocó en la cintura. Condujo como una loca hasta Elizondo haciendo chirriar las ruedas del pequeño Micra. Atravesó Muniartea y penetró en la calle Braulio Iriarte hasta la misma puerta del obrador. Cuando iba a bajar del coche sonó su teléfono. Era Zabalza.

—Inspectora Salazar, tengo novedades: el hermano de Ainhoa Elizasu trabajó el verano pasado en un vivero de plantas, Viveros Celayeta, y todavía suele ir los fines de semana. Comprobé el registro de tráfico y tienen tres furgonetas blancas Renault Kangoo; llamé y me dijeron que como el chico se sacó el carnet el año pasado ha solido conducirlas. Y agárrese: en las últimas semanas han estado haciendo obras en el jardín de la casa, la chica que ha cogido el teléfono ha dejado caer que a veces prestan las furgonetas a clientes de confianza, y el padre de Ainhoa ha comprado recientemente treinta arbolitos que él mismo llevó a su casa en una de las furgonetas junto a otros materiales. No ha sabido concretar, pero está segura de que al menos se llevó el vehículo un par de veces.

Escuchó lo que Zabalza decía mientras su cerebro la trasladaba lejos en el tiempo. Las furgonetas blancas. De pronto recordó algo que había estado rondando en su cabeza.

—Zabalza, voy a colgar y le llamaré en un minuto.

Oyó el suspiro de él. Decepcionado. Marcó el número de Ros.

—Hola, Amaia.

—Ros, teníais una furgoneta blanca en el obrador, ¿qué pasó con ella?

—Uf, hace bastante de eso, supongo que cuando compramos la furgoneta nueva, Flora la entregaría en el concesionario.

Colgó y marco el número de la comisaría.

—Zabalza, consulte en el registro de tráfico los vehículos a nombre de Flora Salazar Iturzaeta. Esperó. Mientras escuchaba a Zabalza teclear en su ordenador observó el pequeño ventanuco del obrador, que permanecía siempre abierto a ras del tejado. No se veían luces en el interior, aunque el despacho de Flora daba atrás y de haber estado encendidas no habría podido verlas.

—Inspectora —la voz de Zabalza delataba incomodidad—, hay tres vehículos a nombre de Flora Salazar Iturzaeta. Un Mercedes color plata del año pasado, una Citroën Berlingo de color rojo del año 2009 y una Renault Terra blanca del año 96… ¿Qué quiere que haga, jefa?

—Llame al inspector Iriarte y al subinspector Etxaide. Necesito una orden para la Terra, para el domicilio de Flora y para el obrador Salazar —dijo pasándose las manos por la cara con el mismo gesto que antes había usado Flora y que ella reconocía como profunda vergüenza—. Y reúnanse todos conmigo en el obrador. Yo ya estoy aquí. —Cuando Zabalza hubo colgado susurró—: En mi casa.

Bajó del coche, se acercó a la puerta y escuchó. Nada. Sacó la llave que llevaba al cuello y antes de abrir la puerta buscó instintivamente su pistola. Al tocarla se dio cuenta de que llevaba la de Montes.

—Mierda…

Recordó la ridícula promesa que le había hecho a James de no llevar su arma. Hizo una mueca de circunstancias mientras pensaba que después de todo no estaba faltando a su palabra. Abrió la puerta y encendió la luz. Miró al interior, que aparecía perfectamente limpio y ordenado, y entró, ignorando a los fantasmas que la llamaban desde los rincones oscuros. Pasó junto a la antigua artesa y la mesa de amasar y se dirigió al despacho de Flora. Ella no estaba allí; sin embargo, todo el despacho aparecía tan ordenado y correcto como la propia Flora. Amaia podía sentir el rastro de furia que había dejado a su paso. Miró a su alrededor buscando la nota discordante y la descubrió en un robusto armario de madera cuyas puertas habían quedado entornadas, sin ajustar. Las abrió y quedó sorprendida al comprobar que se trataba de un armero disimulado en el mueble. En el interior, dos escopetas de caza mayor reposaban en sus lugares, pero un hueco evidenciaba la falta de otra arma; en la parte baja del mismo armario, media docena de cajas de munición revueltas sugerían que faltaba material.

Qué típico del carácter de Flora, no dejaría jamás que nadie hiciera nada por ella, ni siquiera eso. Miró a su alrededor, tratando de extraer del aire la información que faltaba. ¿Adónde iría Flora para culminar su obra? Desde luego no a su casa, antes habría elegido el obrador o algún lugar que tuviera más relación con la otra faceta de su vida. Quizás al río. Se dirigió a la puerta y, al pasar frente a la mesa del despacho, vio sobre ella abiertas las pruebas del nuevo libro de su hermana. La foto a todo color, evidentemente tomada por un fotógrafo experto en un estudio, mostraba una bandeja adornada con frutos rojos en la que reposaban una docena de tortas sobre las que relucían piedrecitas de azúcar. El título en letras de molde decía: Txatxingorris (Según la receta de Josefa «Tolosa»).

Sacó el teléfono y marcó un número.

Cuando la tía contestó, cortó su saludo con una pregunta.

—Tía, ¿te suena alguien llamada Josefa Tolosa?

—Sí, aunque ya murió. Josefa Uribe, más conocida por «la Tolosa», era la difunta suegra de tu hermana, la madre de Víctor. Todo un carácter… La verdad es que el pobre Víctor vivía bastante sojuzgado, y luego encima se casó con otra mujer de armas tomar como tu hermana. Salió del fuego para caer en las brasas. Pobre hijo. Víctor es Uribe de segundo apellido, lo que pasa es que a esa familia siempre les han llamado los Tolosa, porque el abuelo era de allí. No es que la tratase mucho, pero mi amiga Ana María era también amiga de ella, si quieres puedo preguntarle más.

—No tía, déjalo, no hace falta —dijo mientras salía a toda prisa del obrador y abría en su PDA el correo electrónico en busca de la respuesta a la pregunta que había formulado en un foro y que había sido contestada: el interior de los depósitos de chapa de las motos antiguas se limpiaba con bicarbonato o vinagre, que pulía el interior y arrastraba todas las partículas de óxido al exterior. Partículas de óxido que llevaban adheridos restos de hidrocarburos y vinagre y que a su vez habían penetrado en la fina piel de cabra. La fina piel de la ropa de un motorista. Aún podía sentir la suavidad y el aroma de los guantes y la cazadora de Víctor cuando lo abrazó bajo la lluvia.

Recordaba haber estado en el caserío de la familia de Víctor un par de veces cuando era pequeña y su hermana Flora estaba recién casada. Por entonces era el típico caserío dedicado al ganado, y Josefina Uribe aún vivía y gobernaba las labores de aquella casa. Sus recuerdos no iban mucho más allá. Una mujer mayor que le había ofrecido la merienda y una fachada llena de macetas amarillas con geranios de colores; pero ya entonces las relaciones con Flora eran frías y distantes, y nunca había vuelto a visitarla allí.

Condujo el pequeño Micra a toda velocidad por el camino del cementerio y una vez rebasado éste comenzó a contar las fincas, pues recordaba que era la tercera a la izquierda y aunque no se veía desde el camino tenía un hito en la entrada que señalaba el acceso. Reducía la velocidad para estar segura de no pasarse la señal cuando vio el Mercedes de Flora detenido a un lado de la carretera junto a un camino que se internaba en un bosquecillo que, en plena noche, le pareció impenetrable. Dejó el Micra justo detrás, comprobó que no había nadie en su interior y maldijo de nuevo la brillante idea de cambiar de coche dejándose todo su equipo en el suyo. Registró el maletero y se alegró de que la mujer de Iriarte fuera tan previsora como para llevar una pequeña linterna, aunque escasa de pilas.

Antes de penetrar en el bosque marcó el número de Jonan y comprobó algo asustada que no había cobertura; probó con el de la comisaría y con el de Iriarte. Nada. Era un bosque de pinos de ramas bajas y abundantes agujas que tapizaban el suelo haciendo el avance lento y peligroso a pesar de que había un camino bien definido entre los árboles; supuso que los vecinos de la zona utilizaban aquel atajo desde siempre y que su hermana lo habría aprendido durante el tiempo en que, recién casada, vivió en el caserío de sus suegros. El hecho de que hubiera decidido llegar a la casa a través del bosque, y no por el camino de acceso, le daba una idea de los planes de Flora: la despótica y dominante Flora había atado cabos antes que ella misma manipulando la información que recibía puntualmente del incauto Fermín, embelesado por su hipnótica letanía de agravios. Amaia pensó en el modo descarado en que se había exhibido durante la comida del domingo, los comentarios vejatorios sobre las niñas, sus ideas sobre la decencia y los txatxingorri puestos sobre la mesa, tratando de distraer su atención del verdadero culpable, de aquel hombre al que nunca había amado pero que consideraba una de sus responsabilidades, como cuidar de la ama, atender el negocio familiar o sacar la basura cada noche.

Flora dominaba su mundo a base de disciplina, orden y férreo control. Era una de esas mujeres forjadas a la fuerza en aquel valle, una de aquellas etxeko andreak que habían quedado al frente de su casa y de su tierra mientras los hombres se iban lejos en busca de una oportunidad. Las mujeres de Elizondo que habían enterrado a sus hijos tras las epidemias y habían salido al campo a trabajar con lágrimas en los ojos, una de aquellas mujeres que no desconocía la parte oscura y sucia de la existencia, que simplemente le lavaba la cara, la peinaba y la mandaba a misa de domingo con los zapatos bien cepillados.

De una manera que desconocía, concibió de pronto un sentimiento de comprensión hacia el modo de conducirse en la vida que había tenido su hermana, mezclado con una avasalladora repugnancia por la carencia de corazón de la que hacía gala. Pensó en Fermín Montes, abatido en el suelo de aquel aparcamiento, y en ella misma defendiéndose torpemente de los ataques bien sopesados de su hermana.

Y pensó en Víctor. Su querido Víctor, llorando como un niño mientras la veía besar a otro tras los cristales. Víctor restaurando motos antiguas, recuperando un pasado añorado, Víctor viviendo en la casa que había sido de su madre, la señora Josefa, «la Tolosa», que era una maestra haciendo txatxingorris. Víctor, que había pasado de una madre dominante a una esposa tiránica. Víctor alcohólico, Víctor con suficiente fuerza de voluntad como para mantenerse sobrio desde hacía dos años. Víctor, un hombre entre veinticinco y cuarenta y cinco años. Víctor, indignado con el advenedizo imitador de su puesta en escena. Víctor, obsesionado con un ideal de pureza y rectitud que Flora le había inculcado como modo de vida, un hombre conducido en sus pasiones al más absoluto control, un asesino que había dado el salto tomando las riendas de un plan maestro para dominar las pasiones, los deseos, las miradas impúdicas a las niñas y los pensamientos sucios que éstas le provocaban con su descaro y su exhibición constante. Quizá durante un tiempo intentó aturdir sus fantasías con alcohol, pero llegó un momento en que el deseo era tan apremiante que una copa pedía otra, y otra, para poder acallar las voces que desde su interior clamaban pidiendo que liberara sus deseos. Sus deseos siempre reprimidos.

Pero el alcohol sólo había logrado que Flora lo apartase de su lado, y eso había sido como nacer y morir en el mismo acto, pues a la vez que se liberaba de la presencia tiránica que lo había sometido obligándole a dominar sus impulsos, había supuesto cortar el cordón umbilical con el único tipo de relación que consideraba limpia con una mujer y con la única persona que habría podido someterlo. Estaba seguro de que Flora había notado algo, ella, la reina despótica a la que nada se le escapaba… Era imposible que no se hubiera dado cuenta de que Víctor albergaba en lo más profundo de su alma un demonio que pugnaba por dominarlo, y que a veces lo conseguía. Y lo supo, por supuesto. Lo supo sin duda cuando aquella mañana ella le llevó el txatxingorri hallado sobre el cadáver de Anne. El modo en que lo había tomado en sus manos, oliéndolo y hasta probándolo, sabiendo a ciencia cierta que aquello constituía la más clara e inconfundible firma, un homenaje a la tradición, al orden y a ella misma.

Amaia se preguntó cuánto había tardado en cambiar la harina cuando ella salió por la puerta, desde qué momento Flora había comenzado a urdir el plan de seducción a Montes y había estado del todo segura. ¿De verdad había necesitado la confirmación del laboratorio o lo sabía ya cuando probó el txatxingorri, cuando Anne apareció muerta, cuando se sentó a la mesa de la tía y justificó los crímenes?, ¿o sólo era una actuación destinada a comprobar la reacción de Víctor?

La ladera se inclinaba en dirección contraria a la carretera y el denso olor a resina estimuló sus fosas nasales haciendo que le picasen los ojos mientras la luz insuficiente de la linterna se extinguía, dejándola en la más absoluta oscuridad. Permaneció quieta unos segundos mientras sus ojos se acostumbraban a la falta de luz y a duras penas podía discernir un atisbo de luz entre los árboles. Entonces, en plena oscuridad, vio el inconfundible destello danzarín de la linterna que Flora portaba y que hacía saltar de un árbol a otro produciendo entre la espesura un efecto de flashes o relámpagos. Echó a andar hacia la zona en la que percibía claridad, extendiendo las manos ante el cuerpo y ayudándose con la pantalla del móvil, que apenas si iluminaba sus pies y se apagaba cada quince segundos. Deslizando un pie delante de otro, intentó apresurarse para no perder el rastro de luz de Flora. Oyó un roce a su espalda y, al volverse, se golpeó en la cara con una rama rugosa que le hizo un profundo corte en la frente que inmediatamente comenzó a sangrar, dejándola aturdida mientras sentía dos regueros cayendo por sus mejillas como densas lágrimas y el teléfono iba a parar a algún lugar a sus pies. Palpó la herida con los dedos y comprobó que no era demasiado grande, aunque sí profunda. Tiró del fular que llevaba al cuello y se lo anudó fuertemente a la cabeza presionando en el corte y consiguiendo que dejase de sangrar.

Confundida y desorientada, se volvió lentamente tratando de localizar la niebla luminosa que había percibido entre los árboles, pero no vio nada. Se frotó los ojos notando la sangre pegajosa que comenzaba a coagularse y pensó en el aspecto que tendría su cara mientras una sensación cercana al pánico se adueñaba de ella y la creciente paranoia la obligaba a escuchar, forzándose a no respirar y segura de que había alguien más allí. Gritó sobrecogida al oír un fuerte silbido, pero enseguida supo que no le haría daño, que de algún modo estaba allí para ayudarla y que si tenía una oportunidad de salir del bosque antes de desangrarse sería con él. Otro silbido sonó con claridad a su derecha. Se irguió sujetándose la cabeza y avanzó en la dirección de la que provenía el sonido. Otro breve silbido sonó delante de ella y de pronto, como si alguien hubiera abierto una cortina, allí estaba el final del bosquecillo y la pradera que se extendía tras el caserío Uribe.

La hierba, que había sido cortada recientemente, facilitó la carrera campo a través de Amaia, que no recordaba que el prado tras la casa fuera tan vasto. La casa estaba iluminada por varias farolas posicionadas alrededor del cuidado césped, salpicado de antiguos aperos de labranza dispuestos como obras de arte circundando el caserío. Bajo la suave luz de una de las farolas distinguió la figura armada de Flora, que avanzaba desde la parte trasera con paso decidido y torcía hacia la entrada principal. Sintió el impulso de gritar su nombre, pero se contuvo al darse cuenta de que también alertaría a Víctor y de que aún estaba en campo abierto. Corrió con todas sus fuerzas hasta alcanzar la pared protectora de la casa y, pegándose a ella, sacó la Glock de Montes y escuchó. Nada. Caminó pegada a la pared, mirando de vez en cuando a su espalda, consciente de que allí era tan visible como Flora lo había sido antes. Avanzó con cautela hasta la puerta principal, que aparecía entornada y de la que salía una tenue luz. La empujó y observó cómo se abría pesadamente hacia el interior.

Excepto las luces encendidas, nada indicaba que hubiese nadie en la casa. Revisó las habitaciones de la planta baja y comprobó que apenas habían variado desde que «la Tolosa» era la señora del caserío. Miró alrededor buscando un teléfono pero no lo vio por ningún sitio; con cuidado, apoyó la espalda en la pared y comenzó un lento ascenso por la escalera. Había cuatro habitaciones cerradas que daban a un descansillo y una más al final del siguiente tramo de escaleras. Una a una, fue abriendo las puertas de robustos dormitorios de madera pulida a mano y gruesas colchas floreadas. Emprendió la subida al último tramo de la escalera, segura de que no había nadie en la casa pero sosteniendo la pistola con ambas manos y avanzando sin dejar de apuntar. Cuando alcanzó la puerta, los latidos de su corazón atronaban en su oído interno como latigazos cadenciales que le producían una sensación cercana a la sordera. Tragó saliva y respiró profundamente intentando calmarse. Se echó a un lado, giró el pomo de la puerta y accionó la luz.

En todos los años que llevaba en la Policía Foral como inspectora nunca se había encontrado ante un altar. Había visto fotografías y vídeos durante su estancia en Quantico, pero, como le había dicho su instructor, nada te prepara para la impresión de hallar un altar. «Puede estar en un pequeño hueco, en el interior de un armario o en un baúl; puede ocupar una habitación entera o residir en un cajón, da igual. Cuando te topes con uno, nunca lo olvidarás, porque ese particular museo de los horrores en que el asesino cuelga sus trofeos es la mayor muestra de sordidez, de perversión y de depravación humana que puedas encontrar. Por muchos estudios, muchos perfiles y muchos análisis del comportamiento que hayas estudiado no sabrás lo que es mirar dentro de la cabeza de un demonio hasta que no halles un altar».

Jadeó aterrada al encontrar una versión ampliada de las fotos que tenía en comisaría. Las niñas la miraban desde el espejo de un gran aparador antiguo en cuyo cristal Víctor había dispuesto ordenadamente recortes de periódico, los artículos sobre el basajaun, las esquelas de las niñas que se habían publicado en el periódico y hasta unos recordatorios de los funerales. Había fotos de las familias en el cementerio, de las tumbas cubiertas de flores y de los grupos del instituto, que se habían publicado en una gaceta local, y bajo éstas, una colección de fotos tomadas sin duda en el lugar del crimen que mostraban paso a paso, como en un tutorial de muerte, las instantáneas de cómo se había ido preparando el escenario. Una documentada explicación gráfica del horror y de la historia de los progresos del asesino en su macabra carrera. Amaia observó incrédula la cantidad de recortes que habían amarilleado por efecto del tiempo, curvándose en los bordes debido a la humedad, algunos fechados veinte años atrás, y tan breves que apenas ocupaban unas líneas en las que se trataba la desaparición de campistas, de excursionistas en lugares alejados del valle e incluso al otro lado de la frontera.

Estaban colocados escalonadamente y en la cumbre se encontraba el nombre de Teresa Klas, proclamando que ella era la reina de aquel particular círculo infernal. Había sido la primera, la chica por la que Víctor perdió la cabeza hasta el punto de correr el riesgo de matarla a escasos metros de su casa; pero lejos de infundirle temor, su muerte le excitó hasta el punto que durante los dos siguientes años había asesinado a otras tres mujeres al menos, víctimas propiciatorias, jóvenes con un perfil claro de adolescente provocativa a las que asaltaba en el monte de forma bastante chapucera en comparación con la sofisticación que mostraba ahora en sus crímenes.

Un altar como aquél narraba la evolución de un asesino implacable que se había dedicado a su labor durante tres años y que se había detenido durante casi veinte. Los mismos que estuvo con Flora, mientras se aturdía a diario con cantidades ingentes de alcohol, sometido a un yugo, un yugo autoimpuesto, aceptado y considerado la única opción para ser capaz de soportar la disciplina necesaria para vivir junto a Flora, sin dar rienda a sus instintos. Un vicio destructor que había mantenido a raya, justo hasta el momento en que dejó de beber, libre del férreo control de Flora y liberado del sopor calmante del alcohol. Lo había intentado de nuevo, había vuelto junto a ella para mostrarle sus progresos, para enseñarle lo que una vez más había sido capaz de hacer por ella, y en lugar de los brazos abiertos que había soñado, encontró la fría e impertérrita mirada de Flora.

Su desdén había sido la espoleta, el detonante, el disparo de salida para una carrera hacia un ideal de perfección y pureza que él dictaba a todas las demás mujeres, y a todas las que aspiraban a serlo con sus jóvenes y provocativos cuerpos. Entre las fotos del altar encontró sus propios ojos, y por un instante creyó que veía su reflejo en el espejo. Ocupando el lugar de honor en el centro del altar, una fotografía de ella misma impresa en papel foto, sin duda con una impresora, y recortada de otra en la que aparecía junto a sus hermanas. Extendió la mano para tocar la imagen, casi segura de que se equivocaba, rozó el papel seco y liso, y casi lo arrancó de su sitio al sobresaltarse cuando oyó el estruendo inconfundible de un disparo. Se lanzó escaleras abajo, segura de que se había producido en el exterior del caserío.

Flora se apostó en la entrada de las cuadras y sin decir una palabra apuntó a Víctor con la escopeta. Él se volvió, sorprendido, aunque no sobresaltado, como si su visita le resultase grata y deseada.

—Flora, no te he oído llegar, si me hubieras llamado antes de venir estaría más presentable —dijo mirando sus guantes grasientos mientras se los quitaba poco a poco y seguía avanzando hacia la entrada—. Hasta podría haber cocinado algo.

Flora no contestó, ni siquiera movió un músculo, pero no dejó de mirarlo y de apuntarle con la escopeta.

—Aún puedo preparar algo, si me das unos minutos para que me ponga presentable.

—No he venido a cenar, Víctor —la voz de Flora fue tan gélida y carente de emociones que Víctor volvió a hablar, sin dejar de sonreír ni abandonar el tono conciliador.

—Entonces, puedo enseñarte lo que hacía. Estaba —dijo señalando a su espalda— trabajando en la restauración de una moto.

—¿Hoy no toca hornear? —preguntó Flora sin abandonar su postura e indicando con el cañón del arma una trampilla de hierro fundido que daba acceso al horno de piedra enclavado en la pared del caserío.

Sonrió mirando a su mujer.

—Pensaba hornear mañana, pero si tú quieres podemos hacerlo juntos.

Flora espiró con fuerza, en un gesto de hastío habitual, mientras movía negativamente la cabeza para demostrar su irritación.

—¿Qué has estado haciendo, Víctor? ¿Y por qué?

—Ya sabes lo que he hecho, y sabes por qué. Lo sabes porque tú piensas igual que yo.

—No —dijo ella.

—Sí, Flora —dijo, conciliador—. Tú lo dijiste, tú lo decías siempre. Ellas, ellas se lo buscaron, vestidas como prostitutas, provocando a los hombres como rameras, y alguien debía enseñarles lo que les ocurre a las malas chicas.

—¿Tú las mataste? —preguntó, como si a pesar de estar apuntándole con un arma quisiera creer que todo era un absurdo error y esperara que él lo negase, que después de todo sólo fuese un terrible malentendido.

—Flora, de nadie más, pero de ti espero que lo entiendas. Porque tú eres como yo. Todo el mundo lo ve, muchos opinan como tú y como yo, que la juventud está echando a perder nuestro valle con sus drogas, su ropa, su música y el sexo; y las peores son las chicas, no piensan en otra cosa que en el sexo, sexo en lo que dicen, en lo que hacen, en su manera de vestirse. Pequeñas putas. Alguien debía hacer algo, enseñarles el camino de la tradición y el respeto a las raíces.

Flora lo miró asqueada sin intentar esconder su estupor.

—¿Como Teresa?

Él sonrió con dulzura e inclinó la cabeza a un lado como si rememorase.

—Teresa, aún pienso en ella todos los días. Teresa, con sus faldas cortas y sus escotes, impúdica como una Babilonia la grande. Sólo he visto a una mejor.

—Creía que había sido un accidente… En aquel tiempo eras joven, estabas confuso, y ellas… eran unas perdidas.

—¿Lo sabías, Flora? ¿Lo sabías y me aceptaste?

—Creía que eso había quedado atrás.

El rostro de él se oscureció y en su boca apareció una expresión de dolor.

—Y quedó atrás, Flora, durante veinte años me he mantenido firme haciendo el esfuerzo más grande que un hombre pueda hacer, tenía que beber para controlarlo, Flora. No puedes imaginar lo que es luchar contra algo así. Pero tú me despreciaste justo por mi sacrificio, me apartaste de tu lado, me dejaste solo y me pusiste como condición que dejase de beber. Y yo lo hice, lo hice por ti, Flora, como lo he hecho toda mi vida, como lo he hecho todo.

—Pero has matado a unas niñas, las has asesinado —dijo, asombrada—, a unas niñas.

Él comenzó a sentirse molesto.

—No, Flora, tú no las viste insinuándose como golfas… Hasta accedieron a subir al coche, a pesar de que sólo me conocían de vista. No eran niñas, Flora, eran putas. O se convertirían en putas en poco tiempo. Esa Anne, ésa era la peor de todas, sabes de sobra que se acostaba con tu cuñado, que atacaba a mi familia, que destruía el vínculo sagrado del matrimonio de Ros, de nuestra querida y estúpida Ros. ¿Tú crees que Anne era una niña? Pues esa niña se me ofreció como una ramera y cuando estaba acabando con ella me miró a los ojos como un demonio, casi sonrió, y me maldijo. «Estás maldito», eso me dijo, y ni muerta pude quitarle esa sonrisa de la cara.

De pronto, el rostro de Flora se contrajo en una mueca y comenzó a llorar.

—Mataste a Anne, eres un asesino —dijo como para terminar de convencerse.

—Como tú sueles decir, Flora, alguien debía tomar la decisión correcta; era una cuestión de responsabilidad, alguien tenía que hacerlo.

—Podías haber hablado conmigo, si lo que querías era preservar el valle hay otras maneras, pero matando niñas… Víctor, tú estás enfermo, tienes que estar loco, porque si no es imposible.

—No me hables así, Flora. —Sonrió mansamente, como un niño arrepentido de haber hecho una trastada—. Flora, yo te quiero.

Las lágrimas rodaban por el rostro de ella.

—Yo también te quiero, Víctor, pero por qué no me pediste ayuda —musitó bajando el arma.

Él avanzó dos pasos hacia ella y se detuvo sonriendo.

—Te la pido ahora. ¿Qué me dices? ¿Me ayudarás a hornear?

—No —dijo levantando el arma y con el rostro de nuevo sereno—. Nunca te lo he dicho, pero odio los txatxingorri. —Y disparó.

Víctor la miró abriendo mucho los ojos un poco sorprendido por el acto y por la intensa oleada de calor que se extendió por su vientre y le trepó por el pecho, aclarando sus ojos y permitiéndole advertir a la otra dama presente en su final. Envuelta en una capa blanca que le cubría parcialmente la cabeza, Anne Arbizu le miraba desde la entrada con una mueca entre el asco y el placer. Oyó su risa de belagile antes de recibir el segundo disparo.

Amaia salió de la casa y avanzó rápidamente hasta la esquina sosteniendo la Glock de Montes con firmeza mientras escuchaba atenta cualquier señal de movimiento. Oyó el segundo disparo y echó a correr. Al llegar al final de la pared se asomó con precaución a la fachada norte del caserío, donde mucho tiempo atrás estuvieron las cuadras. De la enorme puerta verde salía una intensa luz que teñía el césped de color esmeralda y que resultaba incongruente en un lugar que originalmente estuvo destinado a caballos y vacas. Flora estaba parada en el vano de la entrada, sostenía la escopeta a la altura del pecho y apuntaba al interior sin mostrar vacilación.

—Tira la escopeta, Flora —gritó Amaia apuntándola con su arma.

Ella no respondió, dio un paso hacia el interior de los establos y desapareció de su vista. Amaia fue tras ella, pero sólo vio una sombra informe tirada en el suelo como un montón de ropa vieja.

Flora estaba sentada junto al cuerpo de Víctor. Sus manos estaban manchadas de la sangre que le brotaba del abdomen y le acariciaba el rostro tiñendo su frente de rojo. Amaia avanzó hasta ella y se inclinó a su lado para quitarle el arma, que reposaba a sus pies; después, se guardó la Glock a la espalda, se inclinó sobre Víctor y le puso los dedos en el cuello tratando de encontrar el pulso mientras buscaba en su ropa el teléfono con el que llamó a Iriarte.

—Necesito una ambulancia en el camino de los Alduides, es el tercer caserío pasado el cementerio, ha habido disparos, les espero aquí.

—Amaia, es inútil —dijo Flora casi susurrando, como si temiese despertar a Víctor—, está muerto.

—Oh, Flora —suspiró poniéndole una mano sobre la cabeza mientras el corazón se le hacía pedazos al contemplar a su hermana acariciando el cuerpo inerte de Víctor—. ¿Cómo has podido?

Alzó la cabeza como alcanzada por un rayo, se irguió digna como una santa medieval en la hoguera. Su tono era firme y se adivinaba en él una nota de fastidio.

—Sigues sin entender nada. Alguien tenía que pararlo, y si llego a esperar que lo hicieras tú tendría el valle cubierto de niñas muertas.

Amaia retiró la mano que tenía sobre su cabeza como si hubiera recibido un calambre.

Dos horas más tarde.

El doctor San Martín salía del establo de Víctor tras certificar su fallecimiento y el inspector Iriarte se acercaba a Amaia con cara de circunstancias.

—¿Qué le ha dicho mi hermana? —quiso saber ella.

—Que encontró tirado en el aparcamiento del hotel Baztán el informe sobre la procedencia de la harina, que ató cabos, que cogió la escopeta porque tenía miedo; aunque no estaba del todo segura, decidió traérsela para protegerse si Víctor resultaba ser un asesino. Que le preguntó al respecto y él no solamente lo admitió, sino que además se puso muy violento, avanzó hacia ella amenazadoramente y ella, al sentirse en peligro, no lo pensó y disparó. Pero él no cayó y siguió avanzando, así que disparó de nuevo. Dice que no fue muy consciente, que lo hizo instintivamente porque estaba aterrorizada. La furgoneta blanca está en el interior, bajo una lona. Flora ha dicho que él la usaba para ir a buscar las motos que restauraba, y en el interior del horno y la cocina había harina en bolsas de Mantecadas Salazar, además de la colección de horrores que tiene en el desván.

Amaia suspiró profundamente cerrando los ojos.

Diez horas más tarde.

Amaia acudió al funeral de Johana Márquez, confundiéndose entre la gente, y rezó por el eterno descanso de su alma.

Cuarenta y ocho horas más tarde.

Amaia recibió la llamada del teniente Padua.

—Me temo que tendrá que hacer una declaración sobre su informador. En la cueva que nos indicó, los guardias del Seprona han hallado huesos humanos de distinto tamaño y procedencia; por el número han calculado que hay restos de unos doce cadáveres, que han sido arrojados al interior de la cueva de cualquier manera. Según el forense, algunos llevan allí más de diez años y todos presentan marcas de dientes humanos. Ya sé lo que va a preguntarme, y la respuesta es que sí: coincide con la mordedura del cadáver de Johana, y no, no coincide con el molde de Víctor Oyarzábal.

Quince días después, y coincidiendo con el lanzamiento a nivel nacional de su libro Con mucho gusto, el juez dejaba a Flora en libertad sin cargos y ella decidía tomarse unas largas vacaciones en la Costa del Sol, mientras Rosaura se hacía cargo de la dirección de Mantecadas Salazar. Las ventas no solamente no se vieron afectadas, sino que en pocas semanas Flora se había convertido en una especie de heroína local. Al fin y al cabo, en el valle siempre se había respetado a las mujeres que hacían lo que tenían que hacer.

Dieciocho días después recibía una llamada de la doctora Takchenko.

—Inspectora, va a resultar que al final usted tenía razón: los GPS del servicio francés de observación captaron hace quince días la presencia de una hembra de unos siete años que, bastante despistada, habría descendido hasta el valle. No tienen de qué preocuparse. Linnete ya está de nuevo en el Pirineo.

Un mes más tarde.

La regla no se presentó. Ni al siguiente, ni al siguiente…